17 de junio de 2009

Entremeses literarios (LXI)

DESPEDIDA EN EL ZOO
Iván Egüez
Ecuador (1944)

En domingo y sosegados -mirando el zoo como un álbum, sin sentir que llovía, que era agua y mojaba, y hacía que los pájaros se quedaran sin ojos y las bestias se pusieran resbalosas y ton­tas como grandes señoras, como pianos en medio del océano (pero nada importaba)- caminábamos con el sol entre las ma­nos, de jaula en jaula vivando la libertad, sin saber que a contra­pelo la Ausencia nos limaba, verde y taimada como la garra de la hiena, más pertinaz y furibunda que la lluvia y los leones, irre­mediable y espesa como la ración asignada a los galápagos, más grande que una roca grande (la del cóndor posiblemente), no­toria y lúcida cual un borracho que entona misereres. Nadie podía negarlo, en domingo y sosegados, cumpliendo nuestra tarde, tan generosos con el maní que saltaba a fauces y hocicos y con nuestros besos ni se diga porque me besabas en el pecho mientras te llevaba arrinconada y a veces eran besos volados como de reina e iban a parar a las befas volcánicas de algún hipopótamo. Ay amor, nosotros y las bestias, inocentes del polvo que íbamos a morder mañana, seguros de que la soledad estaba en aquel lago, que los solos eran los flamencos porque a la orilla nos veíamos frondosos y floridos (pero hoy me he puesto a pensar cómo nos habrán visto ellos, seguramente ya teníamos la pena del siguien­te día, pues sólo se animaban a mirarnos de reojo y, a veces, co­mo secretarias, como modistillas, escondían el lagrimal en el agua), para eso íbamos de la mano acorazados y engreídos. Mas esa llovizna que quizá mojaba, es hoy como una tremoli­na de cartas y lamentos, que moja duro por la espalda y ya nun­ca más las flores que puse en tus sienes para saber cómo olía la Naturaleza junto a tu fragancia, cómo se veía el color del cora­zón sobre tu cabello que brillaba. Así, angelicales por sordos, nos fuimos -como dos monos que sin decir palabra se pasan de espectáculo y al final, irremedia­blemente ambos- cada cual para su infierno.


DEL VIENTO
Eliseo Diego
Cuba (1920-1994)

El viento negro de la noche mesa las angustiadas copas de los álamos. Tocan reciamente a la puerta.
- Es el viento que bate la verja, madre.
Ella busca en la mesa, donde el cono amarillo de la lámpara, con un exacto borde, da primero nacimiento a sus manos gordezuelas, luego al moño blanco.
- ¿Dónde está mi dedal, hijo?
- El diablo esconde las cosas, madre.
Las manos aceradas de él hojean el cuaderno de recuerdos.
- Se nos han perdido las cartas del abuelo, madre.
Un largo grito, cortado de un sollozo.
- Es sólo el gato que la luna hiela en el tejado.
- ¿Y cómo fue que dijo el abuelo aquella vez, madre?
Las manos, taraceadas de azul, dejan la aguja, en la que la luz rebrilla un instante.
- Si supieras que se me ha olvidado.
El viento muere de pronto con un golpe ronco en la ventana.


LA CIFRA ADVERSA
Paula Ruggeri
Argentina (1970)

Hay un hombre en la ventana de una casa florentina. Mira hacia lo lejos y está desesperado. Otros hombres también están desesperados, pero no miran a lo lejos. En esa ciudad donde él es un extranjero (dijo un demiurgo que el sueño de Maquiavelo jamás tendría más que un engañoso despertar), corre la sangre por vías secretas, se aviva el fuego de las hogueras y una palabra equivocada determina la muerte de un hombre. Su Señor ha muerto y ahora Italia, la confusa, tiene un nuevo señor, que teñirá de asesinatos y de intrigas la historia y la leyenda: esto no le interesa. Su juventud fue tumultuosa y errónea, pero hace cinco años le puso fin; en esos cinco años estudió y meditó, hasta que finalmente supo. Y entró en la vejez. Tiene treinta y un años. Sobre él pesa el título de hereje, también el de seductor y noble escandaloso. También el de sabio. Ningún título le pesa ya. Fueron muchos sus ruegos en las horas de la niebla, cuando la Verdad le parecía desesperadamente lejana y se escapaba de su mente con la constancia que mujer alguna tuvo para rehuir sus brazos. Y sus ruegos persistentes lo fueron al punto de llegar, como un Don Juan tardíamente enamorado, de los años en que buscaba la Verdad como un atributo que añadirse a tantos otros, a amar a la Verdad por la Verdad misma. Este día sabe la verdad y sabe que se equivocó. Y que ningún vuelco intelectual puede hacer que su error sea reconocido o que se puede perdonar a sí mismo: la Verdad es aquello que ridiculizó de un modo genial en su tesis más admirable. Ahora tiene que demostrar la falsedad de su propia tesis. ¿Quién admitirá sin reírse semejante torpeza en un académico? ¿Quién escuchará la Verdad de sus labios con el mismo respeto que guardaron a la falsedad? Tiene una sola oportunidad y es su ser de caballero y no de sabio quien le dice que es el último día. Pico della Mirandola, conde y filósofo, filólogo y esgrimista, gran satírico y azote de la Astrología, después de cinco años de encierro y de combate se descubrió equivocado. Ese día, 17 de noviembre de 1494, va a demostrar del único modo posible, que el destino del hombre es una Cifra y que la Cifra está en las estrellas. Y bebiendo el veneno, dio la espalda a la ciudad que lo ignoraba y frente a la sola mirada aterrada de dos discípulos que se resignaban en silencio a aprender esa última enseñanza de su Maestro, cumplió la profecía de su propio horóscopo.


