30 de septiembre de 2007

La heroica desilusión de Beethoven

Pese a que a menudo Beethoven se mofara de la música descriptiva y se refiriera a ella con desprecio, casi siempre, cuando componía, tenía un tema claro y determinado en mente. En el caso de la Tercera Sinfonía, Beethoven se había propuesto como tema a Napoleón Bonaparte, en la época en que éste era Primer Cónsul.
Durante su estancia en Heiligenstadt, Beethoven trabajó intensamente: revisó los últimos detalles de la Segunda Sinfonía, terminó las tres Sonatas para violín Op. 30, las Bagatelas Op. 33 y las dos primeras Sonatas para piano Op. 31. Además adelantó otros proyectos. De los cuadernos y hojas de trabajo procedentes de este retiro, conservó los primeros apuntes de lo que después se convertiría en una sinfonía de proporciones descomunales. Una sinfonía que a la desmesura de su duración añadiría una batería de innovaciones sin precedentes en el ámbito sinfónico. Una obra que además de dejar perplejos a sus primeros escuchas, reorientaría definitivamente el curso de la música de arte occidental. Un portento heroico como su título final: La tercera sinfonía "Heroica".
Ludwig van Beethoven era un gran admirador de Napoleón Bonaparte; veía en él al hombre que, haciendo suyos los principios democráticos de la Revolución Fran­cesa, los pensaba aplicar sin el terror que la inició. A pesar de lo que se dice, se conserva la página dedicatoria de la sinfonía al futuro emperador. El músico, en una carta dirigida a su amigo y futuro biógrafo Ferdinand Ries (1784-1838) el 26 de agosto de 1804, indica que la sinfonía estaba decidada a Ponaparte (con P). En la Sociedad de Músicos de Viena se conserva una co­pia con el título: "Sinfonía Grande titolata Bonaparte" (en ita­liano debería decirse intitolata). Luego sigue una inscripción en ale­mán "Geschneben auf Bonaparte", que viene a decir lo mismo. Cuando Napoleón se hizo consagrar emperador, Beethoven, desilusionado, exclamó: "¡Bah! Era un hombre ordinario como todos los demás", de modo que arrancó el primer folio de la sinfonía y reescribió la primera página. Desde entonces la sinfonía fue llamada simplemente "Sinfonía Heroica".


La dedicatoria frustrada a Bonaparte produjo el mito más fuerte que se ha tejido en torno a esta sinfonía. Anton Schindler (1795-1864), uno de los primeros biógrafos del compositor de Bonn, afirma que el primero en sugerir una Sinfonía Heroica inspirada en Napoleón Bonaparte parece haber sido el general Jean Baptiste Bernadotte (1763-1844) quien por la época actuaba como Embajador de Francia en Viena y tenía a Beethoven en gran estima.
En el mes de agosto de 1804, fue estrenada en privado en el palacio del príncipe Joseph Franz von Lobkowitz (1772-1816), noble nativo de Bohemia, amante de la música y mecenas de Beethoven, a quien éste, en definitiva, se la dedicó.

Historia de la palabra bigote

Antonio de Nebrija (1444-1522), uno de los grandes humanistas del Renacimiento y ciertamente el más grande de España, conquistó un sitial de honor en la historia de la lengua española como autor de la primera gramática española en 1492 y el primer diccionario de esa lengua en 1495. Precisamente en ese diccionario, figuró por primera vez la palabra "bigote", cuyo origen germánico parece indudable.
A pesar de ello, la versión más difundida vincula el origen del término a los episodios acontecidos en España dos décadas más tarde cuando Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se convirtió en rey de España tras la muerte de su abuelo Fernando de Aragón en 1516.
En 1518, conociendo el idioma español sólo de manera superficial, arribó a España para asumir el trono real como Carlos I. Apareció acompañado por una corte de caballe­ros flamencos y alemanes que llegaron a la península Ibérica con grandes ínfulas, como si entraran a un país conquistado. El bigote era una de sus caracte­rísticas, pues empezaba a estar de moda en la sociedad alemana por influjo de los lansquenetes o soldados mercenarios, muchos de ellos de origen bajo alemán o suizo. Su aire de superioridad y su fácil blasfemia herían la sensibilidad de los españoles, que oían continuamente la expresión "¡bey Gott!", equivalente al españolísimo "¡Vive Dios!" o al inglés "¡Por Dios!", al tiempo que se llevaban la mano a la zona facial comprendida entre el labio superior y el corte de la nariz. De aquí la palabra "bigote".
El bigote, normalmente es mucho más fino que el mostacho, que se define como un bigote grueso, y que deriva del francés "moustache", que se­gún Albert Dauzat en su "Dictionnaire Etymologique", tiene su origen a fi­nales del siglo XV del vocablo italiano "mostaccio". Este llegó a Venecia con la moda del bigote proveniente del bajo griego "mustaki", que en griego clásico se dice "mustak" y significa labio superior. Entre las personalidades notorias de la historia que llevaron célebres bigotes, podemos mencionar: al actor británico Charles Chaplin, al dictador alemán Adolf Hitler, a los revolucionarios mexicanos Pancho Villa y Emiliano Zapata, al cantante británico Freddy Mercury, al dibujante estadounidense Walt Disney, al físico y matemático alemán Albert Einstein, al filósofo alemán Friedrich Nietzsche, al dirigente socialista argentino Alfredo Palacios, al actor estadounidense Groucho Marx, al dictador georgiano Joseph Stalin, al pintor Salvador Dalí, etc.

