30 de septiembre de 2012

Amy Tan: "El arte nos permite encontrar una traducción racional, y acaso también moral, de nuestras más profundas emociones"

Hija de emigrantes chinos, la escritora estadounidense Amy Tan (1952) ha desarrollado su  
obra literaria marcada por su doble y contrastante influencia cultural. Nacida en California, tras la prematura muerte de su padre viajó con su madre y hermano a Suiza, donde terminó la escuela y asistió a ocho colegios superiores distintos. De regreso en Estados Unidos, se licenció en Lingüística en la San Jose State University y comenzó el doctorado en Berkeley, curso que abandonaría para trabajar como asesora de desarrollo del lenguaje en la Alameda County Association for Retarded Citizens primero, y dirigiendo su propio proyecto de entrenamiento para niños discapacitados después. Comenzó su carrera literaria escribiendo folletos para distintas empresas y luego publicó sus primeras ficciones en las revistas literarias "FM" y "Seventeen". El viaje realizado a China -como un intento de recomponer la conflictiva y tormentosa relación que mantuvo con su madre desde pequeña- le inspiró su primer libro: "The joy luck club" (El club de la buena estrella), aparecido en 1989. Tras el éxito alcanzado con esta obra -llevada al cine con la producción de Oliver Stone (1946) y la dirección de Wayne Wang (1949)-, Tan reafirmó su reputación como novelista con "The Kitchen God's wife" (La esposa del Dios del Fuego) y las posteriores "The hundred secret senses" (Los cien sentidos secretos), "The bonesetter's daughter" (La hija del curandero), "The opposite of fate" (En contra del destino) y "Saving fish from drowning" (Un lugar llamado Nada). La temática de sus novelas apunta principalmente hacia el tratamiento de los problemas que los inmigrantes chinos sufren en Estados Unidos, la vida y costumbres de las mujeres asiático-norteamericanas, los conflictos culturales, los choques generacionales y las dificultades en las relaciones materno-filiales. Amy Tan se ha dedicado también a la literatura infantil y ha publicado dos libros para niños: "The moon lady" (La dama de la luna) y "The chinese siamese cat" (El gato siamés chino). En la recopilación de las entrevistas que Tan concedió a Aurora Intxausti para la edición del 6 de abril de 2006 del diario español "El País" y a Sergio Varela para el nº 6 de la revista argentina "Quid" de octubre el mismo año, la autora habla sobre "Un lugar llamado Nada" y sobre sus proyectos en medio de su lucha contra una enfermedad que la atormentó hasta dejarla sin memoria.


En su nueva novela usted realiza una ardua defensa de los derechos humanos.

Varios grupos de defensa de los derechos humanos me pidieron que abordase un tema en el que denunciase la violación de derechos en China; lo hice, pero denunciar al Gobierno creo que no es la mejor manera de ayudar a la gente del país. Y entonces pensé que tal vez narrando una historia en una novela en la que ofreciese respuestas a los lectores o, al menos, datos que ellos luego pudieran interpretar, sería más beneficioso.

¿Por qué eligió Myanmar para desarrollar su novela?

La violación de los derechos humanos en esa zona es extrema y el hecho de que poca gente haya viajado a ese país me permitió crear una ficción y una trama compleja sin que mis lectores tuviesen ideas preconcebidas sobre el país. El país cambió de nombre, por eso en Estados Unidos mucha gente no sabe dónde se sitúa en el mapa.

¿Cuándo llegó la voz de Bibi Chen, la narradora de su obra?

Desde el principio nació esta voz. Mi madre acababa de morir y yo no sabía cómo seguir sin la inspiración de su voz, pero luego me ocurrió algo muy extraño, sentí que ella me decía: "Yo puedo seguir en tu libro". Y es cierto, no hace falta que esté físicamente para que la tenga presente con sus ideas, su filosofía y su corazón. Cuando murió, me sentí desamparada, y después de fallecer fue cuando yo enfermé y estuve postrada.

Hay una constante en su obra sobre las voces que llegan de otro lado.

Me gusta escuchar otras voces que también me permiten expresar cosas que están en mí pero no soy necesariamente consciente.

Escribe novelas y también libretos de ópera.

Me gustan todas las actividades artísticas. Tengo muchas ideas para una novela, pero siempre tengo que pensar en la localización y en una trama que me resulte atractiva y apasionante. Le estoy dando muchas vueltas y todavía no lo tengo muy claro. No me gusta demasiado cómo está el mundo y me cuestiono mucho las acciones de Estados Unidos en países como Irak. Me pregunto sobre nuestra responsabilidad moral y tal vez no haya respuesta; yo trato de dar respuestas a través de la literatura y por eso escribo libros como "Un lugar llamado Nada".

¿Cuál fue la motivación que la llevó a escribir "Un lugar llamado Nada"? ¿Cuál es la metáfora o mensaje que procura transmitir en esa novela?

