2 de mayo de 2011

Cristina Peri Rossi: "La libertad se logra cuando uno consigue convertir los deberes en deseos"

Nacida en Montevideo, Uruguay, Cristina Peri Rossi (1941) participó en las revueltas de los años '60. Su nombre y su obra fueron prohibidos en su país, y tuvo que exiliarse a España en 1972. Debido a sus actividades políticas, dos años más tarde tuvo que emigrar de nuevo, esta vez a París. Regresó a Barcelona en 1974, donde obtuvo la nacionalidad española. Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos, y ha sido traducida a más de quince lenguas. Su primera colección poética, "Evohé", constituyó un pequeño escándalo por su erotismo y sus transgresiones sexuales. Desde entonces ha publicado varios poemarios que han gozado del aprecio de la crítica y los lectores: "Descripción de un naufragio", "Diáspora", "Lingüística general", "Europa después de la lluvia", "Babel bárbara", "Otra vez Eros", "Aquella noche", "Inmovilidad de los barcos", "Las musas inquietantes", "Estado de exilio", "Por fin solos" y "Estrategias del deseo". Autora también de numerosos libros de cuentos y novelas, su obra poética ha sido galardonada con los más prestigiosos premios literarios, entre los que se encuentran el Premio Ciudad de Barcelona 1991, el Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti 2003 y el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe 2008. A raíz de la obtención de este último, fue entrevistada en Barcelona por la periodista alemana Ulrike Prinz para la revista "Humboldt". La charla fue reproducida por la revista uruguaya "Matices" en su ejemplar de junio de 2010.


¿Te consideras una persona "libre"?

Sí, aunque la libertad absoluta es imposible. Yo me comprometo mucho con las situaciones emocionales, afectivas; la emoción siempre es un compromiso para mí. Por ejemplo, este año la Organización de las Naciones Unidas me invitó a dar una conferencia sobre los sesenta años de los derechos humanos, en reconocimiento a mi labor en la lucha por la justicia, la libertad, la democracia y la igualdad. En este sentido, no soy libre, en la medida en que tengo compromisos éticos, que a su vez implican unos deberes. Esos deberes yo los transformo en deseos, ya que la libertad se logra cuando uno consigue convertir los deberes en deseos. En mi caso, el deseo está tan superpuesto al deber que soy muy feliz haciendo las cosas que debo hacer éticamente, y me sentiría muy mal si no las hiciera. Lo que sí siento es una gran libertad para pensar, y para hacerlo con respecto a los prejuicios y las cosas que uno hereda o las ideas propias de una época; además, me interesa mucho ponerlos en tela de juicio. Quizás esto me viene de la infancia, porque los niños suelen ser bastante lógicos. Freud dice que hay un sentido innato de la igualdad y de la justicia muy arraigado en los niños. Yo lo he sentido desde muy pequeña y lo he desarrollado. Eso me ha ayudado mucho, porque el debate interior se produce cuando la lucha por la libertad perjudica a los intereses particulares o subjetivos. Conozco a escritores y escritoras que no se han comprometido en la lucha contra las dictaduras porque temían que sus obras fueran prohibidas, como ocurrió con las mías. Mi nombre estuvo prohibido en Uruguay durante quince años; una emisora de radio fue cerrada sólo por nombrarme. Durante los trece años de dictadura, mis amistades tuvieron que quemar mis libros porque corrían el riesgo de ser arrestados. Si tengo la conciencia tranquila, soy feliz, y no se me plantea ese debate entre los logros y objetivos personales y la conciencia. En Brasil, durante la dictadura quedaron muchos escritores y escritoras -hoy con premios importantes- porque ni se exiliaron ni criticaron la dictadura. Ahora, cada cual tiene que resolver eso a su manera. Creo que lo más que le puedo pedir a un artista o intelectual es que esté a la altura de su obra, que su vida esté en consonancia con sus principios. A mí, por lo menos, me da cierta tranquilidad.