La leyenda de la papisa Juana

Hay leyendas que, como la serpiente de mar o el monstruo del lago Ness, aparecen de vez en cuando sin saber cómo ni por qué. Una de ellas es la referente a la papisa Juana (Johanna), una mujer que, según la fábula, ocupó el trono pontificio en el si­glo IX.
Según la leyenda, tras la muerte del papa León IV en el año 855, fue elegido papa Juan VIII, quien en el curso de una procesión en el año 857, se encontró enfermo. Apoyado contra una pared dio a luz un hijo, con lo que se vino a descubrir que el tal papa era una mujer y pecadora, pues ha­bía quedado embarazada. Allí le fue dado a escoger a la papisa entre la desgracia temporal y el castigo eterno; ella eligió lo primero y murió durante el parto en la calle y su cuerpo, atado a la cola de un caballo, luego de haber sido arrastrado el cadáver por las calles de Roma, fue enterrado en el mismo lugar en que se descubrió el fraude. El padre de la criatura, Lamberto de Sajonia, embajador en Roma, tuvo tiempo de escapar.
El primero que parece haber tenido conocimiento de la leyenda fue el cronista y compilador dominico Jean de Mailly (1190-1260), de quien otro dominico, el predicador e inquisidor Etienne de Bourbon (1180-1256), adoptó la historia y la incluyó en su trabajo sobre los "Siete dones del Espíritu Santo" publicado en el año 1250.
En dicho relato, la supuesta papisa se ubica alrededor del año 1100 y aun no se le pone nombre. La narración dice que una mujer muy talentosa, vestida como un hombre llegó a ser notario de la Curia, después cardenal y finalmente Papa; que un día esta persona salió a montar y en esta ocasión dio a luz un hijo; que entonces fue atada a la parte posterior de un caballo, arrastrada alrededor de la ciudad, apedreada por la gente hasta morir y enterrada en el sitio mismo donde falleció; y que ahí fue puesta una inscripción que decía lo siguiente: "Petre pater patrum papissae prodito partum".
Otra versión diferente aparece en la "Chronicon pontificum et imperatorum" (Crónica de los papas y emperadores) de Martin von Troppau (Martinus Oppaviensis o Martinus Polonus) del año 1474 insertada posiblemente por el autor y no por un transcriptor posterior. A través de este muy popular trabajo, la historia llegó a ser conocida de otra forma. Después de León IV (847-855) el inglés John de Mainz (Johannes Anglicus) ocupó la silla papal dos años, siete meses y cuatro días. Él era, supuestamente, una mujer. En su juventud fue llevada a Atenas con ropas de hombre por su amante y allí fue tal su avance en el aprendizaje que nadie la igualaba. Llegó a Roma, donde enseñó ciencias y atrajo así la atención de intelectuales. Gozó del mayor respeto por su conducta y erudición y finalmente fue seleccionada como Papa, pero, quedando embarazada de uno de sus asistentes de confianza, dio a luz un niño durante una procesión desde San Pedro a Letrán, en algún lugar entre el Coliseo y San Clemente. Allí murió casi de inmediato y se dice que fue enterrada en el mismo sitio. En sus procesiones, los papas siempre evitaban este camino; muchas personas creían que los papas hacían esto por su animadversión a esa desgracia.
Aquí aparece por primera vez el nombre de Johanna (Juana) como el de la supuesta papisa. Martin von Troppau había vivido en la Curia como capellán y penitenciario del Papa (murió en 1278), razón por la cual su historia papal fue ampliamente leída y a través de él la leyenda obtuvo aceptación general. Un manuscrito de su crónica relata de una manera diferente el destino de la supuesta papisa: tras de su alumbramiento Juana fue inmediatamente destituida e hizo penitencia por muchos años. Su hijo, se añade, llegó a ser Obispo de Ostia y la tuvo enterrada ahí después de su muerte.
Versiones posteriores cambian el nombre de Johanna y le dan el nombre que llevaba de niña: algunas le llaman Agnes, otras Gilberta. Se encuentran más variaciones en los trabajos de diferentes cronistas, por ejemplo en la "Crónica Universal de Metz", escrita alrededor de 1250 y en ediciones subsecuentes de la "Mirabilia Urbis Romae" del siglo XII.
Esta es la leyenda. En cuanto a la historia, efectiva­mente, en 855 murió el papa León IV, pero en el mismo mes de su fa­llecimiento fue elegido su sucesor Benedicto III, que reinó hasta el 858, en que le sucedió Nicolás I el Grande, hasta el 867, en que murió. De todo ello hay constancia fidedigna. Así las cosas, la leyenda tiene como origen la llamada sedia stercoraria (silla estercolera), una silla con un agujero en su centro que, como su nombre lo indica, servía de retrete ambulante. La leyenda se apo­deró de tal silla y dijo que el agujero se utilizaba para que los car­denales pudieran palpar los órganos genitales del papa elegido y asegurarse así de que no era mujer. El escritor italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375), menciona esta histo­ria en una de sus obras y un capellán del papa Urbano V (quien gobernó la Iglesia entre 1362 y1370) le dio cabida en una historia del papado; el Inquisidor General Tomás de Torquemada (1420-1498)
creía en la leyenda y durante el proceso que se siguió contra el teologo y reformador checo Jan Hus, que había afirmado su creencia en la papisa Juana, se le acusó de múltiples herejías, pero no de sostener la historia.
Quien primero intentó demoler las bases de esta leyenda fue precisamente un clérigo protestante francés, David Blondel (1591-1655), quien estudió la historia y publicó sus resultados en Amsterdam en 1647 afirmando que no era más que un mito. También el filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz (1646-1716), en una obra publicada en 1698, negó la existencia de la papisa e incluso una obra tan anticristiana como la Encyclopédie francesa del siglo XVIII afir­maba "la inanidad de la leyenda de la papisa Juana no deja lugar a dudas y hoy ya no se puede discutir su origen".
En 1886, el escritor griego Emmanuel Royidis (1836-1904) publicó una obra titulada "La papisa Juana", que fue condenada por la Iglesia orto­doxa como blasfema y calumniadora. El libro tuvo éxito y, en 1939, un amigo se la recomendó a Lawrence Durrell (1912-1990), el célebre autor de
"The Alexandria Quartet" (El Cuarteto de Alejandría, compuesto por cuatro novelas: "Justine", "Balthazar", "Mountolive" y "Clea"), quien la tradujo al inglés con el título de "Pope Joan" y con algunas supresiones del origi­nal, debidas al exagerado anticlericalismo del autor británico. El propio Durrell en el prólogo de su traducción, califica al libro como "travieso, lleno de diversión, hilaridad e irreverencia".



