5 de septiembre de 2007

La penosa realidad de la mujer quechua

En los faldeos de la sierra peruana central, dentro de un anfiteatro de piedra en el que cae la más pura luz andina, habitó uno de los más extraños pueblos del mundo, la raza quechua, matriz del imperio incaico. A pesar de los esfuerzos de los historiadores, no se sabe mucho del origen y menos aún se logra entender cómo pudo organizarse en menos de mil años semejante imperio.
Este pueblo sabio, primitivo y técnico, adoraba al cielo en un largo renglón de divinidades astrales mientras que las tribus vecinas comían carne humana y tenían dioses bestiales o grotescos. La gente inca, o sea, su aristocracia gobernante y sacerdotal, se creía hija directa del sol.
El Imperio corría desde Colombia a Chile y desde el Pacífico al costado oriental de Bolivia y el noroeste argentino. Los incas conquistaban a las indiadas próximas con maña habilidosa y con una benevolencia más que patriarcal; el arte de la conquista consistía en unas excursiones solemnes y amistosas que hacía el Inca y su cortejo a las tierras vecinas, en comitivas que llevaban la empresa de divulgar la grandeza y las suavidades del Imperio y de catequizar así a la vecindad bárbara que acababa siempre adhiriéndose al Incanato.
Con la llegada del conquistador español, empezaron las penurias, las matanzas, la explotación, la miseria y la dispersión de los habitantes originales y sus descendientes. A pesar de todo, hoy sobreviven a duras penas diseminados en los distintos países que se conformaron en el siglo XIX. Muchas cosas cambiaron desde entonces; entre ellas, una de las más dolorosas posiblemente sea el papel que desempeñan las mujeres quechuas.
Mitificar el pasado de estas mujeres indígenas es sin duda, una forma de alimentar su callada rebelión, su resistencia a los efectos de la conquista. Compadecerlas supone que la cultura europea tuvo razón al imponer por la fuerza el progreso. En cualquiera de ambos casos, la Historia pasa en puntas de pié por encima de la mujer quechua y sólo algunos cronistas, viajeros, antropólogos y estudiosos de las culturas prehispánicas nos permiten recuperar parte de su memoria.
Se ignora a costa de cuántos sacrificios han perpetuado su forma de vida y si lo han hecho de manera voluntaria o si se lo han impuesto como tantas otras cosas. Lo cierto es que gracias a estas mujeres indígenas se conserva intacto el uso de un idioma, formas de preparar comidas, viejas recetas curativas, cerámicas, tejidos, bordados, cantos, danzas, ritos y una manera de entender el universo que se remonta a muchos siglos atrás. Ellas son las responsables de transmitir, de generación en generación, los valores de su comunidad, perpetuar su cultura y enseñar a sus hijos. Y así, los hombres quechuas saben que la única forma de salvaguardar su identidad consiste en aislar a sus mujeres, negarse a que sus hijas vayan a la escuela. Es su estrategia para que continúen siendo solamente indias.
Ser mujer quechua en estos días no supone ningún motivo de alegría. Su vida consiste en realizar los trabajos más pesados desde niña. Aprenden a transportar leña, cargar agua, cocinar, lavar, cardar lana y tejer para llegar a los 14 años dispuestas a entregarse al hombre que los demás decidan, al que seguirán, obedecerán, cuidarán y ayudarán durante el resto de su vida, que sólo consiste en una cadena interminable de embarazos, partos, lactancias y agotadoras e interminables jornadas laborales. Los niños nacen desnutridos y -los que lo­gran sobrevivir- atravesarán la infancia entre privaciones y du­ros trabajos. La mortalidad infantil es cinco veces superior a la de los blancos. La tasa de fecundidad de las mujeres es la más alta de América, cuando no las esterilizan contra su vo­luntad. Las indígenas han sido las principales víctimas de los experimentos con anticonceptivos que se han llevado a ca­bo en América. Además de las frecuentes enfermedades, su­fren malos tratos de los hombres que las consideran un bien de su propiedad. De manera que sólo descansan cuando mue­ren y esto sucede alrededor de los 45 años, que es la espe­ranza media de vida. Su trabajo es imprescindible para la familia, pero está tan devaluado que ni siquiera goza de un justo reconocimiento. Una inmensa mayoría de las quechuas son analfabetas, porque cuando los alfabetizadores blancos llegan de la ciudad, los maridos les impiden que aprendan. Es la mejor forma de asegurarse el sustento.
