20 de octubre de 2011

Entremeses literarios (CXXXIX)

LOS ANIMALES DEL ARCA
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Sí, Noé cumplió la orden divina y embarcó en el arca un macho y una hembra de cada especie animal. Pero durante los cuarenta días y las cuarenta noches del diluvio, ¿qué sucedió? Las bestias, ¿resistieron las tentaciones de la convivencia y del encierro forzoso? Los animales salvajes, las fieras de los bosques y de los desiertos, ¿se sometieron a las reglas de la urbanidad? La compañía, dentro del mismo barco, de las eternas víctimas y de los eternos victimarios, ¿no desataría ningún crimen? Estoy viendo al león, al oso y a la víbora mandar al otro mundo, de un zarpazo o de una mordedura, a un pobre animalito indefenso. ¿Y quiénes serían los más indefensos sino los más hermosos? Porque los hermosos no tienen otra protección que su belleza. ¿De qué les serviría la belleza en un navío colmado de pasajeros de todas clases, todos asustados y malhumorados, muchos de ellos asesinos profesionales, individuos de mal carácter y sujetos de avería? Sólo se salvarían los de piel más dura, los de carne menos apetecible, los erizados de púas, de cuernos, de garras y de picos, los que alojan el veneno, los que se ocultan en la sombra, los más feos y los más fuertes. Cuando al cabo del diluvio Noé descendió a tierra, repobló el mundo con los sobrevivientes. Pero las criaturas más hermosas, las más delicadas y gratuitas, los puros lujos con que Dios, en la embriaguez de la Creación, había adornado el planeta, aquellas criaturas al lado de las cuales el pavorreal y la gacela son horribles mamarrachos y la liebre una fiera sanguinaria, ay, aquellas criaturas no descendieron del arca de Noé.


ESPIRAL
Víctor Lorenzo Cinca
España (1980)

Después de mojarme la cara en el servicio del bar y ocupar de nuevo la incómoda silla en la terraza, junto a mis amigos, parece que me encuentro algo mejor. Sólo ha sido un ligero mareo, nada más. Alcanzo el paquete de tabaco y cojo un cigarrillo. A mi lado, Juan me guiña un ojo y me lanza "un me das uno" -que no suena a pregunta- igual que el que me arrojó hace un rato. Se lo doy y mientras enciendo el mío veo cómo Marta, al ir a coger el encendedor y darle fuego a Juan, tira una copa, por suerte otra vez vacía, en un gesto idéntico al de poco antes de marcharme al baño a refrescarme. Ahora sólo falta que vuelva a pasar por la calzada, a poco más de dos metros de nuestra mesa, el camión de mudanzas con el conductor frotándose los ojos, para completar el déjà vu, pienso. Y al momento, pasa el camión de mudanzas con el conductor frotándose los ojos. Me levanto un poco confundido y sin decir nada vuelvo al servicio para mojarme de nuevo la cara. Al salir a la terraza, me siento otra vez en la silla y espero. No ocurre nada, así que decido encenderme un cigarrillo para distraerme un poco. Entonces escucho un "me das uno", y sin mediar palabra le doy el pitillo a Juan al tiempo que me guiña un ojo. Mientras enciendo el mío aguardo a que caiga la copa, que no tarda en hacerlo gracias a la torpe mano de Marta que intenta alcanzar, otra vez, el encendedor. Me levanto con calma de la silla y pienso lo fácil que será salir de esta absurda espiral si el conductor vuelve a pasar, distraído, frotándose los ojos, tan cerca de nuestra mesa.


ESO
Norman Mailer
Estados Unidos (1923-2007)

Atravesábamos las alambradas de púas cuando una ametralladora rompió el fuego. Yo seguí caminando hasta que vi mi cabeza en el suelo.
- Dios, estoy muerto -dijo mi cabeza.
Y mi cuerpo se derrumbó.


