13 de enero de 2009

Jean Paul Sartre. Veinte mil palabras (2)

Segunda parte de la entrevista publicada el 6 de julio de 1975 por el diario "La Opinión" de Buenos Aires, realizada por el periodista francés Michel Contat (1938) al filósofo, dramaturgo, novelista y periodista político francés Jean Paul Sartre (1905-1980), uno de los principales representantes del existencialismo, aquella escuela filosófica nacida en los años '30 como una reacción ante la crisis de conciencia a nivel social y cultural que imperaba en Alemania, desde donde se difundió al resto de Europa, especialmente a Francia.Pero usted mismo, ¿está seguro de sa­ber todo lo referente a Sartre? ¿Nun­ca intentó psicoanalizarse?

Sí, pero en absoluto para poner en claro cosas que no habría podido comprender por mí mismo. En el momento en que retomé "Las palabras", de la que había escrito una primera ver­sión alrededor de 1954 -versión sobre la cual volví en 1963-, le pedí a un amigo psicoanalista, Pontalis, si quería psicoanalizarme, más por curiosi­dad intelectual, por el propio método psicoanalítico, que para poder comprenderme mejor. Con to­da razón, Pontalis estimó que teniendo en cuenta las relaciones que existían entre nosotros desde hacía veinte años, a él esa tarea le era imposible. Para mí, por otra parte, era sólo una idea en el aire y no volví a pensar en ella.

De todos modos, muchas cosas concernientes a la manera como usted ha vivido la sexualidad podemos inferirlas de la lectura de sus novelas.

Sí, y hasta de mis obras filosóficas. Pero todo eso sólo representa un momento de mi vida sexual. Y allí ella no está detallada lo suficiente y con toda su complejidad como para que me puedan encontrar verdaderamente. Entonces, me dirá us­ted, ¿para qué hablar de ella? Le responderé: por­que el escritor, según mi parecer, debe hablar del mundo íntegramente cuando habla de sí mismo íntegramente. La función del escritor es hablar de todo, es de­cir, del mundo en tanto objetividad, y al mismo tiempo de la subjetividad que se opone a esa ob­jetividad, que está en contradicción con ella. El escritor debe dar cuenta de esa totalidad develán­dola hasta el final. He ahí por qué está obligado a hablar de sí mismo, y, en definitiva, eso es lo que hizo siempre más o menos bien, más o me­nos completamente, pero siempre.

¿Dónde está entonces la especificidad de la escritura? ¿No sería posible hablar de esta tota­lidad? ¿Hacerlo oralmente?

En principio es posible, pero en los hechos uno no dice tanto mediante el lenguaje oral como mediante la escritura. Las gentes no están habitua­das a servirse del lenguaje oral. Las conversacio­nes más profundas que actualmente se pueden te­ner son aquellas que mantienen los intelectuales entre ellos. No se trata necesariamente de que és­tos estén más cerca de la verdad, sino que en los tiempos que corren, tienen conocimientos, un mo­do de pensamiento -psicoanalítico, sociológico, por ejemplo-, que les permite alcanzar en cierto punto la comprensión de sí mismos y de los otros al cual las gentes que no son intelectuales no lle­gan naturalmente. El diálogo, en general, se en­tabla de tal manera que cada uno piensa haberlo dicho todo cuando, en realidad, los verdaderos pro­blemas comienzan más allá de lo dicho.

En suma, cuando usted habla de esa verdad que ahora es el momento de decir, ¿se trataría de expresar ciertas cosas que fueron calladas o cosas que usted no había comprendido antes?

Se trataría, sobre todo, de ubicarme en cierta postura, donde, necesariamente, se me revele cierto género de verdad que aún no conocía. Se tra­taría, mediante el rodeo de una ficción verdade­ra -o de una verdad ficticia- de retomar las ac­ciones, los pensamientos de mi vida para intentar hacer de ello un todo, observando bien sus preten­didas contradicciones y sus límites, para ver si aquellos límites eran verdaderos, si no me habían forzado a considerar tales ideas como contradic­torias cuando en realidad no lo eran, si había in­terpretado bien tal o cual acción que yo cometí en cierto momento...

¿Y quizá también para escapar a su propio sistema?

