14 de noviembre de 2021

Robert Louis Stevenson, el contador de historias

Robert Louis Balfour Stevenson nació en Edimburgo, Escocia, el 13 de noviembre de 1850. Tuvo una vida agitada y corta. A raíz de la tuberculosis que padeció desde su niñez, pasó la infancia recluido en su alcoba bajo el cuidado de una niñera, Alison Cunnigham (1822-1913), una calvinista estricta que le leía la Biblia y lo entretenía con una pequeña sala teatral de juguete con la que imaginaba aventuras de piratas y duelos de caballeros. Como él mismo reconocería tiempo después, su obsesión por las peripecias y los descubrimientos nació sobre aquel escenario de cartón. Un reino de fantasía que no encajaba con los planes que su padre, un constructor de faros, que quería que su hijo fuese ingeniero náutico.
Debido a esa presión empezó los estudios de ingeniero en la Universidad de su ciudad natal. Sin embargo, su precaria salud y el gusto por la literatura lo llevaron a oponerse a la voluntad paterna y a matricularse, como contrapartida, en la Facultad de Derecho, en donde se licenció en 1875 aunque nunca ejercería la abogacía. Como reacción al puritanismo victoriano del ambiente familiar y social, del que por otra parte quedó profundamente marcado, llevó una juventud rebelde. En los años ‘70 de aquel siglo XIX mostró un interés desmesurado por el ocultismo, los fenómenos paranormales y los casos de desdoblamiento de la personalidad.
Debido a las dificultades respiratorias que le provocaban su enfermedad se vio obligado a viajar continuamente en busca de climas apropiados a su delicado estado de salud. Así, sus primeros libros son descripciones de algunos de estos viajes: “An inland voyage” (Viaje tierra adentro, 1878), “Travels with a donkey in the Cévennes” (Viajes en burro por las Cevennes, 1879) y “Across the plains” (A través de las llanuras, 1880) entre otros.
En 1879 se encontró en Estados Unidos con la mujer de la que se había enamorado unos años antes en Francia, Fanny Osbourne (1840-1914), una norteamericana divorciada y madre de un hijo, diez años mayor que él, con la que se casó un año más tarde. A su regreso a Escocia, escribió las dos obras en las que se basó fundamentalmente su popularidad: “Treasure island” (La isla del tesoro, 1883), una historia acerca de la búsqueda de un tesoro enterrado que presenta el bien bajo la forma evidente de un chico, Jim, y el mal aparentemente personificado en los piratas Pew y Long John Silver, y “Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde” (El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, 1886), una historia de misterio en la que los dos extremos, el bien y el mal, se unen en una sola persona, el médico Henry Jeckyll, que descubre una sustancia química capaz de transformarlo, primero a voluntad y después incontrolablemente, en el monstruo Hyde.


Stevenson también escribió ensayos, poemas y cuentos. Entre los primeros cabe mencionar “An apology for idlers” (Apología del ocio), “Familiar studies of men and books” (Estudios familiares del hombre y los libros) y “On the choice of a profession” (Sobre la elección de una profesión). Entre los segundos los reunidos en “A child's garden of verses” (Jardín de versos para niños), “Ballads” (Baladas) y “Songs of travel and other verses” (Cantos de viaje y otros versos). Y entre los últimos se destacan “The bottle imp” (El diablo de la botella), “The waif woman” (La mujer errante) y “The suicide club” (El club de los suicidas), por citar sólo algunos de los más conocidos.
Su prosa precisa, lúcida, ordenada, cargada de sugerencias y el contenido de sus obras, reflejan su tensión interior entre el racionalismo y la atracción por lo prodigioso, el rechazo del moralismo, una sincera pasión ética y una clara conciencia de las contradicciones de la naturaleza humana. Para el egregio escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) Robert Louis Stevenson era uno de sus autores predilectos, una de las figuras a quien le dedicó varios párrafos en “Introducción a la literatura inglesa”, el ensayo que escribiera en 1965 con la colaboración de María Esther Vázquez (1937-2017). Allí escribió: “Stevenson es una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa”, y más adelante: “La teoría y la práctica del estilo lo preocuparon siempre; escribió que el verso consiste en satisfacer una expectativa en forma directa y la prosa en resolverla de un modo inesperado y grato”. Es notable que uno de los principales objetivos de Borges al escribir este ensayo es destacar la versatilidad y la brillantez del escocés en todos sus géneros; Stevenson es su modelo a seguir, uno de sus espejos.
Una de las historias más conocidas del escritor escocés es “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, obra de la cual no es posible leer el primer original. Se sabe, por el testimonio de su hijastro, que el autor tiró enfadado el manuscrito al fuego después de que se lo leyera a su mujer y a ella no le gustase. Se sabe también que en tres días reescribió la historia que estaría destinada a ser uno de los mayores sucesos que el lector universal ha podido encontrar en materia de novelas cortas. Todos los lectores pueden intuir que la historia narrada en la “nouvelle” no es más que una precisa apología de la condición humana. La atracción de este pequeño libro está en esa conciencia dubitativa y vacilante del lector. Cada uno de ellos es el doctor Jekyll, y también, cada uno de ellos es el señor Hyde.


