30 de mayo de 2009

Entremeses literarios (LVIII)

RITMO
Charles Chaplin
Inglaterra (1889-1977)

Tan sólo el alba se movía en la quietud de aquel pequeño patio de prisión española -un alba anunciadora de muerte- mientras aquel joven gubernamental se erguía frente a un piquete de ejecución. Los preliminares habían terminado. El grupito de las autoridades se había situado a un lado para asistir a la ejecución y ahora la escena se cuajaba en un penoso silencio. Desde el primero hasta el último, los rebeldes ha­bían conservado la esperanza de que su Estado Mayor enviaría la orden de sobreseer la ejecución, pues el condenado era un adversario de su causa, pero había sido popular en España. Era un brillante escritor humorístico que había sabido regocijar ampliamente a sus compatriotas. El oficial que mandaba el piquete de ejecución lo conocía personalmente. Eran amigos antes de la guerra civil. Juntos habían obtenido sus títulos en la Universidad de Madrid. Juntos habían luchado para derribar la monarquía y el poder de la Iglesia. Jun­tos habían bebido, habían pasado noches enteras en las mesas de los cafés, reído, bromeado y dedicado largas veladas a discusiones de orden metafísico. De cuando en cuando, se habían peleado por culpa de los diversos modos de gobierno. Sus divergencias de cri­terio eran entonces amistosas; pero por fin, habían provocado la desdicha y el trastorno de toda España. Y ahora habían llevado a su amigo ante un piquete de eje­cución. Pero, ¿para qué evocar el pasado? ¿Para qué ra­zonar? Desde la Guerra Civil, ¿para qué servía el razonamiento? En el silencio del patio de la cárcel, todas aquellas preguntas se agolpaban, febriles, en la mente del oficial. No. Había que hacer tabla rasa del pasado. Sólo contaba el porvenir. ¿El porvenir? Un mundo que le privaría de muchos antiguos amigos. Aquella mañana era la primera vez que habían vuelto a encontrarse desde la guerra. No habían di­cho nada. Habían cambiado solamente una sonrisa mientras se preparaban a entrar en el patio de la prisión. El trágico alborear dibujaba unas rayas platea­das y rojas en el muro de la cárcel y todo respiraba una quietud, un descanso cuyo ritmo se unía al so­siego del patio, un ritmo de latidos silenciosos como los de un corazón. En aquel silencio, la voz del ofi­cial que mandaba el pelotón retumbó contra los muros de la cárcel: "¡Firmes!". Al oír esta orden, seis subordinados apretaron sus fusiles y se irguieron: la unidad de su movimiento fue seguida de una pausa en cuyo transcurso hubie­ra debido de darse la segunda orden. Pero algo sucedió durante aquel intervalo, algo que vino a quebrar aquel ritmo. El condenado tosió, se aclaró la garganta, y aquella interrupción trastro­có el encadenarse de los acontecimientos. El oficial se volvió hacia el prisionero. Espera oírle hablar. Pero ni una palabra vino de él. Enton­ces, volviéndose de nuevo hacia sus hombres, se dis­puso a dar la orden siguiente. Pero una repentina rebeldía se adueñó de su espíritu: una amnesia psí­quica que convirtió su cerebro en un espacio vacío. Aturdido, permaneció mudo ante sus hombres. ¿Qué sucedía ? Aquella escena del patio de la cárcel no signi­ficaba nada. No vio ya, objetivamente, más que un hombre, de espaldas contra el muro, frente a otros seis hombres. Y aquellos otros de allí al lado, ¡qué aire tan estúpido tenían y cómo se parecían a unos relojes cuyo tic-tac se hubiera detenido de repente! Nadie se movía. Nada tenía sentido. Había allí algo anormal. Todo aquello no era más que un sueño y el oficial debía evadirse de él. Oscuramente, le volvió poco a poco la memoria. ¿Desde cuándo estaba él allí? ¿Qué había sucedido? ¡Ah, sí! El había dado una orden. Pero... ¿cuál era la orden siguiente? Después de "¡firmes!", venía "¡carguen!"; luego "¡apunten!" y, por fin, "¡fuego!". En su inconciencia, conservaba una vaga idea de ello. Pero las palabras que debía pronunciar parecían lejanas, vagas y aje­nas a él mismo. En su azoramiento gritó de un modo incoherente, con una confusión de palabras carentes de sentido. Pero quedó aliviado al ver que sus hombres cargaban las armas. El ritmo de su movimiento reanimó el ritmo de su cerebro. Y volvió a gritar. Los hombres apuntaron. Pero durante la pausa que siguió, unos pasos apresurados se dejaron oír en el patio de la prisión. El oficial lo sabía: era el indulto. Recobró inmedia­tamente la conciencia.
- ¡Alto! -gritó frenéticamente al piquete de eje­cución.
Pero seis hombres tenían un fusil. Seis hombres fueron arrastrados por el ritmo, y seis hombres, al oír el grito de "¡alto!" dispararon.