La reforma luterana

Dentro de una consideración general del fenómeno de trastocamiento de estructuras mentales, sociales, políticas y económicas que supuso la Reforma denominada protestante, debe hablarse, ante todo, del marco religioso que la hizo posible y permitió su mante­nimiento hasta hoy. La Iglesia, hasta los primeros años del si­glo XVI, mantuvo su carácter universal en el ámbito de la Europa occidental, cercenada la mitad oriental del continente por el que en su momento fue calificado de cisma ortodoxo.
La Iglesia se hallaba por entonces basada en unos principios que los historiadores han calificado acertadamente de monárqui­cos, sacerdotales y sacramentales. Todos ellos en conjunto, y ca­da uno por separado, servían como útiles instrumentos de perma­nencia y afirmación de poderes que en muchos casos iban más allá de los planos referidos estrictamente a cuestiones espirituales. Con todo, llegada la etapa del Renacimiento, que aparentemente mostraba la vitalidad de la institución mediante espléndidas realizaciones artísticas, podía observarse el progresivo debilitamiento de la misma como consecuencia directa de una serie de hechos y tendendas que habían marcado el inmediato pasado.
Las nuevas monarquías que surgían en Europa habían triunfado -y en ocasiones puesto directamente en cuestión- el poder pa­pal. La institución eclesiástica conocería momentos de especial de­bilidad como consecuencia del cisma que había situado en la ciu­dad francesa de Avignon a un pontífice opuesto al reinante en Ro­ma. El descrédito en que había caído la Iglesia no había podido ser remediado con la celebración de sucesivos concilios más en­caminados a apuntalar la posición física de la misma que a resol­ver cuestiones de índole espiritual como afirmaban sus inspirado­res y organizadores.
Los poderes instituidos en los Estados de Europa occidental -España, Inglaterra y Francia- admitirían difícilmente la predominancia eclesiástica que hasta esos momentos había aprovechado las circunstancias creadas por la debilidad estructural de las instituciones calificadas de terrenas. La Iglesia actuaba hasta en­tonces como una estructura imperial, no sujeta a ordenamientos particulares que pudiesen poner en riesgo sus intereses. Para las mentalidades de la época, esta estructura teórica se hallaba en po­sesión del monopolio de todas las vías posibles de acceso a la gracia de Dios, tales como el bautismo, la confirmación, la penitencia, la eucaristía, el matrimonio, el orden sacerdotal y la extremaunción. Esta realidad, unida a la existencia de unos intereses de orden material que situaban a la Iglesia en planos de preeminencia con respecto a los demás poderes sociales y políticos, haría posible el fomento de un clima proclive al cuestionamiento de tan privilegia­da posición.
La monopolización de estas vías espirituales consti­tuía un hecho que afectaba a la práctica totalidad de la población de los países europeos situados bajo la órbita papal. Sobre estos conjuntos humanos, las estructuras políticas reforzadas y dirigi­das a la obtención del mayor grado posible de poderío se enfren­taban a la presencia de un ente rival, social, económica y política­mente considerado. Con ello, los fermentos para la respuesta se hallaban en presencia, y solamente faltaba el elemento detonante necesario para facilitar al desencadenamiento del proceso de enfrentamiento y separación.
Martín Lutero (1483-1546) habrá de constituir este elemento de ruptura en medio de una situación determinada por sofocados sentimientos de pro­testa y oposición a los valores e intereses impuestos por la institu­ción eclesiástica. Como los historiadores del periodo dotados de un mayor grado de lucidez y conocimiento de los hechos han puesto de manifiesto en sus obras, la tarea reformadora personificada en la figura del alemán iba más allá del mero calificativo que le fue impuesto por sus opositores. En efecto, quienes siguieron a Lute­ro en su labor de desmontaje del aparato hasta entonces vigente estaban imbuidos de sentimientos más extremados que los simplemente reformadores de la Iglesia.
La Iglesia estaba interesada, de forma absolutamente lógica con sus planteamientos teóricos e intereses materiales, en minimizar los requerimientos aportados por los disconformes. Así, trataría de reducir el alcance de los mismos a niveles referidos exclusiva­mente a cuestiones de forma, algo que anulaba toda concepción de mayor alcance que aquellos pudieran pretender establecer. Sin embargo, las actitudes adoptadas por quienes personificaron al fe­nómeno reformador -sobre todo, la figura de Martín Lutero- echarían por tierra estos interesados designios.
Como apuntan con toda exactitud los historiadores norteame­ricanos J. A. Garraty y P. Gay, la Reforma protestante no fue en esencia un esfuerzo por reformar la Iglesia, sino que fue un debate apasionado sobre las condiciones adecuadas para la salvación. Es decir, según esta válida opinión, que los objetivos primordiales de la actividad de quienes se implicaron en ella no estaba dirigida hacia la supresión de los evidentes abusos existentes en el plano espiritual y material, sino que buscaban mediante su acción una reconsideración eficaz de las mismas bases de la fe y la doctrina cristianas en el Occidente europeo.
En otro plano complementario se hallaban dadas las condicio­nes precisas dentro de los ámbitos sociales y económicos. Esto constituiría el respaldo material -elemento definitivo para la concreción de los hechos- que los planteamientos teológicos tuvie­ron en dirección a su plasmación efectiva. La corrupción de la fe justificaba ante los reformadores situados en niveles religiosos to­da acción dirigida contra los principios hasta entonces vigentes de manera impuesta. Por su parte, los poderes temporales -prín­cipes locales en Alemania, el mismo monarca en Inglaterra- ten­drían aquí una posibilidad única para llevar adelante sus fines de emancipación de la verdadera tutela que la Iglesia ejercía sobre los poderes civiles sin darse cuenta de las nuevas necesidades de adaptación que el peso de los tiempos exigía.
La exclusiva referencia a la fe y a la Sagradas Escrituras que reclamaban las corrientes que Lutero llegó a personificar, se en­frentarían de forma directa con los principios hasta entonces man­tenidos por la Iglesia. Esta había sustraído del alcance de los fie­les toda posibilidad de interpretación personal de los textos sobre los que se basaban sus creencias. Ahora, los reformistas plantea­ban nuevos esquemas sobre el hombre, considerado en principio según registros negativos pero susceptible de alcanzar la salvación mediante el fomento de su fe en Dios. La salvación conseguida utilizando únicamente los caminos ofrecidos por la fe constituiría una de las aportaciones más destacadas de la doctrina luterana, en abierta oposición al ideario mantenido por la Iglesia hasta esos momentos.
Junto a esto, las amplias posibilidades que suponía la libre in­terpretación de los textos de las Sagradas Escrituras introducía un elemento de disensión de amplitud incalculable en el ámbito de la comunidad regida espiritualmente por la Iglesia de Roma. Las posiciones que habrían de tomarse adoptarían desde los pri­meros momentos actitudes irreconciliables. Así, mientras la Igle­sia oficial insistía en el valor del dogma y en la necesidad de actuar como intermediario entre la palabra de Dios y el creyente, los re­formadores hablaban acerca de la posibilidad de directa compren­sión de los textos sagrados por parte de los miembros del pueblo de Dios. El enfrentamiento estaba planteado de forma irreversi­ble, circunstancia que el posterior desarrollo histórico del conti­nente no haría más que ahondar al servir de marco a posiciones decididas a encontrar factores de diferenciación más que elemen­tos de unión que indudablemente hubieran podido ser instrumen­tados con efectividad.
Las múltiples ramificaciones e interpretaciones que tuvo el movi­miento de la Reforma sobre el suelo europeo habrían de contribuira crear un estado de permanente confusión entre su opositora, la Iglesia de Roma, que había pasado a denominarse católica para diferenciarse de aquél. Figuras como las de Jean Calvino (1509-1564), Ulrich Zwinglio (1484-1531), John Knox (1514-1572), Jan Hüss (1371-1415) y tantos otros menos significados hallaron campo útil para la aplicación práctica de sus ideas, que iban más allá de límites referidos a cuestiones religiosas para imponerse como posibilida­des de índole social. El francés Calvino impondría en la ciudad suiza de Ginebra unas estrictas normas puritanas de carácter dictatorial durante más de dos decenios, decidido a instaurar una so­ciedad en perfecto acuerdo con la letra de las Escrituras.
Posiciones semejantes a ésta, que florecerían durante los años siguientes al triunfo de la Reforma en Alemania, no serían capa­ces de anular los efectos espirituales y materiales que el movimiento había producido. En el mundo que permanecía fiel a los princi­pios emanados de una Iglesia católica empeñada a toda costa en conseguir mantener vigentes sus intereses de toda índole, quienes se consideraban incluidos dentro de planteamientos reformados se verían enfrentados a la más directa e inmediata represión. El caso presentado por los focos protestantes que emergieron en la España de los Austrias sirve como perfecto ejemplo de esta situa­ción; más aún, la interpretación que los responsables ideológicos de la Iglesia española harían de los textos de Erasmo de Rotter­dam (1466-1536) ilustra todavía más, si cabe, el clima dominante en aquella Es­paña que se había convertido en paladín de la Contrarreforma. El movimiento al que Martín Lutero prestó su figura había he­cho posible la partición efectiva del continente europeo en dos fracciones que hallarían en seguida suficientes rasgos diferenciales y aun opuestos de forma irreversible. La ordenación mental del denominado protestantismo actuaría en función de parámetros muy distintos a los vigentes en los espacios que se mantenían fieles a los dictados de Roma. El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), en su es­pléndido y todavía no superado estudio sobre la cuestión, trataría acerca de los efectos que estos planteamientos, en principio espiri­tuales, tendrían sobre la organización social y económica de los pueblos que habían sido integrados bajo los mismos.
No resulta interesante hoy tratar de establecer un cómputo vá­lido sobre el montón de ventajas e inconvenientes que la adscrip­ción a una u otra de las dos posiciones enfrentadas en los prime­ros años del siglo XVI supuso para las comunidades nacionales afectadas por el conflicto. Solamente cabe significar la necesidad, que los miembros individuales interesados en la cuestión, tie­nen de acceder a un conocimiento veraz y desapasionado de las causas, hechos y consecuencias que hicieron posible la fractura en el momento en que ésta tuvo lugar. El conocimiento mutuo servirá para establecer unas vías de comprensión recíproca que afortunadamente hoy parecen hallarse fijadas de forma definitiva.

Ajedrez. Magistral de Wijk aan Zee

El Magistral de Wijk aan Zee (Holanda) es, tradicionalmente, el primer torneo importante de ajedrez que se desarrolla en el año. Entre 1938 y 1967 se jugó en la ciudad de Beverwijk y, a partir de 1968, se juega en una pequeña villa balnearia junto al Mar del Norte llamada Wijk aan Zee.

