24 de marzo de 2008

Constantino (II). La sustitución del paganismo por otra superchería

Una de las cosas que más interesaron a Constantino, a pesar de no ser cristiano, fue la formidable organización de la Iglesia. El orden jerárquico, del que soñaba ser la cúspide, le pareció per­fecto y usando la evangélica frase de “Dad al Cé­sar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, quiso que lo del César fuese al César se entregara junto con lo que perteneciese a Dios, pues de éste se hizo representante. Tanto fue así que aprove­chó todas las ocasiones para intervenir directamente en la organi­zación y el gobierno de la Iglesia.
Como hemos visto, la minoría cristiana estaba constituida, en gran parte, por la población urbana -hasta el punto de que los no cristianos fueron llamados «paganos», es decir habitantes de los «pagus» o propiedades rurales- y es precisamente en las ciudades en donde residía la administración y reinaba la burocracia. Ya desde los tiempos del emperador Augusto,el Imperio romano era espejo de un centralismo cada vez más acentuado cuanto mayor era la influen­cia oriental. Los em­peradores romanos demostraron fehacientemente que cuanto más débil y corrompido es un poder, tanto más exagera la centrali­zación del mismo. Puestos en esta situación, Diocleciano y Constantino intentaron, por lo menos, orga­nizarla. La costumbre oriental de la deificación del emperador tímidamente sugerida por Calígula y francamente exigida por Heliogóbalo y Aureliano eran una simple muestra, más o menos anecdótica, de la influencia oriental; pero estaban mezcladas todavía con organizaciones, tradiciones y terminolo­gías occidentales. Era menester decidirse y Diocleciano no dudó, por su parte, un solo instante. En su palacio de Nicomedia adoptó las costumbres de los monarcas orientales, su ceremonial, su corte, estableciendo definitivamente la autocracia. Cuando Constantino vio en la Iglesia cristiana una organización política extraordinaria que podía poner al servicio del Imperio, la burocracia imperial ya lo estaba; faltaba la burocracia eclesiástica. Empezó dando a los clérigos los mismos privilegios que ostentaban los sacerdotes paganos: se los eximió de impuestos, de prestar servicios al Gobierno y se concedió a todos los cristianos el derecho a testar en favor de la Iglesia. Frente a la muerte, y creyendo en una expiación ultraterrena, ello no podía dejar de ser fuente impor­tante de ingresos para la comunidad cristiana.
Pero lo más impor­tante fue el reconocimiento de los tribunales eclesiásticos, hasta el punto de que una causa civil podía trasladarse a un tribunal epis­copal y las sentencias que éste dictara habían de ser ratificadas forzosamente por el tribunal civil. Ello hizo que el obispo se transformase en un funcionario imperial de la más alta importan­cia; pero también se consiguió que los intereses profanos tuviesen muchas veces preponderancia sobre los espirituales.Constantino protegió la construcción de nuevas iglesias; se le atribuye la edificación de la primera basílica de San Pedro y la de Letrán en Roma, la de la Vera Cruz en Palestina, la del Santo Sepulcro en Jerusalén, la de la Ascensión en el Monte Olivete y la de la Nativi­dad en Belén. Así, la nueva máquina imperial empezó a funcionar.
A mediados del siglo VII a.C. unos habitantes de Megara fun­daron la colonia de Calcedonia en la ribera asiática del Bosforo. Más tarde, otro grupo mandado por un tal Bi­zas, fundó frente a Calcedonia, en la orilla europea del estrecho, otra ciudad o colonia que, en honor al nombre de su jefe, denominaron Bizancio. Como lugar estratégico para el paso de Europa a Asia y viceversa y como puesto de control para la navegación entre el mar Negro y el Mediterráneo, su historia fue muy importante.
Pero cuando ad­quirió notoriedad definitiva fue en el año 324 cuando Constan­tino la eligió como lugar destinado para la erección de la nueva ca­pital del Imperio.Como ya se ha visto, la capitalidad romana se había convertido en trashumante. No residía desde hacía años en Roma y Diocleciano la había trasladado a la ciudad de Nicomedia en la Bitinia, a la que embelleció con importantes monu­mentos.