DE DONDE JUAN EDUARDO MARTINI (ESTUDIANTE, 25 AÑOS, SOLTERO, "ABSOLUTAMENTE NORMAL" SEGÚN DECLARACIONES DE SUS VECINOS), DESCUBRE LA MUDA CONFABULACIÓN VIOLENTA DE LOS OBJETOS CONTRA EL Y DECIDE LIBERARSE
Eduardo Gudiño Kieffer
Argentina (1935)

El teléfono sonó una vez, dos veces, tres veces. Descolgué el tubo y me quedé mirándolo. "Hola, hola, conteste", decía una voz del otro lado. Después un clic. Yo miraba el teléfono negro. Hay teléfonos blancos y teléfonos colorados y algunos muy modernos. Pero el mío era negro. Yo lo miraba. No iba a colgar el tubo. De pronto estaba cansado del teléfono, harto del teléfono, podrido del teléfono. No sé por qué. Tal vez porque una voz del otro lado no me bastaba, tal vez porque de pronto sentía la necesidad de ver y de tocar a ese otro que había dicho nada más que "hola, hola, conteste". Pero si yo contestaba iba a tener que conformarme con la voz, la voz zumbándome en la oreja y metiéndoseme adentro para decirme cosas que yo entendería. Pero nada más que la voz. Me levanté, fui al lavadero, busqué un martillo, destrocé el teléfono a martillazos. Allí se quedaron los pedacitos negros, algunas rueditas, tornillos, esas cosas. A martillazos. Y me sentí más tranquilo, casi contento. Y me senté en el sillón de hamaca. Estuve hamacándome un rato largo, mirando los pedazos negros del teléfono negro, las rueditas, los tornillos, esas cosas. Hamacándome, hamacándome, hamacándome. Hasta que en un momento me di cuenta de que me estaba hamacando en mi sillón favorito. Mi sillón estaba debajo de mi traste, yo lo impulsaba y el sillón me hamacaba, me hamacaba, me hamacaba. ¿Por qué me estaba hamacando? Busqué el serrucho y en media hora reduje mi sillón favorito a unas maderitas que eché al fuego. El fuego chisporroteó, se puso contento. Como yo, que no tenía más mi sillón favorito, que estaba contento porque ya no tenía mi sillón favorito. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué se puede hacer en un domingo de lluvia? Saqué, al azar, un libro de la biblioteca y me puse a leer "Le conflit des interprétations", esos ensayos sobre hermenéutica de Paul Ricoeur. Siempre me gustó la filosofía, y este Ricouer me interesaba por su problemática del doble sentido que desemboca de las discusiones contemporáneas sobre el estructuralismo y la muerte del sujeto. Por un rato estuve de verdad metido en la cosa, hasta que leí esa frase que recuerdo de memoria ("La lecture de Freud est en même temps la crise de la philosophie du sujet tel qu'il s'apparait d'abord à lui même à titre de conscience; elle fait de la conscience, non une donée, mais un problème et une tâche. Le 'Cogito' véritable doit être conquis sur tous les faux 'Cogito' qui le masquent"). Tenía razón. Pero justamente porque tenía razón ¿para qué seguir leyendo? Arrojé el libro al fuego, el fuego se lo comió en un ratito. Era un lindo espectáculo. Busqué los otros libros, y se los tiré uno a uno, el fuego tenía un hambre loca y yo, a medida que quemaba los libros, me sentía más, más, cada vez más liviano. Después, también con el martillo, rompí el televisor. Pensé en quemar la casa pero me dio lástima, estoy en el piso seis, se incendiarían los cinco de abajo y los cuatro de arriba, iba a ser una catástrofe, se moriría alguien tal vez y no me gusta que la gente se muera. Menos aún que se muera por mi culpa. Entonces salí a la calle. Iba dando patadas a todos los autos estacionados a lo largo de la vereda. Pensaba en el magnífico espectáculo que ofrecería una hoguera en la que ardieran los cientos de miles de automóviles de Buenos Aires. Rojo, reflejos de rojo, naranjas, amarillos violentos, azules y violetas y chapas retorcidas, hierros retorcidos. Pero no, eran demasiados autos para mi solo, me hubieran devorado, aplastado, hecho bolsa. Estaba solo y los objetos eran todopoderosos. Inmóviles, mudos, pero todopoderosos. Estaba solo y las casas eran cada vez más altas, diez pisos, veinte pisos, treinta pisos, cuarenta pisos. Pronto un edificio de sesenta y seis pisos sobre Leandro N. Alem. Y después serán de cien pisos, de mil pisos, de diez mil pisos. No sé por qué, pero empecé a sacarme la ropa, aunque hacía frío. Primero el impermeable, después el saco, después el pulóver, después la camisa, después los zapatos, después los pantalones. Todo mientras iba caminando. Al principio no me miraron mucho, después bastante, cuando me quedé completamente desnudo la gente se había amontonado a mi alrededor, unos se reían, otros estaban serios, una mujer estalló en carcajadas histéricas, señalándome la ingle y sus alrededores, otra dijo algo así como "asqueroso exhibicionista"; al fin un policía me cubrió con su capote y me llevó a la seccional. Me dolió no sentir más las frescas gotas de lluvia sobre la piel. Ahora estoy en Vieytes. Cada vez que puedo me desnudo, pero no me dejan, me visten a la fuerza. Les digo que estoy bien, que me siento bien; el médico se asombra porque puedo mantener conversaciones razonables, hablar coherentemente de política, de cine, de fútbol. Lo que no entiende es que no quiero saber nada con las cosas, que insista en comer con las manos, en dormir en el piso y si es posible al aire libre y sin la menor prenda encima, en romper todos los objetos que dejan a mi alcance, esos símbolos de utilidad que a fuerza de ser útiles se me han hecho tan inútiles. Trato de explicar que las cosas que sirven no sirven, pero es entonces cuando menean la cabeza, los médicos y las enfermeras, y me palmean y me dicen "tranquilícese, amigo".


