27 de septiembre de 2008

Abelardo Castillo: "Ser un clásico es petrificarse"

Uno de los pocos escritores argentinos que, cuando publica, agota las tiradas de sus libros es Abelardo Castillo (1935), un autor respetado tanto por su literatura como por sus ideas, notable representante de la generación del '60 y responsable de las míticas e influyentes revistas literarias "El Grillo de Papel" (1959/1960), "El Escarabajo de Oro (1961/1974) y "El Ornitorrinco" (1977/1986). Su primer obra de teatro, "El otro judas", se publicó en 1959, a la que siguieron "Israfel", "Sobre las piedras de Jericó" y "Tres damas". Entre sus libros de cuentos figuran "Las otras puertas", "Cuentos crueles", "Las panteras y el templo", "Las maquinarias de la noche" y "El cruce del Aqueronte". También publicó las novelas "La casa de cenizas", "El que tiene sed", "Crónica de un iniciado" y "El evangelio según Van Hutten". Cuando apareció "El espejo que tiembla", una nueva colección de cuentos a más de una década de su última incursión en el género, la periodista Sonia Budassi del diario "Perfil" de Buenos Aires, lo entrevistó para la edición del 10 de septiembre de 2006.Se demoró bastante la edición de "El espejo que tiembla".

Sí. La demora en la publicación me sirvió para seguir corrigiendo y, finalmente, decidí excluir un cuento, porque no estaba seguro de que tuviera la dirección correcta.

Usted dijo que luego de los sucesos de 2001 tuvo dificultades para escribir. ¿Por qué?

Sí, por supuesto, tuve un problema ético: ¿qué sentido tenía escribir cuentos fantásticos con el momento que estaba viviendo el país? En esa época hablé con Dal Masetto y a él le pasaba lo mismo, sentíamos que escribir mientras el país estaba en llamas era una especie de frivolidad. Yo estaba terminando el cuento "La cosa" en el que una presencia fantasmal persigue a un hombre y, la verdad, me resultaba incómodo estar obsesionado tres o cuatro días con eso cuando veía en la televisión que una nena lloraba porque no había comido desde el día anterior. Nietszche dijo que hay momentos en que todo gran escritor se avergüenza de escribir. Porque, ¿cómo puede ser que a un hombre que dice emocionarse con la belleza de un crepúsculo no lo toquen problemas que son centrales para la condición humana? Hay algo extraño en quien no se conmueve por la miseria y lo hace con un crepúsculo.

Usted citó la frase de Borges que dice "ahora tengo oficio suficiente para escribir con simpleza". Como lector, ¿busca lo mismo?

Yo busco buena literatura. No busco lo formal, sino, sencillamente, historias. Después, que me las cuenten de la manera que quieran.

Hay autores, como César Aira, que juegan con mecanismos que van en contra del verosímil tradicional.

No leí casi nada de Aira, salvo un cuento que estaba muy bien. Pero es difícil inventar algo nuevo. Eso del distanciamiento ya lo hizo Bertolt Brecht. Y a esta altura de mi vida, la mitad de las invenciones contemporáneas ya las he leído; después de Tristán Tzara o del surrealismo, es muy difícil inventar algo que sorprenda.

Marechal decía que se sentaba en el umbral de su casa a ver pasar el cadáver de la última estética.

Cuando se tiene mi edad, son tantos los cadáveres que he visto morir y renacer: vi morir el cuadro de caballete en manos de amigos míos, que son los mismos que lo resucitaron en los '90. La obra de autor había terminado; sólo quedaba lugar para la obra colectiva, hasta que repararon en que, por ejemplo, Beckett era un autor e Ionesco también...

Usted es un escritor reconocido, que vende y ya no tiene problemas para publicar. ¿Le queda algún miedo?

El miedo a no escribir. A que desaparezca la imaginación. Aunque eso no es nada comparado con el miedo real. Es decir, luego que un libro se publica, se lee y se reseña, ¿cómo no pensar en que todo es un malentendido, una pequeña farsa? Ese es el verdadero miedo que tienen todos los escritores. Y si no lo tienen, es probablemente porque no son buenos escritores...

¿Reconoce su huella en los escritores de las generaciones que le siguen?

No me gusta reconocerla, y, aunque a veces me lo han señalado, prefiero no verla. Porque, cuando la encontrás, advertís sólo tus defectos. Ese espejo nunca me resulta favorable, porque cuando uno tiene un estilo es que ya no puede escribir de otra manera.

Hace poco señaló que en verdad nunca había sido amigo de Ernesto Sábato...

Sábato publicaba mucho en "El Escarabajo de Oro", por eso se creyó que mi amistad con él era profunda o que había durado mucho tiempo, pero en realidad se circunscribe a los '60. Pero desde los '70 hasta ahora he vuelto a hablar con él unas cinco veces. Y desde entonces estamos muy distanciados, sobre todo por cuestiones de carácter. Siempre fue muy difícil hacer que él aceptara críticas, y por otra parte, yo siempre fui muy frontal.

