26 de julio de 2008

Federico Fellini: "Estoy voluptuosamente abierto a todo"

El periodista y escritor italiano Leo Talamonti entrevistó al director cinematográfico Federico Fellini (1920-1993) en momentos en que éste estaba filmando "Giulietta degli spiriti" (Julieta de los espíritus) a fines del año 1964. La entrevista se publicó en la revista "Planeta" de Buenos Aires (nº 3, febrero 1965).

Vamos a hablar de la película que está usted realizando, del cine como lenguaje, de lo invisible, de la ma­gia, de la pareja y del amor. En resumen, va­mos a pasearnos por el universo de Fellini. ¿De acuerdo?



De acuerdo. Es un universo que tie­ne fronteras comunes con el de usted. Pero si mi película se titula "Giulietta y los espíritus" eso no significa que afronte los problemas de la magia y la parapsicología. En estos dominios no soy más que un aficionado impulsado por la curiosidad y a veces por un encantamiento infantil. Pero creo que el cine es un arte muy peculiarmente capaz de evocar panoramas metafísicos y ultrasensibles. La imagen cinema­tográfica es la más apta para perforar la reali­dad y hacer trasparente otra realidad. Porque mi esposa Giulietta es una actriz capaz de evocar, espontáneamente y como fuera de su conciencia voluntaria, esa especie de sueño despierto en el que uno se mueve entre los aspectos mágicos de lo real. Un día, mientras realizaba "La Strada", descu­brí en un convento un Diario escrito hace un centenar de años por la Madre Superiora. Anotaba en él, en un estilo poético por su ingenuidad, en el estilo de las "Florecillas" de San Francisco, diversos episodios de la vida de la comunidad. Uno de esos episodios me cautivó. Se trataba de una monjita que, acom­pañada por un obispo y un sacerdote del Santo Oficio, se había alojado en ese convento. Era una religiosa dotada de facultades extrañas. Por ejemplo, ponía las manos en un tarro que tenía semillas y las plantas crecían a toda velocidad. Hacía toda clase de milagros. La gente de la Apulia y de Calabria la adoraba. Pero el Santo Oficio desconfiaba, como suce­de siempre en tales casos. La habían llevado al Vaticano para someterla a un examen. La Madre Superiora anotó que había oído voces y cantos durante la estada de esa "sensitiva". Fui al Vaticano, a la oficina donde se realizan las investigaciones para la santificación y la beatificación. Encontré las páginas concernien­tes a la monjita, que no ha sido beatificada. La habían estudiado de acuerdo con el espíritu de la ciencia del siglo XIX, que era un mito positivista inatacable. La habían sometido a exámenes y a terribles interrogatorios. La habían arrastrado de un lugar a otro y al fin la pobre había muerto. Habían desmontado pieza a pieza aquel juguete maravilloso. Es­cribí un relato sobre ella, pero renuncié a hacer la película. Después pensé filmar una vida de la médium Eileen Garrett, a quien conocía. Pero no me sentía cómodo en el punto de vista objetivo e histórico y en el documental. Entonces, me dediqué a "Giulietta y los espí­ritus". Es la historia de una mujer condiciona­da por nuestra sociedad moderna, pero todo lo que hace se desarrolla en cierta contempora­neidad entre el presente, el pasado y el futu­ro. Es una fábula, un cuento, con algo de bufonesco, y que se puede interpretar como se quiera. Yo no puedo relatarlo. Mientras filmo, ignoro lo que va a nacer. Se dice que improviso. Pero no, estoy solamente disponi­ble para lo que será y debe ser. Preparo todo para el nacimiento de la obra: los pañales, las fajas, la cuna, pero no sé qué ser nacerá.



Desde hace años se dedica usted, sobre todo en Italia, a una investigación sobre la magia, los médiums, los seres "diferentes" y también ciertos "magos".



Yo sabía que ese viaje por la Italia mágica no sería de utilidad alguna para mi película, al menos directamente. Pero nece­sitaba hacerlo. Y quizá esas imágenes debían inscribirse detrás de mis ojos para que yo compusiese otras imágenes.



¿Usted cree que la mente humana posee facultades desconocidas? ¿Cree usted en una realidad invisible?



