13 de noviembre de 2008

Encuentros (XXIII). Elmore Leonard - Martin Amis. Sobre el género policial y el cine

El escritor estadounidense Elmore Leonard (1925) es autor de numerosas novelas y la crítica especializada lo considera en forma casi unánime como el más importante de los cultores del género policial. De sus casi cincuenta obras, cerca de veinte fueron llevadas al cine por directores tan prestigiosos como Martin Ritt (1914-1990), Barry Sonnenfeld (1953), Quentin Tarantino (1963) o Steven Soderbergh (1963). Por su parte, el narrador británico Martin Amis (1949) ha escrito algunas novelas que incorporan algunos elementos del género, y también ha sido adaptado al cine, en este caso por David Cronenberg (1943). La conversación entre ambos autores se llevó a cabo el 23 de enero 1998 en el Writers Guild Theatre de Beverly Hills como parte de un ciclo de conferencias patrocinadas por la fundación Community Partners, y fue reproducida un mes después por el "Los Angeles Times".Le damos la bienvenida a Elmore Leonard, también conocido como el holandés. Y mucho menos formalmente, como el Dickens de Detroit. Esta parece ser una descripción válida, porque creo que es lo más cercano a un novelista nacional que tienen aquí en Estados Unidos: un concepto que parecía haber muerto con Charles Dickens, pero que aquí ha revivido. Recientemente estuve en Boston, de visita en la casa de Saul Bellow, y en los estantes del laureado Nobel descubrí varios libros de Elmore Leonard. Saul Bellow tiene una opinión muy elevada, hasta exaltada, de lo que es y hace la literatura. Para él, crea una zona privada donde ciertas esencias alimentan lo que él llama nuestras almas puras. Esta clase de literatura del tipo Proust-Nabokov recientemente fue caratulada de interés minoritario. No existe ningún interés minoritario en Elmore Leonard. Es un escritor popular en varios sentidos. Pero Saul Bellow y yo coincidimos en que, para lograr una infusión absolutamente confiable y generosa de placer narrativo en una prosa milagrosamente purgada de toda cualidad falsa, no había nadie como Elmore Leonard. Pensé que podíamos empezar por el principio y hablar sobre sus pimeros años como escritor y sobre cómo empezó. En mi experiencia, todos a la edad de catorce o quince años (o tal vez un poco antes) empezamos a comunicarnos con nosotros mismos, hacemos anotaciones y llevamos un diario. Sólo los escritores continúan con ese tipo de comunicación adolescente. ¿A usted le sucedió lo mismo? ¿Vislumbró la idea de escribir mucho antes?

Permítame preguntar algo primero: ¿cree que si viviera en Buffalo sería Dickens?

El Balzac de Buffalo tal vez.

Tuve deseos de escribir muy temprano, pero no lo hice. Sólo escribía lo que debía escribir en las composiciones escolares y cosas por el estilo. Recién cuando estaba en la universidad, después de la Segunda Guerra Mundial, fue cuando escribí un par de cuentos. El primero porque el instructor de inglés dijo: "Si participan en este concurso -era un club de escritores local dentro de la Universidad de Detroit-, les pondré una calificación alta". Siempre me sirvió de inspiración esta suerte de acercamiento comercial a la escritura. Es por eso que, para empezar, elegí los westerns. En 1951, decidí estudiar el campo. Analicé el mercado y vi westerns en el "Saturday Evening Post", en "Colliers", prácticamente en todos lados desde el "Ladies Home Journal" hasta las revistas para hombres. Por ese entonces quedaban en el mercado, por lo menos, una docena de revistas de este tipo y las mejores pagaban dos centavos por palabra. Pensé que ése era el mercado. Con todas esas revistas que compraban cuentos, era un buen lugar donde empezar -además de que me gustaban mucho los westerns en el cine y quería venderle uno a Hollywood pronto y ganar mucho dinero-. Encaré esta profesión con un deseo de escribir pero también, al hacerlo, de ganar todo el dinero que fuera posible. No veía nada de malo en esto. Creo que el tercer libro se vendió bien y, desde entonces, todos se vendieron. Pero luego el mercado se agotó y tuve que pasarme al crimen.

También escribía, según tengo entendido, comentarios para películas educativas e industriales.