En efecto, en la medida en que mi sistema no podía explicarlo todo, se hacía necesario que yo me ubicara fuera de él. Y, como soy yo quien hizo el sistema, había muchas posibilidades para que recayera en él, y, en consecuencia, ello habría pro­bado que la verdad, para mí, no podía ser conce­bida fuera de ese sistema. Pero eso habría podido significar también que dicho sistema sigue siendo válido a un cierto nivel, aún cuando no alcanzara la verdad profunda. La verdad siempre hay que encontrarla, porque ella es infinita. Lo cual no quiere decir que no se obtengan verdades. Y yo pienso que si hubiera po­dido hacer lo que yo quería, intentar aquella no­vela corta que debía expresar mi verdad, con un poco de suerte habría obtenido algunas verdades, y verdades no sólo sobre mí, sino sobre la época que me contiene. Pero no habría logrado la ver­dad íntegra. Simplemente habría dejado entender que ella es alcanzarle aún cuando hoy nadie sea capaz de alcanzarla.

¿De eso se ocuparía usted si en estos momen­tos pudiera escribir?

Sí, y en cierta manera yo siempre me ocupé de ello.

Sin embargo, sabemos por las "Memo­rias" de Simone de Beauvoir que, a partir de 1957 más o menos, usted trabajó con un sentimiento de extre­ma urgencia. Simone de Beauvoir dice que usted emprendía "una agotadora carrera contra el reloj y contra la muerte". Me parece que si experimen­taba una urgencia tan desesperada, era porque estimaba que sólo usted era capaz de decir algo que debía ser dicho absolutamente. ¿Es exacto?

En cierto sentido, sí. Es a partir de ese mo­mento que yo escribí la "Crítica de la razón dia­léctica"; el libro me absorbió con fuerza y se tomó todo mi tiempo. En él trabajaba diez horas por día, masticando pastillas de un medicamento psicotrópico, corydrane -tomaba veinte por día finalmente- y, en efecto, sentía que había que terminar el libro. Las anfetaminas me daban una rapidez de pensamiento y de es­critura que por lo menos era el triple de mi ritmo normal y yo quería ir rápido. Era la época en que yo había roto con los co­munistas luego de los acontecimientos de Buda­pest. La ruptura no era total pero los lazos esta­ban rotos. Antes de 1968, el movimiento comunis­ta parecía representar a toda la izquierda, de ma­nera que romper con el partido creaba una suer­te de exilio. Cuando se cortaba con aquella izquier­da, uno se dirigía hacia otra izquierda, como lo hicieron los que se fueron con los socialistas, o bien uno se quedaba en una especie de espera y lo único que quedaba por hacer era intentar pen­sar hasta el fin aquello que los comunistas rehu­saban pensar. Escribir la "Crítica de la razón dialéctica" representó para mí una manera de arreglar mis cuen­tas con mi propio pensamiento fuera de la acción que sobre el pensamiento ejercía el Partido Comu­nista. La "Crítica..." es una obra escrita contra los comunistas, al mismo tiempo que seguía siendo marxista. Consideraba que el verdadero marxismo estaba completamente retorcido, falseado por los comunistas. En estos momentos, no pienso en ab­soluto lo mismo.

A ello volveremos. Ese sentimiento de urgencia que usted experimentaba, ¿no venía también de los primeros desgastes de la edad? En 1954, en Moscú, usted tuvo una primera quiebra en su sa­lud.

Fue una quiebra bastante benigna -una cri­sis de hipertensión- que yo interpreté como un inconveniente momentáneo debido al exceso de trabajo y a esa primera estadía en la Unión Soviética que no era agradable y que me había fatigado. No tuve la impresión de que algo había cambiado, pe­ro la tuve un poco más tarde cuando De Gaulle tomó el poder. Yo escribía "Los secuestrados de Altona" y un día, durante el invierno de 1958, co­mencé a sentirme algo inseguro. Me acuerdo de ese día, en casa de Simone Berriau. Estaba bebiendo un vaso de whisky, lo quise volver a poner sobre la mesa y, naturalmente, lo dejé caer al suelo. No era una torpeza; era una pertur­bación del equilibrio. Simone Berriau se dio cuen­ta de inmediato y me dijo: "Vaya a ver un médi­co, algo anda mal". Y, en efecto, algunos días des­pués, yo garabateaba en lugar de escribir, escribía frases desprovistas de sentido, sin relación con la pieza y que espantaron a Simone de Beauvoir.

