14 de octubre de 2009

Entremeses literarios (LXXVI)

AQUEL VERDUGO
Macedonio Fernández
Argentina (1874-1952)

Aquel verdugo era un santo de aquella época. Uno le decía:
- ¡Con amore!, querido Sebastián. ¡Con amore!, por favor.
Y él lo hacía con una suavidad e instantaneidad tan empeñosa que no se sentía casi nada. Esto podemos saberlo hoy y contarlo por lecturas del siglo VI. Sabido es que entonces no se tardaba tanto para resucitar como ahora que rige para ello el Juicio Final; los muertos griegos eran más dinámicos. Era raro entonces que un hombre entrado en años no hubiera sido ajusticiado alguna vez: el hecho ayudaba a vivir.


FELICES LOS NORMALES
Roberto Fernández Retamar
Cuba (1930)

Felices los normales, esos seres extraños. Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida. Los que no han sido calcinados por un amor devorante. Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más. Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros, los satisfechos, los gordos, los lindos. Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí. Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura. Los flautistas acompañados por ratones. Los vendedores y sus compradores. Los caballeros ligeramente sobrehumanos. Los hombres vestidos de trueno y las mujeres de relámpagos. Los delicados, los sensatos, los finos, los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles. Felices las aves, el estiércol, las piedras. Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños, las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos que sus padres y más delincuentes que sus hijos, y más devorados por amores calcinantes. Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.


LEYENDA DE LAS GOLONDRINAS
Laura Devetach
Argentina (1936)

Es otoño maduro y todavía están las golondrinas en Buenos Aires, dando vueltas, considerando qué hacer. Hay tanto follaje aéreo, tantos bosques de antenas en los que hacen pie cuando vienen cada año de San José de Capistrano. Van y vuelven al bosque vibrátil. Desde allí dominan la ciudad. Cuentan que un día, nadie sabe por qué extraño acuerdo, las golondrinas se pusieron a patalear sobre sus árboles metálicos. El pataleo se fue extendiendo por la ciudad y no se pudo ver televisión durante largos ratos. Sucedió el mismo día en que el Presidente tocó con la gracia del indulto a los comandantes que habían hecho desaparecer a treinta mil personas. De ahí en más la danza de las golondrinas empezó a repetirse. Del alboroto salían plumas y crujidos de antenas arqueadas, de cables con caca de pajaritos. Entonces los televisores se nublaban, se llenaban de bruma, o de arena. O de olvido. Las pantallas eran fotografías de las memorias ajadas. Las golondrinas se encargaban de recordar. Pero mucha gente buscó soluciones rápidas para eludir el problema. Las golondrinas ya no bastaban, ya no bastan. Por eso es otoño maduro y todavía están aquí, en Buenos Aires, considerando qué hacer.


PARA QUE SIRVE UN POETA
Isidoro Blaisten
Argentina (1933-2004)

¿Para qué sirve? Según el lugar desde donde se formule la pregunta, para nada. Como dijo Oscar Wilde, todo arte es inútil. Todo poeta es inútil y para algunos familiares de poetas todo poeta es un inútil. Pero, o porque, si se formula la pregunta desde otro lugar, el poeta trastrueca la familia y los familiares, vuelve útil lo inútil y cuando el viento sopla por los ojos da vuelta la red, la seda de los párpados.


EL CUENTO
Javier Villafañe
Argentina (1909-1996)

Ninguno de nosotros -y éramos más de cien los que habíamos ido exclusivamente a escuchar el cuento- pudimos oírlo. Desde el comienzo, desde que el narrador dijo: "Tenía dos callos en un pie", no sabíamos si era Diego o Pedro o Luis el que contaba el cuento o si era Diego o Pedro o Luis el que tenía dos callos en un pie, porque se oían junto con la voz del narrador los discursos de un banquete, una orquesta, un coro y había mucha gente que entraba y salía, una mujer con un rodete, unas parejas bailando, trenes, barcos, aviadores, buzos, gritos, manos apostando sobre las mesas, copas, botellas, naipes, vendedores de diarios. Eramos más de cien los que queríamos oír el cuento, pero la música, el coro, la mujer del rodete, las parejas bailando, los discursos y la gente que entraba y salía y los aviadores y los buzos y los trenes y los barcos y los vendedores de diarios y las apuestas no nos dejaban oír. Y preguntábamos:
- ¿Era Luis, era el pie izquierdo? ¿Era Pedro o Diego o era el pie derecho? ¿Qué pie de qué Pedro o de qué Diego o de qué Luis?
Apenas sí nos oíamos entre nosotros y eso era haciendo un gran esfuerzo para escucharnos, apartando con los brazos la música, las parejas, los trenes, la mujer del rodete, los aviones, la gente que entraba y salía, los barcos, las apuestas, los discursos. Pudimos escuchar al narrador:
- Una tarde puso el pie con los dos callos en una palangana llena de agua hirviendo y salmuera...
Queríamos seguir escuchando y bajábamos la música y echábamos a la mujer del rodete, a los trenes, a los barcos, a los vendedores de diarios, a los buzos y hacíamos una bocina con la mano en la oreja para oír. Y escuchamos:
- ...después con un cortaplumas afilado se cortó un callo de raíz...
No pudimos oír cómo seguía. Otra vez los trenes, los discursos, la música, los barcos.
- ¿Y el otro callo? ¿El otro callo?" -preguntábamos los interesados-.
Eramos más de cien sentados en un banco. Algunos habíamos venido desde muy lejos exclusivamente para escuchar el cuento y no pudimos saber qué le pasó al otro callo. La mujer del rodete gritaba. Oímos haciendo un gran esfuerzo:
- ...sangró el callo, se infectó el pie y se lo cortaron...
Y preguntamos:
- ¿Era el pie izquierdo? ¿Era el pie derecho? ¿Era Diego o Pedro o Luis?
- ...pie para ser clavado en una cruz con un callo arriba y otro callo abajo...
No reconocíamos la voz del narrador.
- ...la muleta corriendo por la calle llevando al pie envuelto en un papel de diario y los cinco dedos asomándose por debajo del brazo.
Después oímos:
- Señores: aquí está la palangana con la gota de sangre. Acérquense. Aquellos que duden, pueden verla.
Quisimos ver la palangana con la gota de sangre. El pie con los dos callos. Eramos más de cien. No pudimos llegar. Nos detenían los trenes, la gente que entraba y salía, la música, las parejas bailando, los aviadores, los discursos, las apuestas, los vendedores de diarios, la mujer del rodete y un altoparlante que repetía sin cesar:
- Circulen, caballeros, circulen.


