10 de septiembre de 2007

Los últimos días del Tercer Reich

Los rusos se acercaban al centro de la ciu­dad. Se luchaba en la Alexanderplatz. El aeropuerto de Tempelhof había caído. Mientras la artillería soviética arro­jaba sobre Berlín toneladas de obuses y de bombas, sus defensores, que no disponían de apoyo aéreo, carecían de municiones en todas partes. Al norte de la capital, el 25 de abril, el 3° ejército blindado fue atacado, al sur de Stettin, por el grupo de ejércitos del mariscal Rokossovski. Sus restos se reple­garon hacia el oeste sin oponer ninguna resistencia. Fuera de Berlín, los soviéticos ganaban terreno rápidamente en Pomerania y en Mecklemburgo. Por órdenes de Hitler, el 9° ejército permanecía a orillas del Oder. Todas las llamadas del general Busse pi­diendo autorización para replegarse hacia Berlín habían sido ignoradas. El 27 de abril, cuando ya era demasiado tarde, el 9° ejército recibió la orden completamente ilusoria de atacar por el oeste, con el objetivo de reunirse con el ejército de Wenck. Muchos soldados murieron en los bosques al sur de Berlín o cayeron prisioneros.
Daba igual. No estaba todo escrito aún en aque­lla agonía. La esperanza renacía en el ambiente febril del bunker, era el momento de quemar los últimos cartuchos. Desde el principio, Hitler había depositado sus esperanzas en el ejército del general Wenck. Joven, dinámico y competente, disponía de tropas formadas con los úl­timos reclutas de la juventud alemana, dispuestos a morir en el campo de batalla. Tal vez era el último instrumento capaz de forzar el destino, pero un obser­vador lúcido no podía dejarse engañar. La diferencia entre las tropas de Wenck -a lo sumo, unas pocas divisiones- y los dos grupos de ejércitos rusos con docenas de divisiones de infantería y de blindados era enorme. Por mucho que fuera el valor de los soldados o el arte de mando de los oficiales, no cabía esperar milagros. A la vista de las fuerzas disponibles, era incluso sorprendente que hubiera combate. Tras haberse reunido al sur de Brandeburgo, el ejército de Wenck lanzó su ofensiva al sur de Potsdam.
El 27 de abril al mediodía, el Mando Supremo de Wehrmacht se comunicó telefónicamente con el ayudante de campo del general Guderian, Bernd von Loringhoven avisando que el general Wenck había llegado a Ferch, un suburbio situado a unos doce kilómetros de Potsdam y a veinte kilómetros al suroeste de Berlín. Se sabía que el jefe del 12° ejército sólo disponía de tres divisiones en condiciones de avanzar y que carecía de blindados, pero esa no­ticia inesperada produjo el efecto de una descarga eléctrica. Loringhoven trasladó inmediatamente al mapa el avance de Wenck y se precipitó al bunker. Krebs y Hitler se encontraban en el gabinete de trabajo del Führer. Allí -desplegando el mapa sobre la mesa- les comunicó la noticia. Mientras lo hacía, Hitler, con las gafas sobre la nariz, tomó el mapa con manos temblorosas y ojos brillantes y febriles, y se volvió hacia Krebs con aire triunfal: todavía creía que lo conseguirían. Krebs, de rostro cortés e impenetrable, ajustó su monóculo y se mostró mucho más escéptico. La noticia corrió como pólvora. Los habi­tantes del bunker, la mayoría sin ninguna experiencia militar, recuperaban la confianza en la buena estrella del Führer. Volvieron a verse rostros alegres preguntándose si las noticias de Wenck eran completamente ciertas. La euforia duró poco. Al carecer de no­ticias directas de Wenck desde hacía varias horas, sintonizaron la radio alemana en donde se transmitía el mismo mensaje triunfal, que hablaba de las jóvenes divisiones del ejército de Wenck que habían llegado a la región al sur de Ferch en su ataque por liberar Berlín. En el bunker, algunos lo consideraron de inmediato una traición. Si los rusos no lo habían adivinado todavía, el objetivo de Wenck ya no ofrecía dudas. Al día siguiente, gra­cias a una comunicación con el Mando Supremo se supo que las divisiones de ataque de Wenck se habían visto obligadas a retroceder hacia el oeste. Por la noche, las informaciones ya no dejaban ninguna duda sobre el fracaso. La última ilusión había desaparecido. El bunker caía de nuevo en la depresión. Perdida definitivamente toda esperanza, resurgía la preocupación por la muerte. Hitler había anunciado su intención de quitarse la vida. Corría la noticia de que se dispararía un tiro en la cabeza y de que Eva Braun tomaría un veneno. Pero el deseo de vivir, aun vacilante y acorralado en sus últimas trincheras, era demasiado fuerte. Se seguían discutiendo proyectos descabellados. La noche del 26 de abril, el general Weidling, comandante militar de Berlín, propuso una evacuación nocturna de Hitler y de todos los habitantes del bunker durante la noche del 28 de abril. Una escolta de blindados y de soldados garantizaría una salida en dirección oeste y se en­cargaría de la unión con el resto de los grupos de ejércitos diseminados en los alrededores. Hitler rechazó todas las súplicas. Todo el mundo se resignaba a lo inevitable. Los soviéticos se encontraban apenas a unos centenares de metros de la cancillería. Habían tomado la estación y el puente de Potsdam. La Potsdamer Platz se encontraba bajo el fuego graneado de sus ametralladoras. Si la brigada SS Mohnke, que se suponía debía proteger la cancillería del Reich con sus dos mil hombres, no resistía, los soviéticos estarían a las puertas del bunker en unos minutos.