Sí. Películas industriales sobre la contaminación del aire, la construcción de autopistas. Enciclopedia Británica, geografía y películas históricas. Hice una docena de filmes de este tipo: el asentamiento en el valle del Mississippi, la guerra francesa e india, el Danubio, Puerto Rico. Creo que eran películas de 27 minutos. Me dediqué a esto inmediatamente después de haber abandonado una agencia publicitaria donde escribía avisos para Chevrolet -algo que me volvía completamente loco-. Porque, en ese entonces, había que escribir de una manera atractiva. Y eso me costaba mucho. Podía hacer avisos de camiones, pero me resultaba imposible dedicarme a los convertibles. Decidí abandonar esta tarea. Pero tenía que seguir ganándome la vida. Así que incursioné en las películas industriales e hice un poco de publicidad en forma independiente.

Pero el gran despegue fue "Hombre", ¿no?

Sí: la venta para el cine. Porque el libro en sí lo escribí en el '59 y, en ese entonces, el mercado estaba muy debilitado. A mí me pagaban 4.000 dólares por una edición de tapa blanda, por ejemplo. Tampoco obtuve tanto por los derechos para el cine, cuatro o cinco años más tarde. Fue entonces cuando empecé a escribir ficción.

¿Cómo se siente cuando un libro suyo pasa por el molino que lo convierte en una película? A mí me pasó una vez, con mi primera novela "The Rachel papers" (El libro de Raquel) y pensé: "No importa lo que hagan, el libro siempre seguirá existiendo".

Creo que es así. No hay duda. No me preocupa si la adaptación es demasiado fiel al original. Sólo espero que sea una buena película. Por ejemplo, con "Rum Punch" se hizo "Jackie Brown". Quentin Tarantino, poco antes de empezar el rodaje, me dijo: "Tuve miedo de llamarlo durante todo este año". Yo le dije: "¿Por qué? ¿Porque cambió el título de mi libro? ¿Y porque convocó a una mujer negra para el papel protagónico?". Y él respondió: "Sí". Entonces yo le dije: "Usted es un cineasta. Puede hacer lo que quiera". Y agregué: "Creo que Pam Grier es una idea magnífica. Siga adelante". Además, me gustaron mucho los resultados.

¿Y qué me dice de "Get Shorty" (El nombre del juego)? Ese también debe de haber sido otro punto crucial.

Lo fue. Fue la primera historia contemporánea mía que realmente me gustó en la pantalla. Y le dije a Barry Sonnenfeld, el director: "Pero la estás publicitando como una comedia". Y él me respondió: "Bueno, es que es un libro gracioso". Creo que sonaba como que la hubiera escrito yo, pero visualmente era un producto típico de Barry. Podía oír a mis personajes en la pantalla y la razón por la que funcionó, creo, fue porque todos se tomaban mutuamente en serio y no se reían. No había ningún guiño a la audiencia, ninguna sonrisa o insinuación que le advirtiera al público que una línea era graciosa. La audiencia tenía que decidir por sí sola.

Yo estuve en el set de "Get Shorty". Como periodista estaba escribiendo un perfil de John Travolta. Y, por lo general, cuando un periodista va a un set de filmación, se queda seis horas y luego regresa a su casa otra vez. Pero en esta ocasión pude presenciar la pelea entre Chili y el Oso en el estacionamiento. Y John Travolta, que es la dulzura personificada, me permitió ver cómo funciona el sistema de las estrellas. Todos nos íbamos a almorzar y apareció una limusina. Yo iba a almorzar con John en su trailer. Pensé que, obviamente, el trailer de John quedaba un tanto lejos. Nos subimos. El auto anduvo unos pocos metros y John le dijo al conductor "Deténgase", y después le preguntó al Oso si quería subir. Y el Oso dijo que no, que estaba bien, que iría caminando. Y entonces volvimos a arrancar y nos detuvimos en el ascensor. Y hasta ahí llegamos. El Oso se unió a nosotros en el auto y fuimos juntos. Travolta explicó que es tan importante parecer una estrella como ser una estrella. Las películas tienen que ver, en gran medida, con lo externo y los libros con lo interno. ¿Le parece que ésta es la principal diferencia entre las formas?

Diría que es decididamente así. Es indudable, me parece, que a las películas les resulta difícil internalizar. La razón por la que pude vender todos mis libros es porque parecen fáciles de filmar. Están escritos en escenas y las historias avanzan a través del diálogo. Creo que el problema, en el pasado, fue que se los tomó demasiado en serio. Nadie percibía su sentido del humor. Por otra parte, cuando un manuscrito de trescientas cincuenta páginas termina reducido a ciento veinte, gran parte de lo bueno que tienen mis libros desaparece. Porque ahí uno está más interesado en el argumento que, digamos, en el desarrollo del personaje.

Se dice que las películas serán la némesis de la novela. Aunque creo que es una crisis ya superada. Me da la sensación de que la novela está más amenazada por Internet que por el cine. Pienso que las películas siguen siendo una forma inmadura, una forma joven, que todavía está atravesando una etapa adolescente. Pasará un tiempo hasta que puedan desafiar la naturaleza interna del libro. ¿Le preocupa la muerte del libro?