1938 Philip Bakker HOL
1939 Nicolaas Cortlever HOL
1940 Max Euwe HOL
1941 Arthur Wijnans HOL
1942 Max Euwe HOL
1943 Arnold Van der Hoek HOL
1944 Theo Van Scheltiga HOL
1945 No se jugó
1946 Alberic O'Kelly de Galway BEL
1947 Theo Van Scheltiga HOL
1948 Lodewijk Prins HOL
1949 Xavier Tartacover FRA
1950 Jan Hein Donner HOL
1951 Herman Pilnik ARG
1952 Max Euwe HOL
1953 Nicolas Rossolimo FRA
1954 Hans Bouwmeester HOL - Vasja Pirc YUG
1955 Borislav Milic YUG
1956 Gideon Stahlberg SUE
1957 Alexandar Matanovic YUG
1958 Max Euwe HOL - Jan Hein Donner HOL
1959 Fridrik Olafsson ISL
1960 Bent Larsen DIN - Tigran Petrossian URSS
1961 Bent Larsen DIN - Borislav Ivkov YUG
1962 Petar Trifunovic YUG
1963 Jan Hein Donner HOL
1964 Paul Kérès URSS - Iivo Nei URSS
1965 Efim Geller URSS - Lajos Portisch HUN
1966 Lev Polougaievsky URSS
1967 Boris Spassky URSS
1968 Viktor Kortchnoi URSS
1969 Mikhail Botvinnik URSS - Efim Geller URSS
1970 Mark Taimanov URSS
1971 Viktor Kortchnoi URSS
1972 Lajos Portisch HUN
1973 Mikhail Tal URSS
1974 Walter Browne USA
1975 Lajos Portisch HUN
1976 Ljubomir Ljubojevic YUG - Fridrik Olafsson ISL
1977 Efim Geller URSS - Gennadi Sosonko HOL
1978 Lajos Portisch HUN
1979 Lev Polougaievsky URSS
1980 Walter Browne USA - Yasser Seirawan USA
1981 Gennadi Sosonko HOL - Jan Timman HOL
1982 John Nunn ING - Youri Balachov URSS
1983 Ulf Andersson SUE
1984 Alexandre Beliavsky URSS - Victor Kortchnoi SUI
1985 Jan Timman HOL
1986 Nigel Short ING
1987 Nigel Short ING - Victor Kortchnoi SUI
1988 Anatoly Karpov RUS
1989 V. Anand IND - P. Nikolic BOS - Zoltan Ribli HUN - Giula Sax HUN
1990 John Nunn ING
1991 John Nunn ING
1992 Valery Salov RUS - Boris Guelfand RUS
1993 Anatoly Karpov RUS
1994 Predrag Nikolic BOS
1995 Alexey Dreev RUS
1996 Vassily Ivanchuk UCR
1997 Valery Salov RUS
1998 Vladimir Kramnik RUS - Vishwanathan Anand IND
1999 Garry Kasparov RUS
2000 Garry Kasparov RUS
2001 Garry Kasparov RUS
2002 Evgeny Bareev RUS
2003 Vishwanathan Anand IND
2004 Vishwanathan Anand IND
2005 Peter Leko HUN
2006 Veselin Topalov BUL - Viswanathan Anand IND
2007 Veselin Topalov BUL - Levon Aronian ARM - Teimour Radjabov AZE
2008 Levon Aronian ARM - Magnus Carlsen NOR
2009 Serguéi Kariakin RUS
2010 Magnus Carlsen NOR
2011 Hikaru Nakamura JAP
2012 Levon Aronian ARM
2013 Magnus Carlsen NOR

