4 de mayo de 2008

Las molestas moscas hogareñas

En una calurosa noche de verano, al abrir las ventanas, es muy probable que aparezca un insecto que seguramente llevará sobre su cuerpo unos cuantos miles de bacterias, que dejará caer sobre el suelo de la cocina, sobre la mesa, sobre las ollas y sobre todos los elementos que encuentre a su paso. Es uno de los seres voladores más ágiles del reino animal, aunque fue el penúl­timo en desarrollar esta aptitud, después del escarabajo (300 millo­nes de años a.C.), el pterosaurio (150 millones de años a.C.) y las aves (130 millones de años a.C.), y sólo antes del murciélago (15 millones de años a.C.). Lleva giroscopios incorporados, resortes que le permiten desmontar sus alas, un tren de aterrizaje que le sirve de catapulta, e incluso puede fabricar su propio combustible de alto octanaje. Lo más impresionante es que este bicho, la mosca do­méstica, no contempla con sus gigantescos y protuberantes ojos el mismo mundo que un ser humano.
Para la mosca que se encuentra sobre la mesa de la cocina, fro­tando reflexivamente sus patas delanteras con objeto de limpiarlas, y regurgitando parte del sabroso y líquido excremento perruno que antes había lamido fuera de la casa, la iluminación de la cocina actúa de forma extraña. El artefacto lumínico brilla durante un rato, pero repentinamente, se apaga, dejando a la cocina y todo lo que hay en ella sumidos en la oscuridad durante un largo intervalo, hasta que, de forma repentina, vuelve a encenderse. El ser humano de la cocina, atareado con los preparativos para la cena, no es cons­ciente de estos destellos estroboscópicos. La razón es que un ser hu­mano sólo advierte que dos acontecimientos están separados, si entre ambos transcurre más de 1/20 de segundo. Así funciona el cine, que no es más que una serie de imágenes fijas proyectadas a una velocidad un poco mayor de 1/20 de segundo. Una mosca que asistiese a una proyección de una película no podría ser engañada de este modo, ya que su sistema nervioso funciona con tanta celeridad que puede detectar acontecimientos separados entre sí por un intervalo de sólo 1/200 de segundo. Esto convertiría la pro­yección de cualquier película en una tediosa serie de diapositivas, con largos intervalos de oscuridad mientras se pasa de una a otra imagen. Este fenómeno es el que se puede apreciar en una discoteca cuyas luces estroboscópicas des­tellasen lentamente, viendo a veces a los demás bailarines ilumina­dos en extrañas poses, y en otros momentos no viendo absoluta­mente nada.

A la mosca le encantaría quedarse indefinidamente sobre la mesa, frotándose, contorneándose y contemplando el ambiente que la rodea a cámara lenta. No obstante, cuando el hombre que está en la cocina decide aplastar a la condenada mosca, todas las cosas cambian. La mosca tiene que huir pero no lo hace inmediatamente. La vista de una mosca, a pesar de con­tar con 4.000 pequeños ojos cristalinos, no es lo bastante certera como para captar ciertos detalles de movimiento a una distancia de­terminada. El hombre se aproxima sigilosamente a la mesa, levanta la mano y la baja en dirección a la mosca; es entonces cuando la mosca suele escapar, a pesar de su escasa vista, porque es rápida. Una mano humana que descienda a máxima velocidad tardará al menos 1/60 de segundo en recorrer los últimos ocho centímetros y lo más probable es que tarde 1/30 de segundo o incluso más tiem­po. La mosca ve con claridad lo que se aproxima, iluminado por los brillantes destellos del tubo fluorescente, y sin prisas innecesarias se prepara para el despegue. En primer lugar, su cerebro calcula el án­gulo de descenso de la mano, para averiguar en qué dirección se ha­llará más segura. A continuación, los músculos de arranque -situa­dos en la parte exterior de su abdomen- reciben la primera señal de que tienen que comenzar a tirar