5 de marzo de 2009

Entremeses literarios (XLV)

EL MIMO
Sonia Catela
Argentina (1941)

Entró, se sacó el sombre­ro que no tenía, dijo buenas noches sin voz, se sentó a comer ali­mentos que no había en muebles que tampoco. Tragó los manjares y se limpió la cara con una servilleta inexis­tente pero muy tersa. Buscó un diario que crujía al voltear cada página aunque no se percibiera sonido alguno. Pero, ¿qué es esto? Hay una noticia inquietante. Sí, muy inquietante. Francamente, cada vez anda peor el mundo. No se puede creer, dice el mimo sin decir. Inaudito, repiten sus ojos descentrados. Hay que tomar alguna medida. Se levanta en busca de lo necesario, ¿acaso una pastilla sedan­te? Corre un cajón pesado y secreto. Observa que nadie lo espíe. Extrae dos mantas que deposita mullidamente sobre una silla en el espacio. Descuida algunas polillas que vuelan. En el fondo está el arma que saca; un rifle o una ametralladora, no se alcanza a ver, puesto que rápidamente la oculta bajo el sobretodo. Sale a la calle. Se abre camino entre el gentío. ¿Adónde va? Ah, ya sube a una torre. ¿Llegará? Mira hacia lo alto, es tan pe­ro tan alta. Se hace difícil subir porque sopla el viento de octubre, muy fuerte. Y el rifle o fusil pesa. Pero un esfuerzo extra y ya gana los últimos peldaños. Resopla para recuperar el aire y aplacar la fatiga del sobreesfuerzo. Abre la puerta que rechina mudamente. La puerta del último piso de un rascacielos. Qué amenazador se encuentra el cielo. Allá ape­nas flotan algunos alguaciles. El francotirador se atrinchera y apunta, su cara denota sufrimiento, el agudo horror que lo reco­rre en espasmos. Llora. Y empieza a disparar. A mi lado cae una mujer, bañada en sangre. Y yo siento ape­nas un ardor de fogonazo sobre el hombro; mientras la cabeza de mi vecino vuela en cartílagos y zumos, voy deslizándome ha­cia el suelo alfombrado, póstumos destellos de mi visión entur­biada. Se escucha un grito de animal acorralado en la platea. El mimo guarda su arma cuando ha abatido al último espectador. Saluda, se retira por el foro consultando su reloj. A las nueve lo espera la segunda función de "Las faenas necesarias". Aplaudimos tibiamente.


EL INTUITIVO
Alfonso Reyes
México (1889-1959)

Dicen que en el riñon de Andalucía hubo una escuela de médicos. El maestro preguntaba:
- ¿Qué hay con este enfermo, Pepillo?
- Para mí -respondía el discípulo- que se trae una cefalalgia en­tre pecho y espalda que lo tiene frito.
- ¿Y por qué lo dices, salado?
- Señor Maestro: porque me sale del alma.


QUESO
Federico Levin
Argentina (1982)

Una pareja de jóvenes en un departamento. El es tan joven que hasta podría olvidarse de sí mismo. Ella es tan joven. Están jóvenes y juntos, alrededor de la mesa que él, el habitante del departamento, preparó con esmero. Con ese preciso tipo de esmero que sólo puede ser fruto de la ansiedad. El ha cocinado algo para dos. Se sientan enfrentados, separados por una pequeña mesa redonda y los flecos del mantel blanco rozan impunes los cuatro muslos. En el centro de la mesa, una fondeu. Ella da el primer paso, aferrada al largo pinche de metal, y atraviesa un cubo de papa hervida cometiendo, con las yemas de un índice y un pulgar, el gesto que realizaría alguien que ha tomado una determinación inapelable. El intenta dejar de sonreír, más por cortesía que por pudor. Se gustan. Y disfrutan juntos de un sutil y coreográfico silencio. El queso en la fuente empieza a burbujear. El bur­bujeo es sonoro; de pronto es obscenamente sonoro. Y el queso derretido comienza a subir; a crecer y expan­dirse ante la mirada atónita de los todavía no amantes. Supera los límites de la fuente, alcanza al mantel. Hay más queso que el que debería haber. Más queso que el que hubo alguna vez entre ellos. No se detiene el movimiento imperial del queso. Chorrea por los bordes de la mesa, como antes lo hizo con la fuente, y cae al piso. Los jóvenes se ponen de pie simultáneamente, corren sus zapatitos del alcance del queso. Tan de pronto como al comenzar, el sonido obsce­no se detiene, y se detiene también el éxodo lácteo. Ella anuncia que va a buscar un trapo. Mejor trae un trapo de piso, dice él, el que está atrás de la puertita del armario y adelante del tacho de basura. No volvieron a verse. Ella dijo no estar preparada para una relación seria. El creyó descubrir que no era ese su tipo de mujer.