¿Y hay mucha diferencia entre la libertad política y la libertad literaria y personal?

La literatura tiene que tener libertad porque es justamente en el arte donde podemos poner las fantasías; incluso las cosas que están prohibidas podemos volcarlas en la literatura.

¿Y puede ser una guía?

Exacto. Hasta las cosas que permanecen fijas a lo largo de la vida, como el sexo. Yo cuando escribo puedo ser, por ejemplo, un perro. Puedo utilizar la primera persona y trasladarme a otra manera de ser. Suelo hacerlo con frecuencia en la narrativa, donde utilizo mucho la primera persona como instrumento literario para lograr la cercanía con el lector, la identificación. Es una gran libertad para mí poder ponerme, llegado el caso, en el lugar de un hombre. Tengo un relato muy famoso, titulado "Conversación con el ángel", sobre un hombre casado al cual su mujer abandona por una mujer. Intento meterme en la cabeza de un hombre heterosexual que no entiende nada, que se desespera porque quiere entender y que se siente excluido. El personaje está desesperado, recorre la ciudad de noche, se emborracha. De pronto, sin darse cuenta, entra en un bar gay, lo que hace que se sienta más confundido, más violento, más agresivo; se acerca a una mujer, que en realidad es un travestido, le empieza a hablar y al final le agarra del cuello y le pide que le explique qué hacen dos mujeres. Y la explicación que este personaje le da permite que se abra la puerta de su entendimiento a lo que hasta entonces le provocaba ira y esa sensación de traición. Esta libertad es, a su vez, también un riesgo de la escritura. Una juega permanentemente a sentir lo que otros sienten, sobre todo en las novelas. Y, a veces, me cuesta volver, separarme del personaje. Yo siempre digo que los escritores no debemos vivir solos. Hay momentos en los que necesito que alguien me diga, por ejemplo: "no fuiste a la tintorería" o "anda a comprar el pan", eso me obliga a volver a la realidad. La frontera entre lo real y lo imaginario es muy frágil, y cuando estoy involucrada en ese mundo imaginado me cuesta salir, porque es muy estimulante: ahí uno es casi Dios. Yo soy atea, pero inventar un personaje, que se siente casi como algo propio, acerca un poco a la idea de la creación divina. Por eso, cuando termino un libro, sobre todo de narrativa, paso una semana de depresión. La llamo "la depresión postparto". Ya no está dentro, está fuera, deja de ser mío.

La cuestión de la identidad del autor y del personaje es un tema interesante. Siri Hustvedt en su ensayo "Being a man" (Ser un hombre) confiesa que en sus sueños es un hombre y que ella escribe desde la perspectiva de un hombre.

A veces eso es más fácil, porque escribiendo como mujer se corre el riesgo de hablar sobre una misma. En mi última novela, "El amor es una droga dura", el personaje masculino está escrito en primera persona. Manuel Vázquez Montalbán la presentó en Barcelona y Vicente Verdú en Madrid, y recuerdo que luego los dos me preguntaron: "¿Cómo es que te metes tan bien en la cabeza de un hombre?". Es una facilidad que hay que aprovechar porque si no toda la literatura sería biográfica (aunque siempre hay elementos biográficos), y también la posibilidad de trasladarse a otra época, al siglo XVIII o al XXV. Eso a mí me ensancha muchísimo mi libertad.

Volviendo al tema de la libertad. Hace exactamente cuarenta años que el mundo se movilizó y emprendió una lucha por la libertad. Tú, que perteneces a la generación del '68, ¿cómo viviste -como testigo y protagonista- la revolución estudiantil en Uruguay?