Luego se trasladó a Spalato, en la costa dálmata, y allí vi­vió desde su abdicación hasta su muerte.Constantino continuó con estas ideas pero sin saber a punto fijo dónde instalar la capital. Parece que pensó primero en Nissos, en donde había nacido, luego en Sárdica, la actual Sofía, luego en Tesalónica (la Salónica de hoy), e incluso parece que pensó en el emplazamiento de la antigua Troya. Narra el historiador Salminio Sozomenos, del siglo V, que Constantino había ya trazado los límites de la Nueva Roma troyana e indicado el lugar en donde debían situarse las puertas, pero en sueños se le apareció Dios y le mandó que buscase otro emplazamiento para su capital. Según ciertos historiadores, Constantino cada noche debía de soñar con Dios y sus ángeles. Sea como fuere el hecho es que escogió Bizancio, seguramente por una serie de razones estratégicas, económicas y políticas que aconsejaban el traslado. Las amenazas graves que se cernían sobre el Imperio venían, en especial, de Asia y aun los ataques de los bárbaros del norte eran más fáciles de atajar por los flancos abiertos en las comarcas del mar Negro.
Bizancio presen­taba unas facilidades enormes para la defensa y era una maravi­llosa plataforma para la distribución de hombres, armas y víveres hacia cualquier lugar del Imperio; la mayor parte de los productos alimenticios y comerciales procedían de las regiones asiáticas o africanas; la decadencia de Roma era evidente y su vitalidad pro­cedía y dependía también de Oriente. Así fue que, el 4 de noviembre del 326, con el visto bueno de los astrólogos "estando el sol en el signo de Sagitario y Cáncer gobernando la hora", el emperador, vestido de blanco, según una antigua tradición y gobernando un arado tirado por bueyes, trazó el perímetro de la ciudad. De vez en cuando levantaba el arado para volver a introducirlo en la tierra al poco rato. En aquel espacio habría una puerta de entrada.Se reclutaron trabajadores por los más varios procedimientos: además de movilizar una masa de esclavos fabulosa, se dio fran­quicias comerciales y fiscales a quienes se instalasen en la nueva ciudad y colaborasen en su construcción. Cuarenta mil soldados godos fueron movilizados para que participasen en los trabajos. Una legión estaba encargada de mantener el orden. Los más be­llos monumentos de Roma, Antioquía, Alejandría, Atenas y Éfeso fueron desmontados para ser enviados a Bizancio. Multitud de iglesias fueron construidas; pero se respetaron los templos paga­nos y se construyeron algunos otros. Todo se hizo con tal magnificencia que el perímetro que había parecido desproporcionado y fabuloso hubo de ampliarse. El 11 de mayo de 330, a la hora señalada por los astrólogos, se inauguró la nueva ciudad aún no totalmente acabada. Durante cuarenta días y cuarenta noches las fiestas se suceden sin interrup­ción, el circo no dejó de funcionar ni un solo instante, y los sena­dores que, aduladores u oportunistas, habían debido trasladar su re­sidencia de Roma a Constantinopla, se encontraron con la agradable sorpresa de hallar a orillas del Bósforo una copia exacta de sus villas romanas.
Se levantó una estatua que representaba originariamente a Apolo, pero se le sustituyó la cabeza por la representación de la del propio Constantino que osten­taba la corona de rayos de Helios, el dios del Sol. Se dice que algunos de estos rayos metálicos fueron hechos con fragmentos de los clavos de la crucifixión de Cristo. Lo que explicaría, en parte, que la estatua fuese venerada por cristianos y paganos y que se quemase, por unos y otros, incienso en su honor.