EL TERCERO
Aníbal M. Machado
Brasil (1898-1964)

Mi doble es insoporta­ble. Viene siempre a pelear conmigo. Cuando no es para pelear, es para burlarse. Si me pongo alas, él me agrega una cola. En el momento en que pretendo intentar el vuelo, él me obliga a arrastrarme. Madre, no puedo ser el ángel que usted me pidió. Los caminos de la inocencia van a dar a la vía del mal. Mis purezas acaban siempre en porquerías. Es él, madre, es él que me perturba. Si descubro a un hermano, él me envenena: "Cuidado, puede ser un enemigo". Si me entusiasma un genio, él me interrumpe: "Es posible, pero tiene algo de imbécil". Si tomo cualquier iniciativa, me pregunta: "¿Para qué?". Si no hago nada, finge sorpresa: "¿Qué pasó? ¿Se murió?". Es siempre así: traba mis piernas cuando me manda caminar, instala la duda cuando me invita a creer. Hasta en mis sueños él desciende e interfiere. Cuando mi doble se encuentra más entretenido conmigo, enton­ces aprovecho y huyo... Abandono a los dos y formo un tercero. El tercero es una delicia de libertad, lejos de la víctima y de su sádico. Como tercero, presencio la lucha de los dos. Es un espectácu­lo. Aprendo los golpes. Y me ejercito para combatir con ventaja a los enemigos que quedaron en venir. Parece que son muchos. Y ya están descendiendo del futuro...


DESAYUNO
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)

Lo primero que hago al despertarme es correr al cuarto de mamá y darle los buenos días mientras la beso tiernamente en ambas mejillas.
- Buenos días, hermanito -le digo.
- Buenos días, doctor -me contesta mientras se peina.
Quizá convenga señalar desde ahora que tengo siete años y medio y que estudio solfeo cantado con mi tía Berta.
- Buenos días, sobrina -digo al entrar en la pieza donde papá empolla sus reumatismos.
- Buenos días, mi querida -dice papá.

Agrego, con fines de información, que soy un varoncito pelirrojo y sumamente desenvuelto. Después de sus abluciones, la familia se reúne en torno al pan con manteca y al Fígaro, y siempre soy el primero en dar los buenos días a mi hermano mayor que prepara ya su buena tajada de pan con dulce.
- Buenos días, mamá -le digo.
- Buenos días, Medor -me dice-. ¡Cucha! -agrega con energía.
En esa forma la familia se va reuniendo para saborear el café con leche preparado por mi abuelito con su esmero habitual. Precisamente por eso no me olvido jamás de mostrarle mi agradecimiento en estas circunstancias.
- Muchas gracias, Olivia -le digo.
- Oh, de nada, hermana -contesta mi abuelito.

Estas tiernas efusiones son siempre malogradas por la intempestiva llegada del cartero con el telegrama del tío Gustavo, cultivador en Tananarive, y a mi hermano mayor le toca encargarse de la penosa lectura: "caña azúcar arruinada tifón mónica stop ¿qué va a ser de mí? stop mierda stop". El telegrama no está firmado, los de la familia nos conocemos bien.
- Era de imaginarse -dice mamá, que se ha puesto a lloriquear.
- Con ese pésimo carácter que tiene -observa el doctor.
- Chicos, cállense la boca -dice mi hermano mayor.
- Somos chicos, pero lo mismo el tío Gustavo es un pajarón -dice mi hermana.
- ¡Medor, cucha! -ordena mamá.
- ¿Puedo dar mi opinión? -dice Olivia.

- Pero por supuesto, abuelito -dice mi hermana.
- ¿Te vas a callar sí o no? -grita mi hermano mayor.
- ¿Es así como se le habla a su madre? -dice mi sobrina.
- Perdón, mamá -dice mamá.
- Hipócrita -digo yo.

- Por favor, doctor -dice mi hermano.
- Mi opinión -dice Olivia- es que el café se va a enfriar por culpa del telegrama.
- Tiene razón -dice Medor.
- Gracias, abuelito -dice mi sobrina.
- De nada, Víctor -dice Olivia.