No, ni se me ocurre. En una oportunidad, Ed McBain y yo estábamos en un programa matutino y nos preguntaron: "¿A qué atribuyen el nuevo auge de popularidad de la ficción criminal?". Nos miramos, desconcertados, porque siempre nos había parecido muy popular. Ni siquiera sabíamos que había descendido el interés. Siempre tenemos que tener novelas. Mi Dios, ¿qué leeríamos?

Ahora, le voy a formular una pregunta que siempre ha sido mi tortura. Es la pregunta infaltable en cualquier entrevista. ¿Se fija una cantidad de horas para escribir por día? ¿Cuánta presión ejerce ante el papel cuando escribe? Me hacen esta pregunta tan infaliblemente que llego a pensar que sospechan que algún día voy a revelar que entro al estudio, conecto mi oreja al enchufe y alguna voz interior me dice qué escribir. De cualquier modo, ¿cuál es su rutina?

Cuando estoy escribiendo, escribo todos los días, algunos sábados y domingos, unas pocas horas cada día. Porque no quiero perder el ritmo. Si paso un día o un par de días sin escribir, me cuesta recuperar el ritmo. Suelo empezar a trabajar a eso de las 9:30 y trabajo hasta las 6. Tengo suerte si llego a lo que considero cuatro páginas limpias. Son limpias hasta el día siguiente, hasta la mañana siguiente. El tiempo vuela. No puedo creerlo. Cuando miro el reloj y son las 3 de la tarde, digo: "Qué bien, me quedan tres horas". Y luego pienso: "Debo tener el mejor trabajo en el mundo". No lo veo como un trabajo. No lo veo como ningún tipo de prueba, ningún tipo de demostración de lo que puedo hacer. La paso bien.

¿Y todo fluye? ¿No hay días en que se pasa horas enteras mirando por la ventana, tocándose la nariz y preparando café?

Sí, pueden pasar horas enteras de trabajo y lo único que hice es un párrafo corto.

Le quiero preguntar por su prosa, que hace que Raymond Chandler parezca torpe. Yo trabajo de la siguiente manera: repito mentalmente la frase hasta que nada sobresale, no hay codazos, no hay tropiezos. Entonces sé que la frase está lista. En su trabajo, pasan páginas y páginas sin que perciba ningún codazo. Hasta con los grandes estilistas de la ficción moderna, uno sabe que siempre se va a topar con alguna frase que molesta, algún codo que sobresale, alguna rima que hace que el lector se detenga y piense: "Esto no está bien". En su caso, todo es plano. ¿Cómo hace para que su prosa se convierta en ese instrumento maravilloso?

Ante todo, siempre escribo desde un punto de vista. Decido cuál es el objetivo de la escena y empiezo, por lo menos, con un objetivo. Pero, más importante aún, ¿desde qué punto de vista se ve esta escena? Porque entonces la narrativa de alguna manera adoptará el sonido de la persona que está viendo la escena. Y desde su diálogo, eso es lo que pasa, de algún modo, a la narración. Empiezo a escribir y pienso: "Al entrar a la habitación". Y sé que no quiero decir "Al entrar a la habitación". No quiero que mis textos suenen como nos enseñaban a escribir. Porque no quiero que el lector sea consciente de mi escritura. No tengo el lenguaje. Tengo que basarme en mis personajes.

Entonces, cuando usted dice que el texto está guiado por los personajes, nos está diciendo que piensa: "¿cómo vería la escena este personaje?". Porque usted, por lo general, utiliza la tercera persona. No habla directamente a través de sus personajes, pero hay una tercera persona que es una primera persona encubierta. ¿Es así como aborda la escritura?

Suena como si fuera una primera persona, pero en realidad no lo es. Porque a mí me gusta la tercera persona. No me quiero ajustar al punto de vista de un personaje porque hay demasiados puntos de vista. Y, por supuesto, el punto de vista de los malos es mucho más divertido. Lo que hacen ellos es más divertido. Unos años atrás, un editor amigo mío me llamó y me dijo: "¿El buen tipo ya se decidió a hacer algo?". O pienso que debería empezar un libro con el personaje principal. O empiezo un libro con quien yo creo es el personaje principal, pero después de cien páginas de avanzado el libro, digo: "Este tipo no es el personaje principal, se está quedando sin combustible"; ya ni siquiera me gusta, ni él ni su actitud; ha cambiado. Y es así, ha cambiado y no hay nada que yo pueda hacer. Es tal como es. Entonces tengo que hacer que surja alguien rápido. ¿A usted le pasa lo mismo?