Constantinopla, al igual que Roma, tenía siete colinas y catorce regiones o barrios, su Foro, su Hipódromo, su Circo, su Capitolio y su Senado, y como su territorio era considerado romano estaba exento de impuestos. El nombre de Nueva Roma no tuvo acepta­ción fuera de los documentos oficiales, ya prevaleció el de Constan­tinopla, derivado de su fundador, o bien era llamada simplemente la Urbs, la ciudad, exactamente como Roma. El historiador árabe Al-Masudi (888–957), escribió alrededor del 950, que los habitantes de la ciudad, griegos, la llamaban Polín, de Polis o Bulin, y también Istán-Bulin, es decir, en la ciudad, de donde deriva el actual nombre de Es­tambul.Pareció entonces que Constantino tenía todo lo que se había propuesto. Sin embargo en su familia las cosas no estaban del todo bien. Se sospecha que Crispo, hijo de su primer matrimonio, fue asesinado por orden de su mismo padre, lo mismo que su segunda esposa, Fausta, que murió hervida viva en el baño. De ella le quedaron tres hijos: Constantino, Constancio y Constante, pero en ninguno de ellos veía a quien fuera capaz de sucederle con dignidad.
Mientras tanto, y gracias a la ayuda del poder imperial, el obispo ya no es sólo un pastor de almas, es también el poseedor de un cargo oficial importarle. Las sillas episcopales de las ciudades ricas son ambicionadas. A la muerte de un obispo, la campaña electoral se hacía violenta y el perdedor no se sometía fácilmente ni solía acep­tar su derrota. Esperar la muerte del vencedor podía ser algo lento; era más fácil acusarlo de herejía y exigir su deposición. Las tres ciuda­des más opulentas del Imperio eran un nido de conspiraciones. Alejandría, Antioquia y Constantinopla eran focos de rebelión, y en todas ellas hubo episodios que culminaron con el destierro de los respectivos obispos. Estos procesos causaron el estallido de disturbios en las ciudades hasta el punto de que fue necesario utilizar la fuerza pública.
En la primavera de 337 Constantino, que preparaba una cam­paña contra los persas, cayó enfermo. Sintiéndose morir pidió el bautismo. Lo recibió de manos de Eusebio de Nicomedia, un obispo hereje. A su muerte, su cuerpo embalsamado se exhibió en el más fas­tuoso de los salones del palacio. Maquillado, coronado de pedre­ría y envuelto en un manto púrpura, recibió durante nueve me­ses en audiencia a sus súbditos. Cada día los senadores se reunían alrededor del real cadáver y le consultaban sus decisiones, los jefes militares le presentaban sus planes de batalla, los administradores del erario le rendían cuentas entre el murmullo de las oraciones de difuntos, el cántico de los salmos y el humo de los incensa­rios. Obispos, monjes, diáconos y patriarcas se sucedían re­zando y confiándole sus problemas de gobierno. El empera­dor continuó así reinando hasta la llegada de su hijo Constancio.Entonces fue conducido solemnemente a su úl­tima morada. La comitiva atravesó lentamente los salones dora­dos y los patios de mármol del palacio imperial. En la ciudad reinaba el silencio sólo interrumpido por el sonido de algunos tambores. Despacio, inexorablemente, los despojos de Constantino llamado el Grande, primer emperador de la Roma Eterna, se fueron acercando a la iglesia de los Santos Apóstoles, hecha construir por él. Era un mausoleo que contenía trece sarcófagos, uno en memoria de cada uno de los apóstoles; el decimotercero, en memoria de Cristo, estaba reservado para el emperador, su re­presentante teocrático en la Tierra. El obispo de Constantinopla recitó la oración: "Levántate, se­ñor de la Tierra, el Rey de reyes te espera para el Juicio Eterno". Así murió el responsable de la expansión de la religión cristiana en buena parte del mundo, aquel que acostumbraba aparecer en público y ante la corte vestido con las ropas más lujosas, cargado de adornos de oro, marcando un antecedente del emperador que gobierna rodeado de riquezas en nombre de Dios. La tragedia de Occidente se había puesto en marcha.