TOPOS
Juan José Arreola
México (1918-2001)

Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema. En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados. Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical. Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.


FUGA
Santiago Pedro Ruiz
Argentina (1937)

Nuestro amor nació romántico como un nocturno de Chopin. Lue­go fue sinfonía, desde aquella noche, cuando salí de tu casa con el velo del misterio en la punta de los dedos. Hoy me abandonaste. ¿Por qué? ¿De quién habrá de ser tu risa y tu perfume? Solamente me has dejado tu recuerdo y el enigma inexorable de ausencia. Y este frío que sube por mis manos cuando acaricio tu cuerpo.


EL DERECHO A PICOTEAR
Daniel Pennac
Francia (1944)

Yo picoteo, tú picoteas, dejémoslos picotear. Es la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo en cualquier parte y meternos en él por un momento porque sólo disponemos de ese momen­to. Ciertos libros se prestan al picoteo mejor que otros porque están compuestos de textos cortos y separados: las obras completas de Alfonso Alláis o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, los "Papiers collés" de George Perros, el buen viejo La Rochefoucauld, y la mayor parte de los poetas... Dicho esto, se puede abrir a Proust, a Shakes­peare o la "Correspondencia" de Raymond Chandler por cualquier parte y picotear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de resultar decepcionados. Cuando no se tiene el tiempo ni los medios para tomarse una semana en Venecia, ¿por qué rehusar­se el derecho de pasar allí cinco minutos?


EL JUEGO DE LAS SIMULACIONES
Diego Muñoz Valenzuela
Chile (1956)

Sale de su casa el sábado al mediodía en su auto. Los cambios pasan con dificultad y reniega cada vez que la palanca se atasca. La dirección está dura y maldice a cada vuelta. Hace calor y se enjuga el sudor con un pañuelo cada vez que las gotas comienzan a deslizarse por su rostro. Pero no abre la ventana para que no vayan a creer los demás que su coche no tiene aire acondicionado. En una esquina congestionada saca el celular de la guantera y hace como que disca un número. Gesticula, discute, simula que escucha, contesta airado, ríe. Piensa que el juguete es una imitación perfecta. Lo deben estar mirando con admiración, mientras cierra negocios a distancia con Hong-Kong. En el supermercado se pasea ostentando un carro que llena de "delicatesses": whisky, vino del mejor, quesos finos, paté francés, filete, frutas exóticas, bombones. Se encuentra con amigos, habla de sus éxitos y escucha los de ellos. Se acerca cauteloso a las promotoras, mirando hacia otra parte, hasta que está cerca y con toda dignidad prueba el producto, disimulando su avidez. Sigue saludando, recibe nuevas llamadas, sonríe, quiere mostrarse feliz, no vaya a ser que los demás piensen que sufre o que es un fracasado. No vaya a ser que los demás piensen ya que no tiene alma.


CENTAURO
Orlando Van Bredam
Argentina (1952)

Si para un hombre cualquiera la vida está llena de obstáculos y contrariedades, qué decir para un centauro como yo. ¿Qué soy al final? ¿Hombre o caballo? ¿Una burla de los dioses? Con mi amigo Omega hemos decidido huir del Olimpo, visitar esta tierra de los mortales, confundirnos con los animales, las plantas y la gente. En la ciudad es imposible. Todos se ríen de nosotros. Los momentos más tristes llegan en primavera con la excitación de la sangre. Somos todavía muy jóvenes, casi adolescentes. En este instante, por ejemplo, en esta llanura que nos insulta con tanta belleza nueva, hemos descubierto dos yeguas pastando y ahí nomás, en una breve laguna, dos muchachas se bañan alegres y desnudas. Nuestros ojos van de un lado al otro. La primavera nos acosa.
- ¿Y ahora qué hacemos? -me pregunta Omega.
- No nos podemos pasar la vida dudando -le respondo-, habrá que tomar una decisión.
- Claro que sí -dice Omega. Y arremetemos.