Me gustó mucho el análisis sobre el '68 de la revista "Humboldt". Es el mejor que he visto, porque el '68 no fue tan importante en Europa como en Estados Unidos y en América Latina. La Revolución Cubana del '59 es quizás lo que contribuye a su importancia en América Latina, pues le da una perspectiva de futuro a la revolución y la hace posible, también para Europa. Aunque Europa, después de dos guerras mundiales, estaba totalmente deprimida y tuvo que colocar lejos la utopía y la revolución. Régis Debray, un intelectual francés que fue a luchar a Cuba, es un ejemplo de la admiración que se sentía en Europa por estos movimientos revolucionarios, que después tuvieron que pagar el precio de la realidad. Las revoluciones tienen que enfrentarse en algún momento con las condiciones reales, y ahí empiezan a demostrar que no siempre son capaces de sostener sus ideales que, en último término, no son más que una guía, es muy difícil traducirlos. Para mí, el '68 es un movimiento antiautoritario. En los lugares de Uruguay donde se consiguieron algunos logros, la universidad empezó a ser un órgano representativo, donde los representantes de los estudiantes eran tan numerosos como los de los burócratas, los funcionarios. Y también supuso la libertad sexual.

A eso voy...

Aunque yo, que tengo buena edad y experiencia en izquierdas, te puedo decir que la izquierda es tan reaccionaria en este punto de vista como la derecha.

Sí. Libertad sexual sí, para los hombres...

...pero no para las mujeres. Quizás lo más terrible es que las mujeres se confundieron. Al permitirles formar parte de la guerrilla uruguaya pensaron que estaban en pie de igualdad con los hombres, pero no tuvieron acceso a puestos dirigentes del aparato político. Podían participar fusil en mano, pero a la hora de tomar decisiones, ellas no contaban. Fueron usadas como carne de cañón. Además, hay otra cuestión de la que no se ha hablado, y en la que yo insisto mucho, que demuestra hasta qué punto siguen funcionando las jerarquías patriarcales en el enfrentamiento con el poder: todas la mujeres guerrilleras, al ser arrestadas, fueron violadas. ¡Todas! No se perdonó a ninguna. Y, después, les dieron las mismas palizas y las mataron igual. O sea, la violación sigue siendo utilizada como instrumento de dominación y sobre ello no ha reflexionado la izquierda. Porque las mujeres estaban en calidad de compañeras de los guerrilleros. También por eso, pocas mujeres se exiliaron solas. Se exiliaron porque se exiliaba su compañero. Otra cosa importantísima del '68 es el movimiento antipsiquiatría; se comprendió que el electroshock no era la solución. Y, además, el movimiento sesentayochista permitió la apertura de pensamiento. ¡Fue la última vez que una generación creyó que podía cambiar el mundo!

Hablando del exilio, ¿cómo ha influido en el escenario de la narrativa contemporánea?

Hay toda una corriente de literatura del exilio desde Virgilio, que fue un exiliado. En la antigüedad era el principal castigo. La corriente de los filósofos pesimistas griegos tiene este aforismo tremendo: "Lo mejor es no nacer. Pero en el caso de nacer, lo mejor es no ser exiliado".

¿Tú también lo vives con tanta dureza?

