15 de septiembre de 2007

Mae West. La sexualidad en el cine de los años 30

Mary Jean West, más conocida por su nombre artístico Mae West, nació en New York el 17 de agosto de 1893. Hija de un boxeador irlandés y de una modelo alemana, debutó siendo aún niña en espectáculos de teatro y variedades en Brooklyn.
Cuando era una niña de once años, según cuenta ella misma, tenía ya el aspecto de una mujer, y los muchachos del barrio solían luchar por ella en bandas callejeras. Así quedó establecida, pronto y satisfactoriamen­te, la pauta para las relaciones de Mae West con el sexo masculino a lo lar­go de toda su vida. Durante toda su carrera mantuvo esta actitud de pro­vocativa sexualidad, que a menudo no le exigía hacer nada más que estar ahí. Cuando George Nathan la vio posando en la revista de modas "Vanity Fair" como la Estatua de la Libertad liberando a sus conciudadanos norteamericanos de sus inhibiciones mora­les observó: "Parece más bien la Estatua de la Libido". Por supuesto, con el transcurso de los años dio mayor refinamiento y complejidad a esta ima­gen hasta que adquirió forma un sor­prendente y atrevido personaje. Estaba imbuido de tan genuina carga de sexo que difícilmente podía evitar que los más inocuos gestos y diálogos pare­ciesen enormemente sugestivos; al pro­pio tiempo esto los hacía extraordina­riamente divertidos. El sexo desenfre­nado e impenitente, aunque atenuado por su auto ironía, es lo que representaba Mae West: una diosa del sexo que ridi­culizaba las mismas cualidades que exhi­bía ante el público.
A diferencia que los símbolos sexua­les posteriores, dio mayor relieve a las caderas que al pecho. Utilizaba posti­zos y a veces las acentuaba toda­vía más ajustándose un revólver a ellas. Cuando se movía, actuaban como es­tabilizadores; cuando estaba en repo­so, servían para apoyar el peso de las manos. Llevaba el pelo invariablemen­te de color rubio platino, apretado aunque ondulado sobre una cara de luna llena, una cara ligeramente desi­diosa. Detrás de unas enormes pesta­ñas postizas, sus ojos realizaban el tra­bajo más laborioso del día y de la no­che cuando se paseaban sin prisa al­guna desde los pies hasta la cabeza de un hombre para evaluar su virili­dad; casi se cerraban por completo cuando empezaba a susurrar insinua­ciones."¿Tienes una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?" fue una de sus frases más recordadas.
Su voz era inolvidable. Era como una chicharra de sonido metálico, pero era perfecta para las punzantes obscenidades que acumula­ba en sus prominentes labios. Y cuando llamaba realmente la atención de un varón disponible, bajaba su registro adoptando un tono lánguido y prolon­gado.
Considerada por separado, cada par­te de su personalidad física era una caricatura de la se­xualidad. El efecto total podría considerarse grotesco. Lo que la redimía era su sor­prendente grado de decoro. Aunque su visión del sexo era saludablemente post-freudiana, cosa que consideraba como una ventaja para gozar sin pecar, su código de conducta era eminentemente victoriano. Siempre insistió, en la pan­talla y fuera de ella, en todas las cor­tesías sociales debidas a su sexo. Los hombres tenían que quitarse el som­brero ante ella, ponerse en pie cuando entraba en una habitación, no fumar nunca en su presencia. El humo de tabaco le traía el desagradable recuer­do de ser besada por su padre después de acabar uno de sus largos cigarros negros.
Era la escenógrafa de sus interpretaciones y siempre elegía a sus compañeros de reparto, algo que raramente se concedía a las demás actrices. Mae West no debía demasiado a sus guionistas. En sus memorias se mostró siempre descontenta con cualquier historia o diálogo que ella misma no hubiese escrito o por lo menos corre­gido. Esta actitud procede también del hecho de haber tenido que es­cribir sus chistes y canciones en las variedades. Ya tenía el material de base a mano. Era el mismo ambiente insen­sible, lacónico, impúdico, en el que tra­bajaba y al que impuso su propia e intensa sexualidad. Cuando llegó a los teatros de varie­dades de Nueva York, siguió tomando elementos de su medio ambiente in­mediato. Adaptó el “shimmy” para su ac­tuación: era una danza consistente en frenéticas series de sacudidas y me­neos lascivos hasta entonces confina­da a los negros de Harlem.