Su vida no era así en los tiempos anteriores a la conquista, aunque es difícil saber con certeza cómo vivían estas mujeres antes de que fuera arrasada la cultura indígena. Cuando los europeos llegaron al continente americano, existían en él amplios territorios poblados por sociedades tan desarrolladas y complejas como la Inca, la Maya y la Azteca que tenían va­rios siglos de existencia y una peculiar visión del mundo.
Todo parece indicar que la civilización azteca era más opresiva con las mujeres. Al gran imperio Inca, que se estableció en los Andes, pertenecen los quechuas. Era una sociedad en pleno desarrollo con una estructura bien organizada: el ám­bito militar era masculino, el religioso y familiar era femeni­no y el político-económico lo compartían ambos. El papel de la mujer era muy valorado hasta el punto de que podía ha­cer de intermediaria entre la divinidad y la tierra. El dios Inca era masculino y estaba representado por el Sol, mientras la diosa Coya, su mujer, estaba representada por la Luna. En su visión armónica del universo sólo era posible concebir las re­laciones entre el hombre y la mujer como algo complemen­tario. Cada uno se ocupaba de la mitad que le correspondía y ambos podían interceder ante los dioses. Aunque la mujer no accedía a determinados conocimientos y nunca dejó de considerarse un bien propiedad del hombre, tenía el privile­gio, sin embargo, de organizar cultos y fiestas religiosas exclusivamente femeninas y su trabajo (el mismo que en la ac­tualidad: hilar, tejer, cocinar) era muy valorado dentro de la comunidad. Las mujeres eran las encargadas de preparar el “masato”, la bebida sagrada destinada a ciertas ceremonias, y ordenar todos los ritos religiosos de carácter mágico: virginidad, iniciación, coronación de los guerreros. El equilibrio en­tre las dos fuerzas (Inca y Coya) garantizaba el orden de la cre­ación: “si el equilibrio se rompe, la humanidad se destruye”. Aunque la autoridad sólo estaba en manos de los hombres an­cianos, las mujeres representaban La Tierra y al unirse al Sol generaban el milagro de la vida y los alimentos. Todo lo opues­to era complementario y formaba parte de la naturaleza: hom­bre y mujer, cielo y tierra, luz y oscuridad, frío y calor, lluvia y sequía. Si se quebraba el equilibrio podía llegar el caos.
La conquista tuvo efectos devastadores sobre las culturasindígenas. El nuevo orden social se impuso y no precisamentede forma voluntaria por parte de los indios. Las mujeres indígenas fueron las más desposeídas de su rango. Lo prime­ro que hicieron los conquistadores, en nombre de su religión, fue prohibir las prácticas mágicas. Arrasaron con los únicos privilegios femeninos, como elaborar las bebidas sagradas y ordenar los ritos de iniciación. Los misioneros impidieron que las mujeres cumplieran su función de intermediarias con la naturaleza. Así encontramos a estas mujeres quechuas des­provistas de todo su prestigio ante los hombres de su comu­nidad. El quechua es hoy un pueblo triste, desnutrido, con es­casas cosechas por causa de la sequía, donde los hombres salen de sus pueblos en busca de trabajo y vuelven junto a sus mujeres para morir. Algunas viudas, entonces, deciden aven­turarse a la ciudad y sólo consiguen amontonarse en los mer­cados, venderse a bajo precio, realizar servicios mal pagados o ejercer la mendicidad. Han perdido todos sus derechos y de poco les valdría recordar los que tuvieron. Han resistido ac­tivamente al genocidio, son los cimientos de la etnia, sóloles queda el hambre y la marginación, pero trabajen dondetrabajen, seguirán siendo pobres, seguirán siendo quechuas, seguirán siendo indias.