Quise indagar, a través de esos personajes que emprenden un viaje por Birmania y que llegan, en medio de la selva, a un poblado en el que se oculta una tribu que ve en ellos a sus posi­bles salvadores del régimen militar birmano, la manera en que nos relacionamos con la verdad o la realidad. Muchas veces aquello que aceptamos como real o verdadero sólo es un recor­te, una de las tantas posibles versiones de la realidad. Además, quería poner el foco sobre la situación de los derechos humanos en Birmania. De alguna manera, la metáfora se refiere a como al tratar de ayudar podemos perjudicar. Podría haber elegido un lugar más obvio -como Irak- para expresar esa idea, pero la novela es una comedia, no un texto político.

Usted ha comentado, sobre el papel de Occidente en los diferentes conflictos mundiales, que los Estados Unidos "suelen defender a quienes deberían odiar". ¿Cuál es su opinión sobre la actual situación en Medio Oriente? ¿Cuál debería ser el papel de Occidente en medio de esta escalada bélica?

Oh, qué pregunta... Si tuviera la respuesta más apropiada, podría ser presidenta, o secretaria de Estado, pero sólo soy escri­tora. Es cierto que me molesta que Occidente, con el afán de ayudar, termine imponiendo sus valores. De eso habla "Un lugar llamado Nada".

¿Cómo cree que influyen los medios de comunicación en esta especie de "Matrix" en que se ha convertido la construcción posmoderna de la realidad?

Los medios de comunicación a veces se apartan de su papel de reportar los hechos, y tratan de imponer una determi­nada lectura o percepción sobre esos hechos. Inciden demasia­do en la construcción de una opinión generalizada sobre las cosas que, en muchos casos, no hace más que alejar al público de la verdad.

Usted ha sufrido la enfermedad de Lyme, una dolencia que -entre otros síntomas- provoca alucinaciones y pérdidas de memoria. ¿En qué ha cambiado su relación con la ficción y con las problemá­ticas de las personas después de haber tenido que enfren­tar semejante adversidad?

Esa enfermedad fue una dura prueba para mí. Es una com­pleja patología neurológica que afectó mi memoria y mi con­centración. Uno de sus síntomas es una forma de epilepsia, y durante ese período tuve severas dificultades para escribir, incluso temí no poder volver a hacerlo, algo que me angustiaba muchísimo. En mi vida atravesé varias experiencias dolorosas, ya que mi padre y mi hermano murieron a causa de tumores cerebrales. Creo que tanto esas situaciones como la dura lucha contra mi enfermedad me volvieron más comprensiva con los demás. Cuando tenemos un simple resfriado estamos momentáneamente discapacitados. Padecer una enfermedad tan severa amplió mi empatía hacia los que sufren. Mi memoria ahora está curada; yo todavía no, sigo con tratamiento antibiótico para poder luchar contra la bacteria que la provoca. Si no la combato me iría devorando por dentro.

Cuando comenzó a olvidarse de las cosas, ¿llegó a pensar que padecía Alzheimer?

Mi madre murió de esa enfermedad, y sí, llegué a imaginar que a mí me ocurriría lo mismo. Es muy difícil imaginar a quien no lo ha padecido el tener la sensación de no recordar lo que se ha dicho dos minutos antes y la sensación de perder la memoria y no recordar absolutamente nada. Obviamente, es imposible escribir si uno no puede recordar lo que ha escrito y eso para alguien como yo resulta doloroso. El día en que las palabras que escribí en una cuartilla me fueron devolviendo la memoria fui feliz.

¿Podía leer?

Era extremadamente difícil porque a las dos páginas no me acordaba de lo que había leído y era desesperante. Recordaba cosas que me resultaban familiares y trataba de entender en público lo que se estaba hablando.

El éxito profesional ha ido acompañado en su vida de tragedias personales.

No sé si lo que nos ocurre en la vida se debe a la buena o a la mala suerte, al destino, o si hay alguna fuerza superior que nos guía a través de los acontecimientos. Lo que sí sé es que tengo que sacar el mayor partido de lo que me ocurre en la vida, sea de la muerte de mi madre o de mi perdida de memoria.

Usted ha escrito conmovedoras páginas sobre su madre, pero a la vez eligió no ser madre. ¿Por qué?

Supongo que porque no quise convertirme en una madre como la mía. No porque ella fuera una persona mala, de hecho me ha inspirado esas conmovedoras páginas y memorias que usted menciona. Ocurre que era una madre extremadamente protectora, que se alarmaba permanentemente sobre nuestro cuidado, temía siempre que nos enfermáramos. Su afán protec­tor me irritaba mucho cuando era joven, y temí que mi hija me odiara cuando cumpliera los doce años. Por otra parte, yo he traba­jado con niños y sé lo intensa y exigente que es la relación con ellos. Así que mi marido y yo simplemente decidimos no tener­los. Además, preferí darle prioridad a mi carrera. A veces digo, más bien en broma, que mis libros son como hijos, pero sé que no hay punto de comparación.

¿Cuál es el futuro de la mujer en esta sociedad posmoderna? ¿Cuál cree usted que es el aporte que puede hacer la mujer para mejorarla?

Supongo que, justamente, algo de esa actitud protectora relacionada con el instinto maternal, de cuidado de las perso­nas, aplicado a lo social, lo colectivo y cultural. La gran capaci­dad de empatía que los estudios recientes le adjudican al cere­bro femenino en su comparación con el del hombre.