Creo en todo. Mi capacidad de ad­miración no tiene límites. Creo en todo por­que quiero conservar fresca mi imaginación. En cuanto a poner orden en todo eso, en el plano racional, científico o moral, no es asunto mío. Creo que el hombre es una criatura de abismos y cumbres inexplorados. Creo en una realidad a la que llaman invisible solamente los ciegos. Estoy voluptuosamente abierto a todo, y en primer lugar a lo que más escapa a nuestros sentidos. Hay realidades que no son accesibles por medio de los sentidos y que me fascinan.



Se dice que usted también está do­tado de facultades mediúmnicas, que entre us­ted y sus colaboradores, o los actores, se establecen contactos que se sitúan más allá de las reglas normales del trabajo colectivo.



Cuando un hombre hace las cosas con un entusiasmo violento crea energías que se relacionan con el mundo mágico. El trabajo del director de escena es un trabajo de mago, porque se trata de recrear cierta realidad en el plano de la ilusión. Cuanto más fuertes son el fanatismo, la pasión y también las con­venciones, tanto más emana cierto tipo de energía en la que se puede encontrar de todo: telepatía, hipnosis, videncia, etcétera. Hay deportistas que realizan proezas que superan sus posibilidades físicas porque han llegado a crearse otras facultades en una especie de in­candescencia de la voluntad. En cuanto a mis relaciones con los actores, son espontáneas: trato de darles el oxígeno artístico que hará que se desarrollen. Son ellos quienes me dirán luego si esa atmósfera es la conveniente. Como ve usted, mi relato es una creación de cada instante, que se va encami­nando.



Sabemos muy bien que la ciencia no puede, sin fracasar, renunciar al método experimental. Reclama hechos reproducibles, no hechos excepcionales. Puede registrar la existencia de éstos, pero no sin tomar infinitas precauciones.



La única precaución que debo to­mar yo como artista es la de preservar mi facultad de admiración. ¿La única? No, hay otra, más sutil. Debo guardarme, al negarme a quedar aprisionado en los límites de la razón, de caer en otra prisión: la prisión sin muros, la prisión ilimitada y espantosa de la exaltación incontrolada. Debo acercarme a "la dimen­sión ignorada", pero siguiendo encerrado en mí mismo, humildemente, en mí mismo como hombre ordinario, con mis vicios, mis debili­dades, mis pequeñeces completamente huma­nas. Frente, a los panoramas maravillosos y deslumbradores que pueden abrirse ante nos­otros debemos, si no queremos ser engullidos, sacar nuestro espejo de bolsillo, contemplar nuestra cabeza de hombre, y pensar en mil pequeños hechos cotidianos de nuestra exis­tencia trivial, pero también verdadera. En su­ma, se necesita aquí una operación psicológica de humildad y de concreción. El arte es eso. Existe el océano, se lo oye, pero hay que que­darse en las aguas territoriales de lo humano.



Quedémonos en ellas. Con una sin­ceridad absoluta, es decir poética, trató usted de la libertad amorosa en "La dolce vita". Más todavía en "Ocho y medio". Marcello, su prota­gonista, casado, es un vagabundo sentimental, pero experimenta un vivo sentimiento de cul­pabilidad hacia su esposa, que es la mujer que más ama. En las aguas territoriales de lo humano ha encontrado usted un fuerte olor a pecado y no deja usted de preguntarse de dónde proviene, de qué lugar de pureza, de podredumbre o de confusión...



El sentimiento de culpabilidad, el re­mordimiento provienen de cierta educación católica, o mejor dicho catolizante. Esta edu­cación establece normas que pueden ser respetables para quien ha alcanzado un alto grado de evolución espiritual. Pero para la colectivi­dad indeterminada son inaceptables. Por otra parte, la idea de culpa se deriva de una con­cepción equivocada de la fidelidad.



¿De veras? Precise.



La verdadera fidelidad es la fideli­dad hacia uno mismo. La moral masoquista pretende que uno reniegue de sí mismo para ser fiel a otra persona. Reconozco ahí el espí­ritu catolizante. ¡Vea a ciertos santos enamo­rados del sufrimiento! Quizá tengan justifi­cación en el plano mitológico e iniciático. En el plano psicológico son locos y enfermos. Pien­san que la mortificación es un camino para llegar a Dios. Reniegan de Dios al pensar así. Me gustan más los santos orientales, con su sonrisa y su sexo glorioso.



