17 de septiembre de 2007

Una precaria historia del dinero

Del dinero se dicen muchas cosas, entre ellas que es el común denominador de la vida moderna, que es una fuerza invisible que permite intercambiar los bienes y servicios de la comunidad de una manera ágil y precisa, que es un poder natural, una necesidad y que es el lenguaje universal que todos queremos dominar.
Desde tiempos remotos, el hombre ideó sistemas para dar valor a las cosas y poder intercambiarlas: primero lo hizo mediante el trueque, pero éste no fue una solución muy
efectiva pues el comercio creció aceleradamente y el método no dio abasto, por lo que se tomó la determinación de adoptar ciertos productos que fueran aceptados de un modo general como unidad de cambio y medida de valor. Así, surgió el concepto de “dinero mercancía”, el cual consistía en una especie que fue aceptado como medio de pago, tenía una medida de valor y también se podía utilizarlo para consumo final. Es decir, que tenía un valor de uso, como por ejemplo el ganado (“pecus” en latín, del cual se desprenden los vocablos pecunia y pecuniario utilizados para referirse al dinero) que fue utilizado por los romanos, la sal, el tabaco y el cacao (usados por nuestros aborígenes). Con este paso se dio por terminado el sistema del trueque.
La segunda etapa por la que transcurre la historia del dinero es la del “dinero metálico” en la cual el dinero se expresó en monedas y especies metálicas. Los principales metales aceptados fueron el bronce, la plata y el oro, con los cuales se acuñaron las primeras monedas. La humanidad le ha dado al oro y a la plata un sentido de riqueza tal, que tienen valor en si mismos así no estén expresados en moneda.
Las primeras monedas que se conocen se acuñaron en Lidia, la actual Turquía, en el siglo VII A.C.. Eran de una aleación de oro y plata, ya que para todos los pueblos el oro era el metal más valioso seguido de la plata. Durante varios siglos en Grecia, casi 500 Reyes acuñaron sus monedas y se estableció la costumbre de adornar cada una de ellas con el dibujo de su emblema local. Se creó entonces el primer sistema monetario unificado que, con la caída del imperio terminó por derrumbarse, por lo que obispos, nobles y propietarios se dedicaron a acuñar sus propias monedas. Este sistema fue habitual hasta la época de Carlomagno, quien lo reformó en el siglo XIX de la Era Cristiana y devolvió el control de su emisión al poder central.
El pionero en utilizar billetes fue el emperador mongol Kublai Khan en el siglo XIII, para quien la posesión de los mismos certificaba la propiedad de una cantidad determinada de monedas de oro. En Europa, simultáneamente, los billetes se emitían de acuerdo a la existencia de un depósito de oro en un banco. A finales del siglo XVII, cuando la gente empezó a usarlos para saldar deudas y realizar pagos, los bancos emitieron certificados por cantidades fijas. De ese modo nacieron los primeros billetes oficiales, los que fueron emitidos en 1694 por el Banco de Inglaterra. Así, nació un nuevo tipo de dinero: el “dinero fiduciario”, el que, a diferencia de las monedas de la época, sólo tenía valor representativo. Además, con este nuevo sistema se crearon monedas de aleaciones con escasas cantidades de metal precioso, las que perdieron su anterior valor intrínseco. El respaldo de este dinero estaba dado por el Estado emisor.
Mucho más adelante en el tiempo, los bancos crearon otros dos tipos de dinero: el “dinero bancario” (los cheques) y el “dinero plástico” (las tarjetas de crédito), mediante los cuales las personas pueden hacer sus pagos sin necesidad de tener que transportar especies monetarias, sustituyendo de esa manera en un alto porcentaje el uso de las monedas y los billetes.