de la dura lámina de material si­milar a la fibra de vidrio, que forma el punto de conexión de las alas. Estos broches se abren y las alas quedan listas para moverse. Por su­puesto, hace falta combustible, y la mosca -en el lapso que la furio­sa mano tarda en recorrer los últimos cinco centímetros en dirección a la mesa- abre por completo sus válvulas de combustible. A los músculos encargados de sostener las alas les llega azú­car de alto octanaje, y a través de plateados conductos de aire llegan grandes dosis de oxígeno que ayudan en la ignición. Cuando el aire y el combustible han llegado adecuadamente a su destino, la mosca envía un tirón más fuerte a sus músculos de arranque y las alas des­cienden por completo. No hay tiempo para una carrera inicial, de modo que la mosca se limita a tensar los músculos de sus piernas, se agacha un poco y se eleva en línea recta, catapultándose así en el aire. Primero el des­garbado insecto flota como si se tratase de un helicóptero sobre la cubierta de un portaaviones , hasta que sus alas adquieren la velocidad suficiente como para llevar todo su peso. A continuación, efectúa un giro lateral, recoge las patas que le sirven de tren de aterrizaje con objeto de reducir la resistencia del aire, y acelera con rapidez hacia arriba para alejarse. La mano que desciende se aplasta contra la mesa y de la garganta del ser humano brota un extraño grito cuyo sonido alcanza a la mosca (el sonido viaja a 1.200 km/h, mientras que la mosca -aunque es más rápida en com­paración- sólo llega a los 40 ó 50 km/h), sacudiéndola como lo haría una turbulencia con un avión caza, pero sin causarle ningún daño. Es entonces, probablemente, cuando la mosca emprende el vuelo y pone rumbo hacia la serenidad del comedor. Hasta ahora la mosca se ha catapultado, ha huido, ha controlado su suministro de combustible y ha acelerado para alejarse de un lugar determinado. En ningún momento ha zumbado, es decir, probable­mente la mosca jamás haya oído su zumbido característico. Las moscas agitan sus alas unas 300 veces por segundo, y un sonido que tenga una frecuencia básica de 300 ciclos es lo que se considera como sonido estándar de una gama media, es decir, un zumbido. Para la mosca, sin embargo, que capta y evalúa a una ve­locidad diez veces superior a la de un ser humano, esa vibración de 300 ciclos equivale sólo a un tono fundamental de 30 ciclos. Ahora bien, 30 ciclos no se parecen en absoluto a un sonido estándar de piano o a un timbre de teléfono, sino que corresponden a un tipo de ruido que está en el límite inferior que lo audible, y se parece al sonido que se oye cuando en las cercanías traquetea y retumba alguna ma­quinaria pesada. Si la mosca realiza la misma conversión sonora, sus alas le sonarán igual que el lento retumbar de una caldera a lo lejos. Debido a su vista superacelerada, la mitad del tiempo de vuelo de una mosca en la cocina -y aunque la luz fluorescente brille a raudales- transcurre en lo que ésta percibe como una profunda os­curidad. En el comedor o en la sala, en cambio, no se le presenta este problema, porque los filamentos incandescentes de las lamparitas eléctricas ordinarias permanecerán iluminados también durante los intervalos en que no llega la electricidad. La mosca en vuelo logra atravesar la cocina ilu­minada por el tubo fluorescente con la ayuda de dos brújulas giroscópicas que tiene detrás de las alas. Si de forma accidental se desvía, cabecea, tuerce o simplemente padece vértigo cuando no consigue ver nada, los giroscopios informan al cerebro, se calcula una corrección del rumbo y se envía ésta a los músculos de vuelo. Gracias a toda esta ayuda puede llegar con facilidad adonde quiera, y por lo tanto, la mosca vuela hacia la sala de estar y asciende hasta el techo, para llevar a cabo allí la proeza más notable de su viaje: aterrizar ca­beza abajo.
