18 de noviembre de 2012

Entremeses literarios (CLXI)

RIP EN RED
Raúl Sánchez Quiles
España (1978)

La noche se convirtió en día y el día en noche, los minutos se empastaron con las horas y el tiempo se detu­vo. Frente a la pantalla, fuiste perdiendo fuerza hasta que no pudiste comer ni levantarte. Te lo hacías todo encima y encima del teclado dormías. No hizo falta que tu cuerpo desprendiera el olor de la putrefacción, los bomberos echaron la puerta abajo exactamente al tercer día de tu muerte. Nadie te echó físicamente de menos, pero 1.000 personas se temieron lo peor cuando tu magnífico blog dejó de actualizarse.


CÍRCULO
Juan D'Alessandro
Argentina (1984)

Almendras, el primer sabor que recuerdo. El patio de una casa en un barrio pobre. El sol. Mi mamá, muy joven, sentada sobre una pirca de cemento, casi a la altura del suelo, rompiendo la cascara de las al­mendras contra la pirca, con un cucharón. Con sus dedos finos separaba los pedazos de esa cascara po­rosa, como de madera, y nos daba la semilla alargada a mi hermana y a mí. Primero a ella, para evitar su llanto. Yo esperaba. Teníamos dos años, quizá tres, y hacía calor. Mi recuerdo se queda ahí. No sé de qué hablamos, pero mi mamá reía. Siempre le gustaron las almendras, a mí me gustan desde aquel día, y cada vez que aplasto esa pulpa blanca -suave, cru­jiente, aceitosa- me acuerdo del sol en su pelo cas­taño, ondulado, y de su sonrisa. Ahora que lo pienso, es el primer recuerdo de mi vida. Y es un recuerdo feliz. Dicen que el cianuro tiene el olor de las al­mendras amargas. Si algún día lo preciso, el primer recuerdo también podría ser el último.


EL CERDITO
Juan Carlos Onetti
Uruguay (1909-1994)

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había, pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín pardusco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno. Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de las aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres, eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras, ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no transcurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán del nieto. Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panqueques que envolvían el dulce de membrillo. Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada. La anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepado los escalones. Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; pero aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando al nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimiento de las manos. Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de la cocina. Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
- Dale otro golpe. Por las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y, al llegar al tablón de la zanja, cada uno regresó separado al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra, desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.


DE BUENA FE
Silvia M. Horowitz
Argentina (1956)

Cuando me dijo por primera vez que me amaba, le creí; no había por qué no creerle. Nunca había conocido una mujer como yo, dijo, y era verosímil: mujeres como yo no se encuentran todos los días. Cuando me dijo que no se separaba por las nenas, le creí: no era uno de esos desaprensivos capaces de abandonar a sus propios hijos. Cuando dijo que, aunque estaba enamorado de mí, volvía con la mujer porque se sentía culpable, le creí: al fin de cuentas, había que ponerse en el lugar de él... Cuando a los quince días me llamó para decirme que no soportaba más y que se separaba, le creí: no tenía por qué mentirme. Cuando veinte días más tarde me dijo que no se separaba, que se arreglaba con la mujer y que no nos veríamos más... bueno, ya no sabía si creerle o no. Al final, le creí. Hice bien, porque era verdad.


EL COLLAR QUE ME COMPRÉ
Jordi Cebrián
España (1964)

Al volver de vacaciones mis compañeros de trabajo observaron el collar que llevaba y dijeron que estaban de acuerdo conmigo. Yo lo compré porque era bonito, e ignoraba que tuviera significado alguno, así que sonreí estúpidamente y al llegar a casa busqué por internet sin encontrar nada. Pero en la calle muchos se cruzan conmigo sonriendo de manera cómplice. Hoy, en el ascensor, una chica vio mi collar y me besó. "Yo también", me dijo, "yo también", y se fue sonriendo. Por la tarde un vecino bigotudo me hizo lo mismo. Estoy por dejar de llevarlo, pero es tan bonito...