LA ALHAJA
Jules Renard
Francia (1864-1910)

Francina pasea y no piensa en nada. De repente su pie derecho rehusa pasar delante de su pie izquierdo. Se la ve pues, plantada, inconmovible, ante un escaparate. No se ha parado para mirarse en los espejos ni arreglarse el cabello. Mira una alhaja. La mira obstinadamente y si la alhaja tuviera alas iría por sí misma a colocarse, sortija, en el dedo de Francina; broche, sobre su blusa o, pendiente, en el lóbulo de su oreja. Para verla mejor, entorna los ojos, y llega, para poseerla al menos bajo sus párpados, a cerrarlos. Parece que duerme. Pero detrás del escaparate, llegada del fondo de la tienda, aparece una mano. Surge blanca y fina del puño de la camisa. Se diría que entra hábilmente en una pajarera. Está acostumbrada. Sin quemarse en el fuego de los diamantes, sin despertar a las piedras adormecidas, se insinúa entre ellas y con la punta de sus ágiles dedos como haciendo los cuernos a Francina que le observa con inquietud, roba la alhaja.


LARGA DISTANCIA
Santiago Pedro Ruiz
Argentina (1937)

- ¿Podría llamar al señor Sebastián Pedro Fernández? Tiene la fi­cha RTSA/1992/EJ/14. Habla Ramón, el hijo.
Pasó un tiempo, que el hijo sufrió como costosamente largo. Al fin se oyó una voz:
- Hola Ramoncito, qué gusto me da escucharte. Aquí estamos muy bien, como siempre. Tu madre se acuerda mucho de vos. ¿Cómo es­tás de la sinusitis? ¿Siempre trabajas en la imprenta? Cuánto hacía que no llamabas.
- Bueno, la tarifa es cara: la distancia es muy grande. Ya estoy cu­rado. Sí, sigo en la imprenta. Si mamá está con vos quisiera saludarla.
- No hijo; tu madre fue a no sé dónde. Ya sabés que es muy inquie­ta. Llamá otra vez al instituto para que te la ubiquen.
Ramón, después de cambiar otras cortas palabras, cortó e hizo una nueva llamada al kilométrico número. Una voz de mujer, grabada y melodiosa, le dijo:
- Usted está hablando con el Instituto del Profesor Apaki Sumumba. El cargo por la comunicación será de dieciséis pesos con setenta más IVA por minuto. Disque 1 para hablar con personas fallecidas des­pués de 1989; disque 2 para hablar con...


LA COSECHA DE PAPAS
Adriana Alarco
Perú (1937)

