18 de febrero de 2012

Ed McBain. Cómo escribir un relato policial

Ed McBain (1926-2005) fue una de las grandes figuras de la novela negra norteamericana, maestro del género conocido especialmente por sus historias basadas en la comisaría del Distrito 87, que presentaba a toda una brigada de policía como protagonista. El novelista, cuyo nombre auténtico era Salvatore Albert Lombino, lo cambió en 1952 por el de Evan Hunter, nombre con el que iba a publicar sus primeras novelas. Desde su primer "best-seller" en 1954, "Blackboard jungle" (La jungla de pizarra), Lombino/Hunter escribió más de ochenta obras, de las que se han vendido cien millones de ejemplares. A lo largo de una carrera de cincuenta años, en ocasiones como Hunter, la mayoría como Ed McBain y en otras utilizando otros seudónimos (Richard Marsten, Hunt Collins, Curt Cannon, D.A. Addams, Ted Taine y Ezra Hannon), firmó novelas, historias cortas, obras y guiones cinematográficos de gran éxito. Con la publicación de "Cop hater" (Odio) en 1956, la primera de las novelas de Distrito 87, llevó la ficción policíaca a un nuevo terreno más realista, que rompía con el formato clásico del detective culto y aristocrático que trabajaba solo y se tomaba su tiempo para resolver un caso. Ambientada en una ciudad parecida a Nueva York llamada Isola, esta novela estableció la fórmula que definiría la novela negra urbana de allí en adelante: la gran ciudad como personaje del drama, múltiples tramas, brutales escenas de acción, agresivas imágenes de violencia, auténticos procedimientos forenses y agentes de policía cínicos que mantenían diálogos realistas. Con el tiempo, McBain fue desplazando a Hunter y se convirtió en el máximo exponente de la corriente denominada "police procedural", un subgénero del procedimiento policial basado -como el propio autor definió- "en procedimientos reales de investigación". La rutina policial muestra a sus personajes en su quehacer cotidiano, mientras sufren y sienten las miserias y las grandezas de su vida personal, sentimental, urbana. El grupo de policías que protagonizaron sus novelas tenía, cada uno de ellos, vida propia, inquietudes, manías, taras psicológicas. Nunca aparecieron como héroes ni defensores de la moral y la sociedad tradicionales, sino como simples detectives profesionales. La propia visión del trabajo policial fue, desde la primera novela firmada como Ed McBain, ruda y desencantada: "Todo lo que necesitas para ser detective es un par de piernas fuertes y una gran obstinación. Las piernas sirven para llevarte a todas las pocilgas que debes visitar, y la obstinación para no mandarlo todo al diablo. Sigues cada pista mecánicamente y, si tienes suerte, una de ellas es buena. Si no la tienes, no pasa nada. No se necesita mucho cerebro para ser policía". La carrera literaria de Hunter/McBain estuvo muy ligada al cine. Tras las adaptaciones de "The blackboard jungle" (Semilla de maldad) por parte de Richard Brooks (1912-1992) y "Strangers when we meet" (Un extraño en mi vida) por Richard Quine (1920-1989), escribió el guión de "The birds" (Los pájaros) que Alfred Hitchcock (1899-1980) dirigió en 1963. Otros grandes directores adaptaron algunas de sus novelas. Tal es el caso de, por ejemplo, Akira Kurosawa (1910-1998), que recurrió a su novela "King's ransom" (Rescate del rey) para realizar "Tengoku to jigoku" (El infierno del odio), y de Claude Chabrol (1930-2010), que hizo lo propio con "Blood relatives" (Lazos de sangre) para su "Les liens de sang" (Laberinto mortal). En total, fueron algo más de setenta guiones que escribió, tanto para el cine como para la televisión. Hacia el final de su vida, el autor reconoció una fusión de los estilos literarios que anteriormente había considerado distintos: "Evan Hunter y Ed McBain se están convirtiendo en uno" y, tras un infarto, modificó su rutina de escribir durante diez horas cada día de la semana. El resultado fueron menos obras, más oscuras y reflexivas, y una nueva filosofía: "Cuando ya no me divierta, lo dejaré". Uno de sus último escritos fue el que sigue, en el que, con zumbona pedagogía, explicó todo lo que un autor novel debería saber antes de ponerse a escribir un relato de detectives.