Mientras duren las dictaduras es una situación muy dolorosa. El emigrante económico, que sale de su país con la ilusión de hacer dinero para volver, va a conocer un lugar donde se vive mejor. En cambio, el exiliado es echado a patadas del lugar donde nació. Por lo tanto, vive el exilio como un castigo y una gran pérdida. Los exiliados, tanto los de la guerra mundial como los de la guerra española o como nosotros mismos, hemos perdido una guerra. Consecuentemente, somos los derrotados. Es muy confuso porque, por un lado, se tiene un sentimiento de culpa muy fuerte, muy duro. Se siente que se ha traicionado a la gente que ha luchado y, en último extremo, se siente culpa por haber salvado la vida. Por otra parte, se idealiza lo que se ha perdido, porque se ha perdido involuntariamente, como cuando se nos muere alguien. Yo sufrí, sufrí muchísimo, pero no publiqué el libro que escribí en el exilio, los poemas. No quise publicarlos hasta que no cayera la dictadura. Me parecía que cultivar el dolor era una manera de hacerlo más fuerte. Mientras, lloraba porque no estaba en Uruguay. Participaba en la vida española diciéndome a mí misma -haciendo honor al internacionalismo socialista- que era lo mismo combatir a Franco que a Videla o a Pinochet, o al dictador de mi país. Y que era lo mismo luchar por el socialismo en España que en Uruguay. Pero lo que sí se pierde es la historia personal, los nombres y los recuerdos que no se pueden compartir. Por eso, todos los exiliados tienden a formar guetos. Nos juntamos, aunque no haya otra afinidad, para compartir al menos un pasado, o las referencias exteriores. Pero no conviene cultivarlo mucho porque hay que tratar de integrarse en el lugar. Es más fácil hacerlo cuando ya la dictadura ha caído porque, entretanto, estás viviendo en dos lugares a la vez y no sabés qué vas a hacer. Las únicas dos personas que conozco que nunca se plantearon el tema fuimos mi compañera, la que se exilió conmigo, y yo. Cayó la dictadura y ninguna de las dos se planteó en ningún momento qué hacer. Ella compró un billete y yo compré un billete, ni siquiera volvimos juntas, pero ni en un momento pensamos en quedarnos... no, no... Sobre todo porque una no regresa nunca. El lugar al que se regresa ya no es; el tiempo y una misma han cambiado, y entonces ya no se puede regresar.

Hay un lema que dice: "Vengo de lejos y escribo en Europa". ¿Te aplicarías ese lema?

Yo practico una literatura muy universal.

Más bien cosmopolita...

Muy cosmopolita. Y soy consciente de que algunos de mis libros, cuando se publicaron en España, estaban muy adelantados a lo que era el lector español o la lectora española, pero yo los publiqué igual. Mi novela "La nave de los locos", por ejemplo, es una gran alegoría sobre el exilio, y cuando la edité en 1984, en España la gente no estaba preparada para ese libro. En América Latina quizás tampoco. Eso es algo con lo que se tiene que vivir. La sensación de precocidad o de estar adelantado. Kafka tiene un aforismo precioso que dice que la literatura es un reloj que adelanta. A veces atrasa, pero en mi caso adelanta.

En tu libro "Habitación de hotel", gran parte de los poemas tratan de la ciudad, de los espacios transitorios. ¿Qué influencia ejerce la ciudad de Barcelona en tu poesía?

La primera vez que escribí sobre Barcelona, hace muchos años -en un libro llamado "BarceDonas", en el que participamos sólo mujeres-, yo hablaba de que las ciudades tienen sexo. Y a mí me parece que Barcelona es una ciudad bisexual, con elementos masculinos y femeninos. Es una ciudad en la que me siento cómoda, fundamentalmente por el mar. Yo me crié en Montevideo; pasé allí treinta años y no puedo estar mucho tiempo en un lugar que no tenga mar. Me basta con saber que está, me basta con olerlo a veces. Me ahogo, me asfixio, donde no hay mar. Por otra parte, me tocó vivir una etapa bonita de Barcelona. La de la muerte de Franco, esos años de la transición en los que estuve vinculada a los poetas, escritores y artistas de esta ciudad. Fue una época interesante, con cierto parecido a lo que yo viví en Uruguay. Allí con más intensidad, porque eran más revolucionarios. Por eso digo que la "gauche divine" (izquierda divina) fue siempre más divina que izquierda, ¡mucho más divina que izquierda! Fue un desperdicio porque no tuvieron suficiente.. Había un grupo de mujeres, Esther Tusquets, Ana María Moix, Beatriz de Moura, que hubieran podido ser el "Bloomsbury" de Virginia Woolf. Se podría haber dado algo parecido a los salones de mujeres aquí en Barcelona. Pero no cuajó, un poco por pereza y porque el hecho de haber vivido tantos años con la dictadura nos había dejado con un enorme complejo de inferioridad. Digamos que teníamos la autoestima muy baja. Aunque había editoriales, había artistas, había muchos artistas latinoamericanos en este momento...