LAS LEYES DE LA HOSPITALIDAD
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Apretaba, pero sin ahogar. Sí, se le podría haber acusado de que se aprovechaba, pero siempre tuvo mucho cuidado en no agotar los recursos que él le proporcionaba, y procuraba administrarlos en beneficio de ambos. Existía la exacta dosis de amor y de odio necesaria para mantener una relación tan difícil como poco comprendida. Conocía sus quejas, pero no sentía ningún remordimiento. Aunque no trabajara allá afuera como otras de su especie, sus tareas de interior limpiando y criando a la prole eran ingratas y oscuras. Cumplía su destino con rigor. Nunca hubiera imaginado, cuando entró en su vida, que él podría llegar a incumplir las leyes más básicas de la hospitalidad. Por eso algo se quebró en el fondo de su memoria genética al notar su definitivo rechazo. No pudo evitar un estremecimiento de decepción cuando -tras la visita al hospital- sintió cómo las fibras de su pared celular empezaban a disolverse al recibir la primera bofetada de penicilina, que el muy egoísta le propinó a traición con tal de solucionar su molesto dolor de garganta.


LOS CONSPIRADORES
José Emilio Pacheco
México (1939)

No queremos dejarla en paz. Antes de suicidarse, B llamó a sus amigos. No dijo lo que intentaba ni alcanzamos a imaginarlo. B no había hecho simulacros ni ensayos generales. Nadie acudió al llamado. El abandono es injustificable. Pero, como es de suponerse, tenemos paliativos, coartadas. El teléfono suena a medianoche. Hay sobresaltos. No somos los que fuimos. Ahora cada uno tiene deberes y necesidad de levantarse temprano. El suicidio es una crítica radical a nuestro modo de vida y, en primer término, un asesinato simbólico. Todos sentimos que matamos a B, y ella, en venganza, acabó con nosotros. Nos sobrevaloramos al pensar que una palabra nuestra, un gesto solidario, los consuelos de la filosofía cristiana o estoica, la esperanza de la revolución mundial, la memoria de los buenos momentos en compañía, el despliegue de nuestras propias humillaciones y fracasos, un sarcasmo oportuno y escarnecedor… algo hubiera bastado para conjurar el suicidio. Más que en nuestro íntimo sufrimiento, en estas maniobras se revela el horror de estar vivo. Nos sentimos tan culpables que nadie quiere cargar al culpa. Entre habladurías y reproches directos, sostenemos una campaña cerrada para que alguno de nosotros expíe el remordimiento colectivo y le haga a B en la muerte la compañía que no supimos hacerle en vida.


