30 de marzo de 2008

La tierra (IV): una certeza

Mientras tanto, las nuevas investigaciones descubrían un interesante patrón en el mar. Durante la Segunda Guerra Mundial se habían desarrollado las exploraciones magnéticas del fondo marino, como el sondeo por eco, con la intención de mejorar la detección de submarinos. En 1961, geógrafos de la institución oceanográfica Scripps Institution of Oceanography, observaron anomalías magnéticas en el patrón de franjas del fondo oceánico en la costa del estado de Washington. Un año después, el geofísico de la universidad de Cambridge Drummond Matthews (1931-1997), que había realizado exploraciones magnéticas en una dorsal submarina del océano Indico, también observó un patrón curioso y distinto de las franjas magnéticas: señales magnéticas más débiles y más fuertes en bandas paralelas a ambos lados de la cresta de la dorsal. Cuando regresó a Inglaterra comentó sus descubrimientos con Frederick Vine (1939-2006), un investigador de la Universidad de Cambridge especializado en geofísica marina. Los dos plantearon la hipótesis de que el fondo marino hubiera registrado la orientación del campo magnético de la Tierra en el tiempo en que la nueva roca fundida rezuma del manto. Si la expansión del fondo oceánico sucede tal y como Hess la describió, estos bloques de material magnetizado de forma normal e inversa se alejaría de forma paralela a ambos lados de la dorsal. La hipótesis de Vine y Matthews, "Magnetic anomalies over ocean ridges" (Anomalías magnéticas en las dorsales oceánicas) publicada a finales de 1963, no fue aceptada por gran parte de la comunidad geofísica, en parte porque aún no se había completado la escala cronológica de inversión magnética, por lo que los datos anómalos obtenidos en el fondo marino apenas si coincidían con su teoría. Pero, dos años más tarde, en 1965, el propio Vine junto a Hess y John Tuzo Wilson (1908-1993), de la Universidad de Toronto, continuaron sus investigaciones sobre las dorsales centro-oceánicas. Wilson examinó mapas del fondo marino de la costa de la Isla de Vancouver y el sur hasta California, y sugirió que éstos mostraban una dorsal de expansión del fondo marino. Vine y Wilson publicaron en octubre de 1965 un artículo en el que proponían un modelo para la expansión del fondo marino del Pacífico nordeste, que utilizaba como prueba las bandas de magnetismo inverso que avanzaban desde ambos lados de la dorsal. Poco después, la pequeña discrepancia existente entre las bandas de inversión del fondo marino y la datación de las inversiones de campos en tierra conocidas se suavizó cuando geólogos de la National Academy of Sciences de Estados Unidos descubrieron una nueva inversión de campos basada en la tierra. Con esta adición, los dos grupos de datos coincidían de forma asombrosa, con lo que se llegó a una forma completamente nueva de comprender el planeta Tierra.Tuzo Wilson, en un intento de explicar las fallas del fondo marino, fue el primero en abordar las trascendentales implicaciones de la expansión del fondo oceánico. En todos los puntos del globo, los investigadores han encontrado fallas, fracturas perpendiculares a las dorsales de expansión centro-oceánicas que atraviesan océanos completos y dividen las dorsales en segmentos. Cuando Wilson abordó la cuestión, prevalecía la interpretación de que las fallas constituían la evidencia de la división de la corteza oceánica de un extremo a otro. Se suponía que las dorsales se habían originado como unidades continuas que posteriormente se fragmentaron y desplazaron debido a la acción de las fallas. Wilson lo planteó de otra manera: si bien las fallas eran la prueba de una división de la corteza, lo eran únicamente entre los segmentos de dorsales en expansión, unos segmentos que siempre habían estado desplazados.Este nuevo planteamiento sugería que la deformación activa se concentra en las dorsales y a lo largo de sus fallas de conexión, y que el resto de la corteza oceánica simplemente va a la deriva, sin divisiones. Wilson dio el nombre de "placas" a estas enormes masas de roca en movimiento. Posteriormente, propuso que la superficie de la Tierra estaba dividida en unas siete placas corticales grandes y varias de menor tamaño. Las ideas de Wilson sobre las placas y las fallas oceánicas se pudieron comprobar con facilidad mediante el conjunto de datos de localización de un terremoto emergente obtenidos por el Observatorio Lamont. Allí se descubrió que los terremotos oceánicos se concentraban a lo largo de las dorsales oceánicas y sus fallas de conexión, y que el interior de las "placas" oceánicas no tenían actividad sísmica. Los estudios realizados sobre los terremotos también supusieron un paso crucial para la comprensión de las zonas de subducción. En la década de 1940, los profesores Kiyoo Wadati (1902-1995) del Central Meteorological Observatory de Japón y Hugo Benioff (1899-1968), del California Institute of Technology, observaron que los terremotos profundos se producían en un plano por debajo del fondo oceánico y se concentraban en áreas alrededor de los bordes de los océanos, cercanas a los volcanes terrestres.Los estudios llevados a cabo en la década de 1950 mostraron que estas áreas oceánicas también albergaban profundas fosas, mencionadas por Hess en su modelo de expansión del fondo marino. Las profundas fosas y los terremotos relacionados con las mismas intrigaban a los sismólogos. Algunos de estos terremotos se producían en grandes profundidades del manto, donde las elevadas temperaturas deberían ablandar cualquier elemento rígido, de forma que las rocas en vez de ser tan sólidas y rígidas como para agrietarse con facilidad en los terremotos, deberían fluir. Este planteamiento cambió con el trabajo realizado por los investigadores del Observatorio, quienes examinaron la actividad sísmica de una fosa cercana a la isla de Tonga en el Pacífico Sur.En 1964 comenzaron a recopilar datos sísmicos para identificar el origen o foco subterráneo de los terremotos producidos allí. Al igual que Benioff y Wadati, observaron que los focos esbozaban un plano inclinado hacia abajo desde el fondo oceánico de alrededor de 45 grados. Pero el equipo de Lamont fue el primero en reconocer que este plano era un bloque de material descendente lo suficientemente frío y duro como para apoyar terremotos y que, además, el bloque que contenía el fondo marino, se estaba inclinando hacia la fosa, creando una zona sísmica.Determinaron que el bloque descendiente del fondo marino tenía un grosor considerable, de aproximadamente 100 kilómetros. No sólo se movía la superficie del fondo marino, ni la corteza sola, sino un bloque mucho más grueso. Parecía razonable aplicar a este bloque móvil el término que le dio Wilson: placa.