¿Cómo es eso de que no se siente escritor?

Es que para mí, la literatura no es un atributo, es mi ser; forma una parte de eso que soy. No soy un escritor profesional, hay ciertos destinos que no admiten la expresión "profesional".

¿Renunció a muchas cosas por la literatura?

No fueron renuncias, sino elecciones.

¿No tener hijos, por ejemplo?

Vengo de un matrimonio de padres separados. Hoy eso es norma pero en los '40 no; recuerdo haber oído que un chico le decía a otro: "A ése se le fue la vieja". Sin dudas eso creó en mí una relación particular con la paternidad. Siempre tuve mucho cuidado al plantearme ese tema, porque creo que la paternidad es algo que se merece, no algo que se hace. No estoy seguro de haber merecido mi propia paternidad. Alcanzar ese nivel de generosidad, de cariño con el otro como el que mi padre tuvo conmigo es difícil. Yo soy una persona egoísta, llena de miedos. Quizás hubiera sido un padre sobreprotector. Así que... elegí una vida más tranquila.

La pregunta recurrente es: "Fulano, ¿por qué escribe?". Démosla vuelta: supongamos que por hache o por zeta no le dejaran escribir. ¿Qué sería de su vida si no pudiera escribir?

No sé. Pero, aun en la cárcel podés escribir, ¿no? El Quijote fue imaginado en cautiverio. Gramsci escribe su obra fundamental en la cárcel, citando de memoria. Tendría que inventarse un sistema muy férreo para impedirme escribir. De todas maneras me las ingeniaría para crear una literatura mental. En el peor caso, sería como ser ciego. Los ciegos escriben en su cabeza.

Sobre los famosos cinco sentidos, vienen y le dicen: "Bueno, Castillo, usted se puede quedar con dos sentidos. Ni uno más".

Elegiría la vista y el oído. La vista no por el mero hecho de ver, sino por la relación que tiene con mi vida, por la lectura. Casi todas las ideas en el mundo grecolatino parten de la mirada... Y elegiría el oído, porque no podría vivir sin la música. Pienso, como Nietzsche, que sin la música el mundo sería un error.

¿Quién le enseñó a leer?

Aprendí solo. Cuando entré en el colegio ya sabía leer. Naturalmente no debió de ser exactamente así; me lo dice la lógica. En mi familia nadie recordaba cómo aprendí. Nadie se sentó a enseñarme, pero a los cuatro o cinco años yo estaba leyendo palabras.

Tenía desesperación por leer. ¿Muchos libros en su casa?

Mis padres tendrían algún libro... Pero los primeros Dostoievski, Tolstoi, Zola, los encontré en San Pedro, en la casa de mi abuelo materno y en Buenos Aires, en la de mi tía. La relación con los libros es mágica. Sin saber lo que era físicamente una biblioteca, yo quería tener una. Para mí, cada libro era una pequeña máquina parlante a la que yo no podía oír; entonces para oír los cuentos tenía que aprender a leer. Seguramente he ido preguntando y me han ido diciendo.

Entonces su entrada a la literatura no vino por influencia familiar.

Los libros van a buscar a los lectores. A mí me caían en la cabeza, venían a mis manos. Un día descubrí en un cajón algo que era "Ana Karenina" y otra vez, "El doble". Pero mi pasión por la lectura empieza a los diez años, cuando entré en un colegio salesiano. Estaba leyendo el "Robinson Crusoe". El padre rector me dijo que ésa no era lectura para un chico, tal vez porque Robinson era protestante. Pese a eso, mi amor por la lectura nació en aquel colegio. Había dos horas obligatorias de silencio y podías leer lo que sacaras de la biblioteca. Ese recogimiento diario me acostumbró a sentir que la lectura era otra especie de recreo.

Liliana Heker le dijo cierta vez a Cortázar: "usted es un clásico". Así pretendía colocarlo en el canon y, al mismo tiempo, correrlo del medio. ¿Teme que le esté sucediendo lo mismo?

No se trata de temor. Es como si un escritor estuviera toda la vida buscando eso: tener reconocimiento, ciertos premios. Pero el día en que eso sucede es una sensación dual: la de haber llegado a un lugar que cuando eras joven considerabas ilusorio, porque amabas el canon de tus escritores favoritos. Pero cuando te acercás a ese canon, aparece esa especie de temor. Al mismo tiempo si alguien señala que ya pertenecés al canon, uno siente que te están corriendo de lugar, que te tienen un nicho preparado, que ahora vienen los demás. Y a mí me parece perfecto que vengan los nuevos, tengo la experiencia de haber sido joven, y hasta diría que por demasiado tiempo. Pero ser un clásico es petrificarse, y obviamente no quiero que me suceda eso. Por otra parte, estoy seguro de que no me va a suceder, porque pienso seguir molestando a la gente hasta después de muerto. Nací para eso.