Hubo un tiempo en que una persona podía ganarse la vida escribiendo cuentos policiales. En ese entonces, un individuo trabajador podía ganar dos centavos por palabra por cuento. Tres centavos, si era excepcionalmente bueno. Era mejor que fregar baños. Y además era divertido. En ese entonces, empezar un cuento de crimen era como alcanzar una caja de bombones y ser sorprendido tanto por el centro blando y dulce como por las nueces. Las historias policiales estaban llenas de nueces, pero nunca se sabía qué tipo de cuento iba a salir de la máquina hasta que empezaba a tomar forma en la página. Como un pianista de jazz, un buen escritor de cuentos policiales no pensaba que conocía su oficio a menos que pudiera improvisar con las doce teclas. Las variaciones tonales del tema eran lo que lo hacía divertido. Que le pagaran a uno dos o tres centavos también.
Para mí, las historias de detectives eran las más fáciles de todas. Todo lo que se tenía que hacer era hablar de costado y meterse en problemas con la "cana". En las historias de detectives de ese tiempo, los "canas" eran siempre unos pesados. De no ser por ellos, los detectives podían resolver un asesinato -cualquier asesinato- en diez segundos. Los "canas" siempre arrastraban al detective a la comisaría para acusarlo de haber asesinado a alguien sólo porque llegaba a la escena del crimen antes que nadie. ¡Por Dios! Siempre empezaba la historia de detectives con una rubia de vestido breve. Cuando cruzaba las piernas, uno veía la ligas de sus medias resaltando sobre la piel blanco leche. Casi siempre quería encontrar a su marido perdido o a alguien. En general, el detective se enamoraba de ella hacia el final de la historia, pero tenía que ser cuidadoso porque no se podía confiar en chicas que cruzaban las piernas dejando la ingle al descubierto. Un detective era Superman pero con sombrero.
El detective amateur era un detective sin licencia. Los clientes que lo consultaban eran en general amigos o parientes que nunca hubieran acudido a la policía para resolver un crimen, pero que tampoco podían pagar a un detective privado en busca de ayuda profesional. Llamaban a un rabino o a un cura o a una dama que presidía un club, o a alguien que tenía gatos, o a un hombre que manejaba una locomotora en Lackawanna, Delaware, y le explicaban que alguien no aparecía, que estaba muerto y, ¿podría este ocupado detective amateur darle una mano? Naturalmente, el mecánico o el mago o el ascensorista largaban todo para ayudar a su amigo o a su tía soltera. El detective amateur era más vivo que el detective privado y los "canas" porque resolver un crimen no estaba en su línea de trabajo pero sí que era bueno para eso. Era divertido escribir historias de detectives amateurs porque uno no tenía que saber nada sobre investigación criminal. Sólo tenía que saber todas las estaciones de Delaware, Lackawanna.
Todavía más divertido era escribir un cuento del tipo de Testigo Involuntario. Uno no tenía que saber nada de nada para escribir uno. Un cuento de Testigo Involuntario podría ser sobre cualquiera que presenciara un crimen que nunca hubiera presenciado. Por lo general, era un asesinato pero también podía ser un secuestro o un robo a mano armada; hasta podía tratarse de alguien escupiendo la vereda -un crimen de poca monta aunque sí un delito menor si se lo piensa-. Cuando uno escribía una de estas historias no tenía que informarse sobre nada. Era testigo de un crimen y partía desde ahí. Mi buen amigo Otto Penzler, conocedor de misterios por excelencia, insiste en decir que si cualquier libro, película, obra o poema contiene cualquier tipo de delito central en la trama, se trata indudablemente de una historia de crimen. Esto convertiría a "Hamlet" en un cuento de crimen, también a "Macbeth". De hecho, esto convertiría a Shakespeare en el más grande de los escritores de cuentos de crímenes. Si mi amigo tuviera razón, escupir en la vereda sería un delito digno de contar con un Testigo Involuntario como espectador.
Muy bien, el Testigo Involuntario ve a un caballero corpulento que se aclara la garganta y escupe la ve­reda. Murmura algo así como: "¡horrible!" y entonces una docena de hombres de negro -todos ellos ha­blan una lengua centroeuropea- empieza a perse­guirlo, tratando de matarlo o mutilarlo o algo peor. En un momento determinado, dependiendo de la longitud del relato, podría ingresar también la po­licía, para acusar al Testigo Involuntario de ser el que escupió la vereda, sólo para empezar. La cosa termina bien cuando una rubia de vestido breve y ostentosas medias de seda con liga se aclara la garganta y explica todo con fluidez, en ocho idiomas distintos, despejando la confusión mientras suenan las campanas de la boda.