¿Cuál es el camino para una mejor comprensión de la realidad cotidiana sin caer en simplificaciones burdas e intencionadas?

Creo que es importante buscar la forma de ayudar a incor­porar un mayor grado de razonamiento. Dejar de lado la tenta­ción de establecer nuestras ideas a partir de emociones de tipo religioso, irracional. Contribuir a que quienes incurren en esos pensamientos supersticiosos puedan analizar, retroceder hasta el momento en que esas ideas, esas falacias, fueron establecidas y comprobar racionalmente que son creencias equivocadas que conducen al prejuicio, porque la construcción de falacias condu­ce a una deformación de la realidad. Pero el modo en que elegi­mos el encuadre es un acto voluntario que nos enfrenta con un dilema de tipo moral. A mí me indigna mucho cuando alguien elige decidir que algo "es verdad" simplemente porque lo leyó en el diario o porque lo vio en la televisión.

¿El arte es un camino para la búsqueda de la verdad?

El arte nos permite crear una mirada personal sobre valo­res universales. Encontrar una traducción racional, y acaso tam­bién moral, de nuestras más profundas emociones.

¿Cuáles son sus próximos proyectos literarios?

Estoy trabajando en el boceto de una nueva novela. Por el momento, tengo pensado el ambiente -transcurrirá en China, en uno de sus confines más alejados, una aldea a la que pienso visitar pronto para ampliar mis apuntes- y estoy en la búsque­da de los personajes. Las preguntas filosóficas que impulsarán la trama son las mismas que apuntalaron mis libros anteriores: ¿por qué somos o nos convertimos en quienes somos? y, en consecuencia, ¿por qué hacemos lo que hacemos?

¿Cómo es un día suyo actualmente?

Trabajo bastante, estoy escribiendo la adaptación para la ópera de mi novela "La hija del curandero", escribo artículos para "National Geographic", trabajo en el proyecto de mi próxima novela, cuando no estoy de viaje preparo los viajes, y... eh... y baño a mi perro Bubba hasta que me llaman y me consultan sobre la manera en que elegi­mos creer en aquello que llamamos la realidad, ¡ja, ja! 

29 de septiembre de 2012

Homero Alsina Thevenet. De mosquitos, hongos y censores

Durante sus sesenta y cinco años ininterrumpidos de trayectoria periodística, Homero Alsina Thevenet (1922-2005) dejó una impronta única e inolvidable. Dueño de una amplia cultura, desarrolló en su veintena de libros y los centenares de artículos que publicó, un estilo que combinaba la prosa clara, el dato exacto y un humor muy personal que influyó sobre varias generaciones de lectores y, especialmente, sobre otros colegas periodistas, quienes lo consideraron maestro de maestros. Se inició en el periodismo en 1937 cuando ingresó a la revista montevideana "Cine Radio Actualidad", para pasar en 1945 a formar parte de la legendaria redacción del semanario "Marcha". Especializado en crítica cinematográfica, trabajó luego en el diario uruguayo "El País" hasta 1964. Radicado en la Argentina, escribió para las revistas "Primera Plana", "Panorama" y "Siete Días", y para los diarios "La Razón" y "Página/12". Vivió en Barcelona durante los años de dictadura y, tras su regreso a Uruguay, fundó y dirigió "El País Cultural" -el suplemento semanal del diario "El País"-, una actividad que desarrollaría hasta su fallecimiento. Homero Alsina Thevenet fue uno de los máximos referentes del periodismo rioplatense, recordado no sólo como crítico lúcido e influyente, sino también como síntoma de una época en la que quien escribía podía señalar caminos como un faro. En 1986 y 1987 dio a conocer sus dos tomos de "Una enciclopedia de datos inútiles", verdaderos libros-tesoro en los que, con textos breves, irónicos y punzantes, dibujó su visión del mundo, el mapa de sus intereses, sus desprecios y sus curiosidades. A ellos pertenecen los siguientes textos.

