30 de julio de 2007

Hollywood y la industria cinematográfica

En el cuadrado formado por los actuales Sunset Boulevard, al norte; Melrose, al sur; Western Avenue al este y Gower Street al oeste, se concentraba una industria que hacia 1920 comenzaba a ser conocida tan sólo como Hollywood. Y sin embargo, sólo treinta años antes esos terrenos no eran más que apacibles valles, en uno de los cuales, Cahuenga Valley, se erigía un modesto poblado, y en donde todavía estaban vigentes las huellas de sus primitivos pobladores, las tribus indias cahuenga y cherokee. Tierra casi virgen entre colinas, en una de las cuales, el monte Lee, se construirían, años después, las inmensas letras de 14 metros de altura que habrían de convertirse en el símbolo del lugar, pero que en su origen anunciaban tan sólo una operación inmobiliaria de Mack Sennett (1880-1960). El famoso director y actor cómico del cine mudo compró, en los años veinte, una gran extensión de tierra alrededor del monte, y en 1923 encargó a John Roche el diseño de un cartel publicitario, las letras con el nombre de la futura y nunca creada urbanización de lujo: "HOLLYWOODLAND". Desde 1939, adornadas por una multitud de bombillas, esas letras -que perdieron el "LAND" por el camino- son la identificación universal, incluso por la noche, de esa Tierra de Promisión.


Todo comenzó en un rancho, pero los orígenes están antes. El año 1887 marca el inicio de la colonización por los blancos, anglosajones y protestantes de esta parte del territorio californiano: 260 hectáreas del lugar fueron parceladas y 50 de ellas, el corazón de la futura ciudad del cine, las compró Harvey Henderson Wilcox, un prohibicionista de Kansas que era, en cierta medida, el típico ejemplar del primer poblador no autóctono de la zona: un emigrante enriquecido, religioso practicante y firme partidario de prohibir la venta de alcohol y la apertura de salas de juego, algo que estaría en clara contradicción con los futuros hábitos acuñados por el dinero fácil que se ganaría en el Hollywood cinematográfico. Wilcox hizo trazar el primer plan urbano y el rápido interés de inversionistas privados por esa tierra hizo que, en tan sólo tres meses, el precio del suelo fuese un 100% más caro del que pagó el astuto inversionista. A su esposa Dreide cabe atribuírsele el mérito de haber sido quien cambió el nombre de la finca Wilcox por el de "Hollywood", es decir, "bosque de acebos". Tras la muerte de Wilcox, su esposa se casó en segundas nupcias con un tal Philo Judson Beveridge y aportó el todavía rancho como contribución a la riqueza de la nueva pareja, sin perder, no obstante, la propiedad nominal de la finca. Poco después, la mayor parte del rancho era adquirida por el coronel Robert Northam, quien en 1904 la vendió a su vez a Jacob Stern, un hacendado de origen alemán que construyó allí un modesto almacén, origen de uno de los primeros "estudios" del Hollywood futuro.
Tierra feraz y de espléndidos paisajes, de clima casi tropical y frondosos bosques que habrían de proporcionar la materia prima para construir no sólo las típicas mansiones de la zona, sino también los inmensos decorados del Hollywood cinematográfico, el primer destino de ese paraíso terrenal fue, junto a sus pronto famosas granjas frutícolas, el de residencia para gente de buen pasar económico. Allí, en 1902, el célebre pintor de origen francés Paul de Longpre (1855-1911) cambió a la señora Wilcox un trozo de su "Hollywood Ranch" por tres de sus cuadros, y en él hizo construir un suntuoso palacete árabe. Igualmente, algunos magnates y tratantes de arte, como Eugene y Adolph Bernheimer o Edmond Sturtevant, construyeron desde una espectacular residencia de estilo japonés hasta un castillo escocés. Y además, en 1903, los casi 500 habitantes de la zona ya habían convertido a Hollywood en lo que soñaban: una tranquila ciudad de reposo. Prohibicionista, claro, según el espíritu de los pioneros; sin juego y sin alcohol, pero también sin mataderos ni peligrosas plantas de gas, ese temible fantasma del progreso. Estaban bien lejos de sospechar lo que se les venía encima. ¿Por qué ese idílico lugar de California se convirtió en la sede de la mayor industria mundial del espectáculo? No es difícil responder a esta pregunta: por el enorme y desaforado desarrollo del primer embrión del cine y porque la emulsión química de las primeras películas, todavía rudimentaria, necesitaba abundante luz para lograr impresionar los objetos situados ante la cámara. El cine de los orígenes se desarrolló desde 1894 alrededor de ciudades altamente pobladas y con una buena infraestructura industrial: Nueva York y Chicago, especialmente. Pero después de unos primeros años de tanteo, y cuando ya era evidente para todos -sobre todo para el avispado Thomas A. Edison (1847-1931), quien pasa por ser el inventor del kinetoscopio, origen del cine en Estados Unidos- que aquel entretenimiento de feria podía llegar a ser mucho más que eso, ni Nueva York ni Chicago garantizaban la suficiente cantidad de horas y días de luz para poder rodar con continuidad, en la proporción necesaria para cubrir las necesidades de un público cada vez más voraz. Además, el uso de la luz eléctrica en el cine era todavía muy rudimentario.
Aun cuando se suele considerar que los primeros en instalarse en la zona de Los Angeles para rodar películas fueron, en 1906, dos hermanos holandeses a sueldo de la compañía Mutoscope (la ciudad ya contaba, desde 1902, con una primera sala de cine), no sería hasta 1907 cuando un famoso y dinámico productor de westerns, el coronel William Selig (1864-1948), se hartó de las interrupciones en las filmaciones debidas al lluvioso invierno nórdico durante el rodaje de una de sus producciones más ambiciosas "The count of Monte Cristo"
(El conde de Montecristo) y buscó nuevos escenarios naturales para poder terminarla. Hizo lo que muchos hacían entonces: buscó el sol en Cuba, pero además de la distancia excesiva, se encontró con un clima demasiado húmedo y propenso a tormentas y vendavales; hizo lo propio en Florida, pero los mosquitos y una todavía escasa red de comunicaciones dificultaron su permanencia. Finalmente, decidió hacerle caso a un anuncio de promoción turística de la Cámara de Comercio de Los Angeles que garantizaba 350 días de sol por año y se dejó caer, con su director Francis Boggs (1870-1911) a la cabeza de una enorme cantidad de técnicos y operarios, por la playa de Santa Mónica, no lejos de ese pueblito llamado Hollywood, donde rodó todos los exteriores de la película. Quedó tan satisfecho con la experiencia que decidió restringir el costo del desplazamiento de su gente y, a principios de 1909, comenzó la producción regular de películas en la zona.


