9 de mayo de 2010

Umberto Eco y los ecos del "Manifiesto"

El 29 noviembre de 1847, durante las sesiones del Segundo Congreso de la Bund der Kommunisten (Liga de los comunistas) llevado a cabo en Bruselas, Karl Marx y Friedrich Engels recibieron el encargo de redactar un plan estratégico para la clase obrera. El proyecto había nacido durante el Primer Congreso, celebrado en Londres cinco meses antes, en el que Engels redactó un primer esbozo programático bajo el nombre de "Draft of a communist confession of faith" (Credo comunista) que fue aprobado como base de discusión y enviado a todas las filiales o "comunas" para su estudio y discusión. Una semana antes de la realización de aquellas sesiones en la capital belga, Engels le escribió a Marx una carta en la que le decía: "Piensa algo en la profesión de fe. A mí me parece que lo mejor sería prescindir de la forma de catecismo y dar a la cosa el título de 'Manifiesto Comunista'. La forma adoptada hasta ahora no sirve, ya que habrá que exponer, más o menos, algo de historia. Yo llevaré el texto de aquí, el que yo he redactado, en tono sencillamente narrativo, pero muy mal escrito, con una prisa espantosa". Así, entre diciembre de ese año y febrero del siguiente, ambos escribieron las veintitrés páginas del "Manifest der Kommunistischen Partei" (Manifiesto del Partido Comunista), aunque, para algunos historiadores, aquel libelo de divulgación proyectado y escrito con fines de agitación y persuasión fue íntegramente redactado por Marx. El documento, conocido a partir de 1872 sencillamente como "Manifiesto comunista", fue impreso en la oficina de la Workers' Educational Association ubicada en la Liverpool Street nº 46 de Londres y publicado en febrero de 1848, un par de días antes del estallido de la Revolución Francesa de ese año, la insurrección protagonizada por sectores pequeño-burgueses, obreros y estudiantes que precipitó la caída de la monarquía y consiguió la proclamación de la Segunda República, dando comienzo a lo que el historiador británico Eric Hobsbawm (1917) denominó "La primavera de los pueblos" dadas las repercusiones que dicho movimiento revolucionario tuvo en otras regiones europeas como Austria, Alemania, Hungría e Italia.
El folleto -publicado originalmente en inglés, alemán, francés, flamenco, danés e italiano- tuvo con el correr de los años innumerables reediciones y traducciones, y alcanzó una formidable fama que contrasta visiblemente con las modestas condiciones de su alumbramiento. El revolucionario ucraniano Leon Trotski (1879-1940) lo definió como el "panfleto más genial en la literatura mundial", algo similar a lo que expresó el filósofo polaco Leszek Kołakowski (1927-2009) al caracterizarlo como "una obra maestra de la literatura de propaganda". También el crítico literario, semiólogo y novelista italiano Umberto Eco (1932) se ocupó de este influyente texto en un artículo publicado en la edición del 8 de enero de 1998 del diario "L'Espresso" en ocasión de cumplirse los ciento cincuenta años de su aparición. Bajo el título "Sullo stile del Manifesto" (Sobre el estilo del Manifiesto), el breve ensayo dice así:

 No se puede sostener que algunas bellas páginas puedan solas cambiar el mundo. La obra entera de Dante no logró restituir el sacro Emperador romano a las comunas italianas. Sin embargo, el "Manifiesto del Partido Comunista", publicado por Marx y Engels en 1848, y que ciertamente ha influido en los acontecimientos de dos siglos, debe ser releído desde el punto de vista de su calidad literaria, o por lo menos, de su extraordinaria estructura retórico-argumentativa. En 1971 apareció el pequeño libro de un autor venezolano, Ludovico Silva, "El estilo literario de Marx", publicado en Italia en 1973 por Bompiani. Creo que está ya agotado, y valdría la pena reeditarlo. Refiriéndose a la historia de la formación literaria de Marx (pocos saben que escribió también poemas, muy malos en la opinión de los que los leyeron), Silva analizó toda la obra de Marx. Curiosamente, dedicó sólo pocas páginas al "Manifiesto", quizás porque no es una obra estrictamente personal. Es una lástima: se trata de un texto formidable que alterna tonos apocalípticos e ironía, eslóganes eficaces y explicaciones claras, y que -si realmente la sociedad capitalista quiere vengarse de los fastidios que estas no muy numerosas páginas le han causado- debería ser religiosamente analizado hoy en las escuelas para publicistas.


