9 de septiembre de 2007

Los orígenes del fascismo italiano

El costo que Italia tuvo que pagar por participar en la Primera Guerra Mundial fue muy elevado. El país había hecho un esfuerzo muy por encima de sus posibilidades. Sólo en vidas humanas, entre muertos y desaparecidos, se superaba con creces el medio millón. El caso es que, pese al número de nacimientos y a las poblaciones de los territorios anexados tras la guerra, la población italiana era inferior en más de medio millón de personas a la de 1914.
A las pérdidas humanas, cuya incidencia económica y social fue grande, tanto en la industria como en la agricultura, se unió el precio de la guerra, como otro de los componentes que desencade­naría la crisis económica. De los 2.300 millones de liras que la gue­rra costó en el primer año, se pasó a los 20.600 millones de 1918.
Hubo que acudir a los préstamos internacionales, especialmen­te de los Estados Unidos, principal abastecedor de las importacio­nes italianas. En conjunto, los préstamos de los aliados significa­ban en 1919 para Italia una deuda excesiva.
La situación de la agricultura también era desastrosa. Las muertes producidas por la guerra implicaron la pérdida de brazos para trabajar el campo y la repercusión fue inmediata . A dicha pérdida, que en 1918 se evaluaba en más de un 60%, se añadía la penu­ria técnica del campo italiano, escaso en maquinaria y en abonos.
El comercio italiano experimentó también un cambio sustancial como consecuencia de la guerra, con el aumento de las importaciones, especialmente de productos alimenticios y de petróleo, mientras disminuían las exportaciones. Para 1917, el volumen de estas últi­mas no cubrió más que en un tercio el valor de los productos impor­tados, con el agravante de que, por tratarse de productos de pri­mera necesidad, el precio de los importados subió por momentos, mientras que los vendidos por Italia -artículos de lujo de utilidad secundaria- no experimentaban un alza tan elevada en sus precios. En cuanto a la industria, en la que Italia había hecho un gran esfuerzo durante los años de la guerra, terminado el conflicto se presentaba la urgente necesidad de reconvertirla para una economía de un país en paz.
Toda crisis económica provoca una crisis social; en el caso de Italia, la crisis afectó a todos los niveles de la población. En esa pers­pectiva, el fascismo se presentará como producto del agravamiento de la lucha de clases. No sólo del enfrentamiento entre el proletariado y la burguesía, sino de la propia crisis interna de ésta entre unos pri­vilegiados grupos burgueses, industriales o financieros, enriqueci­dos por los beneficios de la guerra y una pequeña y mediana bur­guesía víctima de la inflación y de la incontenible carestía de la vida. Esta última, empobrecida, en proceso de proletarización, se vuelve entonces contra los políticos y contra el mismo sistema. Hay que incluir en este amplio sector social a la oficialidad del ejército, que tras los años sacrificados de la guerra se incorporan a una sociedad teóricamente en paz, frustrados por su mediocridad económica y por sus aspiraciones menoscabadas de un mayor engrandecimien­to nacional a costa del exterior.
Si de la burguesía se pasa a la situación del campesinado, que en una Italia de predominio rural había sufrido quizá más que nin­gún otro grupo el peso de la guerra, la decepción de la paz no pudo ser mayor. Las promesas de tierras que, en los difíciles días de la lucha, se le hicieron para cuando volvieran a sus hogares, habían quedado sólo en palabras. Su condición de vida, por otro lado, no había mejorado, sino que se había endurecido aún más. Como consecuencia, la situación era prerrevolucionaria en toda Italia y las consecuencias aparecerían pronto.
Hablar del fascismo italiano es hablar de Benito Mussolini, ya que lo protagonizó hasta 1945.
Miembro del Partido Socialista desde los diecisiete años, pronto abandonó su profesión de maestro para lanzarse al mundo del pe­riodismo y de la política. Ingresado en el Partido Socialista, dirige su periódico "Avanti!", que al principio se oponía a la participación ita­liana en la Primera Guerra Mundial, aunque se suma más tarde a la decisión intervencionista. Tal escisión con la postura neutra­lista que -en general- mantenía el socialismo, le supuso el ale­jamiento de la dirección del Partido y del periódico "Avanti!". Pronto funda "Il Popólo d'Italia", el que será el principal órgano de la propaganda ideológica del fascismo.
Mussolini se comportó siempre como un hombre pragmático, atento al devenir de la vida cotidiana de los italiananos y de las oportunidades que se le ofrecían a un hombre de acción como él. Una fecha clave en la vida del fascismo es la creación de los "Fasci italiani di combattimento", el 23 de marzo de 1919. El nú­cleo más numeroso de estos grupos fundados por Mussolini lo cons­tituía un importante grupo de antiguos combatientes, junto a anarquistas y algunos socialistas; en to­tal, unas trescientas personas. El nombre de la organización denota que el movimiento se presentó siempre como una organización combatiente, para la que el uso de la violencia era parte esencial de su actuación en la vida pública italiana, sobre todo en la mentalidad de los hom­bres que los constituyeron, familiarizados con las armas durante los años de guerra.