La noche del 27 al 28 de abril, los bombardeos redoblaron su inten­sidad. En el bloque de hormigón del bunker del Führer se percibían las vibraciones causadas por el martilleo ininterrumpido de la ar­tillería rusa que golpeaba la cancillería. El techo del bunker, mucho menos grueso, amenazaba con ceder bajo los obuses y el agua corría por los agujeros provocados por los proyectiles. Las luces de emergencia, que funcionaban con la ayuda de un grupo electrógeno, se encendían de forma intermitente. El bunker se hundía en el desorden. La suciedad se acumulaba por todas partes. Ya no se recogían las basuras. Los colchones se amontonaban de cualquier manera en los pasillos. El polvo y el humo entra­ban por las aberturas y los ventiladores.
La noche del 28 de abril, Heinz Lorenz llevó un mensaje sumamente im­portante. Un despacho de la agencia Reuters confir­maba la noticia difundida de madrugada por Radio Estocolmo y transmitida a Hitler a media tarde. El Reichsführer SS Heinrich Himmler había propuesto a los aliados occidenta­les capitular, pero éstos habían rechazado su oferta. Reuters precisaba que Himmler les había comunicado que podía llevar a cabo una rendición sin condiciones y hacerla res­petar. El Reichsführer se consideraba de facto el jefe de Estado, usurpando los poderes de Hitler. Para el Führer era la madre de todas las traiciones. El más "fiel de los fieles" había entrado en contacto con el enemigo, un paso que Göring no se había atrevido a dar. El "fiel Heinrich", cuyas SS tenían como divisa "La lealtad es mi honor", le había dado la última puñalada por la espalda. El Führer tuvo la postrera explosión de rabia y de cólera.
El fracaso del ejército de Wenck acabó con las esperanzas militares y la traición de Himmler significaba el final político del régimen. La división gangrenaba sus filas hasta la cúpula
La mañana del 29 de abril, Krebs admitió ante sus subordinados la profunda decepción del Führer. Tras haber visto cómo fracasaban todos sus inten­tos, Hitler había decidido acabar ya con su vida. El poco tiempo que tal vez le dejaran aún los rusos había que aprovecharlo para organizar su sucesión. Ante el asombro de todos los habitantes del bunker, decidió casarse con Eva Braun. Se casaron por la noche y ofició la ceremonia un oficial de estado civil del Ministerio de Propaganda, vestido con el uniforme del partido con el brazalete del Volksturm y fueron testigos Goebbels y Bormann. Krebs se unió a los invitados a un improvisado banquete de bodas. El ambiente era enrarecido. Nadie tenía ganas de fiesta: detrás de la pareja, asomaba visiblemente la muerte. Mientras los invitados a la boda estaban aun reunidos, Hitler se retiró para dictar a Traudl Junge, su secre­taria, el testamento político y el testamento personal. Para sorpresa de todos, Hitler no eligió como sucesor a un dignatario del partido -Goebbels o Bormann-, sino al gran almirante Dönitz. El comandante en jefe de la marina era un nacionalsocialista convencido, pero nadie se esperaba que el Führer confiara en un militar justo antes de su muerte. En la mañana del 30 abril de 1945, cuando los rusos ya estaban a metros del bunker en la cancillería, Hitler llamó a Bormann y después a Otto Gunsche, su ayudante personal. Les dijo que su esposa y él se suicidarían aquella tarde y les ordenó la ingrata tarea de rematarlos en caso de que aún estuvieran con vida. Pidió expresamente que los cuerpos fueran quemados para evitar que su cadáver fuera sometido al escarnio público en Londres o New York, tal vez pensando en el triste final de Mussolini.
