29 de abril de 2011

Rodolfo Rabanal: "No vale la pena escribir hoy sin la osadía de decir lo que uno quiere" (2)

Como hizo en sus libros anteriores, para la escritura de "La vida privada" Rodolfo Rabanal fue tomando notas en cuadernos con las que luego trabajó en su computadora. "Yo siento necesidad de escribir -dice-. Busco más del mundo y más de mí a través de la escritura. A mi edad ya leí casi todo... No leí nada, pero no importa, uno siente que leyó todo y que es difícil encontrar algo nuevo que movilice las neuronas. Volví a los clásicos, pero también me aburrí. Y ahí pensé: bueno, a ver si escribo algo que me gustaría leer. Esa es una opción. Acá, además, quería hacer esta especie de desafío formal, de lenguaje y omisiones. Una novela de fragmentación, no clásica. No Vargas Llosa". En la novela, "el que percibe" va narrando el transcurso caluroso de un verano en Buenos Aires, mientras retoza en la solitaria azotea de su departamento. Su pasado en el barrio de Pompeya aparece una y otra vez en la figura de personajes extravagantes como los hermanos Zappa, la cara entalcada en las mejillas y en la frente, las cejas marcadas con lápiz negro, vestidos con trajes cruzados de género claro a rayas oscuras para brillar en el Salón Tango Amigo; Blanquito, un marica que baila la rumba en el Corso de Avenida de Mayo y se siente una actriz de Hollywood cuando los muchachos lo sodomizan; Dani la Rubia, una vampiresa de quince años; la tía Gladis, que despierta fantasías perturbadoras en el Pobre Chico Pálido. Mientras tanto, en el presente, en el centro porteño la vida continúa con sus miserias y sus portentos. Los dos planos temporales de "La vida privada" se alternan y se despliegan a lo largo de la novela mientras su protagonista se desplaza por los alrededores de la Avenida de Mayo entre Congreso y el Bajo. "Esa zona de la ciudad -explica Rabanal- es fascinante, porque era esplendorosa y su decadencia no lo es menos. En este momento es una zona ideal para ambientar una novela como ésta, con sus fascinantes departamentos de la avenida de Mayo que a uno lo hacen sentir en Milán. Pero claro, actualmente son espacios que han pasado de la elegancia al abandono, porque a esa zona, a esos departamentos, les quedó una cosa rumbosa, ajada, atractiva. Es la Buenos Aires más decadente", asegura el narrador. Cuando pasea a la deriva por esas calles o en la soledad de su azotea, "el que percibe" advierte que "no queda nada privado, que la vida privada es pública, ha sido usurpada por lo público. "La vida privada es un sueño. Para mí, es la nueva utopía, la utopía de estos tiempos modernos". Lo que sigue es la segunda y última parte de la compilación de entrevistas en las que el autor de "Un día perfecto" y "La mujer rusa" habla de "el que percibe", el personaje de su nueva novela que hace de la percepción fragmentaria del mundo un modo de conocimiento.


"El que percibe" dice, casi al comienzo, que la mayor parte de la ficción que hoy se escribe está concebida para la televisión. ¿Qué piensa usted?

Sí, es una bravuconada mía. Yo creo que se escribe para dos minutos, para tener presencia un rato. Y no hablo sólo de la Argentina: me refiero también a los españoles, que me tienen hasta acá con sus novelones. Tanto es así que leo sobre todo poesía, que hoy me interesa más que la prosa. Y si la prosa viene de la poesía, mejor todavía. También ocurre que para que haya escritura tiene que haber lectura, un interlocutor válido, un tipo que me complete con su lectura, y eso no es común. Sentía eso mientras escribía. Fijate, pensá en esto como dato: hay una canción de Favio del año '66 en la que habla de una flor, está enamorado, y dice "cada vez que veo a una piba como vos, con un libro debajo del brazo...". Era común ver a una chica con un libro debajo del brazo. Y hoy no. Bueno, esa relación con la literatura está no perimida pero sí diluida, la gente recurre más a lo visual, es más fácil. A eso me refiero. Si yo pudiera hoy escribir para la tele, tendría éxito.

¿Y esa percepción acerca de lo que se escribe hoy no tendrá que ver, también, con cierta fatiga de lectura?