Falange Española. Una aproximación al fascismo

Los principios ideológicos que, en la década de los treinta, generarían fenómenos de carácter fascista en Europa no tuvieron en España suficiente fuerza para posibilitar su implantación y posterior arrai­go. Era éste un país desintegrado a muchos niveles -inverte­brado, como lo llamaba Ortega y Gasset- que se presentaba a la escena mundial mostrando evidentes carencias. Como ele­mento adicional, la crisis económica de 1929, con sus perniciosos efectos sobre países de economía saludable, hallaría a España co­locada en situación especialmente delicada en todos los órdenes.
Tras siete años de dictadura del general Miguel Primo de Rivera -de 1923 a 1930-, apo­yada por extensos sectores sociales (la Iglesia, el ejército, los industriales, las fuerzas conservadoras y el visto bueno del rey Alfonso XIII), España mostraba la necesi­dad de una transformación válida de la mano de nuevas clases di­rigentes. La derecha, permanente sostén de toda solución de fuerza, se retiraba entonces prudentemente a la espera de una nueva opor­tunidad de recuperación del protagonismo en la vida política. En el aspecto económico, en ningún momento este sector conserva­dor había dejado de mantener el control absoluto. Meses después de la caída del dictador, que ya no interesaba a sus originales res­paldos, le seguiría la misma Monarquía en abril de 1931. De hecho, la desaparición de la institución monárquica -tal como había llegado a ser en­tendida y practicada entonces- no correspondería más que a un lógico proceso de dinámica histórica que alcanzó en aquel momento su punto culminante.
En octubre de 1933, en un mitin celebrado en el Teatro de la Comedia en Madrid, nace la Falange Española (FE), fundada por José Antonio Primo de Rivera (hijo del ex dictador), Julio Ruiz de Alda y Alfonso García Valdecasas. Posteriormente, se fusiona con las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), fundadas por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, entre otros, quienes clamaban por la eliminación económica de la burguesía, por un lado, y criticaban las leyes anticlericales republicanas, por otro. Con esta fusión, pasa a denominarse Falange Española de las JONS (FE de las JONS).
José Antonio, directo heredero de tradiciones familiares con­servadoras procedentes de mentalidades latifundistas y militares, aparece como un original espécimen político en el interior de una sociedad en ebullición. Contando con un bagaje cultural y una visión hacia el exterior mucho más amplios que los habituales en la mayor parte de las figuras públicas del momento, fue capaz de ordenar en un tiempo relativamente breve toda una particular doctrina po­lítica. Siempre tuvo, por otra parte, la pretensión de situarse más allá de las divisiones ideológicas tradicionales, actitud que le aproxi­maba a las formaciones de carácter fascistizante surgidas en la Euro­pa de entonces. Dotada de grandes dosis de idealismo, y aun de utopismo, la Falange iría siempre en busca de la referencia inte­lectual. Oswald Spengler (1880-1936) y Hermann Keyserling (1880-1946), pero también José Ortega y Gasset (1883-1955), Miguel de Unamuno (1864-1936) y Eugeni D'Ors (1881-1954), serían las figuras anunciadas como directas inspiradoras de las doctrinas elaboradas por su creador y adláteres literarios.
En 1931/32 la izquierda española, tanto la moderada como la radical, aparecía fortalecida
junto al liberalismo y frente a una derecha agazapada a la espera de su oportunidad. Un posible fascismo radical, como el adopta­do más tarde por la Falange y, en otro orden de valores, por las JONS, no parecía tener lugar alguno en la escena política. La izquierda ignoraba al nuevo partido; la derecha, más apegada a la utiliza­ción de medios dotados de eficacia comprobada, preferiría por el momento seguir prestando su apoyo electoral y económico a op­ciones que, como la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), sabían representar con absoluta fide­lidad la defensa de sus intereses propios. El idealismo se manifestó entonces como un elemento en con­tra de la imagen del partido, al igual que la preconización de mó­viles revolucionarios por personas en su mayor parte procedentes de niveles acomodados. Junto a esto, su peculiar combinación de principios, unida a una "estética de los puños y las pistolas", tam­poco contribuía en absoluto a su consideración entre la población a quien pretendía dirigirse. Ni el gran conservadurismo ni la pequeña burguesía ni las masas obreras salvadas del izquierdismo radicaliza­do responderían al llamamiento de la Falange ni siquiera en una medida mínimamente significativa.
José Antonio y la Falange, a lo largo de la génesis y desarrollo del movimiento, reafirmarían en todo momento su firme creencia en la necesidad de instrumentación de unos métodos autoritarios de reforma, a partir de la dirección de una reducida minoría, la élite directamente extraída de la obra de Ortega, siempre reticen­te a la referencia que a él hacían los jóvenes ilustrados del falan­gismo. El partido, a pesar de su rechazo inicial a la derecha tradi­cional, habría de experimentar un progresivo acercamiento a la misma. Lo haría al ritmo de los convulsos acontecimientos que ja­lonaron la breve y trágica historia de la Segunda República Espa­ñola y ante las actuaciones de la izquierda lanzada a la consecu­ción de rápidas transformaciones estructurales. Por ejemplo, no tuvo inconveniente en aportar sus efectivos de choque contra la revolución de octubre de 1934, una insurrección coordinada entre las diferentes fuerzas de la izquierda asturiana, entre cuyos objetivos principales se cifraban la abolición del sistema republicano establecido por la Constitución de 1931 y su sustitución por un régimen socialista. Así, a la larga José Antonio Pri­mo de Rivera acabó siendo un ideólogo de la derecha.
Esta decisión fundamental, aliaría a la teóricamente revolucio­naria Falange con las posiciones más proclives a una nueva recurrencia al Ejército como salida de una situación nunca aceptada. A partir de entonces, el partido pasó a protagonizar gran número de acciones violentas que contribuían directamente a la destruc­ción final del sistema republicano. El pistolerismo sería instrumen­tado con profusión por aquellos idealistas que, a partir del triunfo electoral del Frente Popular, verían incrementado el número de sus partidarios.
En el momento de máxima crispación, la derecha tradicional recurrió directamente a la Falange como fuerza de choque.
La situación de agitación en Madrid y en las principales ciudades aumentó y los enfrentamientos armados entre militantes de los los partidos de la izquierda y los falangistas alcanzaron extrema gravedad. Tras un intento de atentado, el 11 de marzo de 1936, contra un catedrático de Derecho y militante socialista llevado a cabo por un militante falangista, el juez municipal que le condenó fue muerto a las 48 horas por pistoleros falangistas. El 14 de marzo, el Director General de Seguridad ordenó la detención de la Junta Política y la clausura de todos los locales de la Falange. Hasta el día 15 permanecen detenidos en los calabozos de la Dirección General de Seguridad y por la noche de ese mismo día, por orden del Juez son enviados a la Carcel Modelo.
José Antonio permaneció en la Modelo hasta el 6 de junio, en que se le traslada a la Prisión de Alicante.
Tras la clausura de los locales de Falange, la detención de todas las jerarquías, tanto nacionales como provinciales y locales y la ilegalización del Movimiento, José Antonio ordena la creación de una Junta, compuesta por los jefes todavía en libertad y que posteriormente sería en la que miraran para crear la Junta de Mando Provisional.
En el mes de julio de 1936, Primo de Rivera, seguía encarcelado en Alicante, después de dos juicios por distintas causas. Mientras, la Falange miraba con recelo y desconfianza la conspiración que se estaba gestando para derribar la República y que culminaría con la rebelión -el 17 de julio- del Ejército de África, liderado por el general Francisco Franco, seguida al día siguiente de muchas guarniciones peninsulares. Con el Alzamiento, al que los falangistas acudieron generosos pensando en la próxima revolución nacionalsindicalista, aún a pesar de los avisos de José Antonio, las cosas fueron un poco mejor, pero sólo fue un mero espejismo.
El 2 de septiembre de 1936, se celebró en el Salón de Claustros de la Universidad Literaria de Valladolid, una reunión de mandos y consejeros, a la que se denominó Congreso, para determinar la forma de mando provisional. En esta reunión se aprueba la creación de la Junta Provisional de Mando presidida por Manuel Hedilla.
Aunque la Falange Española nunca apoyó explícitamente desde su Jefatura Nacional el levantamiento militar, es más, el propio José Antonio, desde la prisión, escribió un comunicado donde se decía: "Falange Española de las JONS no apoyará ningún alzamiento desde ninguna de sus jefaturas y cualquier Jefe Territorial, Provincial o Local que apoye este levantamiento armado será expulsado de Falange, siendo divulgada esta expulsión por todos los medios que estén a nuestro alcance".
Tras el inminente peligro de una dictadura marxista al que, a su juicio, estaba expuesta la Segunda República (desde algunos medios socialistas y comunistas se proclamaban lemas como "Viva la URSS" y determinados dirigentes comunicaban abiertamente su deseo de que España fuera una Dictadura del Proletariado), en la Guerra Civil, los falangistas lucharon decididamente en el bando nacionalista, autodenominado Nacional por los rebeldes, como una estructura paramilitar voluntaria, contra la parte del ejército y demás fuerzas fieles al gobierno de la República. Primo de Rivera es brevemente juzgado bajo la acusación de inductor a la rebelión militar y condenado a muerte; fue fusilado, sin esperar el enterado del Gobierno, en la prisión de Alicante el día 20 de noviembre de 1936.
En un ambiente de progresiva pérdida de identidad, se celebra el 21 de noviembre de 1936 el III Consejo Nacional en Salamanca, sin que se llegue a acuerdos importantes para la pervivencia de la Falange una vez asesinado el Jefe Nacional.
El IV Consejo Nacional, celebrado el 17 y 18 de abril de 1937 en Salamanca será conocido como el de los Sucesos de Salamanca. En este Consejo se designa II Jefe Nacional a Manuel Hedilla y pocas horas después se finiquitará, por parte del Dictador, la historia de Falange.
Después de la toma del poder, Franco procedió -el 19 de abril de 1937- a la unificación por decreto de la Falange con el Carlismo, agrupado en aquellos días bajo la denominación de Comunión Tradicionalista, la CEDA, monárquicos alfonsinos y otros partidos de significación derechista, como el Partido Nacionalista Español, agrarios, etc., dando lugar a lo que sería Falange Española Tradicionalista y de las JONS (FET y de las JONS). Aquellos dirigentes falangistas o carlistas que se opusieron al Decreto de Unificación fueron destituidos de sus cargos y en bastantes casos encarcelados, y hasta condenados a muerte, tal como ocurrió con el falangista Manuel Hedilla, finalmente desterrado a Baleares previo paso varios años por la cárcel de Las Palmas de Gran Canaria, o el carlista Manuel Fal Conde que hubo de exiliarse en Portugal.
A partir del Decreto de Unificación muchos consideran que Falange Española de las JONS ha desaparecido y se gestarán desde la clandestinidad pequeños movimientos que afirmarán ser los auténticos poseedores de la ideología falangista, como FE-JONS Auténtica y Falange Española Independiente.
El nuevo régimen, al tiempo que se autoproporcionaba una base ideológica híbrida pero válida mediante el Decreto de Unificación, conseguía desarmar doctrinalmente a las formaciones de las que ha­bía hecho uso para realizar tal operación. Falange y carlismo, pro­fundamente desnaturalizados, servirían eficazmente para basar los postulados nacionalcatólicos del régimen, recuperadores y susten­tadores de los más rígidos principios conservadores a todos los niveles. La Falange, controlada ahora por elementos especialmente afectos al sistema, viviría largos años de aparente preeminencia. De hecho, aquella especial forma de fascismo español habría de disponer en calidad de un grado de poder e influencia infinitamente menor que el que parecía poseer.
Instrumento útil en manos del régimen, del que no podía ni quería separarse, el pretendido revolucionarismo falangista se vio sofocado por la preponderancia de unas clases que incluso a nive­les muy moderados admitían aquella obligada pero inofensiva com­pañía. La Falange, suministradora de los iniciales símbolos exter­nos del Movimiento Nacional, se vería mediatizada por todas las características propias del régimen: burocratización, improvisación y general corrupción.
El enorme incremento numérico experimentado por el parti­do durante la guerra civil y la inmediata posguerra le sustraería asimismo gran parte de su credibilidad. El partido, alzado hasta el nivel de partido único, representaría durante decenios de la ma­nera más manifiesta posible el papel de centro de oportunismo coyunturales. Su radicalismo totalitario original ya no era útil, e incluso iría convirtiéndose en un lastre molesto con el paso de los años. Ejército e Iglesia, idóneos cómplices e instrumentos de una derecha envalentonada por el triunfo bélico en cuya financiación había intervenido, seguirían constituyéndose en pilares fundamen­tales del Estado.
El régimen iría moviéndose progresivamente hacia posiciones más acordes con los postulados de los verdaderos sectores domi­nantes, y a la vez despojándose de todo atributo radical falangis­ta. Siempre a la búsqueda de su propia supervivencia dentro de un mundo generalmente hostil. Al final de la década de los cin­cuenta, cuando empezó a vislumbrarse tímidamente el desarrollismo, los sectores específicamente tecnocráticos acabaron por limpiar de todo rasgo falangista el rostro que el régimen prefería mostrar. Los poderes de hecho traspasaron la actuación a estos nuevos elementos, que parecían capaces de situar al país a niveles eco­nómicos interesantes, mejorando la imagen del entramado político que pretendían retocar, pero no cambiar. Hasta hoy mismo, quienes se consideran auténticos falangistas seguirán reclamán­dose partidarios de una diferente evolución de la historia españo­la. Y junto a esto, actuarán de forma especialmente critica con respecto al régimen que consiguió extraer de su ideología propia una mayor cantidad de beneficios que la que les otorgó una vez uncidos como instrumentos de control social.