¿A fines de la década del '70 y principios de los '80?

Sí, cuando empieza la movida en Madrid. Había en Barcelona dos o tres lugares de encuentro: el Boccaccio, Els Quatre Gats y el Bauma, pero eso no prosperó porque, por un lado, los artistas somos muy individualistas. Y los que se habían quedado, creo que se sentían bastante culpables por no haber resistido lo suficiente a Franco. Además, en esa etapa hubo muchos latinoamericanos, y se creó una especie de rivalidad entre los exiliados y los artistas de aquí. Pero fueron unos años de mucha libertad, de mucha experimentación, que a mí me devolvieron lo que había perdido.

En tu poema "Mi casa es la escritura" y en otros, defines la escritura al mismo tiempo como punto de partida y también como meta. Las palabras como última razón, como refugio. ¿Cuál es el poder de la poesía?

Yo creo que es donde las palabras recuperan su fuerza primitiva, porque en el lenguaje coloquial lo que prima es la necesidad inmediata de comunicación; la palabra, lo que tiene de frescura e incluso de erotismo. La palabra es algo que tiene su gusanillo, su musicalidad. Incluso hay palabras que me caen mejor que otras. Esa necesidad de la comunicación inmediata que tiene la novela y también el lenguaje coloquial no cuenta en la poesía. Cuando leo un poema en público siempre digo: "La primera vez lo leo para que se enteren un poco de qué va". La segunda, vuelvo a repetir el poema y digo: "Ahora ya es lo que quiero decir". Y la tercera agrego: "Ahora, para que sientan emociones". En la poesía, las palabras recuperan la fuerza primordial, porque en el tráfico normal la palabra se desgasta. Como en la poesía está suspendido el tiempo y el espacio -las dos coordenadas habituales-, estamos en un espacio de nadie, y en ningún tiempo; en la eternidad o como se le quiera llamar. Se parece a la religión, sin tiempo ni espacio. Ahí las palabras recuperan todo su vigor y toda su fuerza. Además, una palabra al lado de otra puede ganar o puede perder; se contaminan, entran en relación entre sí, y eso es un juego.

Como en la música...

Es que la poesía es música. Tú te das cuenta si un poeta es bueno o malo fundamentalmente por cómo suena. El tema puede ser importante, pero si no suena bien, si no sale la música, no hay nada que hacer. Esto lo estuve hablando con mi traductora de Estados Unidos. Le había enviado un poema, titulado "Una experiencia espiritual", que empieza: "Ella andaba buscando una experiencia espiritual...", y yo le explicaba que no tenía que poner "estaba", porque "estar" da sensación de quietud y lo que yo quiero expresar es justamente que esa mujer estaba andando. En la poesía, cada palabra tiene que tener su justificación. La poesía, cuando es buena, no permite que le quites ni le pongas un vocablo. Es como cuando compones una pieza musical, no puedes poner ni un compás de más... Ese rigor, esa economía se dan en la poesía, y en el relato breve también. El relato y la poesía tienen esa exigencia. Esto lo estudió bien Edgar Allan Poe, que era poeta y narrador, ya que la estructura de la poesía y la del cuento son muy similares. En la poesía, el primer verso es fundamental; y en un relato, la primera frase. "Der process" (El proceso) y "Die verwandlung" (La metamorfosis), de Kafka, están escritos como si fueran poesía. En un poema, tienes que acertar con el primer verso y también con el último. En el relato, el final tiene que ser un golpe para el lector. Yo lo hacía al principio de modo instintivo, pero ahora ya llevo una larga experiencia. La primera frase la sé antes; a veces voy en el metro y tengo una primera frase, y me la tengo que apuntar en un papel.

Has publicado cerca de treinta y siete libros...