Es mejor ser un Testigo Inocente que un Hombre en Fuga o una Mujer en Peligro, aun cuando estos tres tipos de ficción sean parientes cercanos. La similitud que comparten es que el protagonista es en cada caso un idiota inocente. El Testigo Inocente es, desde ya, inocente. Si no sería un Testigo Culpable. Pero la Mujer en Peligro también es inocente por lo general. Su problema es que alguien trata de hacerle daño y no sabemos por qué. O, si sabemos por qué, también sabemos que se trata de un tremendo error porque ella es inocente, ¿no pueden verlo? Si sólo pudiéramos decirle esto al homicida maníaco que la persigue día y noche, tratando de dañarla tanto. Bueno, está bien, en algunas historias ella no era tan inocente. En algunas historias, resulta que una vez hizo algo pecaminoso aunque no tan terrible, algo de lo que se arrepiente pero este lunático se ha salido de las casillas y ha perdido el sentido de la proporción y convierte todo en asunto federal, dis­parándole y tratando de estrangularla y todo. De todas maneras, era mejor presentada, como una co­sita inocente que ignoraba por qué esta persona de­generada trataba de matarla. También era bueno darle cualquier color de pelo que no fuera rubio. No había rubias inocentes en las historias de crímenes.
Un Hombre en Fuga también era inocente pero la policía (otra vez estos tipos) no pensaba lo mismo. De hecho pensaban que había hecho algo muy malo y lo perseguían por eso. Lo que querían era mandarlo a la silla eléctrica o sacarlo del medio para siempre. Y entonces él, naturalmente, corría. Lo que no sabíamos era si él era realmente culpable. Desde ya que esperábamos que no lo fuera porque parecía un buen tipo, aunque un poco sudoroso de tanto correr. Pero a lo mejor era culpable, ¿quién sabía? A lo mejor los "canas" -esos individuos corruptos- tenían razón por una vez. Todo lo que sabíamos era que este hombre corría. Muy rápido. Tan rápido que apenas teníamos tiempo de pensar si era culpable, si era inocente, si participaba en una maratón. La única cosa importante que el escritor debía recordar era que antes de que el hombre pudiera dejar de correr tenía que atrapar al tipo que realmente había hecho lo que el lector esperaba que él no hubiera hecho, eso que la policía daba por sentado que había hecho con toda seguridad. Por tres centavos por palabra, cuanto más corriera, mejor era el escritor.
Cuando empecé a escribir historias de "canas" sólo sabía una cosa sobre los policías: eran bestias inhumanas. El problema era cómo convertirlos en seres humanos agradables y simpáticos. La respuesta era simple. Resfriarlos. Darles un nombre de pila. Que su diálogo fuera casero y coloquial. La gente de hablar natural y nariz congestionada, con un nombre de pila, tiene que ser tan humano como uno. Sin perder de vista nada de esto, escribir una historia de "canas" era algo simple.
- Buenos días, señora Flaherty, ¿es este cuerpo con el picador de hielo que le sale de la oreja el de su marido?
- Si, es mi querido George.
- Perdón, señora, tengo que sonarme la nariz.
- No se detenga, detective,
- ¿Cuándo te resfriaste, Harry?
- Hace más de una semana, Dave.
- Está por todos lados.
- Mi marido, George, también estaba resfriado, por eso se clavó el picahielo en la oreja.
- ¿Qué remedio tomas para el resfrío, Harry?
- Mi mujer me hizo sopa de pollo, Dave.
- Sí, la sopa de pollo siempre es buena para el resfrío.
- Oh, Dios, vean toda esa sangre.
- Es todo un espectáculo, señora.
- No sabía que una persona pudiera sangrar tanto por la oreja, ¿y usted?
- No, señora, tampoco lo sabía.
- Cuidado con el pie, señora, está pisándolo.
- Oh, querido.
- La leche caliente con miel también es buena.
- El forense llegará de un momento a otro, Harry. A lo mejor él puede darte algo.
- Lo extraño tanto.
Una vez humanizados los "canas", todos podían entender a la perfección cuán buenos y decentes eran. El resto era fácil.
Los cuentos más difíciles de escribir eran los del Cazador Cazado. Como su nombre lo indica, es una historia en la que el victimario se convierte involuntariamente en la víctima. Por ejemplo, hago un plan elaborado para dispararle a alguien, pero cuando abro la puerta de su habitación, está parado con una pistola en la mano y me dispara. Cazador Cazado. Una vez tuve una idea maravillosa para una historia de Cazador Cazado. Sobre un escritor que se la pasa enviándole cuentos al mismo editor, que odia su escritura y se dedica a rechazarlo con una nota que dice: "Necesita trabajo". Entonces el escritor escribe una historia llamada "Necesita trabajo", la mete en un sobre de papel madera junto a una carta bomba que envía al despreciable editor, con la esperanza de que en los próximos días leerá en el diario que el hombre voló por los aires. En cambio, hay una carta del editor en la casilla de correo del escritor, y cuando él abre el sobre explota. Ya lo sé. Necesita trabajo.