Conforme crecía la conflictividad social, la violencia fascista arre­ció, apoyada o solicitada por empresarios industriales y por pro­pietarios agrícolas y se acentuó con la conquista electoral de al­gunos ayuntamientos por los socialistas en el otoño de 1920. A partir de entonces el fascismo decidió apurar su marcha, tenien­do en cuenta el volumen real de sus efectivos por ese entonces. Es cierto que -y ése fue su certero análisis de la situación- en­frente tenía una Italia inquieta, dividida y atemorizada, gobernada por unos vie­jos políticos gastados por el ejercicio de lo que ya era una sombra del poder, inservibles piezas de recambio en un precipitado rit­mo de sucesión de gobiernos. Muchos de ellos, además, fueron flexibles o fatalistas ante la ascensión del fascismo y estuvieron dispuestos a compren­derlo, incluso a aceptarlo y a militar en sus filas.
Así, el 20 de septiembre de 1922, las palabras de Mussolini en Udine sobre la necesidad de renovar Italia sin poner en juego la monarquía fueron concluyentes. Si a esa moderación en cuanto a la máxima representación del Estado se unía su propuesta de que los fascistas se conformarían con un máximo de seis carteras ministeriales, muchas conciencias pudieron dormir tranquilas. El plan de la ocupación de la capital de Italia por los fascistas -la Marcha sobre Roma- se perfiló el 24 de octubre de ese mis­mo año. La organización de dicha Marcha fue bastante improvisada: no hubo orden ni puntualidad. Podría haber sido desbarata­da fácilmente, pero el rey se negó a ello, y siguió, desde la más alta magistratura del Estado, la nula voluntad de resistencia que se había apoderado de la vida italiana. El día 29 llamó al Palacio a Mussolini para ofrecerle el Gobierno. Habría en él algunos fas­cistas, junto a una mayoría de hombres de otras fuerzas polí­ticas con excepción de la izquierda marxista.
Esa imagen de moderación le brinda el inmediato apoyo par­lamentario de una débil Cámara dispuesta a legalizar el programa mussoliniano de "economía, orden y disciplina", lo que hace por 306 votos a favor contra 106 en contra. Más aún, a fines de noviembre, ambas Cá­maras le dan plenos poderes al Duce.
En 1924, los fascistas disuelven la Cámara y convocan nuevas elecciones para hacerse con el control del legislativo. Sus resulta­dos no eran de temer con una ley que concedía los dos tercios de los escaños al partido o coalición que hubiera obtenido el 25% de los votos y dejaba el tercio restante para un reparto proporcional entre las otras listas electorales. Así, con 4.305.000 votos, Mussolini conseguía el 65% de los votos y obtenía 374 escaños, de los cuales 275 eran ocupados por militantes fascistas.
A partir de entonces, las medidas represivas contra la libertad de expresión se acentuaron, sobre todo cuando en el periódico "Il Mondo" se publicaba un do­cumento en el que se acusaba directamente al Duce de complicidad en el asesinato del diputado socialista Matteotti. Los dos últimos días de diciembre presenciaron una escalada de la violencia fascista en Florencia, Pisa y Bolonia, donde los prin­cipales jefes fascistas le exigían a Mussoli­ni medidas inmediatas. El 2 de enero de 1925, el Duce remitió al rey el texto de disolución de las Cámaras. Víctor Manuel, con su característica debilidad, tras unas horas de vacilación, lo firmó.
La dictadura personal de Mussolini había comenzado. Su dis­curso del día 3 era un símbolo en la dramática andadura del fas­cismo: "Yo asumo, yo solo, la responsabilidad política, moral, histórica de cuanto ha sucedido... Si el fascismo es una asociación de delincuentes... Si toda la violencia ha sido el resultado de un clima histórico, político y moral, pues bien, para mí es toda esa res­ponsabilidad, porque este clima lo he creado yo".
Después de esto ya no hubo vida parlamentaria. A ningún diputado se le permitió volver a la Cámara. Para Gramsci y los comunistas, la solución fue la cárcel. El verdadero Estado fascista había alcanzado su plenitud.
Los años siguientes, los que van del discurso del 3 de enero de 1925 a las elecciones plebiscitarias de 1929, constituyen su pri­mera etapa totalitaria, con la prensa amordazada, los partidos políticos y los sindicatos disueltos y el ejercicio del poder concentrado en el partido fascista.
Con 1.400.000 militantes en 1930, el resonante triunfo en el plebiscito de 1929, en el que la oposición se había reducido a 136.000 votos y con el éxito diplomático que significó para la concien­cia católica y la opinión internacional la firma de los pactos de Letrán (11 de febrero de 1929) con la Santa Sede, Mussolini po­día pensar que, en pocos años, Europa entera sería fascista.