Si una mosca pudiese volar cabeza abajo, aterrizar en el techo se­ria fácil. Lo único que tendría que hacer es poner allí sus patas. No obstante, las moscas -al igual que la mayoría de los aviones- pier­den altura cuando tratan de atravesar el aire en posición invertida, y en vez de volar, se hunden. Para superar esta dificultad, la mos­ca levanta dos de sus patas delanteras lo bastante arriba como para que se coloquen delante de ella mientras avanza a gran altura en la sala de estar. Apenas estas dos patas delanteras entran en contacto con el techo, la mosca recogerá acrobáticamente el resto de su cuerpo y dejará que el impulso anterior lo haga girar hacia el techo. Esta maniobra hace que el cuerpo de la mosca quede invertido, sin ni si­quiera haber tenido que efectuar un giro completo. Desde ese lugar puede detectar vagamente los destellos de la televisión que, más abajo, se enciende y se apaga. Las seis patas de las moscas terminan en un tarso, o pie, con un par de uñas en forma de garfio que les sirven para sujetarse a superficies rugosas. Bajo la garra hay una almohadilla carnosa y glandular llamada pulvillo, que usan para agarrarse a superficies lisas y esto explica que las moscas domésticas caminen por el techo.Las moscas componen el cuarto orden animal en número, ya que se conocen unas 100.000 especies. Viven en todo el mundo, incluso en la Antártida, pero proliferan en climas cálidos y húmedos. Antes de llegar a los 6 ó 7 mm. de longitud, las moscas experimentan una metamorfosis completa: huevo, larva, pupa y adultez. Las hembras de la mosca doméstica ponen huevos en gran variedad de materia orgánica húmeda, en desomposición o en fermentación, como por ejemplo, los restos de un animal en descomposición, el estiércol, las acumulaciones de pasto cortado, la basura, la comida derramada y el agua de los estanques. Estos huevos, de aproximadamente 1 mm. de longitud por 0,26 mm. de ancho, son depositados en dos grupos de 75 a 150. Una hembra puede poner más de 500 huevos en su vida. Los huevos maduran en un día y las pequeñas larvas anidan hasta completar su desarrollo, lo que depende de la temperatura y la calidad del material alimenticio. El crecimiento larvario es rápido. Del huevo sale un gusano gris blanquecino de 2 mm. de longitud. Al tercer día ha experimentado dos mudas y ha alcanzado en el sexto o séptimo día una longitud de 12 mm, con lo que está listo para pasar a la fase de pupa dentro de su piel de larva. Durante los cuatro o cinco días siguientes, la pupa permanece inactiva mientras las células del cuerpo de la larva se disocian y adoptan la forma de la mosca adulta. Por último, el adulto sale de la pupa, extiende sus alas arrugadas, y queda listo para volar y aparearse. Bajo las condiciones más óptimas las moscas domésticas pueden completar su ciclo de vida en alrededor de siete días. Las moscas adultas pueden emigrar hasta una distancia de 30 kilómetros, pero la mayoría permanece dentro de un radio de 1 kilómetro alrededor de su lugar de nacimiento. En ese ámbito se dedicarán a proveerse de alimentos. Las moscas domésticas adultas tienen un apetito muy variado y se alimentan usando y abusando de los seres humanos, de quienes se sirven desde sus comidas hasta sus excrementos. Para hacerlo, recurren a su pieza bucal llamada probóscide (del griego "pro", "antes de"; "bosk", "nutrir" e "is", "elemento anatómico"), un órgano en forma de trompa. La probóscide se extiende sobre las superficies húmedas y absorbe los fluidos gracias a la acción de una bomba en forma de fuelle que hay en la cabeza. Las moscas son portadoras de infinidad de organismos, entre ellos las bacterias que producen enfermedades gástricas, infecciones respiratorias y urinarias. La propagación de estos agentes causantes de enfermedades está asociada a su proceso de alimentación. Las moscas se alimentan de productos sólidos, pero necesitan licuarlos antes de poderlos ingerir y digerir. Este proceso de licuación lo llevan a cabo produciendo grandes cantidades de saliva en sus glándulas salivales, la que vierten sobre los alimentos. También frecuentan vomitar el contenido de su estómago sobre lo que están comiendo. Es en ese momento cuando los agentes patógenos se propagan. A pesar de que frecuentemente son dañinas para las personas, las moscas desempeñan un papel importante para el equilibrio natural: llevan polen a las plantas y aceleran la descomposición de los restos de animales, el estiércol y la materia vegetal. Además, devoran a muchos otros insectos.