La Tierra (III): una probabilidad

Indudablemente, la teoría de la deriva continental expuesta por Alfred Wegener (1880-1930) y mejorada a lo largo de los años por diversos estudios y experimentos, tuvo para la geología la misma importancia que el descubrimiento de la circulación de la sangre por William Harvey (1578-1657) tuvo para la fisiología o la teoría de la evolución de Charles Darwin (1809-1882) tuvo para la biología.La teoría propuesta por Wegener postuló que, hace 300 millones de años, existía un gran supercontinente al que llamo Pangea. Con el transcurrir del tiempo, este supercontinente se fragmentó en placas continentales. Los fragmentos comenzaron a dispersarse hasta llegar a la actual disposición de los continentes y masas oceánicas.
En 1970, el geofísico norteamericano Robert Dietz (1905-1994) publicó una reconstrucción preliminar de la historia de la fragmentación de Pangea. El supercontinente Pangea aparecía cercado por el gran océano primitivo, la Panthalassa (del cual es remanente el Océano Pacífico). De manera bastante simplificada se puede decir que esa configuración duró posiblemente hasta el Jurásico Medio (hace aproximadamente 180 millones de años), cuando se fragmentó esa inmensa placa. A las dos porciones que se originaron se les dio el nombre de Laurasia (Norteamerica + Eurasia, sin la península de la India) y Gondwana (Sudamérica + Africa + India + Australia + Antártida + Nueva Zelanda). En seguida, según la reconstrucción de Dietz, a partir de una hendidura en forma de Y, se inició la fragmentación de Gondwana, que originó la India, y que separó también Sudamérica de la Antártida. El paso siguiente fue la ruptura que separó Sudamérica de Africa, originando el Atlántico sur. Finalmente, Australia se separó de la Antártida, mientras la placa de la India chocó con la placa de Eurasia, colisión que dio lugar a los montes Himalayas.
Al mismo tiempo que Dietz publicaba su reconstrucción, la Universidad de Columbia se había convertido en la base de un intenso programa de investigación de geología marina, encabezado por el oceanógrafo Maurice Ewing (1906-1974). Al principio de la década de 1950, las embarcaciones de investigación del Observatorio Geológico Lamont de Columbia recopiló sondeos de numerosas profundidades realizados en el Océano Atlántico, y en 1952 los investigadores comenzaron a elaborar un mapa a partir de los resultados de estos sondeos.
Una de las características del fondo marino del Atlántico, conocida desde mediados de los 70, es su cordillera submarina conocida como la Dorsal Atlántica. La cordillera emerge de una amplia llanura a ambos lados y presenta picos que alcanzan los 3.000 metros de altura desde el fondo del océano. Sin embargo, los investigadores descubrieron nueva información extraordinaria sobre ella. La Dorsal Atlántica no sólo tenía una gran altitud, sino también mucha longitud, ya que se extendía a lo largo de alrededor de 15.000 kilómetros, casi toda la extensión del océano desde Groenlandia hasta el sur de Africa, superando la longitud de las Montañas Rocosas y la Cordillera de los Andes juntos.
Los investigadores del Observatorio Lamont también descubrieron que la cresta del sistema dorsal está prácticamente libre de sedimentos, en comparación con la gruesa capa de sedimentos existente en las planicies situadas junto a los márgenes continentales, que pueden alcanzar un grosor de varios kilómetros. Quizá la característica más sorprendente de la Dorsal Atlántica fuera el profundo valle que se extendía por ella. Esta fisura, como se denomina, desciende una media de 1.800 metros desde la cresta de la dorsal y su anchura varía entre 13 y 50 kilómetros, dimensiones en las que se podría introducir sin problemas el Gran Cañón del río Colorado, que tiene una anchura de 30 kilómetros aproximadamente.
Las muestras recogidas del fondo de la fisura revelaron que el fondo del océano estaba compuesto por roca volcánica oscura y sumamente joven. El Observatorio Lamont publicó en 1959 una mapa del Atlántico Norte con las características de la dorsal oceánica. Cuando esto sucedió, los sondeos realizados en otros lugares habían obtenido perfiles del fondo marino muy similares en todo el mundo, y el extraordinario patrón salió a la luz.
Los sondeos revelaron que el sistema dorsal centro-oceánico tiene una longitud de 60.000 kilómetros, suficiente para dar la vuelta al Ecuador una vez y media. Se trataba de una de las características físicas dominantes del planeta, junto con los continentes y los propios océanos. Los investigadores también trazaron un sistema de profundas fosas (las partes más profundas de las cuencas oceánicas) que prácticamente rodeaba el Océano Pacífico y se encuentra en la frontera nordeste del Océano Índico.
Se trataba de nuevos descubrimientos esenciales y el geólogo norteamericano Harry Hess (1906–1969), que se había informado sobre todos los nuevos datos relativos al fondo oceánico, se dedicó a explorarlo. En 1960, tomó la idea del oceanógrafo Bruce Heezen (1924-1977) de que la Tierra se estaba "separando por las costuras", es decir, las dorsales. Dada la juventud de las muestras del fondo de la fisura, Heezen sostenía que la roca volcánica o magma manaba desde debajo de la corteza. A partir de esta sugerencia de un mecanismo que pudiese explicar las dorsales centro-oceánicas, Hess desarrolló una nueva síntesis de la ciencia terrestre en su famoso artículo de 1962 "History of ocean basins" (La historia de las cuencas oceánicas). A pesar de calificar su ensayo como "geopoesía", como si quisiese advertir a los demás científicos de que no todos los conceptos se podrían probar, el trabajo sirvió para estimular el pensamiento en ese campo. Haciéndose eco de los conocimientos de los sismólogos, Hess postuló un interior del planeta formado por varias capas. Para entonces, los investigadores habían perfeccionada sus ideas sobre la estructura interna de la tierra. En vez de hablar de un sólo núcleo de hierro, lo describían como un núcleo interior de hierro sólido con un núcleo exterior fluido de aleación metálica, en su mayoría hierro. Alrededor de este núcleo estaba el manto, recubierto por la delgada corteza exterior oceánica y la gruesa corteza continental. A continuación, Hess explicó con mayor detalle la evolución de la arquitectura del planeta.La corteza esta compuesta por una roca pobre en hierro que subió a la superficie cuando la desintegración radiactiva calentó y fundió las rocas del interior del recién condensado planeta. Hubo un momento en que esta corteza formaba una sola masa de tierra continental. Debido a la presencia continuada de calor en el interior del planeta, se creó en el manto un bucle de convección de material que se eleva y se hunde, tal como el geólogo británico Arthur Holmes (1890-1965) había sugerido en 1929.
Hess elaboró una teoría según la cual, una vez que se formó el planeta, la convención del manto se subdividió en numerosos bucles de circulación distintos que se extendían desde el núcleo. Cuando las corrientes alcanzan la superficie, el material fundido rezuma, formando las dorsales centro-oceánicas y nueva corteza oceánica; a medida que el magma continúa fluyendo, la convección del manto hace que el fondo oceánico más antiguo se aleje en ambas direcciones de la dorsal. Cuando las corrientes de convección descienden, la antigua corteza oceánica que ya se ha enfriado vuelve a sumergirse en el manto en las profundas fosas oceánicas.De esta forma Hess subordinó la configuración de los océanos y continentes a los movimientos del fondo oceánico moviéndose y en expansión. Aunque la expansión del fondo marino resultaba una visión convincente, no se podía comprobar. Hess creía que se producía aproximadamente a la misma velocidad a la que crecen las uñas. La prueba tendría que venir indirectamente, como ocurrió, a través del magnetismo.

29 de marzo de 2008

La Tierra (II): una radiografía

Antes de comprender la hipótesis de la expansión continua de los fondos marinos, hay que comprender algunas cosas sobre el interior y sobre la superficie de nuestro planeta. Al no disponerse de ningún medio para ver la tierra en corte, la imagen que se tiene de su parte interna se apoya en datos indirectos, como por ejemplo los temblores de tierra, que producen ondas que viajan a través del planeta y proveen así un medio de son­dear sus entrañas.Los estudios sísmicos permitieron dividir a la tierra en varias zonas: una corteza externa de un espesor me­dio de 35 kilómetros (que se adelgaza has­ta llegar a los 11 kilómetros en los océa­nos); un "manto" que va desde la base de la corteza hasta una pro­fundidad de 2.900 kilómetros y el "núcleo". Se supone que el núcleo está en fusión, pero algunos indicios muestran que el interior del núcleo, más allá de los 5.100 kilóme­tros, se hallaría en estado sólido. Hace algunos años, los sismólogos determina­ron diferentes zonas en el "manto" de la tierra: hasta una profundidad de alrede­dor de 100 kilómetros, está la litosfera, una zona sólida, lo suficientemente rígida como para resistir a la deformación.Bajo la litosfera está la astenosfera, que es una región de resistencia débil que al­canza una profundidad de muchos cente­nares de kilómetros y que se cree que, par­cialmente, está en fusión. La tercera zona, la mesosfera es, en cambio, de una rigidez considerable.Se sabe también que el interior de la tierra es caliente: se estima que la temperatura del centro de la tierra es de 6.000 grados centígrados. Las temperatu­ras del límite entre el núcleo y la capa son, presumi­blemente, de 4.000 grados centígrados.El calor que llega a la litosfera es relativamente constante en casi todo el planeta. Sin embargo es más elevado a lo largo de una banda estrecha, situada en el fondo de los océanos. Esta banda se encuentra aproximadamente a mitad de camino entre las costas de los océanos.En razón de su topografía, se la ha llamado cortina o cadena medio-oceánica. Existe igualmente otra característica de los fondos submarinos: una línea de fosas que rodean la tierra, que tiene varias decenas de kilómetros de ancho y de 7.000 a 8.000 metros de profundidad, en la que hay una gran actividad sísmica. Los científicos Hess y Dietz pensaron que existían levantamientos en la capa de la tierra, debajo de la cortina medio-oceánica. En la cima de esa línea se formaría una nueva corteza, mientras que la antigua corteza sería absorbida por las fosas marinas.Así, el fondo del océano situado entre las cadenas y las fosas, se desplazaría progresivamente.La prueba de la movilidad pasada de la corteza terrestre se apoya en indicios de origen geológico y magnético, pero los datos sobre los movimientos actualmente en curso provienen de la sismología. En los últimos tiempos, los sismólogos confirmaron la idea de Hess y de Dietz sobre la expansión de los fondos subma­rinos. Desde hace algunos años se sabe que las cadenas medio-oceánicas no son continuas sino que están cortadas en segmen­tos dispuestos a lo largo de zonas de frac­tura. Esos segmentos montañosos sólo pue­den alcanzar algunos centenares de kiló­metros de largo.Según John Tuzo Wilson (1908-1993), geólogo de la Universidad de Toronto, esos segmentos pudieron haberse formado de dos maneras. O bien las cade­nas aparecieron en línea continua y luego se cortaron y apartaron, o bien comenza­ron por ser una serie de estribaciones a las que continuaron afluyendo materiales.La segunda posibilidad confirma la idea de la expansión de los fondos marinos.Tiene como principio un flujo continuo que provendría de las crestas adyacentes estacionarias.Las rocas que salen de una cresta se desplazan en relación a las que son producidas por otra cresta, en el es­pacio comprendido entre las dos cadenas. El epicentro de los temblores de la tierra en el emplazamiento de una cortina, está casi siempre entre las crestas de una ca­dena o a lo largo de la línea de falla que separa a dos segmentos de cadenas. Es raro que se produzcan temblores de tierra en un prolongamiento de la línea de falla en las cuencas oceánicas. Los sismos na­cen sobre la falla y brindan el tras­torno necesario para determinar de qué manera se produce el movimiento de la corteza a lo largo de esa línea.
Si en el momento de un temblor de tierra que tiene lugar a lo largo de una falla, un observador se colocase al lado de manera tal que el movimiento de la falla se diri­giera hacia él, registraría en un sismó­grafo una onda de compresión inicial. Si al contrario, el movimiento del suelo estu­viese lejos de él, su instrumento indicaría una onda inicial de refracción. A partir del estudio de los resultados ob­tenidos por estaciones emplazadas alrede­dor de la tierra, es posible determinar la dirección en que se desplaza cada parte de la falla, y por tanto de qué tipo de falla se trata.Así, muy poco tiempo después de la hipótesis realizada por J. T. Wilson respecto de la falla inversa, Lynn Sykes (1937), del "Lamont Geological Observatory", utilizando los datos provistos por estacio­nes sismológicas del mundo entero, probó que los movimientos registrados entre los segmentos de crestas correspondían a fa­llas inversas.Es evidente que si surge una nueva cor­teza al nivel de las cadenas será necesario que la vieja corteza se destruya en algún lado, para que la tierra conserve siempre la misma superficie. Según la hipótesis de la expansión de los fondos submarinos, esa corteza se destruye en el emplazamien­to de las fosas oceánicas. Por la violencia y la frecuencia de los temblores de tierra, el sistema de fosas es la zona más activa del globo. En esas regiones, los temblores son corrientes e importantes. Además, las fosas son el lu­gar de los sismos más profundos que se conocen, produciéndose a 700 kilómetros. Los temblores de tierra, asociados a lared de fosas, se extienden en un plano que forma un ángulo de alrededor de 30 gra­dos con la cuenca oceánica. Algunos tem­blores de tierra se producen bajo las fosas. Actualmente, no faltan pruebas de la ex­pansión de los fondos marinos y de la movilidad de la corteza terrestre. Además, los estudios sísmicos permiten saber qué ocurre en la superficie de la tierra. Por otra parte, al desplazarse los conti­nentes al mismo tiempo que el fondo del océano, parece inevitable que dos o más masas continentales finalmente choquen. La cortina medio-oceánica está en contac­to con la masa continental en dos puntos: el golfo de California y el Mar Rojo.En los dos casos, esto supone una gran acti­vidad tectónica. El Mar Rojo se formó luego de la separación de la península de Arabia y del continente africano. Parece que California está separándose a lo largo de la falla de San Andrés, a una veloci­dad de 5 cm. por año. Si el movimiento continúa, dentro de algunos millones de años California se habrá convertido en una isla.