29 de septiembre de 2007

De camellos, agujas, pobres y miserables.

Es muy conocida la frase evangélica que dice: "es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos". Una edición comentada de la Biblia publicada por la Universidad de Salamanca dice al respecto que la lectura "camello" es genuina. Algunos lectores, sorprendidos por esta despropor­ción entre aguja y camello, pensaron que, en lugar de "camello" (kámelos), hubiese estado originalmente otra palabra semejante (kámilos), que significa cable o soga gruesa, con lo que se lograría no sólo menos desproporción, sino también una mayor homogeneidad conceptual entre aguja y soga. Otros, para justificar esto, inventaron que una de las puertas de Jerusalén se llamaría por entonces "agujero de aguja".
Esto significa desconocer los fuertes contrastes orientales, las gran­des hipérboles, tan características de esta mentalidad. También en la Biblia se puede leer: "como penitencia, practicad por mí una abertura como el agujero de una aguja, y yo os abriré una puerta por donde los carros y vehículos podrán pasar...".
En cambio, en la literatura rabínica se sustituye el término "camello" por el de "ele­fante". Probablemente sería esto entonces como un recuerdo de la presencia de estos grandes animales en las guerras macedonias y sirias. Así se lee: "Nadie piensa, ni en sueños, ver un elefante pasando por el agujero de una aguja." Y también: "Tú eres del pueblo donde se hace pasar un elefante por el agu­jero de una aguja." Es un proverbio con el que se designa una cosa que es, por medios humanos, imposible.
Tanto la frase del camello y la aguja como la de "si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sigúeme" han producido discusiones a lo largo de la historia, acerca de si se trata de un precepto o de un consejo.


El religioso dominico y predicador italiano Girolamo Savonarola (1452-1498), escribió cerca de 1472 su obra "De ruina Mundi", en la que narra la trayectoria religiosa de Pedro Valdés (Waldo), el creador de la Iglesia Valdense, una iglesia surgida en el siglo XII y que actualmente es considerada como una iglesia evangélica o protestante.
En el capítulo "Crónica de Laon" se lee: "En torno a 1173 había en Lyon un ciudadano llamado Valdés, que había hecho una gran fortuna por el diabólico medio de la usura. Un domingo se vio sorprendido por una multitud que escuchaba a un juglar y estaba muy afectada por sus palabras. También él lo fue y escuchó con gran interés la historia de san Alejo, que había tenido una santa muerte en casa de su padre. A la mañana siguiente, Valdés fue a la escuela de teología a interesarse por su alma. Requirió al maestro para que le informase de cuál de todas las vías era la mejor para ac­ceder a Dios. Cuando el maestro citó las palabras del Señor -si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tengas, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Ven y sigúeme-, Valdés volvió al lado de su mujer y le dio a escoger entre los bienes muebles y las propiedades en tierras, agua, bosques, pra­dos, campos, casas, rentas, viñedos, molinos y hornos. Ella quedó sorprendida y eligió las propiedades. De los bienes muebles, de­volvió aquellos adquiridos indebidamente, dio una amplia parte a sus dos hijas, a las que colocó en la orden de Fontevrault sin cono­cimiento de su mujer y dio una fuerte cantidad a los pobres. Entretanto, una fuerte hambre asoló la Galia y la Germania. Durantes tres días a la semana, desde Pascua a San Pe­dro Encadenado, Valdés repartió pan, sopa y comida a todos aquellos que se acercaban a él. En la Asunción de la Virgen repar­tió monedas entre los pobres por las calles diciendo: no puedo servir a dos amos, Dios y Mammón (palabra de origen arameo que significa riqueza). La gente lo creía loco, pero él, levantándose, les dijo: amigos y conciudadanos, no estoy loco como pensáis, sino que he derrotado a uno de los enemigos que me esclavizaban, puesto que daba más importancia a las ri­quezas que a Dios y he servido a las criaturas más que al Creador".
La crónica de Savonarola continúa: "En 1177, Valdés, el mencionado ciudadano de Lyon que había hecho voto a Dios de no poseer oro ni plata, llegó a convertir a al­gunas personas a sus opiniones. Siguiendo su ejemplo, dieron cuanto tenían a los pobres y de buen grado se hicieron devotos de la pobreza. Poco a poco, tanto en público como en privado, empe­zaron a vituperar tanto sus pecados como los de los otros. En 1178, el papa Alejandro III reunió un concilio en su palacio de Letrán para condenar la herejía y a todos aquellos que la fomenta­ban y defendían a los heréticos. El papa abrazó a Valdés y aplau­dió su voto de pobreza voluntaria, pero les prohibió a él y a sus compañeros que la predicasen, excepto a petición de los eclesiásti­cos. Obedecieron estas instrucciones durante algún tiempo, pero más tarde no y con ello labraron su propia ruina". Por supuesto que semejante "herejía" fue castigada por la Iglesia Católica Apostólica Romana, que de la mano del papa Lucio III, excomulgó y persiguió en 1184 a Valdés y sus seguidores para más tarde expulsarlos de la ciudad.


Retornando a la Biblia, Jesucristo dijo: "siempre habrá pobres entre vosotros", lo que fue tomado y repetido por los numerosos canallas que gobernaron, gobiernan y gobernarán éste y otros países; por los innumerables sinvergüenzas que dirigieron, dirigen y dirigirán ésta o aquella multinacional y por los incontables desfachatados que predicaron, predican y predicarán aquí, allá y en todas partes, mientras procuran engordar sus vientres y engrosar sus bolsillos. Lo que hay que procurar es que los ricos sean menos ricos y los pobres menos pobres; y que no haya miserables ni más personas que mueran de hambre.

