5 de agosto de 2012

Entremeses literarios (CLVI)


CUANDO LA MARÍA LÚE
Roque Dalton
El Salvador (1935-1975)

Cuando la María Lúe le dijo a su marido que había parido una serpiente, que todos los nueve meses en espera del crío habían terminado en ese retorcido viscoso y veloz de color verde que a duras penas podía mantenerse entre los mimbres de la cuna, aquel, el Secundino Lúe, salió al patio de la casa, le dio filo al machete y regresó a la habitación con el rostro congestionado. Después le dijo a la María:
- ¿Ve lo que pasa por putear con el diablo?
Y le dio un primer machetazo hondo, en la frente. En seguida abrió la cuna. Pescó hábilmente por lo que debe ser el cuello a la serpiente y se fue con ella al monte. En un huatal hermoso, con olor a humedad y calor de ayer, la dejó ir.
- Dios te bendiga, pues -musitó. 
Al regresar al pueblo, el Secundino traía los ojos colorados, colorados.


PLUSCUAMPERFECTO DE SUBJUNTIVO
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Si no se hubiera anulado el congreso al que tenía que asistir mi padre aquel mes de julio de hace ahora cincuenta años, y no hubiese aceptado la invitación de su amigo para pasar el fin de semana en la playa y así compensar su mala suerte, jamás habría conocido a mi madre, que a su vez había programado una escapada con su amiga a la Costa Dorada en el último momento en lugar de quedarse muriéndose de calor en Zaragoza. Nunca habrían coincidido en aquella bolera de Salou donde mi mamá le escribió su teléfono en un papelito que no se perdió ni se borró al lavar la camisa. Si toda esta serie de carambolas encadenadas no se hubiera producido, no estaría yo (simplemente yo no estaría) en este momento escuchando a esta deliciosa y desinhibida pareja de ancianos narrándome el azaroso prólogo de mi existencia. Y lo que es peor, esta noche no podría explicarles a mis hijos el microrrelato de su prehistoria, la descripción del mito fundacional de su familia materna: esa bolera de los años sesenta con las bolas ya descascarilladas de tanto hacer recorridos aleatorios por la pista.


ALGO HABÍA SUCEDIDO
Dino Buzzati
Italia (1906-1972)

El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo -para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura. Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito, apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más. "¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada. Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía? Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era una noticia feliz pues había como una especie de alarma generalizada en la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren y, en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural. Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos, y, sobre los caminos, carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar y seguramente sería demasiado tarde. Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro aparentando que recién se despertaba e, igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante. Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Una multitud había invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña. La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pañuelo mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguna se atreve a formular...
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas. Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, la que ya ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida! Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje. La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.


LA LUCHA CON EL ÁNGEL
Ana María Shua
Argentina (1951)

Vergüenza de aquel que cree haber luchado con el ángel y descubre, revisando el cadáver, que acaba de vencer a un asal­tante callejero. Por eso es mejor no resis­tirse tanto, mantener la ilusión, ser derro­tado.


EQUIVOCACIÓN
Karel Capek
Rep. Checa (1890-1938)

Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican dónde es arriba y dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán, un barco se equivocó y en lugar de seguir por el mar la emprendió por el cielo; y como el cielo es infinito no ha regresado aún y nadie sabe dónde está.


EL MILAGRO
Jaques Sternberg
Bélgica (1923-2006)

Aquella familia, muy religiosa, comía el pollo de todos los domingos cuando de pronto, por glotonería, la hija más pequeña se tragó un hueso, se asfixió y murió en pocos segundos.
- Dios nos la dio -dijo el padre sin dejar el tenedor-, Dios nos la quita. Loado sea su nombre.
Entonces Dios, nada ingrato, decidió hacer un pequeño milagro y en un abrir y cerrar de ojos resucitó, en carne y hueso, rebosante de salud, al pollo.


EL ESPEJO
Alfonso Gamucio Dagron
Bolivia (1950)

El dictador escrutaba cada mañana aquel rostro en el fondo del espejo. No reconocía la mandíbula suelta, los dientes amarillos retorcidos, el bigote sucio que brotaba abundantemente de las fosas nasales, los ojos de cera fría, sin chispa. Aquellas arrugas cada día más numerosas no eran suyas, pertenecían al rostro del espejo. Cada día el dictador se volvía cabizbajo. Y el rostro del espejo le sacaba la lengua divertido.


MARX Y ENGELS
Guillermo Cabrera Infante
Cuba (1929-2005)

La señora posiblemente acababa de salir de la peluquería; uno nunca sabe con ella. Aunque bien mirada parecía que no había estado nunca en una peluquería. Si se la conocía, se veía que siempre parecía que no acababa de salir de la peluquería. Aún cuando acabara de salir. O de entrar. La señora tal vez acababa de salir de la peluquería. Nunca se supo. Lo único que se sabe es que miró al escritor y al poeta y con el mismo gesto de ensartarse una mecha rubia a su cabeza para decirles histórica con una entonación inocente pero culpable y tal vez todavía inocente, en falsete:
- ¡Lo que es la ignorancia! Hasta hace muy poco yo creía que Marx y Engels eran una sola persona. Ustedes saben, como Ortega y Gasset.


LA ESPERA
Roland Barthes
Francia (1915-1980)

Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. "Te perteneceré, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado en un escabel, en mi jardín, bajo mi ventana". Pero, la noche número noventa y nueve, el mandarín se levantó, tomó su escabel y se fue.


MUJER Y DEMANDA
Isidoro Blaisten
Argentina (1933-2004)

Hace dieciséis años yo estaba casado con una mujer muy mala. Se ponía más mala porque yo no ganaba dinero. Ahora tampoco gano dinero pero estoy con una mujer buena. Bueno, resulta que una amiga de la mujer mala un día cumple años. La fiesta es de noche, un sábado. Ese sábado, como siempre, yo no tenía dinero. Contento le propongo a mi mujer ir sin llevar ningún regalo. No quiero decir, por hombre, las cosas que ella me dijo. Le propongo regalarle flores. Tampoco diré las cosas que ella me dijo, mejor dicho que me gritó. A eso de las once de la noche, los dos emperifollados y ella llorando, fuimos a tomar el colectivo. Mientras caminábamos, veo una florería abierta. Iluminado, entré. Conté el dinero que tenía calculado para la vuelta en taxi. Me alcanzaba para diez gladiolos. Eso sí, el paquete que me hizo la empleada era un primor. Mi mujer, estrujando el vanity, lloraba en la puerta. Por fin llegamos a la fiesta. La casa era suntuosa, los regalos, increíbles. El del marido consistía en una chequera de una cuenta abierta a su nombre. Cuando la mujer me vio con el ramito se puso a llorar. Lloraba en serio, sentí sus lágrimas en la cicatriz cuando me abrazó. Nadie le había regalado flores.