Lo que a mí me pasa, y lo que le sucedía a mi padre (Kingsley Amis), es que cuando me topo con alguna dificultad, algún mecanismo en la novela que no funciona, me invade la desesperación y pienso: "No voy a poder encontrarle la vuelta". Entonces echo un vistazo a lo que ya hice y descubro que hay un mecanismo en marcha para resolverlo. Un personaje menor, digamos, que está en condiciones de dar la información que uno necesita dar. Siempre pensé -y él coincidía- que, gracias a Dios, el proceso de escribir es mucho más inconsciente de lo que mucha gente piensa. El tipo de la calle debe pensar que el novelista, ante todo, piensa en su tema (sobre qué debería hablar), en su argumento y luego bosqueja los distintos personajes que ilustrarán estos diversos temas. Esa parece, más bien, la descripción del bloqueo del escritor. En mi opinión, cuando eso sucede, las cosas están muy mal. Vladimir Nabokov, cuando hablaba de "Lolita", se refería a la primera palpitación de "Lolita" que sintió. Yo reconozco esa sensación. Uno percibe que lo que tiene delante de los ojos es el próximo libro. Es lo próximo sobre lo que hay que escribir. Ahora bien, ¿cómo planifica usted sus argumentos? Sospecho que no lo hace.

No, no lo hago. Empiezo con un personaje. Digamos que quiero escribir un libro sobre un ladrón de banco o una alguacil federal. Y se conocen y sucede algo. Esto me sirve como idea para empezar. Y entonces lo veo en una situación y empiezo a escribirla y una cosa lleva a la otra. En la página 100, más o menos, todos mis personajes deberían estar ensamblados. Yo debería conocer a mis personajes porque, de una manera u otra, ya se los pudo oír en las escenas iniciales, y puedo determinar si son capaces de hablar o no. Si no pueden hablar, se quedan afuera. U obtienen un papel menor. Pero en todos los libros hay un personaje menor que aparece y se abre camino en la trama. Es necesario para dar alguna información pero, de repente, cobra vida para mí. Tal vez es la manera en que lo dice. Tal vez ni siquiera tiene nombre la primera vez que aparece. La segunda vez tiene nombre. La tercera vez tiene unas pocas líneas más y así continúa y se convierte en un giro en el argumento del libro. Cuando trabajaba en "Cuba Libre", llevaba escritas unas doscientas cincuenta páginas cuando me llamó George Will y me dijo: "Quiero regalar cuarenta libros tuyos -se trataba de una obra anterior- para Navidad; ¿puedo enviártelos junto con una lista de nombres para dedicarlos?". Le dije: "Por supuesto". El me dijo: "¿Qué haces ahora?". Le dije: "Estoy escribiendo sobre Cuba hace cien años". Y me dijo: "Oh, crimen en Cuba". Y colgó. Yo pensé: "No hay crimen en este libro". Y ya andaba por las doscientas cincuenta páginas. El delito era el de un tipo que transportaba armas a Cuba, pero ése no es mi estilo. ¿Dónde está la bolsa de dinero que todos quieren? No la tenía. Entonces empecé a introducirla de a poco en la narración. No tenía que ir demasiado atrás sino, simplemente, empezar, y ya estaba encaminado.

Admiro la fluidez de su proceso porque en la novela intelectual, supuestamente es una regla que los personajes no tengan voluntad propia. E.M. Forster, según él mismo contaba, solía poner en fila a todos sus personajes antes de empezar una novela y les decía: "Muy bien, nada de bromas". Y Nabokov, cuando le comentaron esto, se mostró espantado y dijo: "Mis personajes se estremecen cuando me acerco. Vi cómo avenidas enteras de árboles imaginarios perdían sus hojas por el terror que les producía mi acercamiento". Hablemos de "Cuba Libre", que, en mi opinión, es un cambio asombroso. Mientras lo estaba leyendo, tenía que mirar constantemente la tapa para verificar que fuera un libro escrito por usted. ¿Cómo empezó? Supongo que quiso escribir este libro durante treinta años. Tiene una suerte de carga de deseo reprimido durante mucho tiempo.