La Tierra (I): una teoría

En el planeta Tierra existen cinco océanos (Antártico, Artico, Atlántico, Indico y Pacífico) y cinco continentes (Antártida, Africa, América, Eurasia y Oceanía). Sin embargo, hace 400 millones de años, la Tierra tenía un solo océano rodeando a un solo continente. El hecho de que aquello fuera la Tierra plantea un par de problemas: ¿cómo es posible que el océano Atlántico haya sido más chico que actualmente? ¿Y cómo es posible que los continentes hayan formado una sola masa? La respuesta está en la movilidad y la evolución del fondo de los mares.La idea de la movilidad de la corteza terres­tre no es nueva. Hace más de ciento cincuenta años, un geólogo italiano, Macedonio Melloni (1798-1854), fue el pri­mero en sugerir que los continentes se habían desplazado. Las costas de Africa y de América del Sur se corresponden como las piezas de un rompecabezas. Melloni su­puso que, en tiempos muy pasados, el Océano Atlántico no existía y que se for­mó tardíamente, como consecuencia del desplazamiento hacia el oeste del conti­nente americano. Esta primera idea de la deriva de los con­tinentes no fue tomada en serio. Pero en 1915, el científico alemán Alfred Wegener (1880-1930) concluyó que los continentes habrían estado muy cerca unos de otros en una época determinada. Su obra "Die entstehung der kontinente und ozeane" (El orígen de los continentes y oceános) fue el punto de partida de largas contro­versias científicas.Wegener proveía ar­gumentos apoyados en hechos geológicos y paleontológicos reconocidos. A principios del siglo XX se descubrieron depósitos glaciares de la época carboní­fera en Africa del Sur, en las islas Mal­vinas, en América del Sur, en Madagascar, en la India y en Australia. La presencia de esos depósitos, repartidos en lo que hoy es el hemisferio sur, constituyó un misterio, ya que no había huellas glaciares en el hemisferio norte. Wegener emitió la hipótesis de que hace milla­res de años, las tierras del hemisferio sur habrían estado cercanas unas de otras y agrupadas bajo altas latitudes, cercanas al Antártico; en cambio las del hemisferio norte se habrían extendido al nivel del Ecuador.
Otros descubrimientos apoyaron la idea de la proximidad de las tierras australes en tiempos muy pasados, como por ejemplo, el hecho de que todos los continentes del hemisferio sur contienen los mismos depósitos fosilíferos. Esos depósitos datan de un período que va del paleozoico superior (hace 300 mi­llones de años, aproximadamente) hasta mediados del mesozoico (hace 120 millo­nes de años, aproximadamente) y son esen­cialmente no marinos. Wegener estableció su teoría de la deriva de los continentes a partir de indicacio­nes de este tipo, pero tenía un punto dé­bil que le resultó fatal: explicó muy mal ese desplazamiento de las tierras al atribuírlo a la fuerza centrífuga generada por la rotación del planeta. Por esa razón, la idea de la movilidad de la corteza terrestre y de la deriva de los continentes, desapa­reció hacia 1930 y recién en la década del 50, una nueva serie de elementos -entre ellos el paleomagnetismo- incitaron a los científicos a dedicarse al problema.El paleomagnetismo es el estudio de la dirección y la intensidad del magnetismo de las rocas. La importancia de esa mag­netización reside en que ésta se orienta en la dirección del campo magnético te­rrestre en la época del enfriamiento. En la roca sedimentaria está indicada la orientación del campo magnético de la tierra en un período determinado. Siguiendo en Europa el estudio sobre las formaciones rocosas, cada vez más viejas, se descubrió que las rocas más antiguas indican con mayor precisión las posiciones del polo paleomagnético, alejado del polo geográfico actual.
Las rocas de hace 400 millones de años dan un polo situado sobre el Ecuador. De manera que, o se desplazaron los polos magnéticos o se desplazaron los continentes. El estudio de rocas de una misma época en distintos continentes, debería dar la misma posición respecto del polo. Sin embargo, el resultado de las experiencias fue diferente: en lugar de coincidir, los polos paleomagnéticos de América del Norte cayeron sistemáticamente al oeste de los de Europa.Esto sólo se explicaría si Amé­rica del Norte se hubiese desplazado ha­cia el oeste en relación a Europa, lo cual remite nuevamente a la teoría de la de­riva de los continentes. Además, los antiguos polos de los con­tinentes australes no coinciden con los po­los del hemisferio norte. Sin embargo, había una diferencia: otros elementos permitieron pensar que las tierras del hemisferio sur se apartaron más que las del hemisferio boreal. Las direcciones de magnetización, tomadas a partir de piedras sedimentarias gla­ciares en Africa Central, ubican el polo sur en la república de Sudáfrica. Datos análogos en Australia sitúan al polo sur, en ese período, en la parte meridional de Australia. Si estas indicaciones respecto de la posición del polo sur hace 300 mi­llones de años, provistas por Africa y Australia son exactas, Australia debería estar situada un poco al norte y a lo lar­go de la costa este de Africa del sur.Esto corroboraría la teoría según la cual hace 300 millones de años las tierras no eran más que una masa única. Wegener había indicado claramente que los continentes se habían desplazado. La explicación que dio de ese movimiento era indefendible. Según él, los continentes se desplazaban a través de las rocas de las cuencas oceá­nicas, como icebergs en el agua. Los profesores Harry Hammond Hess (1906-1969) de la Universidad de Princeton y David Henry Dietz (1897-1984) de la American Geographical Society propusieron en 1963 una teoría más defendible: la hipótesis de la expansión continua de los fondos marinos.

La consumación de Aleixandre

Vicente Aleixandre (1898-1984) fue un poeta español que incorporó plenamente el surrealismo a la poesía castellana. En 1934 consiguió el Premio Nacional de Literatura y desde 1949 fue miembro de la Real Academia Española. En 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.
Perteneciente a la burguesía media acomodada, fue uno de los pocos autores de su generación que se quedó en España durante la Guerra Civil.
Aleixandre fue un poeta total, entregado de lleno al cultivo de la poesía. Prácticamente no escribió obras en otros géneros. Sus escasos textos en prosa (en los que describe a otros poetas y escritores) son tan poéticos como sus versos, y sus ensayos literarios son, en su mayoría, escritos de encargo.
Sus libros de poesía más destacados son: "Espadas como labios" (1932), "La destrucción o el amor" (1935), "Nacimiento último" (1953), "Historia del corazón" (1954), "Poemas de la consumación" (1968), "Sonido de la guerra" (1971) y "Diálogos del conocimiento" (1974).
Su obra es de un estilo elíptico y descarnado y supuso una influencia capital en los poetas españoles posteriores. En los poemas que siguen, de su última época, hay una exaltación de la juventud a la que considera la única realidad valiosa de la existencia desde una vejez donde acecha la muerte.

EL VIEJO Y EL SOL
Había vivido mucho. Se apoyaba allí, viejo, en un tronco,
en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía.
Yo pasaba por allí a aquellas horas y me detenía a observarle.
Era viejo y tenía la faz arrugada, apagados,

más que tristes, los ojos.
Se apoyaba en el tronco, y el sol se le acercaba primero,
le mordía suavemente los pies

y allí se quedaba unos momentos como acurrucado.
Después ascendía e iba sumergiéndole, anegándole,
tirando suavemente de él, unificándole en su dulce luz.
¡Oh el viejo vivir, el viejo quedar, cómo se desleía!
Toda la quemazón, la historia de la tristeza,
el resto de las arrugas, la miseria de la piel roída,
¡cómo iba lentamente limándose, deshaciéndose!

Como una roca que en el torrente devastador
se va dulcemente desmoronando,
rindiéndose a un amor sonorísimo, así, en aquel silencio,
el viejo se iba lentamente anulando, lentamente entregando.
Y yo veía el poderoso sol lentamente morderle
con mucho amor y adormirle para así poco a poco tomarle,
para así poquito a poco disolverle en su luz,
como una madre que a su niño
suavísimamente en su seno lo reinstalase.