GRAN INSECTO

El mosquito cambió decisivamente las estructuras políticas mundiales durante los siglos XIX y XX, pero su trascendencia ha sido subestimada por his­toriadores que prefieren creer en personalidades (Napo­león, la reina Victoria o Roosevelt), en ideas (las de Marx o las de Hitler) o en guerras (todas). Aunque los mosqui­tos no se han ofendido por ese desdén, algo debe decirse de su trayectoria.
Hacia 1650 algunos millones de mosquitos pasaron de Africa a América, a bordo de los barcos que transportaban esclavos negros. Todavía no tenían el elegante nombre Aedes aegypti, ni se sospechaba siquiera que merecieran la aten­ción de los seres humanos, excepto por su zumbido y por otras molestias ocasionales. Pero ponían sus huevos en los toneles de agua y así se las ingeniaron para importar desde Africa el virus de la fiebre amarilla, que hasta entonces era una enfermedad selecta de los monos y de otros mamífe­ros de la jungla. En las décadas siguientes, y favorecida por las altas temperaturas y por la humedad, la fiebre amarilla se hizo indeseablemente popular en toda América Central. En 1802 Napoleón Bonaparte envió una fuerte expedi­ción militar al Caribe para intervenir en un sitio que fue­ra conocido, primero, como Isla Española (desde Colón), después como Hispaniola, y hoy como Haití-República Do­minicana. Allí se había rebelado el líder negro Toussaint-Louverture, que pretendía nada menos que abolir la escla­vitud, en sucesivas luchas y negociaciones con españoles, ingleses y franceses. La expedición comandada por el ge­neral Leclerc (cuñado de Napoleón) triunfó militarmente, pero un año después ese ejército había sido diezmado por la fiebre amarilla, que causó una enorme mortandad. En­tre las bajas figuraba el propio Leclerc, muerto en 1801 a los treinta años de edad. El dato incomodó a Napoleón y fue uno de los motivos que lo indujeron poco después a vender a Estados Unidos el territorio de Louisiana.
La obra del mosquito no terminó allí, sin embargo. Su­cesivos gobernantes franceses habían tomado nota de la pérdida de posiciones nacionales en América, donde sólo se conservaban una Guayana francesa y una Isla del Dia­blo que ya tenía mala reputación. En 1869 se había inau­gurado al este de Africa el Canal de Suez, que en buena me­dida fue la creación del francés Ferdinand de Lesseps, aun­que con apoyo de capitales británicos. En 1879 el gobier­no francés y el mismo Lesseps se lanzaron a un proyecto si­milar, dispuestos a construir el Canal de Panamá. A ese efecto se constituyó una empresa privada, dirigida por Les­seps y por su hijo Charles, con aporte de diversos capita­listas franceses. Diez años después, el proyecto francés de­bió ser abandonado con grandes pérdidas. Como lo seña­lara el historiador William H. McNeill, "los costos se ha­bían disparado hasta niveles intolerables, como resultado de la fuerte mortandad provocada en el personal obrero por la malaria y la fiebre amarilla". El fracaso provocó en Fran­cia un notable escándalo político y financiero. Algunos fun­cionarios y parlamentarios franceses fueron acusados por haber aceptado sobornos de la Compañía del Canal. En 1893 Lesseps y su hijo Charles fueron condenados a cinco años de prisión, fallo que después fue anulado por una cor­te de apelaciones.
En esos mismos años Estados Unidos daba otros pasos adelante, triunfando en una guerra contra España y apo­derándose de Cuba (1898). Todavía le quedaba por derro­tar a la fiebre amarilla, y allí les ganó un segundo partido a los franceses. El médico cubano Carlos Finlay había sos­tenido hacia 1881 que el mosquito era el agente transmi­sor de la fiebre amarilla, pero sus opiniones fueron escasa­mente escuchadas durante veinte años por los gobernan­tes y por otros hombres de ciencia. En 1900 el norteamericano Walter Reed interpretó correctamente las enseñan­zas de Finlay. Cuando se produjo en La Habana un brote muy serio de fiebre amarilla, Reed presidió un comité de investigación, diagnosticó la índole y origen de la enfer­medad e inició una campaña sanitaria. Varios de sus cola­boradores murieron en esa crisis, pero en 1901 el coman­dante William Crawford Gorgas aplicó radicalmente al­gunas medidas y eliminó en noventa días la epidemia de La Habana. Los procedimientos habían sido resueltos en los tres años previos, cuando Gorgas se vio obligado a in­cendiar totalmente un campo en Siboney (Cuba) para des­truir un foco. En La Habana ordenó segregar a los enfer­mos, establecer cuarentenas, implantar una higiene gene­ral, destruir todo depósito de agua que pudiera contener larvas de mosquitos. En 1904 Gorgas fue llevado a la zo­na donde se haría el Canal de Panamá. Aplicó medidas idénticas, en enorme escala, y así los Estados Unidos pu­dieron construir el Canal, lo inauguraron en 1914 y tuvieron desde entonces una llave política de enorme impor­tancia, porque la conexión marítima entre el Atlántico y el Pacífico se reunía, en el caso, a la gravitación norteame­ricana en el Caribe, hecho del cual llegaron a enterarse des­pués en Cuba y en Nicaragua.
Tras haber contribuido a la derrota de Francia y a la ex­pansión territorial de Estados Unidos, tanto en América del Norte como en América Central, el mosquito no fue debidamente homenajeado con monumento alguno. La mejor parte de su fama fue que William Faulkner dio el nombre de "Mosquitoes" a su segunda novela (1927). Fuera de ello, los mosquitos nunca tuvieron buena prensa.

