9 de septiembre de 2007

Arte y negocio en los comienzos del cine

El cine nace a mediados de la década de 1890 como conse­cuencia del desarrollo de los medios de producción. Sus antecedentes ideológicos tal vez sean muy antiguos: las sombras chinas, la caverna de Platón y los espectáculos de feria del medioevo. La invención tiene su cuna en Francia gracias a la ocasional proyección pública en 1895 realizada por los hermanos Lumiére, ya que la investi­gación al respecto señala que hubo intentos similares de muy variado origen en distintos países y tal vez, si Tomas A. Edison no se hubiera obstinado en lanzarlo en colores, los Estados Unidos hubieran alcanzado su legítima paternidad.
Los Lumiére -no obstante los in­tentos de explotación comercial- en sus comienzos, al menos, lo imaginaron de casi exclusivo interés científico; así lo admite Louis Lumiére cuando, ya reti­rado en un pueblo del sur de Francia, confiesa en 1948 su desinterés por el desarrollo del cinematógrafo como espectáculo: "Voy poco al cine. Por la noche, por razones de salud no salgo y durante el día, el trabajo del laboratorio me absorbe. Y poco me interesa el espec­táculo cinematográfico, como por otra parte fue desde el principio; tanto es así que estuve ausente la noche de la pri­mera presentación pública". Tampoco su hermano Auguste se contó entre los treinta y tres asombrados espectadores que en la fría noche del 28 de diciembre de 1895 asistieron a la primera función pública, en el Salón Indien de París, estupefactos ante esa maravilla consa­grada con el nombre de Cinematógrafo.
Edison, en cambio, sostenía que su posteridad estaba ya asegurada por la letra E de la Enciclopedia Británica en­tre Edimburgo (capital de Escocia) y Edith (mujer de Lot), pero que dedicaría su vida a defender él mismo sus inte­reses aún más allá de lo prescripto por las leyes: en 1908 participa en el Plaza Hotel de New York de un "acuerdo de caballeros" con algunos representantes del negocio de la producción cinematográfica y, por vía de la distribución exclusiva de films y equipos, se reparten el mercado norteamericano en detri­mento de los productores y realizadores "independientes". El desarrollo posterior del negocio del espectáculo cinematográfico -con las habituales excepciones- nos demuestra una incontrastable coherencia con esta perspectiva.
Desde sus inicios, el cine convive con su naturaleza dual: arte-industria. Más allá de las repetidas fundamentaciones que reivindica­n su valor creativo, la ecuación siempre es resuelta por los dividendos que genera la distri­bución comercial, lo que lo tipifica invariablemente como una mer­cancía de producción industrial. A pesar de esto, la publicidad con que se lanza un film y la recepción favorable que pueda tener de parte del público, siempre resaltarán sus condiciones artísticas, incluyéndolo en consecuencia, dentro de los valores de la cultura.
En realidad y por sobre todas sus características y circunstancias, el cine es un medio de comunicación, como lo es el ferrocarril o el avión, pero con una sensible diferencia: mientras el tren o el avión transportan objetos y personas, el cine (y su monstruosa derivación: la tele­visión) transporta ideologías.
Su desarrollo técnico se consiguió a fuerza de la exclusiva competencia por los mercados de consumo y mediante investi­gaciones científicas y técnicas orienta­das a sostener en forma insistente la imagen avasallante de las estructuras de poder de los grandes países productores. El sonido se incorpora cuando el cine mudo por fin había logrado una real ponderación artís­tica y el color cuando el blanco y negro había alcanzado una formidable finura en los matices de gris hasta en condi­ciones precarias de iluminación. Estos recursos fueron aceptados por los grandes públicos aunque ninguno de ellos surgió realmente como una necesidad artística sino como una aspiración comercial.
Las modernas tecnologías abren nue­vas posibilidades expresivas, pero al res­ponder como sistema al ámbito en que se generan crean condicio­nantes, ya que con­figuran la estructura misma del film. Este espectáculo se impone al espectador generalmente por sus cargas místicas, sumiéndole en una actitud meramente receptiva, al punto tal que hasta los contenidos más urticantes resultan en definitiva inofen­sivos. No hay film que a la larga el sistema no termine absorbiendo para, finalmente, invalidarlo.