Yo pasaba y lo veía.
Pero a veces no veía sino un sutilísimo resto.
Apenas un levísimo encaje del ser.

Lo que quedaba después que el viejo amoroso,
el viejo dulce, había pasado ya a ser la luz

y despaciosísimamente era arrastrado
en los rayos postreros del sol,
como tantas otras invisibles cosas del mundo.

SI ALGUIEN ME HUBIERA DICHO
Si alguna vez pudieras
haberme dicho lo que no dijiste.
En esta noche casi perfecta, junto a la bóveda,
en esta noche fresca de verano.
Cuando la luna ha ardido;
quemóse la cuadriga; se hundió el astro.
Y en el cielo nocturno, cuajado de livideces huecas,
no hay sino dolor,
pues hay memoria, y soledad, y olvido.
Y hasta las hojas reflejadas caen.
Se caen, y duran. Viven.

Si alguien me hubiera dicho.
No soy joven, y existo. Y esta mano se mueve.
Repta por esta sombra, explica sus venenos,
sus misteriosas dudas ante tu cuerpo vivo.
Hace mucho que el frío cumplió años.
La luna cayó en aguas. El mar cerróse,
y verdeció en sus brillos.
Hace mucho, muchísimo
que duerme. Las olas van callando.
Suena la espuma igual, sólo a silencio.
Es como un puño triste
y él agarra a los muertos y los explica,
y los sacude y los golpea contra las rocas fieras.
Y los salpica. Porque los muertos, cuando golpeados,

cuando asestados contra el artero granito,
salpican. Son materia.
Y no hieden. Están aún más muertos,
y se esparcen y cubren, y no hacen ruido.
Son muertos acabados.
Quizás aún no empezados.
Algunos han amado. Otros hablaron mucho.
Y se explican. Inútil. Nadie escucha a los vivos.
Pero los muertos callan con más justos silencios.
Si tú me hubieras dicho. Te conocí y he muerto.
Sólo falta que un puño, un miserable puño me golpee,

me enarbole y me aseste, y que mi voz se esparza.

Miguel Hernández, el rayo que no cesa

Miguel Hernández (1910-1942) fue un poeta y dramaturgo español que manifestó en sus obras un hondo sentido de la tragedia. Su poesía se caracterizó por su intenso lirismo, tanto en su primera colección de poemas, sumamente elaborados, "Perito en lunas" (1933), como en los sonetos de corte clásico de "El rayo que no cesa". Sus poemas se tratan principalmente del amor, la muerte, la guerra y la injusticia, temas que conoció y experimentó con intensidad. Comunista desde los 26 años, luchó en el bando republicano durante la Guerra Civil española. Fue condenado a muerte por los fascistas victoriosos, pero, tras las airadas protestas que provocó esta condena, se le conmutó la sentencia por cadena perpetua. Durante su estancia en prisión escribió "Cancionero y romancero de ausencias" (publicado en 1958), una serie de poemas dedicados a su esposa, que vivía en condiciones miserables. Murió en prisión a la edad de 31 años.

ME SOBRA EL CORAZÓN
Hoy estoy sin saber yo no sé cómo,
hoy estoy para penas solamente,
hoy no tengo amistad,
hoy sólo tengo ansias
de arrancarme de cuajo el corazón
y ponerlo debajo de un zapato.
Hoy reverdece aquella espina seca,
hoy es día de llantos en mi reino,
hoy descarga en mi pecho
el desaliento plomo desalentado.
No puedo con mi estrella.
Y me busco la muerte por las manos
mirando con cariño las navajas,
y recuerdo aquel hacha compañera,
y pienso en los más altos campanarios
para un salto mortal serenamente.
Si no fuera ¿por qué?... no sé por qué,
mi corazón escribiría una postrera carta,
una carta que llevo allí metida,
haría un tintero de mi corazón,
una fuente de sílabas, de adioses y regalos,
y ahí te quedas, al mundo le diría.
Yo nací en mala luna.
Tengo la pena de una sola pena
que vale más que toda la alegría.
Un amor me ha dejado con los brazos caídos
y no puedo tenderlos hacia más.
¿No veis mi boca qué desengañada,
qué inconformes mis ojos?
Cuanto más me contemplo más me aflijo:
cortar este dolor ¿con qué tijeras?
Ayer, mañana, hoy padeciendo
por todo mi corazón, pecera melancólica,
penal de ruiseñores moribundos.
Me sobra corazón.
Hoy descorazonarme,
yo el más corazonado de los hombres,
y por el más, también el más amargo.
No sé por qué, no sé por qué ni como
me perdono la vida cada día.

EL SUDOREn el mar halla el agua su paraíso ansiado
y el sudor su horizonte, su fragor, su plumaje.
El sudor es un árbol desbordante y salado,
un voraz oleaje.
Llega desde la edad del mundo más remota
a ofrecer a la tierra su copa sacudida,
a sustentar la sed y la sal gota a gota,
a iluminar la vida.
Hijo del movimiento, primo del sol, hermano
de la lágrima, deja rodando por las eras,
del abril al octubre, del invierno al verano,
áureas enredaderas.
Cuando los campesinos van por la madrugada
a favor de la esteva removiendo el reposo,
se visten una blusa silenciosa y dorada
de sudor silencioso.
Vestidura de oro de los trabajadores,
adorno de las manos como de las pupilas,
por la atmósfera esparce sus fecundos olores
una lluvia de axilas.
El sabor de la tierra se enriquece y madura:
caen los copos del llanto laborioso y oliente,
maná de los varones y de la agricultura,
bebida de mi frente.
Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos
en el ocio sin brazos, sin música, sin poros,
no usaréis la corona de los poros abiertos
ni el poder de los toros.
Viviréis maloliendo, moriréis apagados:
la encendida hermosura reside en los talones
de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados
como constelaciones.
Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:
que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,
con sus lentos diluvios, os hará transparentes,
venturosos, iguales.

