8 de abril de 2008

Antonio Vivaldi: ritmos vigorosos y fuertes contrastes

Nieto de un carnicero e hijo de un eximio violinista, Antonio Lucio Vivaldi nació en Venecia el 4 de marzo de 1678, en el exacto momento en que un temblor de tierra sacudía omino­samente la ciudad. De su padre, que tocaba en la basílica de San Marcos, heredó el pelo rojo y la música. La enfermedad bronquial (tal vez as­ma) que sufrió desde niño, su consti­tución débil y, sobre todo, el haber nacido en una familia numerosa -un par de sus hermanos aparecían con frecuencia en los registros policiales- lo predispusie­ron al servicio de la Iglesia y al culto de la música. Abrazó los hábitos en 1693, debutó en público en 1696 tocando el violín junto a su padre en la Basílica de San Marcos, y el 23 de marzo de 1703 fue ordenado sacerdote en el oratorio de San Giovanni in Oleo de Roma, siendo ya el discípulo dilecto del reco­nocido organista y compositor Giovanni Legrenzi (1626-1690).
Dos años más tarde, Vivaldi -a la edad de 27- dio a co­nocer su Opus 1, doce sonatas en trío dedicadas a un patricio veneciano, el conde Aníbal Cambara. Ya gozaba de un bien ganado aprecio entre los re­finados especialistas venecianos, y se había conseguido un pues­to que le permitía conci­liar felizmente la música y la sota­na: maestro de violín en el con­servatorio del Ospedale de la Pietá, el más famoso de aquellos increíbles orfanatos de Venecia que sólo podían explicarse por los mezquinos hábitos hereditarios de la nobleza local, cuyos hijos -en el siglo XVIII- permanecían solteros en una proporción de seis o siete cada diez.
En realidad, los orfanatos para niñas eran concurridos y sofisticados ámbitos de la vida musical, y sus coros y con­ciertos atraían a melómanos de toda Eu­ropa: pronto ganaron celebridad los que componía y dirigía el maestro Vivaldi, "il prete rosso" (el cura pelirrojo), como le decían por el color de su cabello, y sus virtuosas can­tantes anónimas ocultas a la mirada indigna del público tras fuertes rejas de acero forjado. Se ha escrito que los conciertos de Vivaldi en la Pietá eran "sublimes", pero también que la seguri­dad y la pureza de aquellas voces celes­tiales no resultaban del todo creíbles: "Aun después de haber hecho sus votos (las internadas) siguen teniendo moda­les mundanos y el pecho escondido sólo a medias por estrechos vestidos de se­da", apuntó un viajero, y agregó que se escapaban por las noches a dormir con sus amantes.
El 30 de diciembre de 1708 un ilustre visitante, el rey Federico IV de Dinamarca, llegó a Vene­cia, y esa misma noche se instaló en la Pietá para gozar de un con­cierto: Vivaldi le dedicó las sonatas para violín de su Opus 2, que apareció en 1709. Muy activo estuvo es­os años, componiendo piezas para di­versos instrumentos que toda Europa aplaudió: conciertos de violín y conciertos para flauta, oboe, violoncello y hasta para dos coros. No sólo tras las rejas labradas de la Pietá o en los salones se interpretaban los vigorosos conciertos del "cura pelirro­jo": también en las iglesias, donde llega­ron a reemplazar al ofertorio de la misa. Los italianos barrocos no veían por qué razón les podían impedir escuchar a un virtuoso del violín en pleno oficio divi­no, y eso es lo que hacían. Las posibili­dades de ver y gozar a Vivaldi en acción, por otra parte, no escaseaban: fue un músico asombrosamente prolífico y compuso unas cincuenta óperas, medio millar de conciertos y cientos de piezas vocales y religiosas que lo convirtieron en uno de los grandes genios de su arte.
En 1713, en Vicenza, Vivaldi ini­ció su carrera teatral con la ópera "Ottone in villa", y recibió una avalancha de pedidos del norte italiano: tal es el origen de sus muchas ópe­ras. Pronto se comportó como un hábil empresario de sí mismo: compo­nía, dirigía, contrataba personalmente bailarines y cantantes, fijaba los sala­rios y no descuidaba ni un minuto la bo­letería. En 1718 viajó a Mantua, empleado como director de música, un cargo que le había sido otorgado en la Corte de Landgrave Philips van Hessen Darmstadt. Allí se quedó dos años, y fue el único puesto efectivo que tuvo en su vida, porque siempre prefirió ser un compositor independiente.