El rumor de que en Los Angeles se podía trabajar más días y con un clima maravillosamente benigno, se extendió velozmente entre la profesión cinematográfica. Los recién llegados comprobaron, además, las ventajas de la excepcional situación geográfica de Hollywood, que permitía el rodaje en exteriores con ambientación tropical, en desiertos, playas y hasta montañas nevadas, todo ello a pocas horas de viaje. Pero casi tan importante como todo esto resultó comprobar que las películas que de allí venían eran, efectivamente, mucho mejores que las que se rodaban en el Este. La superior calidad de la luz permitía una brillante nitidez del encuadre, además de un notable realismo, especialmente constatable en los westerns, sin duda el género más popular entre el público y el más practicado por los cineastas de los orígenes. Poco a poco, la costa de California se fue convirtiendo en habitual lugar de peregrinación de los profesionales del cine provenientes del Este. Bison & Essanay pronto se interesó por la zona y hasta la compañía Biograph enviaría, en el invierno de 1909 a 1910, a quien ya empezaba a ser su flamante estrella: David Wark Griffith (1875-1948), quien desde entonces hasta su instalación definitiva en la zona, en 1913, volvería cada invierno a rodar allí sus películas. Comenzó entonces la primera época de Hollywood, los años locos en los cuales comenzaba a consolidarse no ya una industria, sino un arte.
El año 1911 fue especialmente movido en la futura metrópoli del cine. Ese año moría De Longpre, muerte que, en cierta forma, clausuraba simbólicamente los días del Hollywood exclusivo para pudientes hartos del tráfago urbano. También en 1911, en el mes de octubre, Hollywood pidió formalmente su incorporación administrativa a la ciudad de Los Angeles, para beneficiarse así de la ampliación de la red de agua y de transporte de la ciudad. Al pasar a formar parte de la que ya entonces se perfilaba como una gran metrópoli, aunque como barrio extremo, Hollywood pudo contar también con una eficaz red de transporte por tranvía. Lo que también murió en 1911 fue una errónea presunción de los primitivos habitantes del lugar. Los hollywoodenses vieron siempre con desconfianza a las gentes del cine, a esos que usaban botas de montar y pantalones ajustados. Ellos creían que esos extravagantes personajes seguirían comportándose esencialmente como las troupes de actores ambulantes de teatro que, al fin y al cabo, era a lo que más se parecían. Esto es, llegando y yéndose periódicamente al compás de la estación fría en el Norte. Nada de todo eso ocurrió, sino más bien todo lo contrario: en ese año de 1911 abrió sus puertas el primer y todavía muy modesto estudio que conoció Hollywood, propiedad de la Centaur Film de Nueva Jersey y bautizado "Nestor". Estaba situado en la intersección de Sunset y Gower, en el antiguo hotelucho propiedad de una familia francesa, los Blondeau, que habían adquirido la tierra donde lo construyeron al mismísimo señor Wilcox, y que se habían visto frustrados en su pretensión de enriquecerse debido a la prohibición de venta de alcohol en el saloon adjunto al hotel. El "Nestor", sin embargo, no pertenecía a una empresa grande, sino a lo que en el lenguaje de la época se denominaba (y posteriormente también) una productora independiente. Esto es, alguien que alquilaba sus películas a las salas no controladas por Edison y que se negaba a pagarle derechos por el simple hecho de rodar películas.
Hay que recordar que el múltiple inventor entendía que los independientes hacían un uso arbitrario del cine porque no tenían patentado ningún invento relacionado con él, razón por la cual pretendía que todo el que rodase o exhibiese una película en territorio norteamericano le pagase royalties. Con este fin y junto a otras compañías poseedoras de alguna patente (Vitagraph, Biograph, Essanay, Selig, Lubin y Kalem, más las francesas Pathé y Méliès, así como el distribuidor George Kleine), fundó el 1 de enero de 1909 la "Motion Pictures Patents Co.", más popularmente conocida como el "Trust de Edison", que desde entonces se dedicaría a defender lo que consideraba sus derechos a sangre y fuego mediante una dura lucha que se prolongó hasta 1914 para la que Edison contrató a matones y detectives privados (entre ellos, a los de la famosa agencia Pinkerton), que la emprendieron a tiros contra todo realizador independiente que intentase escapar al control del trust. Fue entonces, y a pesar de que las empresas de la MPPC ya estaban asentadas allí, cuando Hollywood demostró a los independientes otro de sus atractivos: su situación geográfica, alejada de Nueva York y relativamente cercana a la frontera mexicana, permitía una rápida huida cuando se presentaban los peculiares inspectores del inventor.
Poco a poco, Hollywood vio cómo algunos de esos cineastas independientes que intentaban escapar de las largas zarpas de Edison fijaban su sede por la zona. Carl Laemmle (1867-1939), uno de los más activos, lo hizo en Sunset Boulevard en 1912, año en que fundó la Universal, el primer estudio que permitió al público, por unos módicos 25 centavos, asistir a los rodajes (práctica que todavía hoy se mantiene), no muy lejos de la Eclair y de los locales de Jesse Lasky, que habrían de convertirse no mucho después en la Paramount. Hacia 1915, cuando el Trust de Edison estaba ya en liquidación, casi toda la producción de películas había pasado de la costa este a la oeste, y hacia finales de la primera guerra mundial, en 1918, cuatro de cada cinco películas norteamericanas eran de factura californiana. Y aunque todos los estudios siguieron teniendo sus oficinas centrales en Nueva York, Hollywood se convirtió desde entonces en la cabeza actuante, en el bastión productivo de la industria del cine que, todavía hoy, llamamos simplemente "Hollywood".