TRAMOS DE LA CARRETERA 197
Vladimir Kultyguin
Rusia (1988)

Una mujer preguntó gritando:
- ¿Por qué hace tanto calor?
Se veía que estaba enfadada con el autobús y preocupada. De verdad, el autobús, que iba muy rápido, como si no existieran para su conductor las reglas de tránsito, se hizo rojo vivo; los asientos comenzaban a arder y el sudor se convertía en vapor instantáneamente. Al gritar la mujer, todos los pasajeros lamentaron haber escogido este autobús; se habían quitado los sacos, las chaquetas y toda la demás ropa que podía conservar o producir calor, y ahora se sentían como si estuvieran en un verano como el de Sevilla. Sólo un chico del último asiento, no gritaba ni trataba de acercarse al conductor ni abrir las ventanas; todos los que se atrevían quedaban con la mano quemada gravemente; este chico sólo se salvó gracias a que se deshizo la parte trasera del autobús y se halló en el medio de la carretera, mientras el conductor cruzaba, con los pasajeros, la frontera del infierno.


DISOLUCION DEL IDOLO EN LA MULTITUD
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Con un jadeo que lo mismo podía ser de cólera que de admiración la muchedumbre lo rodeó. El vio cómo le arrancaban el pañuelo, el sombrero, el alfiler de cor­bata, la corbata, los guantes, la chaqueta, los pantalones. Después perdió, en el tumulto, los zapatos, las medias, la ropa interior. Después vio, lejos, su pelo rubio. Des­pués vio, todavía más lejos, su mano izquierda que se agitaba y le hacía un ademán desesperado. Después vio en el suelo, pisoteada por el gentío, su boca llena de sangre y de dientes rotos. Por fin, alcanzó a ver, durante la fracción de un segundo, sus ojos que saltaban y re­botaban en medio de un remolino de brazos. Y después ya no vio más, no sintió más.


DE JACQUES
Eliseo Diego
Cuba (1920-1994)

Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencio se le escucha rasgarlo. Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas. Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se escora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.
- ¿Este?
- Sí, ese -dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llovizna de afuera cubre de manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su helado silencio.



UN CIERTO RIESGO
Antonio Cebrián

España (1965)

- Y bien, ¿qué creéis que pasará cuando pulsemos el botón y la máquina transporte esa silla un segundo hacia atrás en el tiempo? -dijo el primero de los científicos a sus colegas.
- Bueno... Podemos elucubrar cuanto queramos. Por ejemplo, se me ocurre que, como la máquina va a proyectar hacia atrás todo el espacio circundante, incluyendo donde está ella misma; cuando se produzca, lo que será proyectado es una máquina del tiempo funcionando que en ese momento está proyectando hacia atrás... Por lo tanto esta máquina proyectará otra máquina un segundo atrás y ésta proyectará otra hasta un segundo antes y así sucesivamente... Debido a la corrección del desplazamiento planetario que hemos introducido, el resultado será varios objetos superpuestos casi en el mismo sitio. Materia ultracompacta con núcleos atómicos demasiado próximos. La interacción fuerte hará que los núcleos cercanos se fusionen formando elementos químicos inverosímiles con miles de protones y neutrones en sus núcleos. Estas fusiones provocarán un desprendimiento energético colosal; una explosión nuclear hasta ahora desconocida. Podría formarse una estrella aquí mismo, aunque también es posible que la presencia de partículas sea tan grande que se forme un agujero negro...
- Yo diría más -intervino el tercer científico-. La proyección hacia atrás recursiva de la máquina atravesará toda la historia conocida -y desconocida- y alcanzará los albores del Universo. Cuando la masa de la silla se incruste en los estadios iniciales del Big Bang, provocará un desequilibrio, una falta de homogeneidad que hará irregular la explosión, redistribuyendo la masa y la energía de forma radical. Millones de galaxias dejarán de existir y otras nuevas aparecerán, puede que varíen las cantidades de materia y antimateria presentes en el Universo e incluso puede que cambien las propias leyes físicas que conocemos...
- ¡Bah! Siempre habéis sido unos tremendistas asustadizos -dijo el primer científico.
Y pulsó el botón.