LA INFLUENCIA DE LOS HONGOS EN LA VIDA LITERARIA

El tomate fue uno de los viajeros americanos más ilustres entre los llegados a Europa durante el siglo XVI, tras las expediciones de Colón y otros. Algunos documentos llevan a creer que el tomate desembarcó en Italia hacia 1544, con lo que cabe imaginar la medieval desesperación de los italianos en los siglos previos, debiendo comer su pizza y sus spaghetti sin el tomate debido. Esa tragedia nacional no impidió sin embargo el florecimiento artístico. De hecho, el tomate llegó a Italia con el Renacimiento ya empezado.
La patata (vulgo papa) superó al tomate en su adaptación al nuevo medio europeo, donde encontró las debidas condiciones de humedad, temperatura y diversos otros factores físicos, sin las limitaciones del tomate, que sólo progresó naturalmente en los climas templados del Mediterráneo. El notable rendimiento de la patata, en comparación aritmética con la superficie cultivada, llevó a que el tubérculo (aparentemente nativo del Perú) se convirtiera en tarea intensiva y lucrativa para los campesinos de otros países más fríos, como Irlanda, Bélgica y Alemania. Su rendimiento en el primero de esos países ascendió a tal punto que una de las más difundidas subespecies llevó el nombre de Irish potato (patata irlandesa) y contribuyó señaladamente a mejorar la economía y la demografía nacionales.
Como suele ocurrir en la Naturaleza, la patata tenía también sus enemigos. En Perú existía un hongo (Phytophthora infestans) que manifestaba tanta atracción por las patatas como la que sentían los comensales europeos. Durante tres siglos (aproximadamente entre 1540 y 1840) el hongo de la patata fue inofensivo para los cargamentos que se enviaban desde Perú a Europa. Simplemente el hongo no resistía un viaje tan largo, parte del cual se hacía a través de los calores del trópico. Pero como lo señala el historiador y médico William H. McNeill, esa situación fue modificada con los progresos de la navegación en el siglo XVIII. Se redujo la permanencia a bordo, con lo que el hongo llegó activo a Europa. Fue así como la Revolución Industrial produjo indirectamente los grandes fracasos en las cosechas irlandesas de patatas (especialmente durante 1845 y 1846), lo que a su vez derivó a una crisis alimenticia general, a episodios críticos de hambruna, al progreso del tifus y de otras enfermedades que se agravan con la desnutrición.
El enorme avance demográfico de la población irlandesa, a lo largo de tres siglos, se vio detenido de pronto con la muerte de medio millón de personas. La década pasó a ser conocida como los "hungry forties" (cuarentas hambrientos) y durante ella el primer ministro inglés Robert Peel terminó por dejar sin efecto las leyes tradicionales que regulaban la importación de cereales y que ya eran objeto de enorme controversia, por el choque de intereses distintos. La crisis alimenticia provocó a su vez la emigración de un millón de irlandeses, que cayeron sobre Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Australia, generando una diáspora que duró más de un siglo. Entre los emigrantes irlandeses y sus descendientes se contarían después los escritores Oscar Wilde, George Bernard Shaw, James Joyce, Sean O'Casey, Eugene O'Neill, Liam O'Flaherty. La influencia de los hongos sobre la vida literaria no ha sido estudiada a fondo.

CENSORES

El puesto de censor fue instituido en Roma en el año 443 a.C. como derivación del censo, o sea el recuento y clasificación de los ciudadanos. Durante cuatro siglos los censores fueron magistrados que vigilaban la conducta de los romanos, llegando a la supervisión de obras teatrales, a los casos privados de adulterio y al uso intensivo de delatores. Su titular más famoso fue Catón el Censor (234-149 a.C.) quien combatió las influencias griegas, objetó el lujo y solicitó la guerra contra Cartago, además de escribir sobre medicina, leyes y ciencia militar. Siglos después, el inglés Thomas Bowdler (1754-1825) pasó a la historia por su empeño en "depurar" obras literarias, quitando todo lo que creyó inmoral de ellas. En 1818 editó así su "Family Shakespeare", que disminuía los textos haciéndolos aptos para la lectura por niños y adolescentes. Desde entonces, "to bowdlerize" fue en los diccionarios ingleses un equivalente al acto de limpiar de procacidad o erotismo cualquier obra literaria.
Pero ni Catón ni Bowdler llegaron a los extremos del norteamericano Anthony Comstock (1844-1915) quien emprendió una campaña personal contra el vicio, el adulterio, los anticonceptivos, la prostitución y otros territorios afines. Tras obtener una ley en ese sentido (1873), Comstock asumió funciones policiales, abrió correspondencia privada, encarceló a sus opositores y recurrió con abundancia a diversas argucias ilegales para identificar y detener a los presuntos infractores. Fue abiertamente combatido por un agnóstico y liberal llamado D. M. Bennett, pero a su vez Comstock consiguió enviar a Bennett dos veces a la cárcel: la segunda por haber vendido un folleto que no había escrito ni editado.
Se atribuye a Comstock la reiterada jactancia sobre los hombres que había encarcelado y sobre las mujeres cuyo suicidio provocó, tras la amenaza de ventilar públicamente ciertos incidentes de adulterio que sólo Comstock y pocas otras personas pudieron conocer. En el diccionario inglés Webster's, la palabra "comstockery" está definida ahora como "preocupación mojigata por combatir la inmoralidad, especialmente en libros, periódicos y fotografías".