Reléanlo, por favor. Empieza con un formidable golpe de timbal, como la "Quinta Sinfonía" de Beethoven: "Un fantasma recorre Europa" (no olvidemos que estamos cerca ya del comienzo prerromántico de la novela gótica, y los espectros son entidades que se deben tomar en serio). Sigue inmediatamente después una historia a vuelo de pájaro de las luchas sociales, desde la antigua Roma hasta el nacimiento y desarrollo de la burguesía, y las páginas dedicadas a las conquistas de esta nueva clase "revolucionaria" constituyen su poema fundador, todavía válido para los sostenedores del liberalismo. Se ve (quiero decir exactamente "se ve", en sentido casi cinematográfico) esta nueva fuerza irrefrenable que, impulsada por la necesidad de nuevas salidas para sus mercancías, cruza todo el orbe terráqueo (y a mi parecer aquí el hebreo y mesiánico Marx piensa en el inicio del "Génesis"), altera y transforma países lejanos porque los bajos precios de sus productos son una especie de artillería pesada con la que derrumba cualquier muralla china, hace capitular a los bárbaros más endurecidos en el odio contra el extranjero, instaura y desarrolla las ciudades como signo y fundamento de su propio poder, se multinacionaliza, se globaliza, hasta inventa una literatura ya no nacional sino mundial...


Al final de esta apología (que convence porque es sinceramente sentida) llega de improviso el viraje dramático: el hechicero se halla impotente para dominar las fuerzas subterráneas que ha evocado, el vencedor se ahoga en su propia sobreproducción y genera en su propio regazo, de sus mismas entrañas, a sus sepultureros, los proletarios. Entra ahora en escena esta nueva fuerza que, en un primer momento dividida y confusa, se empeña con furia en la destrucción de las máquinas y se deja usar por la burguesía como masa de choque, obligada a luchar contra los enemigos de sus propios enemigos (las monarquías absolutas, la propiedad feudal, los pequeños burgueses), y absorbe gradualmente la parte de los adversarios que la gran burguesía proletariza: artesanos, tenderos, campesinos propietarios. La sublevación se vuelve lucha organizada, los obreros están en contacto recíproco por medio de otro poder que los burgueses han desarrollado para su propio provecho: las comunicaciones. Y aquí el "Manifiesto" cita los ferrocarriles, pero piensa también en las nuevas comunicaciones de masas (no olvidemos que Marx y Engels, en "La sagrada familia", supieron usar la televisión de la época, es decir, la novela de folletín, como modelo del imaginario colectivo, criticando su ideología pero al mismo tiempo utilizando lenguaje y situaciones que ella había popularizado).
En este punto entran a escena los comunistas. Antes de decir de manera programática quiénes son y qué quieren, el "Manifiesto" (con una soberbia jugada retórica), desde el punto de vista de la burguesía, plantea que los teme y levanta algunas aterradoras preguntas: ¿Quieren abolir la propiedad privada? ¿Quieren la comunidad de las mujeres? ¿Quieren abolir la religión, la patria, la familia?