La prosperidad económica que trajo consigo esa industria no contaminante, limpia, de altos beneficios y mejores salarios no satisfizo, no obstante, las aspiraciones de los primitivos habitantes del lugar. Esos californianos de primera generación, temerosos de Dios, contemplaban cómo ese idílico paraíso que habían soñado se esfumaba, poblado por gentes de procedencia francamente dudosa, que ganaban fortunas en pocos meses y que las dilapidaban en francachelas y orgías en las que se practicaban, lo decía la mitología popular y los rumores propalados por las revistas de chismes (una institución ya en aquella época), cosas tan misteriosas y exóticas que no figuraban en la Biblia ni siquiera para prohibirlas. Desde finales de la segunda década del siglo, Hollywood comenzó a ser conocido también como una de las sedes del vicio y la disipación. Sus escándalos quitaban el sueño a las organizaciones religiosas locales y nacionales, alarmadas igualmente por la connivencia mafiosa entre los magnates de las productoras y la policía local, siempre dispuesta a cerrar los ojos en el momento más oportuno. Con el correr del tiempo llegarían los premios Oscar, las superproducciones, los efectos especiales y un sinnúmero de estrellas de mayor o menor brillo y todo ello no haría más que engrandecer a Hollywood hasta llevarlo a ser el centro mundial de la industria cinematográfica.