LA MÁQUINA DE HACER NIEBLA
Luis Chaves
Costa Rica (1969)

A dos centímetros de mi oído sus labios casi gritan "le haces daño a la gente". La luz estroboscópica revela en acelerados intervalos la esencia tribal del baile. Las paredes vibran y desde un extremo del bar vemos películas de Tura Satana sin poder escuchar los diálogos. Una máquina hace niebla mientras busco mi defensa y ella se inclina hacia donde estoy, esperando ese argumento. Pero todo está claro. El volumen ensordecedor es lo único que nos obliga a acercarnos.


PUESTO DE SOCORRO
Ricardo Alamo
España (1965)

Un día cualquiera de playa. Bañistas mojándose los pies en la orilla, nadando mar adentro, tostándose al sol o paseando en busca de conchas que llevarse de recuerdo. Mientras sucede todo esto y mucho más, por el megáfono del puesto de socorro se reclama urgentemente la pre­sencia de los padres de un niño pequeño que se ha per­dido. Durante un período fugaz, infinitesimal, todas las madres se sobresaltan a la vez. Pero luego, cuando com­prueban que sus hijos están a la vista, se tranquilizan. Todas, excepto una, claro, que sin disimular su alarma se encamina rápidamente hasta el puesto donde los diligen­tes socorristas calman, cuidan y entretienen al crío. Al cabo de unos minutos, la madre -abrumada por el susto pero contenta por el inminente reencuentro- llega al lugar donde está su hijo. A su lado, con la mirada perdida, sigue esperando que vengan a reclamarlo el anciano extraviado hace dos días.


RIMBAUD Y LOS PERROS
Miguel Gaya
Argentina (1953)

Durante sus correrías por Africa, Arthur Rimbaud era asediado por los perros. Amarillos, feroces, persistentes, trotaban y gruñían mezclándose en la sombra del poeta, reproduciéndose a dentelladas famélicas. Todas las mañanas Rimbaud llenaba sus bolsillos de piedras afiladas para mantener a raya a los perros que palpitaban por su carroña. Lo que iba dejando a su paso los alimentaba. Ruinas y hombres oscuros rajados a latigazos de un idioma incomprensible. Los perros de Rimbaud lo atormentaban. A veces lo esperaban echados en las galerías y lamían sus manos. Otras, con los pelos erizados y las fauces rojas, lo acechaban encorvados en la oscuridad. Nunca supo qué le producía más terror. Los vio en Africa. Los procreó en Roche. En Marsella lo alcanzaron y les dio de comer su pierna. Adiós, les dijo al expirar.


LOS BÁRBAROS
Ginés S. Cutillas
España (1973)

Ante la inminencia de su llegada, no dudamos en derrumbar las murallas de la ciudad para que no pensaran que osábamos mostrar resistencia y enojarlos aún más. Pero también incendiamos las cosechas con el fin de des­animarles si venían con intención de quedarse. Dejamos de escribir las leyes, convencidos de que ellos las rescindirían y también olvidamos castigar a los malhechores, que pron­to se adueñaron de la ciudad. A los niños los abandonamos a la deriva en barcos y a todas las mujeres en edad fértil, por no matarlas, les extirpamos los úteros para que ninguna criatura impía creciera en ellos. A los ancianos les dimos una muerte digna y los enterramos con todos los honores. Más tarde, reunidos en el ágora, debatimos si matar al Rey, por aquello de adelantarles trabajo y quizá conseguir que nos mostraran clemencia. En medio de tanto caos, con la cabeza del monarca todavía rodando por el suelo, llegó el oteador, exhausto, para comunicar que ni rastro de los bárbaros, que nadie los había visto en años y que incluso había quien aseguraba que ya no existían.


JUGADORES ANÓNIMOS
Sergio Gaut vel Hartman
Argentina (1947)

Alexei Ivanovich se acomodó en la silla y miró de reojo a su compañero. El tipo lo amedrentaba, pero por fin se animó y murmuró:
- ¿Cómo te sentiste cuando Einstein dijo esa barbaridad?
- Me sentí pésimo -respondió Dios-. No hay forma de curarse si uno niega la enfermedad, y para colmo, desde el principio de los tiempos venían saliendo unos, unos. ¡Todos unos! ¿Te das cuenta?
- Deberías probar con el ajedrez -sugirió tímidamente Alexei Ivanovich.