AMANTES
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)

El hombre y la mujer, enloquecidos, se devoraron en la oscuridad. Poco antes del mediodía, distraída y sin prisa, la camarera corrió las cortinas, recogió las prendas desparramadas por el cuarto y las depositó en el bote de los desperdicios. Luego cambió las sábanas.


EL LECHO
Silvina Ocampo
Argentina (1903-1994)

Se amaban, pero los celos retrospectivos o futuros, la envidia recíproca, la desconfianza mutua, los carcomía. A veces, en un lecho, olvidaban estos desventurados sentimientos y gracias a él sobrevivían. A una de esas veces, la última, me referiré. El lecho era mullido y amplio y tenía una colcha rosada, el centro de la cabecera, de hierro, representaba un paisaje con árboles y barcos. El sol del poniente iluminaba una nube que parecía una llama. Cuando se abrazaban, el que tenía la suerte de estar colocado boca abajo, besando la otra boca, contemplaba aquella nube, atraído por el furor insólito que la iluminaba, a través de los caireles de una araña con tulipas rojas y verdes. Se demoraron en el lecho más que de costumbre. Los ruidos de la calle crecieron y murieron con la luz. Se hubiera dicho que el lecho navegaba sobre un mar sin tiempo, sin espacio, al encuentro de la dicha o de algo que la remedaba equívocamente... El alba se asomaba a las ventanas.
- Hay olor a quemado. Anoche soñé con un incendio -dijo ella, en un momento de horror, frente al enojo de él, para distraerlo.
- Invenciones de tu olfato -dijo él.
- Estamos en el noveno piso -agregó ella, tratando de parecer asustada-. Tengo miedo.
- No cambies de conversación.
- No cambio de conversación. El fuego hace ruido de agua ¿no oyes?
- Invenciones de tu oído.
El cuarto estaba intensamente iluminado y caliente. Era una hoguera.
- Si nos abrazáramos, nos quemaríamos tan sólo la espalda.
- Nos quemaremos enteros -dijo él, mirando el fuego con ojos enfurecidos.


EL JARDINERO
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)

El tenía cincuenta y cinco años y ella veinte. Ella quiso diseñar un nuevo jardín y el esposo consintió. Se dividieron el trabajo y mientras él compraba las semillas, ella contrató al jardinero. Las rosas florecen y resplandecen. Y ella, más.


DE "EL CUADERNO ROJO"
Paul Auster
Estados Unidos (1947)

Hace tres veranos, encontré una carta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la Oficina de Correos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos: "Desconocido", "A su procedencia". Habían tachado a pluma el nombre del señor Morgan y al lado alguien había escrito: "No vive en esta dirección". Trazada con la misma tinta azul, una flecha señalaba la esquina superior izquierda del sobre, junto a las palabras "Devolver al remitente". Suponiendo que la Oficina de Correos había cometido un error, comprobé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden encargar en paquetes de doscientas y que se anuncian en las cajas de cerillas). La ortografía de mi nombre era correcta, la dirección era mi dirección, pero el hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un paquete de etiquetas con mi dirección impresa. Dentro del sobre había una carta mecanografiada a un solo espacio que empezaba así: "Querido Robert: en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1989 debo decirte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi obra". Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a "Robert" por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre novela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mí, y, por lo que sé, lo sigue intentando. Un amigo me sugirió que era un ejemplo de "arte por correo". Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada en el servicio de correos de los Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren. Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la basura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años y he dejado que se convierta en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme.


LA FOTO SALIO MOVIDA
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía de teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo está algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.