12 de agosto de 2007

Ludwig van Beethoven, el paciente alemán

El compositor alemán Ludwig van Beethoven, de ascendencia flamenca, nació en Bonn el 16 de diciembre de 1770. Hijo de un padre alcohólico que era tenor en el coro de la corte (Johann Beethoven) y de una madre supuestamente sifilítica (María Magdalena Keverich), Ludwig, el segundo de los siete hermanos, mostraba los estig­mas de la infección congénita (fren­te amplia y problemas denta­les). A esto debemos agregarle una deficiente alimentación que se tradujo en signos de ra­quitismo y un escaso desarrollo con baja estatura. También fue asmático y su rostro mostraba las secuelas de la viruela. Desde joven mostró inclina­ción por la música. El padre quería un nuevo Mozart, un ni­ño prodigio que le aportase los medios suficientes para mantener sus bo­tellas siempre llenas y le hacía tocar el piano hasta que le san­graban los dedos. Por suer­te su maestro de música -Franz Greehard- acogió al joven músico en el seno de su familia, miti­gando las penas del genio.


A los diecisiete años, después de sufrir una fiebre tifoidea, comenzó a notar defectos en la audición. En 1816 tuvo un proceso febril -probablemente una infección del oí­do medio-, y las molestias eran ta­les que el músico solía sumergir su cabeza en un balde de agua fría. A los veintidós años comenzó con un cuadro de dispepsia (digestión laboriosa e imperfecta) que no lo abandonó en toda su vida. Su­fría dolores abdominales que al­ternaba con períodos de diarrea y otros de pertinaz constipación. A todo esto debemos agregar su eterno conflicto con las mujeres, que lo rechazaban por "feo, loco y ordinario”, como se lo hizo saber Magdalena Filman su "amada inmortal". Hosco e irascible, cayó en una depresión que trataba de olvidar con dosis generosas de alcohol etí­lico, esto es: se emborrachaba. La sordera no le impedía componer, ya que por la transmi­sión ósea del sonido podía “escuchar” lo que ejecutaba. A tal fin sostenía con los dientes una madera que apoyaba contra el piano. Así las ondas viajaban directamente hacia su oído.
Como era de esperarse hacia 1825 aparecieron los primeros sig­nos de patologías hepáticas: ictericia (coloración amarillenta de la piel producida por la acumulación de pigmentos biliares en la sangre), ascitis (acumulación de líquidos en la cavidad peritoneal) y edemas (acumulación de líquidos serosos en el tejido celular). Su dis­tensión abdominal era tal que pe­riódicamente lo punzaban para extraerle líquido (en una oportunidad llegaron a evacua­rle doce litros). Curiosamente, los médicos lo trataron con champag­ne y vinos del Rhin. De esa forma precipitaron su final. Sus últimas palabras comprensibles fueron "lásti­ma, lástima... muy tarde". Y efectivamente, fue muy tarde ya que murió el 26 de marzo de 1827 a las 5:45 horas.
Fueron varios los médicos que trata­ron al célebre músico, ya que su carácter desconfiado no lo hacía proclive a relaciones médico-paciente duraderas. El primero fue Franz Wegler, amigo de la juventud. Johann Frank fue, además de galeno, músico afi­cionado que intimó con Beethoven. Jo­hann Adan Schmidt trató al compositor por su sordera utili­zando el nuevo mé­todo de corriente galvánica. El italiano Johann Malfatii van Montereggio fue el que recomendó a Beet­hoven la práctica de tomar aguas termales, consejo que siguió gustoso porque en esos lugares se reunía lo más distin­guido de la sociedad. Allí pudo codearse con Goethe, Badén y Karlsbad. Un ayudante de Malfatti, el doctor Andreas Bertolini, mantuvo una perdu­rable amistad con Beethoven. Siguieron los doctores Staudenhein (quien en 1817 le pro­hibió -sin mucho éxito- el con­sumo de alcohol), Carl Smetana (quien operó de hernia a Karl, el conflictivo sobrino de Beethoven) y Antón Braunhofer. Andreas Wanruch era, ade­más de médico, un excelente cellista. Fue el último en aten­derlo y recomendarle al ciruja­no Johann Seibert, quien le practi­có las cuatro punciones para extraerle el líquido del abdo­men, con el resultado que ya hemos relatado. La autopsia del gran com­positor fue practicada por el experto patólogo Johannes Wagner que nada tenía que ver con el compositor del mis­mo nombre. Wagner llegó a la conclusión de que el gran músi­co murió de cirrosis (las versiones más piadosas hablan de neumonía), quizás un "finale" poco glorioso para el compositor de melodías tan sublimes.


El peor castigo para un sordo no es la falta de audición, sino la forma en que es segrega­do por la sociedad. A pesar de ello, Beethoven legó a la humanidad nueve sinfonías, treinta y tres sonatas para violín, dos misas, un oratorio, una ópera e innumerables conciertos para piano, cuartetos de cuerdas y piezas para voz acompañada de piano, casi todas éstas consideradas unánimemente obras maestras. Con su arte, llevó a su consumación todas las formas propias del Clasicismo y, a través de su concepción dinámica de las formas musicales, abrió el camino para el advenimiento del Romanticismo. Sin dudas, Beethoven fue un sordo soberbio, discutidor, engreído… y genial.