Masoquismo... masoquismo... Sin embargo, experimentamos un sentimiento de culpabilidad natural ante el espectáculo del dolor que infligimos a otros.



¿Qué sabemos del sufrimiento aje­no? ¿Del dolor de la mujer "engañada"? Es un dolor que se mezcla muy íntimamente con ideas falsas; el delirio de propietaria, el orgu­llo mal colocado, etcétera. De cualquier modo, el error fundamental consiste en considerar el matrimonio como algo inmutable. Un verdadero matrimonio es una problemática cotidiana. Si usted ve el matrimonio como un tabú que no se puede remo­ver, nunca pagará bastante caras las consecuencias de esa visión. Pero quizá estoy pro­nunciando un discurso de marido italiano...



¿Cree usted que para una pareja que se completa perfectamente no existen los problemas de los celos y que los encuentros ocasionales en el plano sentimental no inciden de modo alguno en la verdad de sus relacio­nes?



Al contrario, pueden enriquecer la unión cuando hay una verdadera fusión entre los dos seres. El verdadero matrimonio deja que crezcan espontáneamente la individuali­dad del hombre y de la mujer y la evolución de los sentimientos.



El hombre (o la mujer) moderno, ¿se ha hecho menos capaz de amar? ¿O bien han desaparecido, precisamente, ciertos tabúes que lo obligaban a un amor falso e ignorante?



Si se han derrumbado algunas ba­rreras es porque estaban podridas. Soy opti­mista. Estamos en un período de gran confu­sión, pero de esta confusión nacerá, o rena­cerá, un aspecto cálido del ser humano y un medio mayor de descubrirse a sí mismo. La caída de los mitos da libertad. Por el momento es una libertad carnavalesca. Pero la energía pura opera en el interior y restituye al hom­bre una dimensión olvidada. Por supuesto, es un carnaval. Tiene usted las máscaras, los monstruos, una música ensordecedora, personas que caen, personas que se pierden, y los moralistas gritan que es un escándalo. Pero cierto orden ha prestado ya su servicio y es mejor el carnaval.



¿Se muestran las dificultades del matrimonio en "Giulietta y los espíritus"?



Ciertamente, hay también una crisis matrimonial, con una neurosis en el centro del argumento. Trato de sugerir a las mujeres ita­lianas una manera de liberación verdadera, una manera de liberación interior y de no de­pendencia. En mi película la crisis se resuelve de una manera negativa para el matrimonio, pero Giulietta se reconcilia consigo misma, y eso es lo esencial. Pero todo eso se relata en clave fantástica, en fábula, en ballet, y sólo comprenderán los que quieran comprender.



¿Cree usted que estamos en víspe­ras de importantes transformaciones de la mo­ral y las costumbres?



Sí, lo creo. Y tengo prisa. El ejemplo de la mokini, la malla de baño que deja al descubierto los senos de las mujeres, es un ejemplo pequeño, pero significativo. La humanidad se desviste, vuelve a encontrar lo natural, se libera de cadenas, por lo demás aherrumbradas. La mokini es un pequeño hecho de la guerra revolucionaria, irreversible, en favor del cambio, de la libertad y finalmen­te de la gracia de ser. Que eso cause escándalo muestra hasta qué punto estamos todavía im­pregnados de mal incienso, hasta qué punto seguimos proyectando ideales, no de equili­brio, sino de ruptura de equilibrio. Debemos dejar de proyectar ideales. Nos ocultan la realidad interior. Debemos tratar de volver a colocar, en el plano de la conciencia, la ino­cencia de la infancia y su alegría animal. Pero me interrumpo. No quiero seguir hablando de los problemas generales. No me siento cómodo en ellos. Mi mundo es confuso, cambia de es­tación en estación, y no soy un maestro del pensamiento. Hacer de mi vida una creación estética y artística es mi ley, mi magia y mi religión. Para lo demás soy un solitario y lo que más me interesa son mis sueños nocturnos y mi trabajo. El trabajo me da mi dignidad, el trabajo me lava de todas las traiciones, de todas las porquerías y de todas las rutinas de la vida cotidiana. El trabajo es mi coartada. Y quizás, ante Dios y los hombres, es una coar­tada que da buen resultado.