Claro que sí, que hay una fatiga, o puede haberla. Pero esa misma fatiga, ¿es trasladable a los medios visuales? Tal vez no sea yo la medida, porque viví la televisión recién en la adolescencia y nada que ver, había uno o dos canales. No sé qué pensarán los chicos de la televisión, si el hecho narrativo ahí tiene la misma captación que en un género literario, cualquiera sea. Probablemente la narrativa televisiva capte de manera absoluta por la pasividad que implica. Vos estás ahí, viendo: chau. En cambio la literatura es un trabajo, tengo que disponerme a leer. Ahora, para lo otro siempre tengo tiempo, para la literatura no.

Entonces, la escritura que se produce para el mundo de hoy, ¿está dirigida a quién?

¿A quién? ¿A un pibe que ve televisión entre cuatro y seis horas por día o a un tipo que lee cuatro? Esto último no existe, casi. Hay que luchar muchísimo para sostener la existencia de un género literario en estas condiciones, con esta escasez de interlocutores válidos. Lo cual, al mismo tiempo, nos da una libertad enorme. Yo vengo sosteniendo que somos muy libres: como nadie nos da pelota, gracias a esta indiferencia podemos decir lo que queramos. No vale la pena escribir hoy sin la osadía de decir lo que uno quiere. Hay gente que se cuida: yo creo que no hace falta. La literatura hoy te invita a que seas absolutamente vos mismo y tiene todo para hacerlo, porque los controles son mínimos. La democracia consiguió eso: no tener censura política, ni de los gustos, los hábitos y las cosas que se hacen. Lo que te censura es el mercado, y nada más.

Usted ha dicho que después de la publicación, relee sus novelas una vez más y ya no vuelve.

Me deprime, no puedo releer mis libros.

¿Por qué?

Y, es el pasado. Ya no soy ése. Hay una cosa con el tiempo. No soy melancólico en el sentido mórbido, más bien soy reactivo, pero me distingo aspectos que se parecen mucho a la melancolía y rehúso estar ahí. Las relecturas a veces me llevan a un pasado innombrable: ¿Qué hago acá? Hice esto y esto, por qué, dónde estaba, qué disparate... Nunca me juzgo placenteramente. Es medio raro, tengo una relación neurótica para hablar de esto.

Hacia finales de la década del '80 se fue a vivir a París. ¿Siente que la distancia le alteró de algún modo el lenguaje?

No. El lenguaje está muy vivo. Fueron tres años, no es tanto. Me servía el francés para redescubrir ciertos términos castellanos, pero no llegó a haber extrañeza. En esa época frecuenté un poco a Cortázar, que ya había vivido treinta años en Francia, y me decía que tenía algún problema para reponer el español argentino. En las novelas que escribí por aquellos años, "El pasajero" y "En otra parte", hay, eso sí, un intento deliberado por escribir como si el libro fuera una traducción. Como si fuera pensado en inglés y escrito en castellano. Beatriz Sarlo lo notó y lo escribió en su momento en "Punto de vista". Eso es lo increíble de la buena crítica.

Cuando volvió aparecieron los primeros textos de una generación nueva. ¿Le suscita alguna tensión la lectura de esos libros?

Me pasó algo curioso. Al morir Fogwill, yo había estado con él unos días antes en un congreso literario en Montevideo. Se muere y me pongo a releerlo, como para recuperar alguna cosa. Y me doy cuenta de algo: todos los de nuestra generación teníamos un idioma distinto a los idiomas anteriores de la Argentina. La cosa parte de Borges, que crea un idioma. Después nosotros retomamos esa enseñanza y desarmamos ese idioma para hablar de un modo más popular, no en sentido político o populista, sino en términos de habla cotidiana. Nos resultó natural mezclar el habla cotidiana con lo literario. Me parece que incluso mi generación manejó el habla cotidiana de Buenos Aires con más credibilidad que Cortázar. Cuando ahora lo releo, siento que Cortázar anuncia que va a hablar de esta manera. Para nosotros, incluso en las escrituras más trabajadas, ese idioma cotidiano circuló con menos artificiosidad. Es una observación, que todavía no ha sido debidamente verificada.

Hay algo muy generacional en los tonos de la escritura, en la respiración de la prosa...

