20 de julio de 2008

Anton Chejov o el arte de decir mucho en pocas palabras

Nieto de un siervo de la gleba que logró comprar su libertad por 3.500 rublos, Anton Pávlovich Chejov nació el 29 de enero de 1860 en Taganrog, una ciudad a orillas del mar de Azov en la actual Ucrania, donde su padre tenía una tienda de productos alimenticios frescos. Este era un hombre estricto, muy religioso y original, prototipo de algu­nos de los personajes que más tarde plasmaría el escritor. Despreciaba a los popes (sacerdotes de la iglesia ortodoxa), a quienes consideraba indignos de su misión, y tenía en casa su propio oratorio en el que él mismo oficiaba. A él debía el escritor -según sus propias palabras- el "intelecto", y a su madre "el alma".
La familia era nume­rosa: cinco hijos y una hija, entre los cuales Anton era el tercero. Los dos hermanos mayores también se destacaron: Alexandr como periodista y Nikolai como pintor. En 1876, arruinado comercialmente, el padre se trasladó con la familia a Moscú huyendo de los acreedores. En Taganrog quedaron Antón e Iván, el otro hermano, hasta terminar los estudios en el colegio. En 1879 se trasladó a Moscú y se matriculó en la Facultad de Medicina, mientras -con la intención de ga­nar unos rublos para ayudar a la familia- escribía algunos cuentos que publicaba en revistas humorís­ticas, muy en boga por entonces.
La literatura "seria" sufría un período de crisis y las publicaciones "menores" trataban de llenar el vacío existente. Esto se debía al período de dura reacción que atravesaba el país tras el asesinato, en 1881, del zar Ale­jandro II. A las esperanzas de la intelectualidad tras las reformas políticas, jurídicas y sociales de los años sesenta, había seguido una profunda desilusión. Todo era sospechoso, de todo se recelaba, y la censura, sobre todo en Moscú, era severísima. Así, Chejov escribió con ironía en un semanario de San Petersburgo: "Se nos informa de que uno de los redactores del 'Kievlianin', después de estudiar atentamente los periódicos de Mos­cú y en un acceso de duda, practicó un registro en su propia casa en busca de publicaciones clandestinas. Aunque no encon­tró nada de carácter subversivo, se condujo él mismo a la comisaría de policía".
El primer cuento lo publicó en una de aquellas revistas, "La Libélula", y lo firmó con el seudónimo Antosha, que más adelante cambió por el de Antosha Chejonte. Entre 1882 y 1887 publicó unos 600 cuentos (hubo años en los que llegó a 120), aparte de las crónicas y los artículos críticos. La intensidad de su trabajo se debía a la miserable situación familiar: "Si los reduzco a comer un solo plato -escribió- me matarían los remordimientos". Ya por entonces esta­ba enfermo de tuberculosis, el mal que lo llevaría a la tumba. Sin embargo esos cuentos, escritos a la ligera, sin pretensio­nes, encerraban el germen del gran escritor. Su humorismo no tenía la sátira mordaz de Nikolai Gógol (1809-1852) ni la trágica amargura de Mijaíl Saltikov Schedrín (1826-1889). Era más bien una suave ironía tras la que asomaba su estima por las clases medias y bajas, de las que pintó pequeñas estampas magistrales en sus cuentos.
Desde el principio, Chejov fue un maestro de la brevedad en el arte de decir muchas cosas con pocas palabras, aunque ésto iba en contra de sus intereses económicos, ya que le pagaban por línea (8 kopeks, que luego subieron a 12).


En sus cartas y apuntes se pueden leer lacónicas fórmulas en las que él mismo definía su estilo: "la brevedad es hermana del talento", "el arte de escribir es el arte de acortar", "escribir con talento, es decir, de manera breve", "sé hablar con pocas frases de cosas largas". Esta última fórmula, la de hablar con pocas palabras de los más trascendentales problemas de la vida, define con total preci­sión la esencia del estilo en que Chejov fue un maestro inigualable. Era "exacto y breve", como aconsejaba el fundador de la moderna literatura rusa Aleksandr Pushkin (1799-1837).
En 1884 se recibió de médico y simultáneamente comenzó a colaborar para la revista "Peterbúrgskaya gazeta" y para el periódico "Nóvoye vremia" que dirigía el prestigioso periodista Aleksei Suvorin (1834-1912). Dos escritores consagrados lo animaron a escribir cosas "se­rias": Nikolai Leskov (1831-1895) y Dmitrii Grigorovich (1822-1900). Este último lo indujo a aban­donar el tono de Chejonte: "con su talento -le escribió-, que le colo­ca por encima de toda su generación, podrá lograr algo excepcional". Es que para los intelectuales rusos aquél era el momento del "qué hacer", tal como lo habían planteado abiertamente Nikolái Chernishevski (1828-1889) y León Tolstoi (1828-1910) en sendos ensayos. Era la intelectuali­dad que se debatía vacilante en la encrucijada de decidir que dirección tomar ante los problemas sociales que asolaban al país. Chernishevski proponía la lu­cha, lo que le valió la cárcel y el destierro en Siberia; Tolstoi defendía la resistencia no violenta, que tanto influiría a Mahatma Gandhi (1869-1948). Chejov, en un principio tolstoiano, vio -sobre todo después de su viaje a la isla de Sajalín, lugar de deportados y presidiarios- que la utopía del autor de "Guerra y Paz" no podía curar la dolencia que aquejaba a Rusia. "Es imposible seguir viviendo así -escribió-, hay que curar no la enfermedad, sino la causa de la enfermedad".