28 de marzo de 2008

Newton, un honor para la humanidad

Hasta la llegada de Isaac Newton (1642-1727), observadores como Michael Maestlin (1550-1631) y Johannes Kepler (1571-1630), iban poniendo las bases experimen­tales de una nueva descripción más precisa del universo, y pensadores y científicos como Christopher Clavius (1538-1612) y Galileo Galilei (1564-1642) proponían las ideas sobre las que se desarrollaría posteriormente la nueva ciencia.
A Newton le co­rrespondió realizar la síntesis definitiva con la que se construyó el edificio intelectual y matemático de la física clásica. Tal construcción es tan per­fecta y grandiosa que ensombreció la obra de los grandes sabios de la antigüedad, hasta entonces modelos inalcanzables de sabiduría. A partir de aquel momento estos clásicos conservaron su inte­rés literario, histórico, quizá filosófico, pero la ciencia moderna marchó por otros caminos. El reconocimiento que sus contemporáneos brindaron a Newton demuestra la conciencia de estos hechos. Los honores con los que fue enterrado en la aba­día de Westminster sólo serían comparables a los que se rendían a los monarcas ingleses. Su epita­fio es suficientemente expresivo: "Es un honor para la Humanidad que un hombre así haya existido".
En la obra de Newton encontramos muchos elementos ya introducidos por Galileo. En primer lugar, su descripción de los fenómenos se realizó a través del aparato matemático. En este punto, la ventaja de Newton fue extraordinaria. Es fa­mosa la disputa entre él y Gottfried Leibniz (1646-1716) acerca de la invención del cálculo diferencial. Y ello es lógi­co, ya que se trató de un avance decisivo para su posterior aplicación en la física. Con la base ma­temática del cálculo diferencial, la descripción de los fenómenos de la nueva ciencia -la me­cánica-, pudo efectuarse de forma exacta y cómo­da. Su éxito espectacular en la predicción del movimiento de los astros demostró con creces la validez de este instrumento.
Pero el aparato matemático no era nada para la física sin un conjunto de leyes que lo llenese de contenido físico. Este aspecto lo realizó Newton a través de la formulación de sus famosas tres leyes, que constituyeron la base para una explica­ción mecánica del movimiento. También podemos encontrar en Galileo las ideas básicas de es­tas leyes, pero fue Newton quien las formuló de manera precisa. Las leyes de Newton, junto con el cálculo diferencial, dieron lugar a una metodología que sirvió para describir el movimiento de cual­quier objeto. "Dadas unas condiciones iniciales de la trayectoria de un objeto y las fuerzas que actúan sobre él, es posible predecir de forma exacta su movimiento". De este modo, las puertas quedaron abiertas a una interpretación mecanicista de la naturaleza.
Hasta la llegada de Albert Einstein (1879-1955), la mecánica construida por Newlon fue el entramado funda­mental de la física. Sin embargo, en la dinámica era necesario conocer qué fuerzas son las que ac­túan sobre los objetos. Era preciso definir las fuer­zas que mantienen a los planetas en sus órbitas. Para ello, Newton aprovechó una idea que pro­venía esencialmente de los trabajos sobre el mag­netismo. Para Aristóteles (384-322 a.C.), las fuerzas se ejercían por contacto; y, si éste no se observaba, era porque las partículas del aire empujaban a los objetos. Ya Galileo había advertido que, si el aire hacía algo, era retardar el movimiento, no provocarlo. La idea que recogió Newton fue la de la fuerza a distancia: para los astros -en particular- son las fuerzas de la gravedad las que hacen caer los objetos al sue­lo, las que se ejercen entre los planetas y el Sol y hacen que aquéllos se mantengan en su órbita.
Quienes difundieron la obra de Newton en los siglos posteriores -sobre todo Voltaire (1694-1778)- llena­ron el proceso intelectual de Newton de multitud de anécdotas. Sin embargo, la idea de que la fuerza de gravedad -introducida en una des­cripción mecánica del movimiento de los plane­tas- permitiría explicar la trayectoria de éstos al­rededor del Sol, estaba en la mente de Newton desde muy temprano, más precisamente desde los 24 años, durante una época de retiro. Pero, errores en los datos de que disponía en aquél momento, le impidieron dar con la solución exacta al problema. La polémica con uno de sus rivales, el matemático inglés Roben Hooke (1635-1702), lo llevó a revisar sus cálculos y demostrar que bastaba con aceptar las leyes de la dinámica y de la gravitación para ex­plicar el movimiento de los planetas y cometas.
El conjunto de las ideas y resultados de Newton sobre la mecánica están contenidos en un libro único en la historia de la ciencia por la cantidad y profundidad de propuestas que ofrece y por la influencia posterior: "Philosophiae naturalis prin­cipia mathematica" (Principios matemáticos de la filosofía natural, 1687). Su lectura hizo apare­cer razonamientos matemáticos junto con una presentación intuitiva de los problemas.
Así, por ejemplo, se conduce al lector a la montaña más alta de la Tierra. Desde su cumbre se lanza, en dirección paralela a la superficie de la Tierra, una serie de proyectiles con velocidad creciente. Los proyectiles irán cayendo cada vez más lejos; si la velocidad es suficiente, el proyectil lle­gará a su punto de partida tras dar la vuelta a la Tierra, con lo cual se encontrará como en el momento de su lanzamiento y proseguirá su mo­vimiento alrededor del planeta de forma indefini­da: habremos puesto en órbita un satélite.
La teoría de Newton demostraría su veracidad al predecir el movimiento de los astros con precisión. Uno de sus amigos, el astrónomo británico Edmund Halley (1656-1742), consiguió un éxito reso­nante al predecir el retorno del cometa que lleva su nombre. Hasta entonces se pensaba que los cometas eran fenómenos erráticos.
Desde el punto de vista metodológico, el siste­ma de Newton se basó en un aparato matemá­tico y en unos principios físicos expresables por este aparato. No había necesidad de introducir elementos fi­losóficos extraños a estos principios físicos. Desde el punto de vista de la posición del hom­bre en el universo, las leyes de Newton fueron aplicables a cualquier objeto que se moviese, ya fuera un proyectil o un planeta. Incluso las fuerzas que movían los objetos que caen eran las mismas que ejercían los astros entre sí. No había un mundo de los astros distinto de nuestro mundo terrestre. Tal transformación había sido iniciada por Gali­leo al dirigir su telescopio hacia el cielo y descu­brir que no todo en él es perfecto. Newton intro­dujo un elemento más: indicó que el método por él propuesto tenía una aplicación universal.
Sin embargo, si el trabajo de Newton que más influyó posteriormente en el pensamiento y la ciencia fue el de su mecánica, cabe destacar que en él ocupó una parte relativamente pequeña de su tiempo. Sus primeros trabajos fueron sobre todo mate­máticos. En el Trinity College de Cambridge, donde estudió desde los 18 años, Newton elaboró la teoría del cálculo diferencial basándose en los estudios de varios matemáticos anteriores. Este trabajo impresionó a su maestro Isaac Barrow (1630-1677), a quien sucedió en la universidad como profesor de matemáticas y le brindó si primera fama.Se ocupó con posterioridad de problemas de óptica y de dinámica de fluidos. En ambos cam­pos, la contribución de Newton fue notable. Es suya la ley que introdujo el concepto de viscosi­dad de un líquido. En óptica fue un defensor de la naturaleza corpuscular de la luz. Sacó de ello va­rias consecuencias, positivas algunas, negativas otras. Así, por ejemplo, interpretó adecuadamente la luz blanca como la suma de luz de diversos colores y también observó que los telescopios construidos con lentes producirían siempre aberraciones en las imágenes. Por ello propuso la construcción de telescopios en los que las lentes fuesen sustituidas por espejos. Este principio ha sido seguido hasta nuestros días en la construcción de los grandes telescopios astronómicos.Sin embargo, su gran autoridad hizo que no se tuvieran en cuenta teorías alternativas para explicar la naturaleza y las propiedades de la luz. En­tre estas teorías se encuentra la teoría ondulato­ria, que posee algunos elementos que describen de forma más precisa los fenómenos luminosos. Durante muchos años, la evidencia experimental quedó eclipsada por la autoridad de Newton, para luego terminar aceptándose la teoría ondu­latoria. Pero de alguna forma, la moderna mecá­nica cuántica, con su equivalencia entre onda y partícula, ha venido a confirmar la vieja idea de Newton.
La publicación en 1672 de sus ideas sobre la óptica -"Opticks" (Optica)- provocó en la comunidad científica un cierto rechazo y esto produjo en Newton un aleja­miento de la actividad pública, que continuó hasta la publicación, en 1687, de su magna obra "Principia mathematica". A partir de entonces reci­bió numerosos honores y cargos. Fue nombrado Inspector de la Moneda, cargo que ejerció de for­ma escrupulosa, persiguiendo incansablemente a falsificadores (a los que enviaba a la horca) y propuso por primera vez el uso del oro como patrón monetario. También fue elegido representante en el Parlamen­to de Londres por la Universidad de Cambridge, aunque al parecer no llegó nunca a participar de forma activa en las tareas parlamentarias.Desde 1703 hasta su muerte fue presidente de la Royal Society, la más activa de las sociedades científi­cas de su época. Durante este tiempo, y en parte debido a una crisis nerviosa sufrida en 1692, se dedicó al estudio de disciplinas tales como la teo­logía o la alquimia, las cuales no le proporciona­ron desde luego una gran fama posterior.
La influencia de Newton en los siglos posterio­res fue enorme, quizá excesiva. Para él, su traba­jo era una pequeña porción en el avance del co­nocimiento. Poco antes de su muerte escribió: "Yo no sé cómo apareceré ante el mundo, pero para mí yo me parezco a un muchachito que jue­ga en la orilla del mar y que se divierte ocasio­nalmente encontrando una piedra más pulida que las otras o una concha más hermosa que las normales; mientras tanto, el gran océano de la verdad queda todo él ante mí desconocido".
Para muchos, la síntesis de Newton era ya la ciencia perfecta; la física no podía dar de sí más que pequeñas perfecciones formales. La aplica­ción de estos refinamientos de la mecánica newtoniana al movimiento de los planetas llevó al descubrimieto de Neptuno en 1846 por el astrónomo inglés John Adams (1819-1892) y el matemático francés Urbain Le Verrier (1811-1877), y de Plutón en 1930 por el astrónomo estadounidense Clyde Tombaugh (1906-1997). Entre muchos otros descubrimientos, éste confirmó la validez general de la física clási­ca.
Quedaba en muchos un sentimiento de desen­canto: parecía que no faltaba nada por hacer: la física estaba acabada. Tal sentimiento perduró al menos hasta los co­mienzos del siglo XX. Efectivamente se ha­bían producido avances importantes, sobre todo en campos que no parecían afectar a la base de la mecánica clásica, como en el electromagnetis­mo o la termodinámica. La base conceptual se­guía siendo la misma. Pero ya en estos años, con el avance de la experimentación hacia fenómenos más profundos de la materia, la insuficiencia de la física newtoniana se hizo evidente.
Dos teorías vinieron a reemplazarla. Por una parte, otra gran síntesis física, la propuesta por Albert Einstein, con su teoría de la relativi­dad. Por otra parte, la mecánica cuántica, desarrollada a partir de las investigaciones de Max Planck (1858-1947), que proponía un replanteamiento total de las bases de la física.
Hasta ese momento, en los años veinte del siglo pasado, el edificio construido por Newton no había hecho más que ir demostrando su vali­dez durante años. Y, desde luego, las modernas teorías no desmienten su validez, sino que englo­ban a la mecánica clásica acotando su validez en una zona de velocidades y tamaños que son los que se dan en nuestro mundo cotidiano.
En el tiempo de Newton, la ciencia de la obser­vación acababa de ser reconocida. La mecánica de Newton a este nivel de medida de los fenóme­nos físicos demostró ser la descripción adecuada. Su validez no fue únicamente la de una teoría de­terminada, sino también la del método en que se basó para la observación de los fenómenos y la formulación de teorías que se desarrollaron mediante un aparato matemático dando lugar a predicciones que podían ser verificables.
Newton demostró su conciencia de este nuevo método en la frase final de los "Principia mathematica": "No he sido capaz de deducir de los fe­nómenos la razón de las propiedades de la gravi­tación y yo no invento hipótesis. Ya que cualquier cosa que no se deduzca de los fenómenos debe ser llamada una hipótesis".
Estas hipótesis a las que se refiere Newton co­rresponden a las teorías que durante siglos ha­bían sustentado las creencias de los pensadores. A partir de él, ya no fue necesario inventar ninguna nueva de estas hipótesis; el método científico quedó bien establecido.