¿Usted mismo tuvo miedo en ese momento?

No, pero vi que yo estaba deteriorado. Nunca tuve miedo. Pero me detuve; durante dos meses creo que no hice nada. Y luego, me puse a traba­jar de nuevo. Lo cual retrasó un año "Los secuestrados...".

Me parece que, en esa época, usted sentía una fuerte responsabilidad con respecto a sus lectores, con respecto a usted mismo, con repecto a esos "mandamientos que le cosieron bajo la piel", como usted dice en "Las palabras". Se trataba, en suma, de escribir o reventar. ¿A partir de qué momento comenzó a distenderse, si acaso alguna vez lo logró?

En todos estos últimos años, luego que aban­doné "El idiota de la familia" sobre Flaubert. En ese libro también trabajé enormemente con pastillas de corydrane. Trabajaba en él en forma intermitente desde hacía quince años. Escribía otra cosa. Luego volvía nuevamente a Flaubert. Sin embargo, no lo terminaré. Pero no me siento realmente desgraciado por ello dado que pienso que lo esencial de lo que tenía que de­cir, ya lo he dicho en los tres primeros tomos. Cualquiera podría escribir el cuarto a partir de los tres primeros que yo escribí. De todos modos, esa biografía de Flaubert inconclusa me pe­sa como un remordimiento. En fin, "remordimien­to" quizá sea demasiado fuerte; después de todo, las fuerzas de las cosas me obligaron a abando­narlo. Yo quería terminarlo. Y, al mismo tiempo, ese cuarto tomo era a la vez el más difícil para mí y el que menos me interesaba: el estudio del estilo de "Madame Bovary". Pero, se lo digo, lo esen­cial está hecho aún cuando la obra quede en sus­penso.

¿Eso vale para el conjunto de su obra? Casi podríamos decir que una de las características principales de su obra es que está inconclusa... ¿Eso le...?

¿Si eso me molesta? En absoluto. Porque to­das las obras son inconclusas: todos los hombres que hacen una obra literaria o filosófica, no la terminan. ¡Qué quiere usted!, ¡el tiempo existe!

¿Hoy no se siente aguijoneado por el tiempo?

No, porque he decidido -digo bien: he decidi­do- que yo he dicho todo lo que tenía que decir. Esta decisión implica que corto con todo aquello que aún tendría que decir y no lo digo, porque considero como esencial lo que he escrito. El resto, me digo, no vale la pena, son de esas tentaciones que uno tiene, como el escribir una novela sobre tal o cual tema y que luego abandonamos. En verdad, no es del todo exacto: si yo me pu­siera en el verdadero estado de exigencia en que se encuentra un hombre que tiene muchos años por delante y que goza de buena salud, diría que no la he terminado, que no he dicho todo lo que quería decir. Por eso, no quiero decírmelo. Si aca­so me restan diez años de vida, está muy bien, no está mal.

¿Y cómo piensa ocupar esos diez años?

Con trabajos como esos progra­mas de televisión que preparo y que considero que deberán formar parte de mi obra. Con un libro de diálogos que ya he comenzado con Simone de Beauvoir, que es la con­tinuación de "Las palabras", pero que esta vez es­tará dividido en temas y que no será hecho con el estilo de "Las palabras", dado que ya no puedo tener estilo.

Pero usted le concede menos tiempo a los pro­yectos de lo que habla.

Les concedo menos tiempo porque no puedo concederles más. Porque, a los setenta años, no puedo esperar que en los próximos diez años de eficacia que me quedan por vivir, vaya a producir la novela o la obra filosófica de mi vida. Sabemos qué son los diez años de vida que van de los setenta a los ochenta...

Lo que está en cuestión no es tanto su edad como su semiceguera...

En mí, la edad se siente por el hecho de la semiceguera -que es un accidente; yo habría podido tener otros síntomas- por la simple proxi­midad de la muerte que es un hecho absolutamen­te innegable. No es que yo piense en ella; no pien­so nunca, pero sé que ella va a venir.

¡Usted lo sabía antes!