Poco después del mediodía Adolf Hitler y Eva Braun se suicidaron con una cápsula de cianuro. Al parecer Hitler tuvo el tiempo suficiente para pegarse un tiro en la sien con su pesada Walther de 7.65 milímetros. Luego su ayudante llevó los cuerpos hasta el jardín de la cancillería, los rocío con gasolina y les prendió fuego. Hasta aquí la versión mas aceptada de la muerte de Hitler y de Eva Braun. No fueron pocos, sin embargo, quienes manejaron la hipótesis de una supuesta fuga de Hitler hacia Sudamérica y, entre ellos, estaba la autorizada voz de Stalin. El dictador soviético murió convencido de que Hitler se había escapado a Sudamérica de la misma forma en que lo habían hecho muchos otros jerarcas nazis. Se dijo que el cadáver que encontraron los rusos al llegar a la cancillería, era en realidad el cuerpo de un doble que distaba mucho de parecerse al jerarca nazi. Entre otras cosas, se dijo que medía 10 centímetros menos, que sus orejas no guardaban relación e incluso que los detalles de su vestimenta no coincidían: el cadáver tenía las medias rotas y gastadas y unos pantalones anchos y viejos que nada tenían que ver con la pulcra vestimenta de Hitler. Lo que no tuvieron en cuenta Stalin ni los partidarios de una supuesta fuga, es la mentalidad de Hitler, quien difícilmente hubiese podido sobrevivir un día a la catástrofe de Alemania. A esto hay que sumarle su pésimo estado de salud. A sus 56 años Hitler aparentaba ser un hombre de más de setenta, arrastraba los pies al caminar y por el Parkinson sufría temblores en ambas manos que le impedían portar armas y ni siquiera podía escribir. Sus últimas fotografías lo mostraban con el rostro sumido, los párpados hinchados y el pelo encanecido y ralo. En 1944 su médico personal había enviado unas radiografías suyas a un centro cardiológico de Berlín bajo un falso nombre para no influir en el dictamen de los médicos. El resultado no podía ser más desalentador: los facultativos le otorgaban al paciente una sobrevida de dos años. El cóctel de medicamentos que tomaba sumado a la tensión propia que le generaba la guerra fueron minando su estado físico con una rapidez devastadora. Hitler en sus últimas fotografías, viejo y encorvado, parecía otra persona en relación a lo que había sido apenas cinco años antes. Su capacidad mental, en cambio, parece haberse mantenido intacta a juzgar por el testimonio de sus más íntimos colaboradores y secretarias.
De todas maneras, queda claro que si Hitler hubiese querido escapar podía haberlo hecho sin mayores dificultades. Cientos de oficiales y jerarcas alemanes lograron escapar a distintos puntos del planeta (Argentina por ejemplo), incluso después de la rendición alemana. De hecho, esta alternativa le fue propuesta a Hitler con insistencia por parte de sus más íntimos colaboradores. Pero Hitler hasta el último día creyó que la guerra podía ganarla con sus misteriosas armas secretas (acaso la bomba atómica) y apostó quedarse en Berlín hasta el final. Las pruebas que confirman que Hitler cumplió su promesa son abrumadoras.
La acertada observación de Goebbels, en el sentido de que podía caer vivo en manos de los aliados, lograron decidirlo: el suicidio y luego la incineración de su cadáver alimentaría el mito de su condición extraterrena. El hombre que creyó toda su vida haber servido los designios de la Divina Providencia, desapareció de la tierra bajo un manto de misterio. La proverbial genialidad propagandísitica de Goebbels se manifestaba por última vez.
Goebbels dejó escrito que no quería seguir viviendo después de que Hitler muriese.
El día 1 de mayo de 1945, al atardecer, llamó a sus hijos, que estaban jugando en el jardín, y el mismo medico que la víspera había envenenado a los perros de Hitler, les administró inyecciones letales. Seguidamente, Goebbels llamo a su ayudante, Günther Schwaegermann, y le dijo que preparase contenedores con gasolina. Le explicó que había resuelto morir con su mujer y le pidió que cuando ellos estuviesen muertos los rociasen y les prendiesen fuego. A las 20.30 horas de aquel día, cuando ya comenzaba a oscurecer, los Goebbels subieron al jardín del bunker y allí un hombre de las SS les disparó a los dos en la nuca. Los rociaron con la gasolina y les prendieron fuego. Al día siguiente, los rusos los encontraron medio carbonizados y por ello les reconocieron inmediatamente. Nadie había quedado vivo en el bunker para mantener el fuego encendido, ni el de los cuerpos ni el del Tercer Reich.