Era una pequeña incursión fronteriza al terre­no sociológico, en el que pronto se aventuró profundamente con una serie de obras que escribió para sí misma sobre los bajos fondos de New York en las que hablaba de chulos, prostitutas, chantajistas y pervertidos. La primera que escribió era un melodrama sobre un marinero que es se­ducido por la chica a la que había lle­vado un ave del paraíso de regalo. Es­taba toscamente construida. Pero el tema de la castración, con el varón que pierde el emplumado distintivo de su masculinidad, ganó al parecer en fuerza erótica cuando se lo leyó al pres­tigioso director de Broadway Edward Elsner, quien había trabajado con John Barrymore y accedió a representarlo.
Las insinuaciones de Mae West re­presentan un aspecto indirecto del mis­mo candor burlesco. Dependen menos del ingenio de la expresión que del to­no de voz con el que se pronuncian. Esta es la razón por la que la más fa­mosa de ellas -"Sube a verme alguna vez"- pudo convertirse en una fra­se hecha. En el arte de la insinuación Mae West no tenía comparación: podía desobedecer los Diez Mandamientos a cada inflexión de su voz.
Quizá por proceder de las varieda­des y del teatro, su personalidad cine­matográfica estuvo acompañada de un con­junto de objetos y decorados eróticos más rico que el de cualquier otra diosa sexual de los años treinta. En varias de sus películas se mostraba, con ostentosa indecencia, en una cama dorada labrada al estilo ba­bilónico, llena de cuellos de cisne y cabezas de Cupido, en donde yacía cubierta sólo con una túnica.
En 1930 se estableció el Código de la Motion Picture Production como garantía de las intenciones de la industria cine­matográfica de permanecer en el fu­turo en los límites de las buenas costumbres, tras los excesos aparecidos en las películas de Hollywood y en la vida privada de las estrellas hollywoodenses durante los años veinte. Pero el Código no hizo callar a los críticos de la conducta relajada y las desenvuel­tas costumbres que todavía percibían en las películas. En la palabra y en el gesto, Mae West era el vivo es­carnio de todos los puritanismos del Có­digo, sin embargo Hollywood le dio la bienvenida por una sencilla y excelente razón: sus primeras películas fueron enormes éxi­tos de taquilla.
De todas formas, la censura la con­virtió rápidamente en una mujer dis­tinta. Sus guiones fueron corregidos y los personajes que interpretaba completa­mente purificados. Y como la mayoría de los personajes reformados, fue di­fícil que la Mae West posterior entu­siasmase en la pantalla, aunque se pudiese disfrutar en las secuencias -generalmente al principio de la pe­lícula- en las que pataleaba contra las trabas morales con las que la habían amarrado los censores.
Hubo otra razón para la declinación de su popularidad: sus películas nunca encontraron admiradores entre el im­portantísimo público femenino. Cuando Mae West decía: "Sube a verme algu­na vez", no estaba hablando a las se­ñoritas y difícilmente hubiese podido complacerlas si hubiesen llamado a su puerta. Por otra parte, sus propor­ciones físicas y más todavía su forma de realzarlas, difícilmente podían convertirla en una mujer atractiva para las mujeres.
Es una de las pocas, poquísimas es­trellas cinematográficas que no debió su fama a nadie más que a sí misma: ni al director, ni a los guionistas, ni al maquillador o al operador. Se hizo y se mantuvo por si misma, con una fuerza creadora arrolladora en casi todas sus primeras películas. Tenía cuarenta años cuando llegó a Hollywood, lo que resulta grotescamen­te tardío para empezar una carrera ci­nematográfica; pero tomó el mando del medio como una de aquellas figuras matriarcales que regenteaban las caravanas de carretas en la primitiva América del Norte. En realidad estuvo muy po­cos años en la cumbre antes de que la censura sofocara tanto su creativi­dad como su fuego profano.
Su última película, basada en una obra de su propia autoría, fue “Sextette” en 1978. Fue co-protagonizada por Tony Curtis y un reparto muy curioso en el que aparecían varios músicos como Ringo Starr, Keith Moon y Alice Cooper.
Falleció en Hollywood Los Angeles, el 22 de noviembre de 1980. Tenía 87 años y había estado casada en una sola ocasión con Frank Wallace, con quien estuvo unida desde 1911 hasta 1942.