26 de marzo de 2008

Pedro Salinas: la felicidad inminente

Pedro Salinas fue un poeta y ensayista español nacido en Madrid el 27 de noviembre de 1891. Estudió Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid. Fue lector de español en la Sorbona (1914/17) y en Cambridge (1922/23). Desde 1918 y durante ocho años, dictó la cátedra de Literatura de la Universidad de Sevilla. En 1932 fundó la revista "Indice Literario", cuya finalidad era informar a los hispanistas de las novedades literarias españolas. Fue secretario de la Universidad Internacional de Santander hasta 1936, fecha en la que, exiliado por la guerra civil, viajó a Estados Unidos donde trabajó como profesor en el Wellesley College de Puerto Rico y en la John Hopkins University de Baltimore.
Durante este período de su vida, se dedicó a dar clases, dictar conferencias y editar sus libros, entre los que se destacan: "Razón de amor" (1936), "Largo lamento" (1939), "El contemplado" (1946), "Todo más claro" (1949) y
"Confianza" (editado póstumamente en 1955).
En 1934 afirmó: "Estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad. Luego, la belleza. Después, el ingenio". Murió el 4 de diciembre de 1951 en Boston.

LAGRIMA
Lágrima,
no te quiero, eres de agua.
Como el río al mar,
la fuente a la sed,
la charca a la nube,
tarde o temprano te marchas.

Alegría,
alegría cálida y áurea,
no te quiero, eres de sol.
Y hasta el calendario cuenta
que por las tardes te llevas
a otro -¿a qué otro?- lo que
me dabas por la mañana.

Libro,
no te quiero. De papel
cárcel frustrada, ya sabes
que se te irá el prisionero.
Agua que nunca huye,
soles que no se ponen,
libros que no traicionan:
quietud, tiniebla inmóvil,

tú, silencio.
Y lo de fuera, sí,

sé generoso, afuera.
Mas lo de dentro

-dulce secreto eterno-
adentro.

MUERTES
Primero te olvidé en tu voz.
Si ahora hablases aquí,
a mi lado,
preguntaría yo: ¿Quién es?
Luego, se me olvidó de ti tu paso.
Si una sombra se esquiva
entre el viento, de carne,
ya no sé si eres tú.
Te deshojaste toda lentamente,
delante de un invierno: la sonrisa,
la mirada, el color del traje,
el número de los zapatos.
Te deshojaste aún más:
se te cayó tu carne, tu cuerpo.
Y me quedó tu nombre, siete letras, de ti.
Y tú viviendo,

desesperadamente agonizante,
en ellas, con alma y cuerpo.
Tu esqueleto, sus trazos,
tu voz, tu risa, siete letras, ellas.

Y decirlas tu solo cuerpo ya.
Se me olvidó tu nombre.
Las siete letras andan desatadas;
no se conocen.

Pasan anuncios en tranvías; letras
se encienden en colores a la noche,
van en sobres diciendo
otros nombres.

Por allí andarás tú,
disuelta ya, deshecha e imposible.
Andarás tú, tu nombre, que eras tú,
ascendida
hasta unos cielos tontos,
en una gloria abstracta de alfabeto.


CUANTAS VECES HE ESTADO
Cuántas veces he estado

-espía del silencio-
esperando unas letras,
una voz. (Ya sabidas.
Yo las sabía, sí,
pero tú, sin saberlas,
tenías que decírmelas).
Como nunca sonaban,
me las decía yo,
las pronunciaba, solo,
porque me hacían falta.
Cazaba en alfabetos
dormidos en el agua,
en diccionarios vírgenes,
desnudos y sin dueño,
esas letras intactas que,
juntándolas luego,
no me decías tú.
Un día, al fin, hablaste,
pero tan desde el ama,
tan desde lejos,
que tu voz fue una pura
sombra de voz, y yo
nunca, nunca la oí.
Porque todo yo estaba
torpemente entregado
a decirme a mí mismo
lo que yo deseaba,
lo que tú me dijiste
y no me dejé oír.

25 de marzo de 2008

Giorgio Scerbanenco: el arte de lo pueril

Giorgio Scerbanenco, cuyo verdadero nombre era Vladimir Giorgio Serbanenko, nació en Kiev (Ucrania) el 28 de julio de 1911 y, al cabo de poco tiempo, emigró a Italia con su madre. Forzado a interrumpir los estudios por motivos financieros, se dedicó a los oficios más dispares (fresador, almacenero, mozo) antes de empezar a colaborar en periódicos femeninos, primero como corrector de pruebas y después como escritor de narraciones cortas, campo en el cual se convirtió en poco tiempo en un especialista.
Hacia 1940 comenzó a escribir novelas policiales dentro del estilo "hard boiled" (novela negra), en el que se fue destacando a medida que iban publicándose las historias. Creó al afortunado personaje Duca Lamberti, que apareció en varias de esas novelas: "La sabbia non ricorda" (La arena no recuerda, 1963), "Venere privata" (Venus privada, 1966), "Traditori di tutti" (Traidores a todos, 1967), "I milanesi ammazzano al sabato" (Los milaneses matan en sábado, 1969) y "Ladro contro assassino" (Ladrón contra asesino, 1971), por citar sólo algunas.
El editor y crítico literario italiano Oreste del Buono (1923-2003), publicó tras la muerte del escritor en Milán, el 27 de octubre de 1969, una extensa antología con los numerosos trabajos que Scerbanenco dejó inéditos al morir. En el breve prólogo de la edi­ción italiana dice: "He elegido estos relatos que hablan de delitos grandes y pequeños, logrados y fallidos, humanos e inhumanos, naturales y divinos. Aventuras policíacas que no se resignan a ser policíacas, aventuras sentimentales que no querían serlo, aventuras trágicas y grotescas, pero aventuras todas, unidas una a otra en un cuerpo singular".
Algunas de ellas se resuelven en una sola página. Otras tienen el aliento de una novela corta. Pero todas poseen ese sello inconfundible que hizo famoso a su autor:

EL VIEJO HA TRIUNFADO
Salió de la oficina muy tarde porque el administrador delegado lo entretuvo durante casi una hora. Práctica­mente le había hecho entrega de la oficina, pero aún había tenido tiempo de ir a ver al médico, y había pasado con él otra media hora, con ese médico que trataba de engañarlo.
- Hoy día es una operación sin importancia.
Y él, que había tenido y tenía muchos amigos médicos, no era tan tonto como para no saber que era la última operación sin esperanza, y dijo:
- Sí, sí.
Como si lo creyese. Y lo único que sabía y creía ver­daderamente, mientras el doctor le mostraba la radio­grafía, comentándola con inútil sencillez que no podía serenarlo, era que dentro de un año, todo lo más, su mujer y sus dos hijos irían a verlo al cementerio, y allí estarían de pie ante su tumba.
Luego, habiéndose despedido del médico, mientras conducía el coche hacia su casa, trató de apartar de sí todos esos pensamientos y lo consiguió. Se detuvo ante un bar, donde tomó un aperitivo. Ahora ya no podía hacerle daño nada y compró una botella de champaña porque había que celebrar el otro acontecimiento. Subió a su casa y llamó al timbre. Todos acudieron a abrirle, porque aguardaban la noticia que hacía tiempo se estaba gestando. Su mujer, todavía joven y rubia, y sus dos hijos tan altos, el "teddy boy" y la "teddy girl", como los llamaba, lo miraron ansiosos.
- ¡El viejo ha triunfado! -dijo él, dándole la botella a su mujer, y el viejo era él. -Desde esta noche llámen­me director general...
Porque precisamente aquella noche, en la culminación de su carrera, el administrador delegado le había dicho que lo nombraba director general de la empresa.
Entonces lo besaron todos, y nadie le preguntó si había ido a ver al médico, porque no se acordaron de preguntárselo.

LAS MUJERES NO SABEN ESPERAR
Ella entró en la habitación y lo vio preparando la maleta grande.
- ¿Por qué te lo llevas todo? Sólo vas a estar fuera diez días.
Lo vio poner en la maleta hasta el marquito con la fo­tografía de él al lado del camión.
- Porque me voy -repuso él.
- Pero ¿estás loco? -exclamó ella, fingiendo reír. -¿Por qué?
Él terminó de llenar la maleta, la cerró y la llevó al recibidor. Del bolsillo del abrigo sacó veinte mil liras y las dejó sobre una silla.
- Esto es para pagar la cuenta de los gastos pendientes.
Se fue a la cocina, buscó en la heladera una botella de cerveza, hizo saltar el tapón con el grueso y férreo pulgar y se la bebió despacio, sin vaso.
- Tú no me dejas así, ¿sabes? -gritó ella.
- No me hagas escenas -replicó él. -Es inútil. No es culpa tuya, ni te digo nada. Estoy en casa dos o tres veces al mes, porque ando siempre por ahí con el ca­mión y te queda demasiado tiempo. Resistes un año, o un año y medio, y luego encuentras a otro cuando yo estoy de viaje. No eres la primera... Es el tercer piso que pongo con una chica. Al principio se lamentan de que siempre las dejo solas. Siempre que llego se sienten felices y me echan los brazos al cuello. Luego pasan unos
meses, un año o poco más, y advierto que ya empiezan a sentirse tranquilas, no chillan porque esté siempre lejos, no se echan a llorar cuando me voy, ni hacen demasiados aspavientos cuando vuelvo... Esto son seña­les de que han encontrado a otro. Me voy y llega él. Llego yo y él se va. Y no digas que no, porque he en­contrado en casa un paquete de cigarrillos con filtro y yo no los fumo con filtro. Adiós, que te vaya bien. Tú no tienes la culpa, será cosa de mi oficio. Saludos...
Y se fue, sin ira, resignado. Las mujeres no saben esperar.