La década de 1720 mostró a Vivaldi en el cénit de su carrera, convertido en objeto de culto en países como Francia -donde hoy día lo sigue siendo- y aplaudido por toda Europa, que consu­mía torrentes de las partituras que se editaban en Amsterdam. "Le quattro stagioni" (Las cuatro estaciones), acaso la más idola­trada de sus obras, nació en 1725, conte­nida en el Opus 8: "Il cimento dell 'armo­nía e dell' invenzione" (El cimiento de la armonía y la invención), que dedicó al conde bohemio Wenzeslaus von Morzin (1699-1753), uno de sus tantos benefactores.
Fue por este tiempo que conoció a la contralto Anna Giraud (1711-1750) cuya voz no tenía mucha potencia, pero era bonita y actuaba bien, y cantó por primera vez una ópera de Vivaldi en 1726. Vivía con una hermana, Paolina, y pronto se convirtió en su alumna prote­gida, "prima donna en las puestas de sus óperas, mientras Paolina se transformó en la indispensable enfermera de ese pelirrojo que vivía aquejado y sin embargo de­sarrollaba una intensa activi­dad. Pronto fue ese triángulo motivo de escán­dalo y, aunque Vivaldi se hacía el desentendido, su público dedu­cía, con toda lógica, que se había consumado la relación entre el maestro y las hermanas, discípula y enfermera, aunque no quedaron certezas sobre el asunto.
Pero incidentes sí hubo: en 1735 se aprestaba a viajar a Ferrara -viajaba muchísimo, algo sorprendente en un hombre enfermo- en compañía de las hermanas Giraud, cuando las autoridades eclesiásticas de la ciudad le anunciaron que tenía prohibida la entrada "por ser un sacerdote que no dice misa", lo cual era cierto, ya que Vivaldi había dejado de decir misa, inesperadamente, un año después de ordenarse. "Dejé de decir misa no a causa de prohibición u orden alguna, sino por mi propia decisión- se defendió en una carta al marqués de Bentivoglio-. Desistí de hacerlo porque tres veces me vi obligado a dejar el altar antes de terminar, debido a mi enfermedad. Casi nunca salgo a la calle, salvo en góndola o en carro, puesto que el dolor y la presión en el pecho no me dejan caminar muchas veces".
El viaje a Ferra­ra se hizo, al fin, pero Vivaldi quedó fe­amente expuesto a la maledicencia. En 1738 su zigzagueante relación con el Ospedale de la Pietá, deteriorada por el tiempo, llegó a su término: le rescindie­ron el contrato por sus reiteradas ausen­cias. Al año siguiente montó sus óperas en Venecia, sólo para constatar la triste circunstancia de que había pasado de moda. Un viajero francés que paseó por los canales en aquellos días, Charles de Brosse, lo apuntó así: "Ya no se estima aquí a Vivaldi como lo merece. En este país to­do depende de la moda, sus temas ya se escucharon durante demasiado tiempo".
En diciembre de 1739 brindó por última vez su genio a una ciudad que le había vuelto las espaldas: visitaba Venecia el prín­cipe real de Polonia y elector de Sajonia, Federico Cristian, y en su honor se organizó un concierto espléndido en la Pietá, con iluminación de los canales próximos y grandes fas­tos: a Vivaldi le pagaron 15 ducados y 13 liras por la serie de obras nuevas que presentó en la ocasión; el príncipe se llevó esas obras a la ciudad de Dresden, y hoy los llamados Conciertos de Dres­den son valorados como una de las grandes reliquias de la música. Pero en aquel tiempo, pocos días después del concierto en honor del rey Federico Cristian, Vivaldi abandonó Venecia -e Italia- para siempre.
Fue el gran Johann Sebastian Bach (1685-1750), acaso, el primero que supo calar hondo en el genio de Vivaldi: de niño copiaba y memorizaba sus partituras, cierta vez caminó 30 kilómetros para buscar la copia de uno de sus conciertos, y de adulto transcribió nueve de ellos adaptándolos a otros instrumentos. Bach se sentía en deuda con Vival­di, por la inspiración que había encontrado en su música: ignoraba que esa deuda quedaría saldada mucho tiempo después, cuando al surgir él mismo de los archivos polvorientos, redescubier­to por el universo musical del siglo XX, también saldría Vivaldi, protagonista de otra maravillosa resurrección.