Si, pero no pensaba en ella; verdaderamente, no. Usted sabe que en cierta época hasta me creí inmortal. Hasta los treinta años más o menos. Pe­ro ahora, me siento muy mortal, sin pensar nunca en la muerte. Simplemente sé que estoy en el úl­timo período de mi vida; es decir, que ciertas obras me están vedadas. Por su amplitud, no por su di­ficultad, pues creo que estoy casi en el mismo ni­vel de inteligencia que hace diez años. Lo impor­tante para mí es que aquello que había que hacer ya está hecho. Bien o mal, poco importa, pero en todo caso lo he intentado. Y además, me quedan diez años.

Usted me hace acordar de Gide que en "Teseo" decía: "Ya hice mi obra, he vivido...". El tenía setenta y cinco años y esta misma serenidad, esta satisfacción del deber cumplido. ¿Usted dice lo mismo?

Exactamente.

¿Con el mismo ánimo?

Habría que agregar otras cosas. Yo no pienso en mis lectores de la misma manera que Gide. Yo no pienso en la acción de un libro de la misma manera que él. Yo no pienso en la sociedad futura como él la pensaba, tomando únicamente al in­dividuo. Sí, en un sentido yo hice lo que tenía que hacer.

¿Está contento con su vida?

Mucho. Pienso que si hubiera tenido más posibilidades habría podido encarar mejor muchas más cosas.

Y también si usted se hubiera cuidado un poco. Porque, finalmente, usted se destrozó la sa­lud escribiendo la "Crítica de la razón dialéctica".

¿A qué viene eso de la salud? Vale más es­cribir la "Crítica de la razón dialéctica" -lo digo sin orgullo-, vale más escribir una obra larga, apretada, importante de por sí, que gozar de bue­na salud.

Hace algunos meses usted me dijo, con un poco de humor y otro poco de melancolía: "Estoy declinando, ya he sido". ¿Hoy tiene la sensación de ser un desconocido?

Desconocido no, si se entiende por ello la manera como lo fueron algunos escritores y poetas del siglo XIX. Pero no muy bien conocido, sí.

Cuando usted era niño, tenía dos ambiciones: hacer una obra y ser célebre. ¿A partir de qué momento supo usted que lo había logrado?

Siempre creí que lo lograría; sin embargo, jamás tuve la impresión muy neta de haber lo­grado el éxito. En fin, luego de la guerra creo que lo logré.

Dicho de otra manera, esa notoriedad más bien pesada le cayó encima en 1945...

Muy pesada...

¿Le agradó?

Figúrese que no, porque esa fama se compuso de tantos insultos y hasta de calumnias que era irritante. No era desesperante, nada de eso, por­que más tarde le encontré un cierto encanto, pero al comienzo, me fue infligida de la manera más desagradable, como es el odio.

¿Le afecta el odio?

Ahora no, pero en esa época recién lo cono­cía. Yo acababa de sufrir la ocupación alemana, que no era muy graciosa, y me encontré con el odio de mis contemporáneos, que me producía un efecto singular. Luego, finalmente, todo se arregló muy bien. Siempre me han odiado; pero, lo que fue importante es que los jóvenes siempre tuvie­ron buenas relaciones conmigo, por lo menos hasta 1968. Quiero decir que los acontecimientos de mayo de 1968 se me escaparon de las manos: ni siquiera me dí cuenta de lo que se aproximaba. Luego, después de 1968, me aproximé a ellos, o a algunos de ellos y continué teniendo un público de jóvenes. Ahora es diferente, las cosas comienzan a cambiar: es tiempo de hacer las valijas...

¿Siente que los jóvenes intelectuales ya no lo leen más, que lo conocen a través de falsas ideas que se hacen de usted?

Creo que es una lástima, para mí.

¿Para usted o para ellos?

A decir verdad, también para ellos. Pero pien­so que se trata sólo de un momento.

En el fondo, ¿usted aceptaría con todo gusto la predicción que acaba de hacer Roland Barthes al decir que a usted lo van a redescubrir y que eso ocurrirá muy pronto y con toda naturalidad?

Lo espero.

¿Y cuál es la parte de su obra que usted es­pera que sea importante para la nueva generación?

"Situaciones", "San Genet, comediante y mártir", "Crítica de la razón dialéctica" y "El Diablo y el buen Dios". Las "Situaciones", si usted quiere, es la parte no filosófica que más se aproxima a la filosofía crítica y política. Eso me gustaría que quedara y que se leyera. Y también "La náusea". Considero que, desde el punto de vista propiamente literario, es lo mejor que yo hice.