27 de septiembre de 2012

Conversaciones (LI). José Emilio Burucúa - Ignacio Gómez de Liaño. Sobre las artes de la memoria

Durante la mañana de un sábado de noviembre de 2011 se reunieron en una galería de arte del centro porteño dos notables intelectuales: José Emilio Burucúa, máximo historiador cultural de la Argentina, e Ignacio Gómez de Liaño, filósofo español especializado en estética e historia de las ideas. Durante la reunión se habló de arte o, más específicamente, de la historia del arte, analizándose las relaciones existentes entre las imágenes, los textos y la política. José Emilio Burucúa (1946) es Doctor en Filosofía y Letras. Estudió Historia del Arte y de la Ciencia en la Universidad Nacional de Buenos Aires y en la Universidad de Florencia. Fue profesor de Historia Moderna y director del Instituto de Teoría e Historia de las Artes  en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y creador y director de la Maestría en Historia del Arte en la Universidad Nacional de San Martín. Especializado en el arte del Renacimiento, ha escrito numerosos artículos sobre las relaciones históricas entre imágenes e ideas y las técnicas y los materiales de la pintura colonial sudamericana. Asimismo es autor de "El Renacimiento italiano, una nueva incursión en sus fuentes e ideas", "Corderos y elefantes. Nuevos aportes acerca del problema de la modernidad clásica" e "Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Carlo Ginzburg". El madrileño Ignacio Gómez de Liaño (1946), por su parte, es Licenciado y Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid, donde ha sido profesor de Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales. Es autor de numerosos libros, entre los que se destacan "El círculo de la sabiduría", "El idioma de la imaginación", "Filósofos griegos, videntes judíos", "Iluminaciones filosóficas" y "Breviario de filosofía práctica". Durante la década del '60 desarrolló una gran actividad en el campo de la poesía de vanguardia, fruto de la cual son sus libros "Nauta y estela" y "Carro de noche". En el campo de la narrativa ha editado tres novelas: "Arcadia", "Musapol" y "Extravíos". En su "Kritik der reinen vernunft" (Crítica de la razón pura), Immanuel Kant (1724-1804) decía que la estética, sin la historia del arte, es hueca, y la historia del arte, sin estética, anda a tientas. Con la participación de la periodista Mercedes Perez Bergliaffa, la conversación entre ambos eruditos puso de manifiesto la provechosa conjunción entre la estética filosófica y la historia del arte. La misma se reprodujo en el nº 426 de la revista "Ñ", publicada el 26 de noviembre de 2011.



Ustedes son hombres que, en sus campos de saber, trabajan tanto con textos como con imágenes. Ellos serían como dos grandes raíces de las cuales se nutren y de donde derivan sus reflexiones. Me gustaría preguntarles cuál de los dos discursos creen que es más importante, ¿el de los textos o el de las imágenes?

J.E.B.: El del texto. Creo que es del texto.

I.G.L.: Sí, el del texto, sí, sí.

¿Por qué se aferran de una manera tan contundente a los textos, a pesar de la importancia nuclear de las imágenes para sus disciplinas?

I.G.L.: En mi caso, me considero escritor y filósofo, así que el estilo literario es, para mí, fundamental. Lo que ocurre es que, como decía antes, los temas de la imaginación, de las imágenes o de los contenidos imaginales de la memoria, son los asuntos que más me ocupan, aparte de que desde muy joven tuve mucha relación con los artistas. Ese vínculo ha estado presente siempre. De hecho, tuve el privilegio de conocer en el año '78 a Salvador Dalí y de mantener muchos encuentros con él, que luego dieron lugar a un par de libros. Con todo esto quiero decir que he tenido muy buenos interlocutores en el campo del arte. Claro que mi terreno es más el de la escritura, pero con una dimensión cultural grande.

J.E.B.: En mi caso hay una situación paradojal, si se quiere, porque mi primera formación fue como historiador del arte, es decir que para mí las imágenes tendrían que tener un peso fundamental y quizá prevalecer sobre los otros lenguajes. Pero de ninguna manera ha sido así. Digamos que mi evolución me ha llevado a pensar que siempre la última ratio de todo lo que yo estudio se encuentra en los textos. Si leo o hago una interpretación de una imagen, lo que trato siempre es de encontrar lo que podríamos llamar articulaciones y pruebas, incluso, textuales. Porque eso de que "una imagen vale lo que valen mil palabras" es absolutamente falso. En realidad, ¡es exactamente al revés!

¿Cómo podemos comprobar eso, de que una imagen no vale mil palabras, pero que una palabra sí vale mil imágenes?