No me puedo levantar. Tiemblo de frío aunque mi cuerpo está caliente por la fiebre. El agotamiento que tengo desde hace semanas no me pasa y cada día estoy más débil. José desea que vaya al campo a cosechar pero hoy ya no tengo fuerzas. María, me dice, anda, muévete… cómo vamos a terminar de llenar los sacos de papas para vender si estás ociosa… y ya sabes que vienen a recogerlos más tarde. No puedo hacerlo todo aún si llamo a mis hermanos a ayudar. Eres muy holgazana. ¡Levántate! ¡Ya no me sirves! Pero no es verdad. Trabajo duro como me lo pide aún cuando me manda a sus hermanos al colchón, al atardecer, y no pueda descansar en toda la noche. Pero dice que me quiere. Desea tener un hijo y llamarlo Jesús para así formar una sagrada familia, pero tomo hierbas para no tenerlo porque si no, ¿cómo lo voy a ayudar en el campo? Felizmente él no lo sabe. Las mujeres que pertenecen a una familia trabajan para ellos en el campo de día y abren las piernas en las noches, repite siempre José. ¿Será así como la mía, la vida de otras mujeres? Cavar, abrir surcos, sembrar, limpiar acequias, cosechar, llenar bolsas, vender, cocinar la sopa, preparar los quesos con leche de cabra, limpiar, lavar, satisfacer a los hombres de la familia. Las plantaciones vecinas están muy lejanas y, aparte de los mercaderes, nunca tenemos visitantes. De día mastico hojas de coca y de noche fumo marihuana para poder resistir. Quizás por eso a veces no pienso bien y no sé qué contestarle a José o a sus hermanos. Nunca antes me he resistido a hacer las labores que me consignan, porque no me pegan y me alimento bien. Pero hoy estoy mal. Tiemblo tanto que las tablas retumban sobre el catre. Veo desde el rincón que ha llegado una persona a la puerta de la cabaña. No sé si es un mercader que viene a recoger las papas, pero debe ser un médico. Me examina, me observa, me hace preguntas. Que si he tenido hijos, o enfermedades o sangrados. Si me lleva al hospital podré curarme pronto. Está averiada, dice el visitante. No puedo darte más monedas. Veo que José guarda el dinero en una caja y es mucho más de lo que le pagan por las papas. Entre los dos me cargan al camión y me acomodan entre las bolsas llenas de tubérculos de la cosecha de la semana. No han podido llenar más bolsas sin mi ayuda así es que yo formo parte de la transacción. Me llevarán a un hospital que no sé si queda muy lejos y lo llaman prostíbulo. Espero que sea mejor que mi colchón y que me cuiden bien. Prepárate a abrir las piernas y a sacar la lengua, me dice el doctor, mientras yo tiemblo como una hoja por la fiebre y me acurruco en el fondo cubriéndome con una bolsa de yute que ha quedado vacía.


CENTAUROS
Theodore Roethke
Estados Unidos (1908-1963)

No necesita el centauro un caballo, él es parte de uno, no una prueba ni un ensayo. Doblemente dividido, hombre y animal, su vida sexual no es unilateral. Parece hacer lo mismo que palomas y gorriones, pero todo lo que hace excede nuestros riñones.


PRESENCIA DE LA LLUVIA
Alejandro Archain
Argentina (1953)

Se detiene antes de atravesar el pesado portón de hierro y mira hacia atrás, como buscando una voz que podría haberle tocado el hombro: "La muerte tendrá siempre algo de lluvia -escucha- para aquel que enterró a un ser querido bajo la persistencia del agua. ¿Será más fácil olvidarla cuando ha ocurrido bajo un sol intenso, o bajo un congestionado cielo de nubes grises? Hay siempre primeras experiencias bajo cuyo signo queda grabado algún hecho para siempre. Bajo qué cielo acompañamos a alguien por última vez, la primera vez que nos tocó hacer ese recorrido, es una de ellas. Un amor, un nacimiento, el descubrimiento de una idea o hecho que nos ayuda a transitar el tiempo, quedan grabados, y su recuerdo también nos acompaña y nos ayuda a ver con más claridad y bondad la vida, pero no tienen cielo. Tienen fecha, circunstancia, sabor y aroma. Tienen la persistencia categórica de algo que avanza más allá de lo circundante. La muerte con lluvia penetra más hondo en la tierra. El agua ablanda el terreno, disuelve los cascotes, desenhebra las raíces del césped, golpea nuestras cabezas, hace, en definitiva, que todo fluya con más vértigo. La imagen no es imagen, no hay metáfora. Tal vez por eso, nunca dejaremos de relacionar la lluvia con la muerte, cuando enterramos a un ser querido con el cuerpo moja­do, con las gotas de aquel eterno río cayendo por el rostro, aquella primera y lejana vez en la cual nos tocó descubrir el rito". Detrás de la voz no hay nadie. Voltea, atraviesa el pesado portón de hierro, dobla hacia la derecha y se encamina por Corrientes hacia el centro, dejando que la lluvia moje su rostro.


UNA CABEZA ROTA QUE SE INCENDIA
Augusto Rodríguez
Ecuador (1979)

El hombre es una cabeza rota que se incendia por dentro y por fuera. Es una calavera que no tiene salvación ni bandera. Es un pecho que late y que deja de latir sin mayor esfuerzo. El hombre es una cabeza que late y que sueña, aunque sean pesadillas esporádicas. Es una cabeza rota de donde emanan decenas de ideas para sobrevivir, para gozar, para seguir viviendo, aunque todo sea inútil y banal. El hombre es una cabeza que se incendia y que no puede apagar el infierno que lleva dentro.



EL INFIERNO
Virgilio Piñera
Cuba (1912-1979)

Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la bo­ca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y en­tonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos que­man -¡las llamas de la imaginación!-. Más tarde, cuando ya no nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a pare­cerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un te­mor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos to­davía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, ¿quién renuncia a una querida costumbre?