ACEPTO
En la mesa del abogado había encendida una lámpara con la pantalla verde. El abogado, grueso, ya mayor, comprobó el montón de letras, y luego le dio la primera.
- Hay veinte letras de medio millón cada una. De este modo hemos evitado el antipático procedimiento de hacer a su mujer cada mes la entrega por alimentos. Una vez firmadas las letras usted quedará libre de toda obligación económica con respecto a su mujer, y tam­poco su mujer tendrá ya nada que ver con usted...

Y el abogado cloqueó, porque era su modo de reír.
- Naturalmente, se le paga.
También él sonrió y comenzó a firmar una tras otra las letras, la primera, la segunda, la tercera. Claro que le pagaría.
- Para un hombre de su posición -dijo el abogado- es mucho mejor este tipo de liquidación por alimentos.
Sí, naturalmente, mucho mejor. Seguía firmando, cuarta y quinta letras, iluminado por la luz anticuada y apacible de la lámpara de la pantalla verde. Al lle­gar a la sexta letra, recordó aquella tarde en la playa con Elisa, cuando todavía no eran novios, aquella sen­sación de amor ardiente que había experimentado por ella, y las palabras de ella tan llenas de pasión: "Toda la vida juntos los dos, ¿verdad, Paolo?". Sí, realmente había sido un gran amor. Luego el matrimonio y des­pués el final con las letras.
Paolo Valsi, firmó; Paolo Valsi, siguió firmando; Pao­lo Valsi, aceptó, y así acabó todo.

Jorge Guillén: Alguna vez me angustia una certeza

Jorge Guillén fue uno de los maestros de la poesía española. Nació en Valladolid el 18 de enero de 1893 y estudió Filosaofía y Letras en Madrid y Granada.
Posteriormente fue catedrático de literatura en las universidades de Murcia y Sevilla, y entre 1929 y 1931 ejerció como lector en Oxford. Se introdujo tardíamente en el terreno literario: a los treinta y cinco años publicó su primer libro, "Cántico", que fue ampliado en sucesivas ediciones.
Durante la guerra civil estuvo preso, logrando salir de España en 1937 para establecerse en Estados Unidos, en donde fue profesor de varias universidades, especialmente en la de Harvard.
Al término de la dictadura franquista regresó a su país, donde obtuvo el premio Cervantes en 1976. Falleció en Málaga el 6 de febrero de 1984.
En su poesía desaparece totalmente la ornamentación modernista para quedar únicamente la palabra depurada y ceñida al contenido con la máxima precisión. Esto es lo que puede apreciarse en los versos que siguen:

MUERTE DE UNOS ZAPATOS
¡Se me mueren! Han vivido

con fidelidad: cristianos
servidores que se honran
y disfrutan ayudando,
Complaciendo a su señor,
un caminante cansado,
a punto de preferir
la quietud de pies y ánimo.
Saben estas suelas. Saben
de andaduras palmo a palmo,
de intemperies descarriadas
entre barros y guijarros.
Languidece en este cuero
triste su matiz, antaño
con sencillez el primor
de algún día engalanado.
Todo me anuncia una ruina
que se me escapa. Quebranto
mortal corroe el decoro.
Huyen. ¡Espectros zapatos!

OBSESIÓN
Ser antes de nacer, ser después de morir,
ser -y con perfección- dentro de una clausura:
en el vientre materno como en la sepultura
tiniebla protegida. No hay mejor elixir.

La madre otorga entonces suma seguridad,
hermético, recóndito, siempre interior estado,
orbe sin falla donde todo es íntimo y dado.
Tenebrosos profundos: sed felices, estad.

Pero se interrumpió la existencia guardada.
El nacer impulsó la criatura a vida.
Entre el aire y la luz, la vida es muy sufrida
congoja de prisión en que el ser se degrada.

Los años son la espera del retorno al sosiego,
un afán por llegar al segundo recinto,
la paz bien sepultada del angustiado extinto
sin problemas al sol, pasivamente ciego.

Intervalo difícil entre el materno vientre
y la entraña materna de tierra y sepultura.
Liberadora llegue, llegue la hora pura,
el hijo con la madre se compenetre y centre.

OPINA UN CIVILIZADO
Opina un civilizado.
¿Cómo?
Con sus aviones.
¿O es la influencia del Hado?
Opina un desconocido.
¿Cómo?
Con una pistola.
¿Cae un hombre malherido?
Opina un color: el blanco.
¿Cómo?
Con algunas balas.
¿El negro ha de ser el blanco?
Opina un gobierno fuerte.
¿Cómo?
Con tanque en la calle.
Muerte, muerte, muerte, muerte.

Hemingway, el joven poeta de Chicago

En enero de 1923, la revista de Chicago "Poetry: A magazine of verse" publicó seis poemas bajo el título general de "Wanderings". Harriet Monroe (1860-1936), la editora, identificó al autor como "un joven poeta de Chicago ac­tualmente en el extranjero que, en breve, publicará su primer libro de poesía".
Se refería a Ernest Hemingway (1899-1961), el escritor que tiempo después se haría famoso fundamentalmente por sus novelas "A farewell to arms" (Adiós a las armas, 1929), "For whom the bell tolls" (Por quien doblan las campanas, 1940) y "The old man and the sea" (El viejo y el mar, 1952) entre tantas otras.
Hemingway no pretendió nunca ser poeta, pero como muchos otros novelistas, compuso poesía mien­tras se convertía en un reconocido novelista. Sin contar sus obras juveniles, publicó veinticinco poemas durante su vida aunque fue más prolífico como poeta de lo que comúnmente se cree. De joven, experimentó con muchas formas literarias, ampliando frecuentemente las técnicas y estilos que había empezado a utilizar mientras escribía para "Trapeze", la revista del Oak Park and River Forest School, y para "Tabula", la ex­celente revista literaria del mismo colegio. En esos primeros intentos se inspiró en sus héroes litera­rios de juventud, pero con el tiempo se fue convirtiendo en un escritor serio que muy pronto se preocupó por la poesía, dando muestras evidentes de progreso.
La totalidad de su obra poética fue reunida en "88 poems", publicada póstumamente en 1979. De allí se reproducen los siguientes:

LO INEXPLICABLE
Cuando los insectos de junio estaban en círculo
alrededor de la luz de arco de la esquina

y proyectaban sombras en la calle;
cuando deambulabas con los pies descalzos

una noche oscura y cálida de junio
por donde el rocío de la hierba fresca bañaba tus pies.

Cuando oíste el punteo de un banjo
en el porche del otro lado de la calle

y percibiste la fragancia de las lilas del parque,
había algo que forcejeaba en tu interior

que no podías expresar con palabras.
Estabas realmente viviendo poesía a oscuras.


D'ANNUNZIO
Medio millón de italianos muertos
y encuentra placer en esto,
el hijo de puta.

TODOS LOS EJERCITOS SON IGUALES
Todos los ejércitos son iguales.
La publicidad es la fama.
La artillería hace el mismo viejo ruido.
El valor es un atributo de niños.
Todos los viejos soldados tienen los ojos cansados.
Todos los soldados oyen las mismas viejas mentiras.

Los cadáveres siempre han atraído a las moscas.

ROOSEVELT
Los obreros creían que él truncaba sus esperanzas,
y pusieron su fotografía en las ventanas.
¡Lo que hubiera hecho en Francia! dijeron.
Quizá sí, podría haber muerto quizás,
aunque los generales casi nunca mueren

si no es en la cama, como hizo él.
Y todas las leyendas que suscitó en su vida

continuaron vivas y florecientes,
libres ahora de su existencia.

POEMA NEOTOMISTA
El Señor es mi pastor,

no le necesitaré mucho tiempo.