J.E.B.: Bueno, podría dar algunos ejemplos de imágenes que habíamos creído que iban en un sentido y finalmente en el momento de su aparición iban exactamente en el opuesto. Voy a hablar de dos casos. Uno se refiere a Hieronymus Bosch, el Bosco. En el siglo XX hubo una tendencia a considerarlo un pintor con una carga trágica, motivo de un desasosiego que se transmitía al observador. Esta interpretación quizá fue muy influida por el psicoanálisis. Hubo un estudio de esa pintura que -en términos psicoanalíticos- hizo un francés que se llamaba Gauffreateau-Sevy en un libro que fue un gran éxito en los años '60. Pero hay trabajos de Gombrich que después han probado que durante el siglo XVI, por lo menos hasta que el rey Felipe II se transformó en un gran coleccionista de su obra -y tampoco podemos estar seguros de que allí se haya producido la inflexión hacia lo que podríamos llamar una "visión dramática" e incluso trágica del pintor-, pero hasta ese momento, sin dudas, cuando los hombres del siglo XVI miraban "El jardín de las delicias" les provocaba una risa incontenible. Esto es seguro, porque hay datos firmes que lo prueban: cuando el Cardenal de Aragón hizo todo un viaje por Europa entre 1517 y 1519, el que lo acompañaba -que era el secretario, Antonio de Beatis-, dejó un diario muy, muy minucioso. Y en él, en un momento cuenta que van a visitar el taller de Bosch. Dice entonces: "Fuimos para ver a este pintor que hacía, pues, el 'piacevole figure'", es decir, figuras graciosas, vendría a ser la traducción. Nosotros, en cambio, no vemos eso en las figuras de Bosch. Buscamos otra cosa. El otro ejemplo es el famoso "Zuccone" de Donatello, el escultor renacentista. Recuerdo muy bien que cuando los grandes estudiosos de la cultura hacían su clasificación en los años '60, colocaban al "Zuccone" entre la obra expresionista del escultor. Como si la obra tuviera una carga de pathos (una carga que, en realidad, parece que no tenía). Porque parece que, en su tiempo, en el temprano Renacimiento, a las personas que lo veían, que veían esa calva, esa expresión algo alucinada, eso les provocaba risa. De ahí que lo llamaran "il Zuccone" (el cabezón). La verdad es que estos estudiosos de los '60 ya tenían que haber sospechado que algo pasaba, cuando el mote con que se la reconocía a esa obra era un mote cómico, ¿no? El mote relacionaba al personaje con el zapallo (zucca). Bueno, estos son sólo dos ejemplos.

I.G.L.: Pues me gustaría conectar con lo que ha dicho Burucúa sobre "El jardín de las delicias". Sin palabras, sin una doctrina concreta sobre el mundo, ni el Bosco hubiera podido concebir su tríptico ni nosotros entenderlo cabalmente. El primer título que se le dio fue "La variedad del mundo", es decir, que el que puso ese título -en la época de Felipe II, cuando se lo llevó a El Escorial, hacia 1590- ni siquiera se fijaba ni preocupaba por el aspecto, digamos, más sensitivo, sino que se entendía que lo que había querido representar el Bosco eran diferentes aspectos de la variedad del mundo. Así lo sugirió fray José de Sigüenza en 1605, en unas palabras que son el primer comentario sobre "El jardín…". Por otro lado, creo que otros textos clave para entender la obra del Bosco son los días de la creación del Génesis, la idea de la Edad de Oro según las "Metamorfosis" de Ovidio, un texto de San Agustín sobre la vida feliz y suavemente erótica de los hombres en el Paraíso, y Platón, cuando habla de la transmigración de las almas. Pienso que la escena central de la pintura no puede ser -como se ha solido interpretar de forma muy decimonónica- el triunfo de la lujuria que es condenado en el Infierno (que hay en la parte de la derecha del tríptico), sino que es -y a esto le dediqué un trabajo que leí en el Museo del Prado hace unos seis años- una muestra de cómo habría sido la vida del hombre si hubiese seguido permaneciendo en el Paraíso, en el jardín de las delicias. O sea, es la exaltación de la vida en la naturaleza. Pero de una naturaleza que está directamente conectada con la transvida, con la vida ideal del hombre. En efecto, todo lo que aparece en ese panel central es natural: no hay un solo artefacto salido de la mano humana. En cambio, en el panel de la derecha, en el Infierno, la intención del Bosco fue mostrar cómo el hombre se separó de la vía de la naturaleza y entró en la del artificio, y así, se ha visto sepultado en un infierno. De hecho toda esa escena está llena, sobrecargada de artefactos. Hay otros muchos detalles que van en esta dirección, como por ejemplo, el que haya tan pocas mujeres en el Infierno. Eso es porque para el Bosco la mujer representaba el mundo de la naturaleza y por eso su lugar está más bien en la parte del jardín. En cuanto al panel de la izquierda es, evidentemente, la creación del primer hombre. Pero también en esto el Bosco utiliza la doctrina de las dos versiones de la creación del primer hombre, no la que hace surgir la mujer de la costilla de Adán y acaba en la transgresión y la expulsión, sino aquella que explica la creación del ser humano ideal, hecho a imagen de Dios, en la que no hay diferencias sexuales, sino que es el ser humano es un ser completo, una especie de andrógino.

¿Qué creen que es lo que tienen los discursos textuales y las palabras que las imágenes no tienen, y al revés? ¿Qué es lo que cada uno de ellos nos da?

I.G.L.: Las imágenes están íntimamente ligadas a la emotividad. Comparto la teoría de Aristóteles cuando decía que el pensamiento arranca en la imaginación. Es decir, que no se puede pensar si no se es capaz de imaginar. Pero la imagen como tal, transmite sentimientos confusos y difusos. Y muchas veces esa imagen puede servir para fines distintos, como por ejemplo, fines políticos diferentes. Una ideología de extrema derecha y otra de extrema izquierda pueden llegar a utilizar las mismas imágenes para exaltar la emoción de un pueblo, por ejemplo. Como, curiosamente, ocurría con el arte de las épocas de Stalin y de Hitler, que era una suerte de neoclasicismo bastante parecido. Es decir, que sin el acompañamiento de las palabras, de los discursos, no se produce una determinada orientación.