Desde luego. La generación posterior, que ahora está muy en el candelero, practica una fidelidad muy rígida por cuidar el lenguaje. Como si necesitaran despeinarse un poco. Quizás este es un proceso necesario en ellos, para después llegar a eso. A mí me han acusado siempre de "escribir bien"; pero aun así, en todo caso, yo me siento muy adscripto a esa cosa generacional de narrar de una manera muy porteña y cotidiana, en la ironía, en los tonos, no muy académica. Habría que discutirlo un poco y poner casos.

Hablando de linajes, da la impresión de que en algún momento hizo una suerte de relectura de Borges, Cortázar y los escritores que lo antecedieron. ¿Cómo fue ese periplo?

En algún momento me costaba separarme del influjo borgeano, y tomé una decisión drástica: no leerlo durante años. A los veintisiete años hice un "stop" y dejé de leer a Borges, a Cortázar y a otros autores de peso fuerte. De algún modo me encerré y empecé a leer a los ingleses, a los franceses, a Dante; me metí en eso y me olvidé de aquello que me perturbaba. Había escrito dos novelas cortazarianas que eran una vergüenza, un mamarracho, totalmente copiadas, y tuve que cancelar todo eso. Descubrí a Beckett, que me dio vuelta. Y recién entonces pude volver a leer a Borges, pero ya desde otro lado.

¿Sigue siendo crítico de la juventud actual? Ha dicho que, comparada con la suya, no se involucra en nada.

A veces pienso bien y a veces pienso mal de la juventud. La mía transcurrió en los '60, que fue cuando se inventó la juventud. Y ahora, recordando, la mayor parte de las propuestas revolucionarias fueron ridículas y triviales. Nos queríamos hacer hippies o irnos a Cuba, qué sé yo. Y yo lo que viví, a los veintinueve años, fue el repliegue de todo lo hippie en California, y a la guerra de Vietnam vista "desde adentro". Y ahí vi el esplendor y la decadencia de toda una época. Me fui a los Estados Unidos en 1978. Acá no se podía estar. Ojo, había gente que estaba feliz con los milicos.

¿Sí?

Claro, porque cuando hay dictadura nadie te "afana" nada. Podés llegar tarde a tu casa porque no hay ladrones. Pero la gente no se da cuenta de que tenés que elegir entre ser libre o ser un esclavo asegurado. Y la gente suele elegir ser un esclavo asegurado. Hablá con cualquiera y te va a decir lo mismo: "Yo lo que quiero es seguridad". Obvio, tienen miedo y es genuino ese temor. Pero la pregunta correcta es qué estás dispuesto a dar a cambio de esa seguridad. ¿Llegarías a entregar la libertad? No me cabe la menor duda. Pero, ¿yo qué soy? ¿Sociólogo? No, yo soy novelista. Hablemos de literatura.

De acuerdo. ¿Cómo lo trata la camarilla literaria?

Para empezar, creo que no me dan mucha bolilla. Los escritores no nos tratamos casi entre nosotros. Nunca hay demasiado amor y hay una fuerte competencia. Yo tengo un público pequeño de lectores, pero por suerte tengo eso. No tengo nada más. Ni fama ni cosa que se le parezca. Más bien hago mi carrera de forma silenciosa. Me pierdo muchas cosas porque no voy a congresos, porque para mí no aportan gran cosa. Lo que sí doy son charlas sobre literatura.

¿Y quiénes van?

Pocos jóvenes y muchas señoras mayores.

Lo mismo le pasaba a Rodolfo Fogwill. Siempre se quejaba: "¡Se me llena todo de viejas!".

¿De veras decía eso? Porque es tal cual. Ayer hablé en una charla y había cuatro jóvenes y un montón de gente grande. Había mucha gente de cincuenta y viejas decididas. Decisivas viejas.

Volvamos a la literatura. ¿Para qué sirve?

Para sacarte de los lugares cómodos. Si no, no es. La escritura tiene que ser joven, vital y sobre todo, complicada. No importa que sea coloquial, pero lo que siempre debe hacer un texto es complicarte la vida. Si no te complica la vida, no sirve.

¿Por eso define a la suya como una "estética del sobresalto"?

Exactamente. La literatura tiene que sobresaltarte. Tenés que preguntarte cosas al leer. Saltar, saltar valores. Entrar en otra forma de decir, como sucedía con el carnaval de los años '50.