24 de marzo de 2008

Constantino (II). La sustitución del paganismo por otra superchería

Una de las cosas que más interesaron a Constantino, a pesar de no ser cristiano, fue la formidable organización de la Iglesia. El orden jerárquico, del que soñaba ser la cúspide, le pareció per­fecto y usando la evangélica frase de “Dad al Cé­sar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, quiso que lo del César fuese al César se entregara junto con lo que perteneciese a Dios, pues de éste se hizo representante. Tanto fue así que aprove­chó todas las ocasiones para intervenir directamente en la organi­zación y el gobierno de la Iglesia.
Como hemos visto, la minoría cristiana estaba constituida, en gran parte, por la población urbana -hasta el punto de que los no cristianos fueron llamados «paganos», es decir habitantes de los «pagus» o propiedades rurales- y es precisamente en las ciudades en donde residía la administración y reinaba la burocracia. Ya desde los tiempos del emperador Augusto,el Imperio romano era espejo de un centralismo cada vez más acentuado cuanto mayor era la influen­cia oriental. Los em­peradores romanos demostraron fehacientemente que cuanto más débil y corrompido es un poder, tanto más exagera la centrali­zación del mismo. Puestos en esta situación, Diocleciano y Constantino intentaron, por lo menos, orga­nizarla. La costumbre oriental de la deificación del emperador tímidamente sugerida por Calígula y francamente exigida por Heliogóbalo y Aureliano eran una simple muestra, más o menos anecdótica, de la influencia oriental; pero estaban mezcladas todavía con organizaciones, tradiciones y terminolo­gías occidentales. Era menester decidirse y Diocleciano no dudó, por su parte, un solo instante. En su palacio de Nicomedia adoptó las costumbres de los monarcas orientales, su ceremonial, su corte, estableciendo definitivamente la autocracia. Cuando Constantino vio en la Iglesia cristiana una organización política extraordinaria que podía poner al servicio del Imperio, la burocracia imperial ya lo estaba; faltaba la burocracia eclesiástica. Empezó dando a los clérigos los mismos privilegios que ostentaban los sacerdotes paganos: se los eximió de impuestos, de prestar servicios al Gobierno y se concedió a todos los cristianos el derecho a testar en favor de la Iglesia. Frente a la muerte, y creyendo en una expiación ultraterrena, ello no podía dejar de ser fuente impor­tante de ingresos para la comunidad cristiana.
Pero lo más impor­tante fue el reconocimiento de los tribunales eclesiásticos, hasta el punto de que una causa civil podía trasladarse a un tribunal epis­copal y las sentencias que éste dictara habían de ser ratificadas forzosamente por el tribunal civil. Ello hizo que el obispo se transformase en un funcionario imperial de la más alta importan­cia; pero también se consiguió que los intereses profanos tuviesen muchas veces preponderancia sobre los espirituales.Constantino protegió la construcción de nuevas iglesias; se le atribuye la edificación de la primera basílica de San Pedro y la de Letrán en Roma, la de la Vera Cruz en Palestina, la del Santo Sepulcro en Jerusalén, la de la Ascensión en el Monte Olivete y la de la Nativi­dad en Belén. Así, la nueva máquina imperial empezó a funcionar.
A mediados del siglo VII a.C. unos habitantes de Megara fun­daron la colonia de Calcedonia en la ribera asiática del Bosforo. Más tarde, otro grupo mandado por un tal Bi­zas, fundó frente a Calcedonia, en la orilla europea del estrecho, otra ciudad o colonia que, en honor al nombre de su jefe, denominaron Bizancio. Como lugar estratégico para el paso de Europa a Asia y viceversa y como puesto de control para la navegación entre el mar Negro y el Mediterráneo, su historia fue muy importante.
Pero cuando ad­quirió notoriedad definitiva fue en el año 324 cuando Constan­tino la eligió como lugar destinado para la erección de la nueva ca­pital del Imperio.Como ya se ha visto, la capitalidad romana se había convertido en trashumante. No residía desde hacía años en Roma y Diocleciano la había trasladado a la ciudad de Nicomedia en la Bitinia, a la que embelleció con importantes monu­mentos.
Luego se trasladó a Spalato, en la costa dálmata, y allí vi­vió desde su abdicación hasta su muerte.Constantino continuó con estas ideas pero sin saber a punto fijo dónde instalar la capital. Parece que pensó primero en Nissos, en donde había nacido, luego en Sárdica, la actual Sofía, luego en Tesalónica (la Salónica de hoy), e incluso parece que pensó en el emplazamiento de la antigua Troya. Narra el historiador Salminio Sozomenos, del siglo V, que Constantino había ya trazado los límites de la Nueva Roma troyana e indicado el lugar en donde debían situarse las puertas, pero en sueños se le apareció Dios y le mandó que buscase otro emplazamiento para su capital. Según ciertos historiadores, Constantino cada noche debía de soñar con Dios y sus ángeles. Sea como fuere el hecho es que escogió Bizancio, seguramente por una serie de razones estratégicas, económicas y políticas que aconsejaban el traslado. Las amenazas graves que se cernían sobre el Imperio venían, en especial, de Asia y aun los ataques de los bárbaros del norte eran más fáciles de atajar por los flancos abiertos en las comarcas del mar Negro.
Bizancio presen­taba unas facilidades enormes para la defensa y era una maravi­llosa plataforma para la distribución de hombres, armas y víveres hacia cualquier lugar del Imperio; la mayor parte de los productos alimenticios y comerciales procedían de las regiones asiáticas o africanas; la decadencia de Roma era evidente y su vitalidad pro­cedía y dependía también de Oriente. Así fue que, el 4 de noviembre del 326, con el visto bueno de los astrólogos "estando el sol en el signo de Sagitario y Cáncer gobernando la hora", el emperador, vestido de blanco, según una antigua tradición y gobernando un arado tirado por bueyes, trazó el perímetro de la ciudad. De vez en cuando levantaba el arado para volver a introducirlo en la tierra al poco rato. En aquel espacio habría una puerta de entrada.Se reclutaron trabajadores por los más varios procedimientos: además de movilizar una masa de esclavos fabulosa, se dio fran­quicias comerciales y fiscales a quienes se instalasen en la nueva ciudad y colaborasen en su construcción. Cuarenta mil soldados godos fueron movilizados para que participasen en los trabajos. Una legión estaba encargada de mantener el orden. Los más be­llos monumentos de Roma, Antioquía, Alejandría, Atenas y Éfeso fueron desmontados para ser enviados a Bizancio. Multitud de iglesias fueron construidas; pero se respetaron los templos paga­nos y se construyeron algunos otros. Todo se hizo con tal magnificencia que el perímetro que había parecido desproporcionado y fabuloso hubo de ampliarse. El 11 de mayo de 330, a la hora señalada por los astrólogos, se inauguró la nueva ciudad aún no totalmente acabada. Durante cuarenta días y cuarenta noches las fiestas se suceden sin interrup­ción, el circo no dejó de funcionar ni un solo instante, y los sena­dores que, aduladores u oportunistas, habían debido trasladar su re­sidencia de Roma a Constantinopla, se encontraron con la agradable sorpresa de hallar a orillas del Bósforo una copia exacta de sus villas romanas.
Se levantó una estatua que representaba originariamente a Apolo, pero se le sustituyó la cabeza por la representación de la del propio Constantino que osten­taba la corona de rayos de Helios, el dios del Sol. Se dice que algunos de estos rayos metálicos fueron hechos con fragmentos de los clavos de la crucifixión de Cristo. Lo que explicaría, en parte, que la estatua fuese venerada por cristianos y paganos y que se quemase, por unos y otros, incienso en su honor.
Constantinopla, al igual que Roma, tenía siete colinas y catorce regiones o barrios, su Foro, su Hipódromo, su Circo, su Capitolio y su Senado, y como su territorio era considerado romano estaba exento de impuestos. El nombre de Nueva Roma no tuvo acepta­ción fuera de los documentos oficiales, ya prevaleció el de Constan­tinopla, derivado de su fundador, o bien era llamada simplemente la Urbs, la ciudad, exactamente como Roma. El historiador árabe Al-Masudi (888–957), escribió alrededor del 950, que los habitantes de la ciudad, griegos, la llamaban Polín, de Polis o Bulin, y también Istán-Bulin, es decir, en la ciudad, de donde deriva el actual nombre de Es­tambul.Pareció entonces que Constantino tenía todo lo que se había propuesto. Sin embargo en su familia las cosas no estaban del todo bien. Se sospecha que Crispo, hijo de su primer matrimonio, fue asesinado por orden de su mismo padre, lo mismo que su segunda esposa, Fausta, que murió hervida viva en el baño. De ella le quedaron tres hijos: Constantino, Constancio y Constante, pero en ninguno de ellos veía a quien fuera capaz de sucederle con dignidad.
Mientras tanto, y gracias a la ayuda del poder imperial, el obispo ya no es sólo un pastor de almas, es también el poseedor de un cargo oficial importarle. Las sillas episcopales de las ciudades ricas son ambicionadas. A la muerte de un obispo, la campaña electoral se hacía violenta y el perdedor no se sometía fácilmente ni solía acep­tar su derrota. Esperar la muerte del vencedor podía ser algo lento; era más fácil acusarlo de herejía y exigir su deposición. Las tres ciuda­des más opulentas del Imperio eran un nido de conspiraciones. Alejandría, Antioquia y Constantinopla eran focos de rebelión, y en todas ellas hubo episodios que culminaron con el destierro de los respectivos obispos. Estos procesos causaron el estallido de disturbios en las ciudades hasta el punto de que fue necesario utilizar la fuerza pública.
En la primavera de 337 Constantino, que preparaba una cam­paña contra los persas, cayó enfermo. Sintiéndose morir pidió el bautismo. Lo recibió de manos de Eusebio de Nicomedia, un obispo hereje. A su muerte, su cuerpo embalsamado se exhibió en el más fas­tuoso de los salones del palacio. Maquillado, coronado de pedre­ría y envuelto en un manto púrpura, recibió durante nueve me­ses en audiencia a sus súbditos. Cada día los senadores se reunían alrededor del real cadáver y le consultaban sus decisiones, los jefes militares le presentaban sus planes de batalla, los administradores del erario le rendían cuentas entre el murmullo de las oraciones de difuntos, el cántico de los salmos y el humo de los incensa­rios. Obispos, monjes, diáconos y patriarcas se sucedían re­zando y confiándole sus problemas de gobierno. El empera­dor continuó así reinando hasta la llegada de su hijo Constancio.Entonces fue conducido solemnemente a su úl­tima morada. La comitiva atravesó lentamente los salones dora­dos y los patios de mármol del palacio imperial. En la ciudad reinaba el silencio sólo interrumpido por el sonido de algunos tambores. Despacio, inexorablemente, los despojos de Constantino llamado el Grande, primer emperador de la Roma Eterna, se fueron acercando a la iglesia de los Santos Apóstoles, hecha construir por él. Era un mausoleo que contenía trece sarcófagos, uno en memoria de cada uno de los apóstoles; el decimotercero, en memoria de Cristo, estaba reservado para el emperador, su re­presentante teocrático en la Tierra. El obispo de Constantinopla recitó la oración: "Levántate, se­ñor de la Tierra, el Rey de reyes te espera para el Juicio Eterno". Así murió el responsable de la expansión de la religión cristiana en buena parte del mundo, aquel que acostumbraba aparecer en público y ante la corte vestido con las ropas más lujosas, cargado de adornos de oro, marcando un antecedente del emperador que gobierna rodeado de riquezas en nombre de Dios. La tragedia de Occidente se había puesto en marcha.