Una humorada de Voltaire

François-Marie Arouet, que se dio a sí mismo el seudónimo de Voltaire, es quizás uno de los intelectuales franceses más polifacéticos e importantes del Siglo de las Luces. Nació en París el 21 de Noviembre de 1694, hijo del notario François Arouet y de una madre prácticamente desconocida que falleció cuando Voltaire cumplía los siete años de edad. Estudió en el colegio jesuita Louis le Grand cuando se cumplían los últimos años del reinado de Luis XIV. De su formación religiosa guardará Voltaire un penoso recuerdo que se plasmará en una actitud irreverente, rebelde y burlona frente la Iglesia, sus instituciones y dogmas.
El carácter contradictorio de Voltaire se refleja tanto en sus escritos como en las opiniones de otros. Parecía capaz de situarse en los dos polos de cualquier debate, y en opinión de algunos de sus contemporáneos era poco fiable, avaricioso y sarcástico. Para otros, sin embargo, era un hombre generoso, entusiasta y sentimental. Esencialmente, rechazó todo lo que fuera irracional e incomprensible y animó a sus contemporáneos a luchar activamente contra la intolerancia, la tiranía y la superstición. Así, mantuvo una lucha constante contra la Iglesia católica, en la que personificó su odio a la religión, mientras se confesaba creyente en un Ser supremo y nunca ateo.
Cuentan las crónicas de la época que, cierto día vio pasar una procesión por las calles de París y, al llegar frente a él la cruz, se quitó el sombrero. Su acompañante le preguntó: "¿Te has reconciliado con Dios?", a lo que el filósofo contestó: "Nos saludamos, pero no nos hablamos".
Voltaire fue una figura clave del movimiento filosófico del siglo XVIII ejemplificado en los escritores de la famosa Enciclopedia francesa. Su defensa de una literatura comprometida con los problemas sociales hace que sea considerado como un predecesor de escritores del siglo XX como Jean Paul Sartre y otros existencialistas franceses.
Murió el 30 de mayo de 1778 y fue sepultado en el monasterio benedictino de Scellières, cerca de Troyes. Posteriormente fue trasladado en triunfo al Panteón de Hombres Ilustres, en París.

De la economía y el trabajo cotidiano

La economía es una ciencia social que estudia los procesos de producción, intercambio, distribución y consumo de bienes y servicios. Según otra de las definiciones más aceptadas (la propuesta por Lionel Robbins en 1932), la ciencia económica analiza el comportamiento humano como una relación entre fines dados y medios escasos que tienen usos alternativos. Las ciencias sociales se diferencian de las ciencias naturales en que sus afirmaciones no pueden refutarse o convalidarse mediante un experimento de laboratorio y, por lo tanto, usan una diferente modalidad del método científico. Sin embargo, la economía posee un conjunto de técnicas propias de los economistas científicos. De hecho, John Maynard Keynes definió la economía como "un método antes que una doctrina, un aparato mental, una técnica de pensamiento que ayuda a su poseedor a esbozar conclusiones correctas". Tales técnicas son la teoría económica, la historia económica y la economía cuantitativa. 


También existen los conceptos de teoría positiva y teoría normativa. No todas las afirmaciones económicas son irrefutables, sino que ciertos postulados pueden verificarse, esto es, puede decirse que "son" y, cuando eso ocurre, se habla de economía positiva. Por el contrario, aquellas afirmaciones basadas en juicios de valor, que tratan de lo que "debe ser", son propias de la economía normativa y, como tales, no pueden probarse. La economía se mueve constantemente entre ambos polos.
La preocupación de los economistas clásicos giró, en gran medida, alrededor del problema de la riqueza, de su producción y su distribución. Hace unos años Alfred Marshall propuso una definición que expresaba bien esta perspectiva: "La ciencia económica examina aquella parte de la acción social e individual que está más estrechamente ligada al logro y empleo de los requisitos materiales del bienestar." Característico de este enfoque es la separación entre lo material y lo no material, así como el énfasis puesto en los aspectos productivos; la idea de que existe una acción social, por otra parte, tiende a oscurecer el proceso de elección racional que es base del pensamiento económico moderno. 


El economista clásico Kart Marx, sugirió que el sistema económico utilizado por cada sociedad humana depende del desarrollo de las fuerzas productivas, principalmente los conocimientos técnicos, el capital acumulado y la población. Mientras el ordenamiento jurídico sea el adecuado al nivel de las fuerzas productivas, decía Marx, éstas pueden desarrollarse sin que aparezcan tensiones graves; pero llega un momento en el que las fuerzas productivas han crecido tanto que la estructura social, en vez de estar potenciando su desarrollo, aparece como una limitación que impide su crecimiento. Es entonces cuando la superestructura jurídica y consiguientemente el régimen de propiedad, se ve forzada al cambio de forma más o menos brusca. Aplicando ese análisis, Marx dividió la historia de los sistemas económicos en salvajismo o barbarie, esclavismo, feudalismo, modo de producción asiático y capitalismo. El materialismo histórico dedujo que el capitalismo había llegado a una situación límite; que el régimen jurídico de la propiedad privada sobre los medios de producción estaba impidiendo el crecimiento de las fuerzas productivas; que como consecuencia de ello se estaban produciendo crisis económicas cada vez más graves; que el sistema estaba condenado a derrumbarse y a ser substituido por otro en el que los medios de producción estarían en manos de toda la sociedad; y que los proletarios, la clase social emergente, serían los encargados de dirigir ese cambio. Preveía el advenimiento en los países más avanzados de dos futuros sistemas, el socialismo, en el que "cada cual recibirá según su trabajo", y el comunismo, en el que "cada cual dará según sus posibilidades y recibirá según sus necesidades".


Por su importancia, los hechos económicos tienen un valor esencial para el conocimiento del mundo actual. No transcurre un solo día sin que un hombre medio no descubra aspectos económicos en sus preocu­paciones cotidianas. Ya se trate de huelgas por conseguir mejores salarios, por la elevación del poder adquisitivo o por las con­diciones de trabajo; se trate del aumento de los impuestos, de las nuevas leyes fiscales, del déficit en el presupuesto del Estado o en la segu­ridad social; o se hable de las inversiones, del crédito para la vivienda o de la deuda externa; o bien de las variaciones de los precios, el costo de vida y la desvalorización de la moneda; o bien del abastecimiento de petróleo, el déficit del comercio exterior o de la cotización de las divisas extranjeras. No transcurre un solo día sin que la radio, la televisión, las conversaciones cotidianas o la lectura de los diarios no nos obliguen a pensar en los problemas económicos.
Pero, sobre todo, estos problemas adquieren un lugar cada vez mayor en la vida cotidiana de cada jefe de familia, de cada ama de casa, de cada encargado de una explotación agrícola, comercial o industrial y de cada trabajador. Ello se debe a que el dinero apremia con mayor intensidad que en otras épocas y a una incesante inestabilidad de los mercados, de los pro­ductos y de las técnicas de producción. Ese apremio y esta inestabilidad obedecen, a su vez, a causas pro­fundas que se hallan lejos de desaparecer. La creciente división del trabajo y la rapidez del progreso tecnológico engen­dran una complejidad cada vez mayor de las realida­des cotidianas.
Es que el hombre, al no comprender, actúa a destiempo y resulta víctima del desacuerdo objetivo que existe entre la realidad y la imagen que de ella se forma. Todo el saber científico se renueva y se orga­niza ante nuestros ojos, desde la terapéutica de los antibióticos hasta la cibernética y la automatización. Desde hace algunos años, la ciencia económica se ha transformado tanto como la física nuclear.


Las encuestas por sondeo demuestran que, en materia económica y social, el ciudadano medio solo dispone de muy escasos conocimientos. Poderosos intereses multinacionales que manejan a su antojo los medios de comunicación, se encargan metódicamente de que esto sea así, de manera que los conocimientos medios en materia de ciencia económica se hallan, poco más o menos en el mismo punto en que estaban las cuestiones de geometría en la época de Pitágoras.
Si se le preguntase a las personas para qué trabajan, la casi totalidad contestaría "para ganar dinero". Esta respuesta no es falsa, pero sí superficial, ya que solo tiene en cuenta uno de los efectos del trabajo: la producción de un salario o una ganancia. Pero si se les preguntase por qué el dinero permite obtener bienes de consumo, una inmensa mayoría no sabría que contestar.
Ahora bien, este es el problema clave de la ciencia económica. Mientras no se lo haya resuelto, mientras no se haya comprendido por qué el salario y la moneda se inter­ponen entre el trabajador y el producto de su tra­bajo, no existe posibilidad alguna de ver claro la complejidad de los fenómenos económicos. En realidad, el salario y los ingresos son simples papeles de color concedidos a los que producen con el fin de permitirles tomar de la producción nacional una parte equivalente, en prin­cipio, a su producción personal. Pero, esencialmente, no trabajamos para obtener esos papeles, sino para disminuir el racionamiento: trabajamos para producir.
Cierta concepción del mundo -específicamente la cristiana- sitúa en el pasado la
edad de oro de la humanidad. En el paraíso terre­nal, todo le era dado gratuitamente al
hom­bre, y todo -después del dichoso pecado- sería amargo en el futuro. Jean Jacques Rousseau le atribuyó a esta creencia un color popular y revolucionario que se ha mantenido vivo en el ánimo del hombre me­dio. Se oye así hablar de la virtud de los productos naturales y se insiste en la creencia de que la vida de antaño era más sana que la de nuestra época.


