29 de julio de 2007

El bandoneón: de Krefeld a Buenos Aires

Cuando se habla de tango, es inevitable citar al bandoneón, su instrumento emblemático y esencial. No es mucho lo que se sabe de él, pero su importancia en el desarrollo de nuestra música popular ciudadana ha sido de vital importancia junto al trabajo de composición de numerosos artistas que, gracias a su talento, consiguieron trasladar al tango desde sus orígenes pecaminosos hasta los grandes salones del centro de nuestra ciudad, en donde se convirtió en el lenguaje más significativo de los porteños de, por lo menos, la primera mitad del siglo XX.
El bandoneón es un instrumento musical cromático de fuelle y lengüetas libres parecido al acordeón y la concertina. Su forma es cuadrada y su tamaño media entre estos dos instrumentos aunque sus características están más cercanas a las del último que del primero. En lugar de teclado tiene botones, 38 para el registro agudo y 33 para el grave; cada uno de ellos emite un sonido, por lo que se deben pulsar varios a la vez para producir un acorde. Fue inventado a mediados del siglo XIX por un alemán de nombre Heinrich Band. El hombre era de la ciudad de Krefeld, muy cerca de Düsseldorf, en la región de Westfalia, y no se conoce con exactitud la fecha en que el instrumento de su invención llegó a Buenos Aires por primera vez, aunque hay referencias al mismo en la época de Rosas, según algunos historiadores y, algunos otros, la precisan en 1856. Hay quienes señalan a un marinero cuyo apellido se ha perdido en los recovecos del tiempo y de quien sólo se sabe su nombre y apodo: Bartolo el brasileño, como el auténtico introductor del bandoneón en el Río de la Plata. Pero, también existe otra versión que adjudica tal honor a otro marinero, éste de origen inglés, llamado Thomas Moore. En ambos casos, las historias están envueltas por una niebla imprecisa que les confiere más apariencia de leyenda que de realidad.
Lo que sí parece ser verosímil, es la historia que nos cuenta que durante la Guerra del Paraguay (la que enfrentó a ese país con la Triple Alianza -Argentina, Brasil y Uruguay- durante 1865 y 1870), en los campamentos del ejército argentino que comandaba el general Bartolomé Mitre, un soldado llamado José Santa Cruz aliviaba las penurias que derivaban de la cruenta contienda haciendo sonar su instrumento con su, por entonces, novedoso sonido. Dicen los historiadores que en los fogones de la noche paraguaya, el bandoneón que tocaba nuestro soldado era el primero que fuera introducido en el país. Al término de la guerra, Santa Cruz consiguió empleo en el Ferrocarril Oeste (el que más tarde se denominó Ferrocarril Sarmiento hasta su reciente privatización), y dedicaba su tiempo libre a la práctica del bandoneón. El día que se inauguró el teléfono del ferrocarril, el sonido del bandoneón de José Santa Cruz surcó las distancias entre las estaciones de Once y Moreno como un símbolo del país que progresaba.
También el tango lo hacía y, desde los primitivos conjuntos conformados por bandoneón, piano, flauta y violín que animaban las noches de los prostíbulos de los suburbios en el sur de la ciudad pasó, a mediados de la segunda década del siglo pasado, a ser ejecutado por orquestas más numerosas que incluían otro fuelle y otro violín con el agregado del contrabajo -en lugar de la flauta- para remarcar el ritmo, ya que el éxito del tango se asentaba principalmente en el baile. Con estos instrumentos se conformaron los primeros sextetos típicos que durante mucho tiempo se encargaron de hacer del tango la música predilecta ya no sólo de las clases más bajas sino también, con su llegada a los cabarets del centro, de los sectores sociales más adinerados.
Más tarde se incorporaron los cantores y el lunfardo, que provenía de los ambientes ligados a la delincuencia y los burdeles, fue el lenguaje utilizado para agregarle palabras a la música. Este idioma fue adoptado primero por las clases altas que se jactaban de bailar el tango y luego por las clases medias, cuyo arraigado afán de imitación, las llevaba a copiar muchos gestos y códigos que nunca hubiesen adoptado por sí mismas. Después vendrían otras modificaciones que acompañarían la evolución de los acontecimientos sociales del país, pero el bandoneón permanecería incólume, como el símbolo más acabado del tango, hasta nuestros días.
Tal es su importancia que, cuando Aníbal Troilo (1914-1975) -tal vez el más grande de los bandoneonistas- legó el suyo a Astor Piazzolla (1921-1992) -muy resistido por la vieja camada de intérpretes por sus modernas innovaciones compositivas-, generó tanto revuelo como cuando el general San Martín legó su sable al brigadier Rosas. En fin, eso es tema para otra historia. Lo cierto es que el bandoneón sigue gozando hoy de buena salud, no sólo en la Argentina, sino en todo el mundo.