El doctor Jekyll encuentra a través de la ciencia, la forma de concretar en un personaje determinado e independiente, las partes abominables de su alma protegida por la seductora respetabilidad burguesa y por la estima pública que se le tiene como científico relevante y benéfico. El señor Hyde es la explicitación de lo escondido, de lo que se alberga en el fondo oscuro de cada hombre que se cree honesto. En este sentido es una verdad mantenida secreta, es lo que se debe suponer siempre de las personas y que, sin embargo, no se percibe, ocultado por los estereotipos culturales a los que están inconscientemente sujetos y de los que están ambiguamente protegidos. Se vive en la mentira y a la verdad no le queda más remedio que esconderse, hasta que, cuando sale a la luz, lo hace de forma explosiva con consecuencias de una tragedia difícil de contener.
Los experimentos que realiza el doctor Jekyll se pueden reducir a dos: la polarización de la personalidad entre dos contrarios que se excluyen mutuamente y el intercambio entre esos dos opuestos. Con la primera, el doctor Jekyll legitima a su parte negativa y rechazable, y con la segunda la autoriza a vagar en busca de excesos y crueldades. Esta alegoría es muy lúcida y está muy bien articulada en la compleja narración de tipo policíaco: el hombre que le crea una vida autónoma a su propia parte negativa se expone al peligro de convertirse en víctima. Al principio el juego parece estar controlado y dirigido por la voluntad de quien lo conduce, pero pronto Hyde escapa al control del que lo ha construido.
La desventura que recae sobre Jekyll es el riesgo que acarrea toda infracción a las leyes de la naturaleza y, para mitigarla, le ha permitido a su otro yo que se autonomice y lo ha separado completamente de sí. Jekyll y Hyde no pueden estar en contacto ni estar enfrentados, lo que no impide que Hyde pueda absorber completamente en sí a Jekyll y hacerlo su sirviente. En el clima trágico del relato victoriano no queda más que una solución: la muerte redentora, tanto del monstruo como del científico que se ha hecho responsable de la autonomía de aquél. Siempre, según el testimonio de su hijastro, parece que Stevenson, antes de tirar al fuego el primer manuscrito, reconoció que había perdido de vista “el auténtico corazón de la historia, la verdadera justificación”, y por eso la reescribió.
Para Borges, como dijera en el curso de literatura inglesa que dictó en 1966 en la Universidad de Buenos Aires, a diferencia de “The picture of Dorian Gray” (El retrato de Dorian Gray) que el escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900) publicara en 1890, “cuando Stevenson publicó ‘El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde’ en el año 1880 -es decir mucho antes de ‘El retrato de Dorian Gray’, que está inspirado en la novela de Stevenson´-, lo publicó como si fuera una novela policial: sólo al final sabemos que esos dos personajes son dos caras de un mismo personaje”. Y agregó: “Stevenson procede con suma habilidad. Ya en el título tenemos una dualidad sugerida, se presentan dos personajes. Luego, aunque esos dos personajes nunca aparecen simultáneamente, ya que Hyde es la proyección de la maldad de Jekyll, el autor hace todo lo posible para que no pensemos que son el mismo. Empieza distinguiéndolos por la edad. Hyde, el malvado, es más joven que Jekyll. Uno es un hombre oscuro, el otro no: es rubio y más alto. De Hyde se dice que no era deforme. Si uno miraba su rostro no había ninguna deformidad, porque estaba hecho puramente de mal”.