Hacia 1888 ya era ampliamente conocido por el público, gracias a sus textos en los que la incisiva descripción de las miserias y la existencia humanas fueron desplazando a los recursos humorísticos. Siempre atraído por las capas bajas del pueblo, atendía gratis como médico a los campesinos y por ellos tomó posición. Así, por ejemplo, en 1902, dimitió como miembro de la Academia Rusa -para la que había sido elegido en 1900, junto con Tolstoi y Vladimir Korolenko (1853-1921)- como protesta al no ratificar el gobierno la elección como académico de Máximo Gorki (1868-1936), quien alentaba el movimiento revolucionario. Su obra "Ostrov Sakhalin" (La isla de Sajalín) fue una descripción tremenda de lo que allí había visto y oído. Guiado por los versos del poeta Nikolái Nekrásov (1821-1877) "puedes no ser poeta, pero por fuerza has de ser ciudadano", más de una vez advirtió su impotencia. Gorki dijo de él: "Chejov camina por la tierra como un médico por el hospital; hay muchos pacientes, pero no hay medicinas, y, además, el médico no está seguro de que las medicinas sirvan para nada". Desilusionado, confesó en una carta: "No me agrada esto de tener éxito", porque le parecía que engañaba a los lectores. "¿Para qué escribir si uno no puede solucionar los pro­blemas principales? La vida concebida sin determinada visión del mundo no es vida, sino una carga, un horror", un tema que utilizó como eje central de "Skuchnaya istoriya" (Una historia lamentable).
Chejov veía el país entero -así lo decía en su correspondencia- como una "isla de Sajalín", un infierno en el que millones de hombres se consumían en las condiciones más inhumanas. Tenía concien­cia de que cada uno era personalmente responsable de la vida de toda Rusia. A esta época de madurez pertenecen, ante todo, las novelas cortas: "Muzhiki" (Campesinos), "Na Svyatkakh" (En Navidad), "Arkhiyerey" (El obispo), "Damas sobachkoy" (La dama del perrito), "Vovrage" (En el barranco), "Palata nº 6" (La sala nº 6) y "Dushechka" (La corista), entre las más sobresalientes. Hacia fines del siglo XIX las pa­sadas ilusiones de la intelectualidad se habían desmoronado. Se pensaba en buscar una nueva concepción del mundo y una nueva actitud ante la vida. Ese fue el espíritu que presidió el teatro chejoviano. Sus cuatro grandes obras -"Diadia Vanja" (Tío Vania), "Chaïka" (La gaviota), "Tri sestry" (Las tres hermanas) y "Vishniovyï sad" (El jardín de los cerezos)- se hallaban inspiradas por la insatis­facción y la aspiración de cambiar un mundo viejo que se derrumbaba. No bastaba con alimentar nobles ideales que, en un ambiente de podredumbre, no pasaban de ser utópicas aspiraciones; había que hacer algo para que toda Rusia se convirtiera en un jardín. Su teatro sigue vivo justamente porque se asienta en los mejo­res anhelos humanos. "Sin una gran idea, no es posible vivir; la vida equi­vale entonces a la muerte", dijo el propio Chejov, y esa gran idea había que ganarla y materializarla en hechos.


Chejov murió el 2 de julio de 1904 en el balneario alemán de Badenweiler, adonde había llegado poco antes en un último intento de combatir la tuberculosis que desde mucho atrás mina­ba su organismo. Quedó una anécdota referida por Gorki que bien podría perte­necer a uno de sus cuentos humorísticos: la llegada de su cadáver a la estación de Moscú coincidió con la del cuerpo de un general muerto en la guerra ruso-japonesa. La banda de música dispuesta para el general siguió el féretro de Chejov hasta que se aclaró el equívoco. Quedaron entonces los pocos acompañantes de los restos mortales del escritor, algunos de los cuales le hubieran podido servir como ilustración de la estupidez humana que tanto había combatido. "Recuerdo -contó Gorki- a dos abogados moscovitas que parecían unos novios, con sus botas nuevas y sus corbatas de vivos colores. Al marchar detrás de ellos, oí que uno hablaba de la inteligencia de los perros, mientras que el otro describía las cualidades de su casa de campo y las hermosas vistas que la rodeaban. Una mujer, con traje malva y sombrilla de encaje, decía excitada a un viejo: ¡Qué simpático era, qué ingenioso! El viejo carraspeó excépticamente varías veces".