29 de enero de 2009

Entremeses literarios (XXXVI)

LA MANO
Juan Carlos Onetti
Uruguay (1909-1994)

A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
- La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile. No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño. Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos.
- Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico.
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse. Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos. Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando. Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando. Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.


ROBINSON DESAFORTUNADO
Ana María Shua
Argentina (1951)

Corro hacia la playa. Si las olas hubieran dejado sobre la arena un pequeño barril de pólvora, aunque estuviese mojada, una navaja, algunos clavos, incluso una colección de pipas o unas simples tablas de madera, yo podría utilizar esos objetos para construir una novela. Qué hacer en cambio con estos párrafos mojados, con estas metáforas cubiertas de lapas y mejillones, con estos restos de otro triste naufragio literario.


EL HABILIDOSO
Susana Duré
Argentina (1973)

Famoso fue el caso del futbolista uruguayo Hermes Washington Camacho. Hijo de un corredor de bolsa y una contorsionista profesional, se destacaba en la primera división de Peñarol por su agilidad, su impecable pegada y sus indescifrables gambetas. Con el número "10" en la espalda, era el capitán del equipo y el ídolo del público en general, y de los aurinegros en particular. Todos querían verlo jugar; a los diecinueve años era la mayor promesa del fútbol oriental. En el cuerpo técnico de Peñarol, el club que lo había visto nacer, todos lo adoraban y destacaban su físico privilegiado: flexible como un junco, fuerte como una barra de acero y veloz como el viento. Aquel domingo se jugaba la final de la Copa de Honor, frente a Defensor Sporting. El partido estaba igualado en cero, y faltaban minutos para el pitazo final. Sacó el arquero; Hermes bajó el balón con el pecho, y en una sucesión de rápidos movimientos enganchó, con pelota dominada, de izquierda a derecha, giró, metió una espectacular rabona en la que no midió su fuerza... Y terminó hecho un nudo en el área rival. No hubo manera de desatarlo. Probaron los jugadores, los entrenadores, los utileros... Tampoco pudo su madre, experta en la materia. La cirugía no prosperó, los doctores no se animaron a meter mano. Agotados todos los medios, la única esperanza era Lily Montalvo, la famosa curandera charrúa. Lily se negó por razones poderosas: era fanática de Nacional. Intentaron convencerla por todos los medios, con halagos primero, con amenazas después... Pero no hubo caso, la curandera no quería saber nada con los clásicos rivales. El pobre Hermes no se resignó, y siguió ligado al club de sus amores, aunque ya no como jugador, sino como mascota. Sin embargo, nunca dejaron de insistir con Lily. Tanto le rogaron, que finalmente, dos años después, accedió a concederle un pequeño alivio. Le desanudó el pie derecho. Son muy pocos los que recuerdan a Hermes Washington Camacho por sus goles y sus lujos. "El Nudo", como se lo llamó, quedó en la historia de Peñarol por alegrar los entretiempos haciendo jueguitos con su pie derecho. Y eso que era zurdo...


METAMORFOSIS
Ramon Gómez de la Serna
España (1888-1963)

No era brusco Gazel, pero decía cosas violentas e inesperadas en el idilio silencioso con Esperanza. Aquella tarde había trabajado mucho y estaba nervioso, deseoso de decir alguna frase que cubriese a su mujer, asustándola un poco. Gazel, sin levantar la vista de su trabajo, le dijo de pronto:
- ¡Te voy a clavar con un alfiler, como a una mariposa!
Esperanza no contestó nada, pero cuando Gazel volvió la cabeza, vio cómo por la ventana abierta desaparecía una mariposa que se achicaba a lo lejos, mientras se agrandaba la sombra en el fondo de la habitación.


LA MALA MEMORIA
André Breton
Francia (1896-1966)

Me contaron hace tiempo una historia muy estúpida, sombría y conmovedora. Un señor se presenta un día en un hotel y pide una habitación. Le dan el número 35. Al bajar, minutos después, deja la llave en la administración y dice:
- Excúseme, soy un hombre de muy poca memoria. Si me lo permite, cada vez que regrese le diré mi nombre: El Señor Delouit, y entonces usted me repetirá el número de mi habitación.
- Muy bien, señor.
A poco, el hombre vuelve, abre la puerta de la oficina:
- El señor Delouit.
- Es el número 35.
- Gracias.
Un minuto después, un hombre extraordinariamente agitado, con el traje cubierto de barro, ensangrentado y casi sin aspecto humano, entra en la administración del hotel y dice al empleado:
- El señor Delouit.
- ¿Cómo? ¿El Señor Delouit? A otro con ese cuento. El señor Delouit acaba de subir.
- Perdón, soy yo... Acabo de caer por la ventana. ¿Quiere hacer el favor de decirme el número de mi habitación?