El fervor de Borges por Stevenson tuvo un precursor ilustre: G. K. Chesterton (1874-1936), quien en la biografía de Stevenson que publicó en 1927 dijo: “Si el ambiguo público victoriano no supo apreciar la ética profunda e incluso trágica de Stevenson, todavía era menos apto para apreciar la perfección y la meticulosidad -al modo francés- de su estilo; en el cual parecía que ensartase en la punta de su pluma la palabra precisa, como si fuera un hombre ocupado en un juego de paciencia”. El autor de “The innocence of Father Brown” (El candor del Padre Brown) y “The man who was thursday” (El hombre que fue jueves), entre muchas otras obras, precisó que en la obra de Stevenson, “donde un científico intenta anular mediante una pócima el bien y el mal, alternativamente, en un mismo individuo, el impactante final de la novela transforma un relato policial en otro de horror”.
La historia de la doble personalidad ideada por Robert L. Stevenson fue llevada al cine en numerosas oportunidades, destacándose entre ellas la realizada en 1941 por Victor Fleming (1889-1949), con Spencer Tracy (1900-1967), Ingrid Bergman (1915-1982) y Lana Turner (1921-1995). También otras obras fueron adaptadas a la pantalla grande; las más notables son: “The suicide club” (El club de los suicidas) dirigida por David W. Griffith (1875-1948) en 1909, “The body snatcher” (El ladrón de cadáveres) dirigida por Robert Wise (1914-2005) en 1948, “Le testament du docteur Cordelier” (El testamento del doctor Cordelier) dirigida por Jean Renoir (1894-1979) en 1959, “The wrong box” (La caja de sorpresas) dirigida por Bryan Forbes (1926-2013) en 1966 y “Treasure island” (La isla del tesoro) dirigida por Fraser C. Heston (1955) en 1990.
Stevenson fue un escritor vivaz y soñador, tenía sus propias ideas sobre lo que era el oficio literario y las expuso numerosas veces. “Darwin dijo que nadie podría observar sin una teoría… Me atrevo a jurar que tampoco nadie escribe sin una teoría”, le comentó alguna vez a su amigo Henry James (1843-1916). En un artículo publicado en 1883 en la revista mensual “The Magazine of Art” bajo el título “A note on Realism” (Una nota sobre el Realismo), expresó: “El estilo es la invariable marca de un maestro, y para el aprendiz que no aspira a ser contado entre los gigantes es, a pesar de todo, la cualidad en la que puede adiestrarse a voluntad. La pasión, la sabiduría, la fuerza creativa, el talento para el misterio y el colorido nos son otorgados a la hora de nacer, y no pueden ser ni aprendidos ni estimulados. Pero el uso justo y diestro de las cualidades que sí tenemos, la proporción de una con respecto a la otra y con respecto al todo, la eliminación de lo inútil, el énfasis en lo importante, y el mantenimiento de un carácter uniforme de principio a fin: éstas, que juntas constituyen la perfección técnica, pueden ser alcanzadas hasta cierto punto a fuerza de trabajo y de coraje intelectual”.


En 1887, Stevenson abandonó definitivamente Europa y volvió a Estados Unidos. Pero un año después, habiendo alcanzado una notable tranquilidad económica, se embarcó en un viaje que lo llevó a establecerse en Upolu, en la isla de Samoa, donde él y su esposa permanecieron hasta 1894, en un último esfuerzo por recuperar la salud del escritor. Allí murió de un ataque cerebral a finales de ese mismo año, el 3 de diciembre, y fue enterrado en la cima del monte Vaea, un cerro cerca de Vailima, la ciudad situada a cuatro kilómetros de Apia, la capital samoana. Los nativos lo llamaban “Tusitala” (el que cuenta historias) y le concedieron unas honras fúnebres excepcionales.