MUERTE DE LAS AVES
Virgilio Piñera
Cuba (1912-1979)

De la reciente hecatombe de las aves existen dos versiones: una, la del suicidio en masa; la otra, la súbita rarificación de la atmósfera. La primera versión es insostenible. Que todas las aves -del cóndor al colibrí- levantaran el vuelo -con las consi­guientes diferencias de altura-, a la misma hora -las doce me­ridiano-, deja ver dos cosas: o bien obedecieron a una inti­mación, o bien tomaron el acuerdo de cernirse en los aires para precipitarse en tierra. La lógica más elemental nos ad­vierte que no está en poder del hombre obrar tal intimación; en cuanto a las aves, dotarlas de razón es todo un desatino de la razón. La segunda versión tendrá que ser desechada. De haber estado rarificada la atmósfera, habrían muerto sólo las aves que volaban en ese momento. Todavía hay una tercera versión, pero tan falaz, que no re­siste el análisis; una epizootia, de origen desconocido, las ha­bría hecho más pesadas que el aire. Toda versión es inefable, y todo hecho es tangible. En el escoliasta hay un eterno aspirante a demiurgo. Su soberbia es castigada con la tautología. El único modo de escapar al hecho ineluctable de la muerte en masa de las aves, sería imaginar que hemos presenciado la hecatombe durante un sueño. Pero no nos sería dable interpretarlo, puesto que no sería un sueño verdadero. Sólo nos queda el hecho consumado. Con nuestros ojos las miramos muertas sobre la tierra. Más que el terror que nos pro­cura la hecatombe, nos llena de pavor la imposibilidad de hallar una explicación al monstruoso hecho. Nuestros pies se en­redan entre el abatido plumaje de tantos millones de aves. De pronto, todas ellas, como en un crepitar de llamas, levantan vuelo. La ficción del escritor, al borrar el hecho, les devuelve la vida. Y sólo con la muerte de la literatura, volverían a caer abatidas en tierra.


ESQUINA PELIGROSA
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

El señor Epidídimus, el magnate de los negocios, uno de los hombres (se murmura) más ricos del mundo, experimentó un día el deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era un niño pobre que trabajaba como dependiente de almacén. Le ordenó a su chófer que lo llevase hasta aquel barrio remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados y las míse­ras casitas de antaño habían sido reemplazadas por rascacielos. Hasta que, al doblar una esquina, el señor Epidí­dimus vio el almacén, el mismo humilde y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
- Para aquí -le dijo al chófer, y luego descendió del automóvil y entró en el almacén.
Todo se conservaba igual que en sus tiempos de niño: el mostrador, las estanterías, la antigua caja registradora, la balanza de pesas, y alrededor el mudo asedio de la mercadería. El señor Epidídimus sintió el mismo olor de sesenta años atrás, un olor agridulce a jabón amarillo, a aserrín, a aceitunas, a vinagre, a acaroína. El recuerdo de su infancia lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Se le figuró que el tiempo no había pasado. Desde la penumbra del fondo le llegó la voz del patrón:
- ¿Estas son horas de venir?
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar y de yerba, con latas de tomates al natural, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto. La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.



DESPACITO
Cecilia Lartigue
México (1967)