EN EL BORDE DEL BARRANCO
Jorge Accame
Argentina (1956)

La mujer apareció de golpe sobre la ruta y le hizo señas para que se detuviera. El hombre frenó en la banquina unos metros más adelante. Ella se acercó y asomándose hacia adentro por la ventanilla, le dijo:
- ¿Puede ayudarme? Mi auto se desbarrancó.
El hombre miró y descubrió un cartel arrancado y la huella profunda de unas ruedas que terminaban en el vacío.
- Suba -le ofreció.
Pero ella dijo que iría a pie para mostrarle el camino. El hombre la siguió hasta la curva. La vio parada en el borde del barranco, con el brazo extendido, inmóvil por unos segundos. Luego la perdió en la neblina. Bajó de la camioneta y cerró con llave. En el fondo del monte divisó un automóvil rojo atorado en la maleza. Era un atardecer nublado y el verde de las plantas resplandecía.
- Señora -llamó.
Comenzó a descender lentamente porque la barranca era casi vertical. Resbaló dos veces antes de llegar y se rompió el pantalón. Pensó en la mujer. Se preguntó cómo se las había arreglado en una pared tan escarpada.
- Señora -llamó otra vez.
Escuchó un llanto de niño que provenía desde el interior del auto. Se aproximó y a través de los vidrios astillados distinguió en el asiento de atrás un bebé de meses. En el sitio del conductor había un cuerpo doblado sobre el volante. El hombre tanteó las puertas pero estaban trabadas. Con cuidado, terminó de romper el parabrisas. Se retorció hacia adentro, llegó hasta el niño y lo sacó. Lo apoyó en el pasto, envuelto en su campera. Luego volvió por el conductor. Era la mujer que lo había detenido en la ruta. Empujó su cuerpo suavemente hacia el respaldo. En el peso comprendió que estaba muerta. Una muerta serena, sin muecas de dolor ni de miedo. Sólo en los suaves labios morados se alargaba un suspiro de cansancio, porque su instinto de hembra la había forzado a trabajar más allá de las jornadas humanas.


LA VAQUILLA
Choan C. Gálvez
España (1976)

Mi padre, que ante todo es muy español, adora las vaquillas. Hasta tal punto que hace unas semanas trajo una de ellas a casa. Juntos leímos Dostoievski y compartimos salón, tetera y pancartas. El día en que el animal corneó y mató a mi madre salimos en la tele. Fuimos felices.


MIL GRULLAS
Elsa Bornemann
Argentina (1952)

Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Noami se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo:
- ¿Qué estará haciendo ahora?
Ahora. Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta:
- ¿Qué estará haciendo Noami?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez el cielo. El cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad. En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Una docena de chicos canturrea: "Donguiri-Koro Koro-Donguriko…". Por última vez. Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez. Miles de hombres piensan en mañana por última vez. Noami sale para hacer unos mandados. Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente las aguas del río. Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima. Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido. Nadie será ya quien era. Hiroshima por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945.


COCODRILOS Y DEMAGOGOS
Petronio Rafael Cevallos
Ecuador (1950)

Los talabarteros y fabricantes de calzado aprecian la piel, gruesa y resistente, de los cocodrilos. Pero debido a que estos se encuentran en peligro de extinción, en su lugar recomendamos la piel de los demagogos.


LA PENA DE MUERTE
María Elena Walsh
Argentina (1930)

Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado por los doctores de la ley y a la vista de mis hijos. Me arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado. Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco. Fui descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial. Fui condenado a la horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor era el brazo de la Justicia. Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante. Fui enviada a la guillotina porque mis camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre. Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios. Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de federales. Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente. Fui enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno. Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los verdugos. Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semivivo a una fosa común. A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento la Humanidad retrocede en cuatro patas.