PROTESTA
José Raúl Jaramillo Restrepo
Colombia (1944)

La inauguración del congreso de escritores de cuentos cortos fue un estruendoso fracaso, ya que el encargado de presidirlo -un ilustre hombre de las letras- leyó un discurso tan extenso que motivó el retiro de los asistentes -llegados de todo el orbe-, quienes, en una muy breve declaración, expresaron que los habían confundido con ensayistas.


ANDREI SEMYONOVICH
Daniil Kharms
Rusia (1905-1942)

Andrei Semyonovich escupió en un vaso de agua. Inmediatamente el agua se puso negra. Andrei Semyonovich torció los ojos y miró atentamente el interior del vaso. El agua estaba muy negra. El corazón de Andrei Semyonovich empezó a latir fuerte. En ese momento el perro de Andrei Semyonovich se despertó. Andrei Semyonovich se acercó a la ventana. Sucedió que el perro de Andrei Seyonovich salió volando y como un cuervo se posó sobre el techo del edificio de enfrente. Andrei Semyonovich cayó de rodillas y se puso a gritar. A la habitación llegó corriendo el camarada Popugayev.
- ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? -preguntó el camarada Popugayev.
Andrei Semyonovich guardó silencio y se restregó los ojos. El camarada Popugayev echó un vistazo al vaso que estaba sobre la mesa.
- ¿Qué has echado ahí dentro? -le preguntó a Andrei Semyonovich.
- No sé -respondió Andrei Semyonovich.
Entonces, Popugayev salió de la habitación. Luego, el perro entró volando por la ventana, se echó sobre su lugar de costumbre y se durmió. Andrei Semyonovich se dirigió a la mesa y tomó un trago del vaso con agua ennegrecida. En ese momento, el alma de Andrei Semyonovich se llenó de luz.


POLIMORFISMO
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Sentado en la rama del árbol del vecino, el chico miraba con codicia la manzana más madura. Tendió la mano para arrancarla y en el mismo momento recordó el pecado original que acababan de enseñarle en catecismo. Retiró la mano indeciso y buscó la serpiente enroscada en el tronco. No estaba. Son puras mentiras, se dijo y, como tantas otras veces, arrancó la manzana, la lustró frotándola contra la camisa y la mordió. Mientras masticaba, miró distraídamente la fruta mordida. Se paralizó. Escupió espantado lo que tenía en la boca y arrojó lejos el trozo que le quedaba. Había visto un pequeño gusano que emergía de la pulpa. Con el diablo nunca se sabe, pensó.


EL COCINERO
Max Jacob
Francia (1876-1944)

Eran tan comilones como estirados, el señor y la señora. La primera vez que el cocinero vino, gorro en mano, a decirles:
- Permítanme, ¿el señor y la señora están satisfechos?
Le contestaron:
- Se lo haremos saber por el mayordomo.
La segunda vez no contestaron. La tercera vez pensaron echarlo a la calle, pero no pudieron resolverse, porque era un cocinero excepcional. La cuarta vez (¡Dios mío!, vivían en las afueras, siempre estaban solos, se aburrían tanto), la cuarta vez empezaron:
- La salsa de alcaparras, formidable, pero el canapé de perdiz, medio duro.
Llegaron a hablar de deportes, de política, de religión. Es lo que quería el cocinero, que no era otro que Fantomas.