Casi cuarenta libros... y a veces estoy durmiendo y me sale una primera frase. Y entonces no tengo ganas de encender la luz y apuntarla, y trato de memorizarla, pero no hay manera, aunque sé que va a volver. Puedo tener el tema pero, mientras no tengo la primera frase, no escribo, porque la primera frase siempre la comparo con la seducción. Si tú de pronto estás en el vestíbulo del cine y pasa alguien que te gusta, si no das con la sonrisa o la mirada adecuadas, se te va. O te sale o no te sale pero, si no te sale, se va a ir, así que mejor que se te ocurra, ¿no?

Te acaban de otorgar el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe por tu libro "Playstation". ¿Cuál es el mensaje de este libro? ¿Cuál es su aventura?

Es un libro muy, muy duro, un libro completamente urbano, de una gran soledad. Este libro sí que es completamente autobiográfico. Eso quiere decir que cada poema cuenta una historia pequeña que me ha pasado a mí. Por ejemplo, un poema que habla de cuando yo estaba recién exiliada, vivía en un barrio obrero, aquí en Barcelona, por San Andrés -un barrio de emigrantes pobres-, y un día salí en la televisión. La televisión era Dios. Y entonces, cuando fui al mercado, me empezaron a mirar mal porque pensaban que, si yo salía en la televisión, tenía que ser rica y famosa. ¿Y qué hace un rico y famoso viviendo ahí? Y yo me daba cuenta del malestar, me daba cuenta de que me estaban mirando de reojo, gente que normalmente me saludaba como si yo fuera la vecina de toda la vida. Hasta que un vecino me dijo: "¿Qué está haciendo usted, rica y famosa, entre nosotros que somos pobres?". Cuenta sobre todo cosas que tienen que ver con el mundo literario, con la experiencia de tener que vivir de la literatura. Uno de los poemas que tiene más éxito se titula "Punto de encuentro", y en él hablo de una experiencia que me pasó. Entro en un "sex shop" muy grande, cerca de mi casa. Me gusta mucho ir a los "sex shop" de vez en cuando. Estaba vacío, estaba lleno de cosas -enorme, una superficie inmensa-, y me encuentro con un colega de la universidad. Era la única persona que había, un profesor de filosofía. Y, cómo no, los dos nos sentimos un poco turbados, y nos ponemos a hablar de filosofía, de la polémica entre Locke y Hobbes. Y mientras él empieza a hablar de mis libros, yo estoy pensando que él está deseando meterse en la cabina para masturbarse y yo estoy deseando comprar una película porno. O el poema "Formar una familia", que empieza diciendo que una mujer me gustaba mucho pero me propuso formar una familia. Y yo le pregunto que para qué quiere otra familia si ya tiene una, tiene padre, madre, hijos, primos... Y ella me dice: "¿Ésa es tu idea de la familia?", y yo le respondo que no, que tengo muchas más. Trata un poco sobre lo que todos sentimos pero no decimos. Es la desmitificación de todos los rituales de la vida urbana. Y cuento una noche en el hospital de Sant Pau de Barcelona... Es un libro con el que todo el mundo se ríe, yo creo que por nerviosismo. Cuando leo algo de él, siempre salta la carcajada, pero es porque estoy diciendo lo que todo el mundo piensa y no es correcto decir. Es un libro muy, muy incorrecto.

Con eso volvemos a la cuestión de la generación del '68.

Claro, sí, sí, exactamente. Pero, por otro lado, estoy segura de que es bueno que en un libro esté lo que pensamos muchos y no nos conviene decir. No hay ningún poema de amor, hay una profunda soledad en el libro, pero es la soledad del individuo contemporáneo en las grandes ciudades, en la que terminamos jugando con la playstation. La que crea menos problemas, ¿no?

Claro, siempre se puede ganar...