En realidad, todos los progresos actuales en el campo de la historia confirman que la naturaleza pura era una severa madrastra para la humanidad. La leche natural de las vacas producía tuberculosis y la supuesta vida sana de otros tiempos hacía que uno de cada tres niños muriera antes de cumplir su primer año de vida. En las cla­ses más desposeídas, todavía en la actualidad, uno solo de los dos que quedan, logra vivir más allá de los veinticinco años de edad.
A una humanidad sin trabajo y sin técnica, el globo terrestre no le ofrece más que una vida limi­tada y vegetativa: varios cientos de millones de individuos subsisten de manera animal en los denominados países del tercer mundo o subdesarrollados o en vías de desarrollo, como eufemísticamente, suele denominárselos.
Todas las cosas que consumimos son, en efecto, creaciones del trabajo humano; lo dicho vale aun para aquellas que, en general, consideramos como las más naturales, tales como el trigo, las papas o las frutas. El trigo, por ejemplo, fue creado mediante una lenta selección de determinadas gramíneas y es tan poco natural, que si lo dejáramos librado a la compe­tencia con las verdaderas plantas naturales, se vería inmediatamente vencido y expulsado. Si la humani­dad desapareciera de la superficie de la tierra, el trigo desaparecería menos de un cuarto de siglo des­pués que ella, y lo mismo ocurriría con todas las plantas cultivadas, los árboles frutales y los anima­les destinados al consumo. Todas estas creaciones del hombre subsisten solo porque las defendemos de la naturaleza. Son valiosas para el hombre, pero es el hombre quien les otorga su valor.


Con mayor razón, los objetos manufacturados, desde los textiles hasta el papel y desde los relojes y los televisores hasta los teléfonos y las heladeras, son productos artifi­ciales, creados exclusivamente por el trabajo del hombre. Si se compara al hombre con el resto de los animales, aun con los más evolucionados dentro de la jerarquía biológica, la conclusión es que el hombre es un extraño ser viviente, cu­yas necesidades se hallan en total desacuerdo con el planeta en que vive. Un mamífero cualquiera, sea caballo, perro o gato, puede satisfacerse sólo con los productos naturales: para un gato que tiene hambre no hay nada más valioso que un ratón; para un perro nada mejor que una liebre; para un caba­llo nada más nutritivo que el pasto. Y, una vez satisfecha su necesidad de alimento, ninguno de ellos tratará de procurarse un vestido, un reloj, una pipa o un televisor. Solo el hombre tiene necesidades no naturales, y estas necesidades son inmensas.
Imaginemos lo que debería ser el globo terrestre, si el hombre hu­biera de encontrar en él, por generación natural, todas las clases de productos que desea consumir: no solo sería necesario que el trigo, los duraznos y las vacas crecieran sin cuidados, sino también que las casas, con calefacción, refrigeración y cuarto de baño, brotaran y se reprodujeran como los árboles y que, en cada primavera, sobre extraños vegetales maduraran los electrodomésticos.
A decir verdad, el único planeta que conocemos, éste en el cual nos hallamos -sin saber muy bien por qué y sin saber siquiera si existen otros menos inhumanos-, está muy poco adaptado a nuestras aspiraciones, a nuestras facultades de acción y a nuestros requerimientos. Una sola de nuestras nece­sidades esenciales se ve satisfecha gratuitamente: la respiración. El oxígeno es el único producto natural que satisface completa y perfectamente una necesidad del hombre. Por lo tanto, para que la humanidad pudiera subsistir sin trabajar, sería indispensa­ble que la naturaleza le diera al hombre, así como le da el oxígeno, todo aquello respecto de lo cual experimenta una exigencia (aun en el caso del agua, es necesario extraerla, utilizar una bomba y mu­chas veces filtrarla).


Siendo así las cosas, resulta fácil descubrir por qué trabajamos: trabajamos para transformar a la natu­raleza pura, que satisface mal o no satisface en abso­luto las necesidades humanas, en elementos artifi­ciales que las satisfagan; trabajamos para transfor­mar la hierba salvaje en trigo y luego en pan, las frutas silvestres en frutas comestibles y los mine­rales en acero y más tarde en automóviles, tractores y todo tipo de maquinarias.
Se llaman "económicas" todas las actividades huma­nas cuyo objeto es lograr que la naturaleza resulte consumible para el hombre. Comprendemos que se trata de una difícil tarea y que está lejos de satis­facer nuestras necesidades, pero, en el transcurso de los
miles de años que dura su historia, el hombre ha aprendido con suma lentitud a aumentar su poder de transformar la naturaleza: ha creado técnicas y ha especializado su trabajo.
Esta división del trabajo, necesaria para alcanzar la eficacia, entraña la agrupación de los trabajado­res en células de producción a las que se da el nom­bre de empresas. Cada empresa produce así no todos los productos que el grupo necesita, sino solo algu­nos de ellos, lo cual implica el cambio. Yo produzco tornillos, pero no los como, por lo tanto, debo cambiar mis tornillos por zanahorias y bifes. Este cambio no es muy fácil de concebir. Por consiguiente, hubo que encontrar el meca­nismo que permitiera realizarlo: la moneda, un instrumento de cam­bio destinado a ser un buen medio de ra­cionamiento flexible y convertido (como fatalmen­te ocurrió) en una cosa en sí mismo, generador de poder y de opresión.
De este modo, nuestros intereses personales llegaron a oponerse: en nuestra condición de productores, buscamos el alza de los precios (que aumentará nuestros ingresos, utilidades o salarios) y la reducción de la duración del trabajo (que aumentará nuestros ocios); pero en nuestra condición de consumidores deseamos la baja de los precios y el aumento de la producción. De igual modo, el progreso técnico es para nosotros un poderoso aliado, pero también engendra el ruido, las aglomeraciones inorgánicas de la población, la ten­sión nerviosa, la inestabilidad del empleo y de la residencia, etc. Más aún, el aumento del nivel de vida constituye el objetivo propio de la masa de los pueblos, pero este aumento solo se obtiene en con­diciones sumamente duras, que la gente desearía evitar: la despoblación del campo, la gran empresa industrial, la inestabilidad del empleo, la necesidad de adquirir una elevada calificación profesional, etcétera.


Así pues, el globo terrestre sustenta a duras pe­nas la vida humana. Nos vemos obligados, nada más que para subsistir, a transformar la naturaleza y a menudo hasta a destruirla.
Pero el hombre, reducido solo a sus fuerzas físi­cas, es un ser débil y limitado. Durante decenas y centenas de miles de años, nuestros antepasados vi­vieron agobiados por esta tarea y, aún hoy, la mi­tad de la humanidad se halla reducida a una vida vegetativa, en la que solo se utilizan y se satisfacen algo sus facultades biológico-animales.
Nuestro conocimiento objetivo de la realidad no debería conducirnos a la resignación, sino, por el contrario, a una acción permanente y tenaz en contra de la injusticia; acción que no incumbe solo a los diri­gentes, sino al pueblo todo y hasta al más pequeño de los productores artesanales.