En 1957, le pedí prestado un libro a un amigo: "The splendid little war" (La espléndida pequeña guerra). Era un libro de fotos, con imágenes de la guerra española-norteamericana: fotografías del Maine, antes y después; fotografías de las tropas en San Juan Hill; titulares de diarios que hablaban de la guerra; muchas tomas de La Habana. En ese momento, yo estaba escribiendo westerns y pensé: "Podría introducir un cowboy en este lugar sin problemas". Pero no lo hice. Hace un par de años, estaba pensando en una secuela para "Get Shorty". E intentaba que Chili Palmer se metiera en el negocio de la vestimenta. No sé por qué, excepto porque me gustan los programas de pasarelas. Abandoné la idea. Y volví a ver ese libro, "La espléndida pequeña guerra" -porque nunca se lo devolví a mi amigo en el '57-. Y pensé: "Voy a hacerlo". Sí, había llegado la hora. Y lo hice.

En un ensayo célebre, Tom Wolfe dijo que los escritores se estaban perdiendo las verdaderas historias que sucedían allí afuera, que le dedicaban demasiado tiempo a la búsqueda de la inspiración cuando deberían pasar el 95% de su tiempo haciendo trabajo de investigación. El resultado fue un libro extremadamente leíble: "The bonfire of the vanities" (La hoguera de las vanidades). En su caso, usted tiene un investigador de tiempo completo.

Sí, Greg Sutter. El puede responder cualquiera de sus preguntas que yo no sepa contestar.

¿Se inspiró en la investigación que puso en el libro?

El me trajo todo lo que yo necesitaba saber. Le pedí que viera si podía descubrir cuánto costaba transportar caballos desde Arizona hasta el este de Texas y luego a La Habana. Y lo hizo. Encontró una compañía de ganado que había estado en el negocio hacía más de cien años y que, por ese entonces, hacía embarques de caballos. Encontró un viejo libro de registro, lo copió y me lo envió por fax.

Entre las diferencias respecto de sus primeros libros, éste es más discursivo, menos impulsado por el diálogo y, hasta el final, menos guiado por la acción. Hacia el fin, logra un escenario típicamente de Leonard: una pila de dinero anda deambulando por ahí, mucha gente está detrás de él y usted parece bastante convencido de que va a ir a parar a manos de los que menos se lo merecen. Y no es duro, es un libro mucho más romántico que aquellos a los que nos tiene acostumbrados. ¿Sus westerns podrían haber tenido este tipo de romanticismo?

No. En mis westerns había poco romanticismo, excepto en "Valdez is coming" (Valdez está llegando), mi preferido. No, sólo quería que ésta fuera una historia romántica de aventuras.

También hay una suerte de romanticismo político. Uno tiene la sensación de que siempre está del lado del más débil. ¿Y quién podría ser más débil que un criminal? Además, sus criminales siempre fueron criaturas improbablemente agradables y gentiles. ¿Cuál es su opinión sobre el crimen en los Estados Unidos?

No tengo una opinión formada sobre el crimen en los Estados Unidos. No hay nada que pueda decir que resulte interesante. Sin embargo, cuando le estoy dando forma a mis personajes malos (a veces, un tipo bueno tuvo un pasado criminal y entonces puede inclinarse hacia un lado o hacia el otro; para mí, ése es el mejor personaje que uno puede tener), no pienso en ellos como tipos malos. Simplemente pienso en ellos, en su gran mayoría, como gente normal que se levanta a la mañana, piensa qué va a desayunar, estornuda, duda si debería llamar a su madre y después roba un banco. Porque así son. Excepto los tipos verdaderamente violentos.

Los verdaderos tipos malos.

Sí, los malos de verdad.

Estoy de acuerdo. Nunca juzgo a mis personajes. Siempre siento que los hice como el producto de todo lo que les dio origen y que, en realidad, no tenían otra opción. Antes de terminar, me gustaría preguntarle por qué sigue escribiendo. Acabo de leer las cartas recopiladas de mi padre, que van a salir publicadas en un año o dos, y con cierto pavor me di cuenta de que la vida del escritor nunca se detiene. Uno nunca puede reclinarse y descansar mirando lo que ya hizo. El escritor se siente despiadadamente impulsado por algo, llámese dedicación o deseo de matar el tiempo. ¿Qué es lo que lo impulsa a usted? ¿Es simplemente placer lo que lo motiva, todas las mañanas, a seguir adelante con esta otra vida que lleva?

Es lo más gratificante que imagino que yo podría hacer. Escribir una escena, luego leerla y que funcione. No hay nada mejor que eso. Ni siquiera la notoriedad que viene después puede compararse. Lo he estado haciendo durante casi cuarenta y siete años y sigo intentando que me salga cada vez mejor. Aunque conozco mis limitaciones; sé lo que no puedo hacer. Sé que si intentara escribir, supongamos, como un autor omnisciente, el resultado sería muy mediocre. Se pueden lograr más formas de escritura de las que yo logro, inclusive ensayos. En el mejor de los casos, mis ensayos serían tan sólidos como una monografía universitaria.