Además, cuento anécdotas reales; por ejemplo, que tuve una editora muchos años que es una gran jugadora. Los escritores somos todos muy jugadores. Pero también la literatura es un juego en algún lugar. Cuento que mi editora siempre me invitaba a sus reuniones de póker. Yo le digo que no, porque voy a perder (ella juega con su psicoanalista, con otra mujer y, claro, yo voy a perder), y ella me dice: "Tú juegas con las máquinas al póker". Yo le contesto que sí, pero que la máquina no tiene nada contra mí ni yo contra ella. Soy una jugadora solitaria, a todo juego sola, porque luego no soporto la agresividad que hay cuando la gente pierde. Por eso, siempre prefiero jugar con máquinas. El poema termina diciendo que, al no irme con la editora a jugar al póker, es la primera vez que pierdo una oportunidad de perder.

Bueno, la última pregunta. Algunas veces hablas de la catástrofe del amor. ¿Se puede aprender a amar a la medida justa?

Mira, yo pienso que a amar no se aprende. Amar es una cosa que una tiene en el corazón. Porque, en último término, si uno no tiene capacidad de amar es difícil que encuentre un objeto para amar, qué sé yo: el perrito, el gatito, el vecino de la esquina. Además, el amar te coloca en una situación de fragilidad y de vulnerabilidad (siempre me acuerdo del poema de William Blake que dice que la sonrisa de la mujer que ama le lleva al paraíso, pero si no lo mira se hunde en el infierno). Sí, nos coloca en una situación de dependencia emocional muy grande, en una situación muy frágil. Pero, ¡bendita sea esa fragilidad, porque lo contrario sería ser robot!

Tiene que ver con la libertad también, la libertad interior...

Sí, sí, lo que ocurre es que algo tenemos que obtener. Todos los seres humanos somos narcisos. ¿Cómo es que nos colocamos en esa situación de dependencia? Algo importante tenemos que obtener. Yo creo que es, por una parte, la intensidad emocional y, por otra, la ilusión. Asumimos esa fragilidad y esa vulnerabilidad en la medida en que va unida a una cuota de intensidad que no tienen otras cosas. Lo comparo con la creación. Lo que ocurre, lo que noto, es que la gente cada vez está menos dispuesta a colocarse en esta situación de fragilidad. Por todos lados, los libros de autoayuda te dicen que hay que evitar la dependencia. A ver, ¿qué están diciendo? Evitar el contacto, el amor… Al contrario, lo que tenemos que hacer es reforzar esos lazos de dependencia. Lo tremendo es depender de una sola persona, pero no los lazos de dependencia. Yo dependo de que me vendan el pan, de que el médico esté cuando le llamo... Sí, vivimos en situaciones de dependencia. Y la interdependencia, por otra parte, es cuando la dependencia es mutua. A mí me gusta mucho que me interrumpa mi novia a cada rato para decirme "te quiero", me parece maravilloso. ¿Para qué quiero yo que no me interrumpa? Estoy rodeada de gente que no quiere que nadie le interrumpa con un mensaje así. Y me parece que el amor hace aflorar con esa fragilidad nuestra parte más sensible. Normalmente, los libros de autoayuda te dicen: primero hay que amarse a sí mismo y después a los demás. Si te lo tomas en serio, muy en serio, nunca amas a nadie. Porque en el amor hay una entrega, y así te vuelves menos egoísta. Justamente, para mí amar implica renunciar a una cantidad de objetivos. Uno no ama para hacer lo que le da la gana, sino para renunciar en parte a lo que nos da la gana y hacer a veces lo que el otro quiere. Uno tiene que tener en cuenta la satisfacción del otro porque no somos distintas personas. Pero, en todo caso, creo que el amor no es solamente el amor interpersonal, sino también el amor a la gente, a ciertas ideas, a ciertos objetos y, sobre todo, un amor a la vida, que implica renunciar a ciertos placeres. Yo no tengo ninguna duda de que, de pronto, el sadomasoquismo es muy intenso, pero estoy dispuesta a renunciar siempre al sadomasoquismo, porque creo que el respeto a la vida me lleva renunciar a ciertos placeres que son dolorosos.