Pero en 1740 se fue de Italia para no volver. Se fue a Viena, con la esperanza de encontrar trabajo y privilegios en la corte del empe­rador Carlos VI, verdadero ad­mirador suyo, a quien le había dedicado -doce años an­tes- el Opus 9. Carlos VI, por desgracia, murió al poco tiempo. Se ignora prácticamente todo sobre los últimos meses de Vivaldi en la suntuosa capital del Im­perio. Debe de haber sufrido mucho, seguramente: olvidado, decrépito y su­mido en la pobreza, expiró el 28 de julio de 1741. Un diario vienés le dedicó una breve y curiosa nota necrológica: "El abad don Antonio Vivaldi, muy esti­mado por sus composiciones y con­ciertos, ganó a lo largo de su vida más de cinco mil ducados de oro, pero por culpa de una excesiva prodigalidad acaba de morir pobre en esta ciudad". Su entierro en el cementerio de Bürgerspital fue modesto, pero dig­no: seis niños del coro de la catedral vienesa, entre ellos uno llamado Joseph Haydn (1732-1809), cantaron el Réquiem. De su tumba no se tienen ni rastros. Pero en algún lugar quedaron sepultados los restos de Antonio Vivaldi, bajo el suelo de Viena, distantes un par de kilómetros -se puede supo­ner- de los restos de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).

Vivaldi escribió más de 500 conciertos y 70 sonatas, 45 óperas, música religiosa, misas y motetes. Sus conciertos se convirtieron en modelo de su género en toda Europa e influyeron en el estilo de sus contemporáneos, incluso en los de más edad. Más de 300 de sus conciertos están escritos para solista (220 para violín y otros para fagot, violonchelo, oboe y flauta). También escribió conciertos, 25 para dos violines y 32 para tres o más instrumentos y algunos son para orquesta sin solistas. Vivaldi, virtuoso del violín que asombraba al auditorio por su técnica, estableció una de las características básicas del concierto de los siglos siguientes: su uso para lucimiento del virtuoso. Sus conciertos para violín también fueron decisivos en la evolución de la ejecución violinística en cuanto a su escritura de cuerdas cruzadas y al desarrollo de una nueva técnica para el manejo del arco. Fue el primer compositor que utilizó de forma coherente el "ritornello" (repetición de una sección o fragmento), que se llegó a imponer en los movimientos rápidos del concierto. El "ritornello" se repetía en diferentes tonalidades y era interpretado por toda la orquesta. Alternaba con episodios interpretados por el solista, a menudo de carácter virtuosista. Estableció la forma de tres movimientos para el concierto y fue uno de los primeros en introducir cadenzas para el solista. El compositor y director de orquesta ruso Igor Stravinski (1882-1971) comentó en una ocasión que Vivaldi no había escrito nunca quinientos conciertos, sino "quinientas veces el mismo concierto". No deja de ser cierto en lo que concierne al original e inconfundible tono que el compositor veneciano supo imprimir a su música y que la hace rápidamente reconocible. Al morir cayó en el olvido, y es tanta la ingratitud que Italia tuvo con él, que no aparecía en los libros de música de la época. Sin embargo, en el siglo XX volvió a aparecer el interés por su obra de la mano de los musicólogos Gian Francesco Malipiero (1882-1973) y Alfred Einstein (1880-1952) quienes han difundido, editado y grabado en disco las obras de Vivaldi, muchas veces partiendo de manuscritos originales del compositor. Para poder tener una visión clara de la aportación de Vivaldi a la historia del lenguaje musical, no debemos olvidar su triple actividad artística: como virtuoso del violín, como profesor y como compositor. Lo que más impresiona es la potencia descriptiva de algunas de sus páginas, en las que se encuentra la anticipación de los atributos expresivos peculiares del poema sinfónico del siglo XIX.
Aun en la producción vocal de Vivaldi (sacra y teatral) se vuelve a descubrir al artista de teatro y de iglesia, al gran experto en el uso de la voz desde el punto de vista dramático y desde cualquier otro efecto expresivo.