- Afluencia máxima de vehículos. Evite viajar hoy por las carreteras nacionales.
Mateo sonríe con sarcasmo y apaga la radio.
- Buen momento para anunciarlo -comenta para sí mismo.
- Seguramente lo avisaron en la televisión ayer, pero preferiste ver la película -responde su mujer con la voz adormilada. Recarga su cabeza en el asiento y vuelve a dormirse.
A Mateo le molesta ser él quien siempre conduce, mientras su mujer duerme tranquilamente, pero sabe que no existe alternativa. Su mujer conduce mal y las carreteras europeas le causan terror. Mateo avanza un poco más y, pasando una curva, tiene que frenar súbitamente porque el auto de adelante ha hecho lo mismo. Alcanza a ver una fila interminable de vehículos totalmente parados.
- Ojalá que sea un accidente para que, cuando menos, haya valido la pena el atorón.
Lo ha dicho en voz alta, aun sabiendo que su mujer podría recriminarle nuevamente su frialdad ante el dolor ajeno. De manera inútil, Mateo ha intentado explicarle que son sólo bromas. Pone la palanca de velocidad en punto neutro para dejar que el coche avance solo por la pendiente. Mira por el espejo retrovisor. El automóvil de atrás se ha pegado al suyo, intentando presionarlo para que se desplace más rápido. Puede distinguir al conductor y a una mujer a su lado.
- Ni modo. Tendrá que empezar a confiar en la fuerza de gravedad -dice con una sonrisa.
Alto total. Mira alrededor: únicamente campos de cultivos, como en toda esta zona de Francia.
- Afortunadamente tienen pueblos hermosos porque el paisaje natural es francamente aburrido y de natural tiene poco.
Mateo no puede evitar comparar los paisajes silvestres de su país con esta monotonía europea, en donde cada centímetro cuadrado ha sido alterado por el hombre. Nada queda por descubrir: en cada rincón hay, cuando menos, una vereda. Se forma un nuevo espacio hacia delante y Mateo quita el freno. Por el retrovisor observa al conductor del automóvil de atrás desesperado porque Mateo acelere, pero él no está dispuesto a meter velocidad y tener que meter el clutch cada tres segundos. Lentamente su auto empieza a avanzar. El conductor de atrás da un golpe en el volante y gira la cabeza hacia su mujer. Esta sonríe y le da unas palmadas en el hombro. Alto total nuevamente y el tamaño de la fila sigue siendo incalculable. Mateo mira a la mujer del conductor. Ya no sonríe pero mira plácidamente por la ventana lateral. A Mateo le causa gracia saber que lo que observa es la imagen invertida de la mujer y que de frente podría ser menos agradable. Mateo mira a su mujer y compara su gesto de molestia con la mirada tranquila de la de atrás, aun cuando calcula que la suya es un poco más joven y hermosa. Decide que la mujer de atrás se llama Natalia. Sí, aunque sea francesa. Natalia ha girado el cuerpo hacia el asiento trasero, en donde parece acomodar algo. Mateo trata de levantarse un poco para identificar ese objeto, cuando el conductor de atrás toca el claxon. La fila ha avanzado algunos metros. Esta vez la pendiente es menor, así es que transcurre más tiempo para que el auto comience a avanzar. El conductor vuelve a tocar el claxon y hace una señal con los dedos para exigirle a Mateo que avance más rápido. Natalia se enfada con su marido. Mateo se complace por haber encontrado en ella una aliada. Espera a que el auto se detenga solo y con calma pone primera. Mira nuevamente a Natalia. Ella lo mira por primera vez, con gesto de curiosidad. El sonríe pero no recibe respuesta. Piensa que es poco probable que ella haya logrado percibir su sonrisa en el espejo. De todas maneras, se siente complacido por haber logrado establecer un vínculo con ella, aunque seguramente nunca vuelva a verla. De pronto, ella gira rápidamente el cuerpo hacia el asiento posterior. Mateo nota que algo se mueve allí. Natalia lo carga y lo lleva hacia ella. Es un niño pequeño, de unos dos años. El conductor le reclama algo y ella ni siquiera lo mira, sino que abraza al niño. El conductor intenta arrebatárselo para ponerlo nuevamente atrás. Ella no lo suelta. El niño comienza a llorar.
- Pero ni siquiera estamos avanzando. ¿Qué importa que lo lleve con ella? -dice Mateo un poco molesto.
- ¿Que se lleve qué cosa, quién? -pregunta su mujer, confundida.
- Nada. Tú duérmete -le responde con severidad.
Mateo imagina que abre la puerta del copiloto, empuja a su mujer hacia fuera y va por Natalia al auto de atrás.
- Otra de mis bromas de mal gusto -dice sonriendo.
Vuelve a mirar hacia atrás. El niño ya está en el asiento posterior. Natalia mira hacia Mateo con un gesto de frustración. El sacude su cabeza comprensivamente. Ella sonríe con tristeza y voltea la vista hacia la ventana lateral. Mateo mira hacia delante. Aparece una señal que indica la confluencia con una super carretera a 200 metros. Entonces se da cuenta de que el tráfico se debe al entronque y no a un accidente. Sabe que no tomará más de cinco minutos recuperar una velocidad decente. La fila comienza a avanzar con mayor rapidez. La pendiente es nula, así es que Mateo se ve obligado a meter velocidad. Decide poner primera. El conductor pega su automóvil al de Mateo y comienza a acelerar, dándole empujones.
- ¿Qué pasa? -pregunta su mujer con una voz recriminatoria.
- Nada, que el de atrás quiere que vayamos más rápido -le responde con cinismo Mateo.
- Pues pon segunda. No nos metas en problemas. Ni siquiera hablas francés.
Mateo la ignora. Quita la velocidad y deja que sólo la inercia mueva el automóvil. A una velocidad imperceptible logra llegar hasta el coche de adelante. Mira por el retrovisor. El conductor está abriendo la puerta, furioso. Mateo supone que vendrá a gritarle y se siente complacido de no entender el idioma. Natalia jala a su marido del brazo, primero molesta y luego suplicante. El niño está parado en el asiento posterior, llorando. El conductor cierra bruscamente la puerta, le da una bofetada al niño y le grita algo a ella. Mateo está seguro de que, si su mujer no estuviera en el auto, Natalia se iría gustosamente con él. La fila se mueve nuevamente, tomando mayor velocidad cada vez. Con resignación, Mateo pone primera, segunda, tercera. Ha entroncado con la super carretera. Permanece en el carril de baja velocidad para ver por última vez a Natalia y hacerle saber que la entiende, que a él también le gustaría irse con ella. El conductor lo rebasa tan rápidamente que ni siquiera alcanza a verla. Una vez adelante, se abre la ventanilla de Natalia. Mateo saca rápidamente su mano para despedirse. Con gran entusiasmo, observa que Natalia también está sacando la suya. Alcanza a ver que un dedo sobresale de los demás. Se da cuenta de que le está haciendo una señal obscena.
- Te lo mereces, por andar haciéndote el machito -dice su mujer burlonamente, antes de acomodarse para seguir durmiendo.