Aquí, el juego se hace sutil, porque a todas estas preguntas el "Manifiesto" parece contestar de manera tranquilizadora, como para ablandar al adversario, pero luego, con un movimiento repentino, lo golpea en el plexo solar y obtiene el aplauso del público proletario... ¿Queremos abolir la propiedad privada? ¡Qué va!, las relaciones de propiedad han sido siempre objeto de transformación: ¿Acaso la Revolución Francesa no ha abolido la propiedad feudal a favor de la burguesa? ¿Queremos abolir la propiedad privada? Que tontería, no existe, porque es una propiedad de un décimo de la población en perjuicio de los restantes nueve décimos. ¿Nos acusan entonces de querer abolir "su"propiedad? Si, es exactamente lo que queremos hacer. ¿La comunidad de las mujeres? ¡Pero, vamos, lo que nosotros queremos es más bien quitarles el carácter de instrumento de producción! ¿Creen realmente que queremos comunizar a las mujeres? ¡Pero si la comunidad de las mujeres la han inventado precisamente ustedes, que además de usar a sus propias esposas aprovechan a las de los obreros y como mejor pasatiempo practican el arte de seducir a las de sus iguales! ¿Destruir a la patria? ¿Cómo se puede quitar a los obreros lo que no tienen? Nosotros queremos más bien que, triunfando, los proletarios se constituyan en nación... Y así sucesivamente, hasta aquella obra maestra de reticencia que es la respuesta sobre la religión. Se intuye que la respuesta es "queremos destruir esta religión" pero el texto no lo dice: antes de enfrentar un tema tan delicado, que pasa por alto, da a entender que todas las transformaciones tienen un precio, pero mejor por ahora no abrir capítulos demasiado candentes...
Sigue luego la parte más doctrinaria, el programa del movimiento, la crítica a los varios socialismos, pero a estas alturas el lector ya está fascinado por las páginas anteriores. Y si la parte doctrinaria resultara demasiado difícil, he aquí el golpe final, dos eslóganes que cortan la respiración, fáciles de retener en la memoria, destinados (me parece) a una fortuna fabulosa: "Los proletarios no tienen nada que perder (...) salvo sus propias cadenas" y "¡Proletarios de todos los países, uníos!". Además de la capacidad poética para inventar metáforas memorables, el "Manifiesto"  permanece como una obra maestra de retórica política (y no sólo eso) que debería ser estudiada en las escuelas, junto con las "Catilinarias" y el discurso shakesperiano de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César. Porque, dada la amplia cultura clásica de Marx, no hay que excluir que precisamente esos textos le sirvieran de ejemplo. 

En 2002, el texto precedente formó parte del libro "Sulla letteratura" (Sobre literatura), en el que el autor de "Il pendolo di Foucault" (El péndulo de Foucault) reunió diversos ensayos sobre algunas de sus fuentes de inspiración (Aristóteles, Borges, Dante, Joyce, Nerval, Wilde, etc.) y sobre varios de los temas clásicos de su obra como las funciones de la literatura, el símbolo, el aforismo y la paradoja, el estilo, el espacio o la ironía intertextual. En la versión que aparece en el libro, Eco agregó una nota al pie de página en la que decía: "Cuando escribí el artículo, evidentemente ya se hablaba de globalización, y no usé la expresión al azar. Pero hoy, que todos estamos sensibilizados ante el problema, vale verdaderamente la pena releer estas páginas. Es impresionante como el 'Manifiesto' vio nacer, con un adelanto de ciento cincuenta años, la era de la globalización y las fuerzas alternativas que habría desencadenado. Como si quisiera sugerirnos que la globalización no es un accidente ocurrido en el transcurso de la expansión capitalista (sólo porque ha caído el muro y ha llegado Internet), sino el diseño fatal que la nueva clase no podía no trazar, aunque entonces, para la expansión de los mercados, la vía más cómoda (aunque más sangrienta) se llamaba colonización. Hay que volver a meditar también (y hay que recomendárselo no a los burgueses sino a los obreros de todo tipo) sobre la advertencia de que cualquier fuerza alternativa a la marcha de la globalización se presenta, al principio, dividida y confusa, tiende al puro ludismo, y puede ser usada por el adversario para combatir a los propios enemigos".