ESTABA RODEADO
Miguel Oscar Menassa
Argentina (1940)

Estaba rodeado, había conseguido mentirle a todo el mundo. A los traficantes de drogas les había hecho creer que yo era un consumidor. A los llamados drogadictos les hacía creer que era médico, a los médicos, les hacía creer que estaba sano. A mi mamá no le puedo hacer creer nada porque mi mamá está muerta. Pero, a mi mujer ¡le hacía creer cada cosa! Un día la encontré distraída y le dije: "Mis versos son todos para vos". Y ella siguió distraída, mirando la historia y me dijo: "Nunca pensé otra cosa". Y, cuando casi lamentándome, le dije: "Mi amor, mi amor". Ella me contestó: "Aunque no fuera por amor, igual me haría bien". Al historiador le dije que aún no había nacido, al sepulturero que aún no había muerto, y a mi amada, a mi amada le dije a lo Gardel: "Te amaba tanto, piba, que se rompió mi canto". Y, una tarde, al violín le hice creer, al pobre, que el agudo era yo. Le hice creer al diablo que era el mejor de sus soldados, pero el dolor de la mentira era verdadero, porque también le hice creer a Dios que yo era el más santo de sus fieles. Y, también, me mentí a mí mismo, cuando me dije: "Yo soy feliz".


UNA ESTIRPE DE PETISAS
Patricia Zangaro
Argentina (1958)

Cuando vi el vestido, me di cuenta de que era bajita, como yo. Todavía tiene las manchas, me dijeron, no quisimos lavarlo. Yo sólo miraba el talle, y aquel ruedo corto. Apenas me lo probé, supe que había sido mi mamá. Qué suerte. Era bajita, como yo. Las manchas son de sangre. Su sangre. La mía. Siempre quise ver el vestido del parto. Pero la mujer alta no tenía ninguno. Las cosas, sucias se tiran, me decía. Tampoco yo quise lavarlo. Por el olor. Es como tenerla viva. La mujer alta olía a detergente. Y la casa. Y mis juguetes. Qué suerte. Era bajita. Como yo. Y como la abuela. Y como la abuela de mi abuela, que vi en aquellas fotos de mujeres petisitas. Sentía mucha pena cuando aquel brazo largo me pegaba. Y no menos pena si me daba una caricia. La mujer alta no tenía fotos. Las paredes blancas y desnudas. Limpieza de hospital. Mi madre parió atada a la camilla, me dijeron. Las compañeras guardaron el vestido. Me gustan las fotos viejas. Con pollera larga, con jeans o minifalda. Una estirpe de petisas. Con una inyección le cortaron la leche, me arrancaron de sus brazos, y un gendarme me entregó envuelta en un paquete. A la mujer alta le gustaban los regalos bien envueltos, con papeles brillantes, con moños, bien prolijos. Se enojaba cuando yo rasgaba el envoltorio en el apuro. Y volvió a enojarse cuando abrí el paquete y vi el vestido. Desde entonces nunca quise volver a la casa desnuda. Porque mi madre era bajita. Como yo. Y como mi abuela. Y como la abuela de mi abuela. Y tal vez como mis hijas. Y las hijas de mis hijas.