J.E.B.: Coincido plenamente. Lo que creo que las imágenes tienen por sobre las palabras, en general, es un gran poder de seducción, que es esto a lo que se refería Ignacio, a su relación mucho más directa y espontánea con la imaginación. Pero voy a dar otro ejemplo: el famoso Cristo en el avión, de León Ferrari, una obra que en realidad se llama "Occidental y cristiano". Es muy interesante ver cuál es el giro que ha tomado en los últimos tiempos la significación de esta obra a partir de las manifestaciones del público en internet. Es que no hay dudas de que cuando "Occidental…" se expuso a fines de los '60, era una acusación directa al corazón del cristianismo como cómplice de los ataques colonialistas y, en particular, de la guerra de Vietnam. Es decir, ése era un Cristo que caía acompañando al bombardero; y el bombardero estaba siendo lanzado para provocar una explosión, una catástrofe allí donde cayera. No había dudas de que ésa era la interpretación de León, y que eso era lo que leíamos en aquellos años. Hoy, si alguien va y mira en internet qué es lo que se dice sobre la misma obra, notará que se dice que en ella Cristo es, nuevamente, crucificado y martirizado, ahora, por las bombas. Como si en lugar de ser él la bomba -como León quería que leyésemos la obra-, vendría a ser otra vez Cristo la víctima sacrificial y redentora que está en el corazón de la creencia cristiana. Es decir, que lo que se hace es invertir el sentido que el artista quiso darle y que también le dio la recepción concreta, por parte del público, de la obra en aquellos años. Y todo esto, si no tuviéramos los textos, no lo podríamos saber.

¿Por qué piensa que se invirtió el sentido en la obra de León Ferrari? ¿Cómo ocurrió?

J.E.B.: Creo que lo que ha prevalecido fue, finalmente, la interpretación clásica de lo que significa Cristo, en una inercia que creo que es la del peso de los siglos. Sería algo así como "el varón por el que conseguimos la redención y finalmente la salvación". Creo que, a pesar de que la obra de León ha tenido una gran fuerza a fines de los '60, no consiguió torcer lo que emana casi automáticamente de la figura de Cristo. Y eso es lo que terminó por imponerse.

I.G.L.: Todo esto tiene que ver, también, con el uso político y religioso de las imágenes. Su poder ya aparece en la Atenas de Pisístrato, en la de Pericles y en la época de Augusto, y lo vemos también en las religiones, como por ejemplo, en la religión católica. En ella, la exuberancia de las imágenes se nota perfectamente. Es verdad que las imágenes tienen una carga de seducción, de emotividad, pero también tienen un problema con respecto a la orientación de la conducta; y para eso necesitan de otro elemento, que es a título lógico, literario, verbal. Y este es un tema que a mí, como filósofo, me afecta especialmente, ya que siempre he reivindicado, a lo largo de toda mi obra, la importancia de que la filosofía asuma no sólo la exposición, análisis y crítica del discurso lógico, sino que creo que debe asumir también la exposición, análisis y crítica del discurso imaginal. La importancia que tiene para la constitución de las personas, para su formación, todo lo que sucede en la imaginación, es fundamental. Ahí es donde, entonces, han venido a colaborar las artes de la memoria, que son esas artes creadas justo en la misma época en que se creaban las artes de la filosofía y de la lógica. Fue sobre todo en el siglo I a.C., cuando se produjo una revolución en las artes de la memoria, para que no fuesen sólo una técnica para suscitar recuerdos. En esos momentos se comenzó a pensar en ella también como un artefacto matemático, un artefacto para crear una enciclopedia mental, y también para formar la personalidad. Esta es una línea que se olvidó, que finalizó en el siglo XVII. Se puede decir que su último gran representante fue Giordano Bruno, un filósofo napolitano -que hemos estudiado tanto Burucúa como yo, en aspectos distintos-. Para mí, todo esto constituye la "otra cara" de la filosofía, es decir, la filosofía que mira al terreno más alto de la imaginación y que no queda reducida sólo al de la lógica del discurso.

¿Podrían explicar detalladamente qué son las artes de la memoria?

I.G.L.: Inicialmente, las artes de la memoria formaban parte del sistema de estudios antiguos que pretendía formar oradores, abogados. Una de las partes de la retorica de esa formación era la memoria. Otra era la "inventio" -o sea, la invención de argumentos-, otra la "locutio" -cómo disponerlos en un discurso-, y otra, la "pronuntiatio" -cómo presentarlos-. Es decir, inicialmente la memoria tenía sólo una función instrumental. Servía para conservar el recuerdo de los asuntos que había que exponer. Imagínense un caso como éste, en el que le van a hacer a alguien una entrevista, como en este caso nos ocurre a Burucúa y a mí, y entonces queremos recordar las cosas que queremos exponer. Un artista de la memoria clásico lo que haría en este caso sería diseñar una arquitectura, que podría basarse, por ejemplo, en el ágora de su ciudad de Atenas, o en una serie de templos. Porque los lugares tienen una gran capacidad -y esto lo descubrió Simónides, o al menos a él se le atribuye- de suscitar recuerdos. Esto, la neurología lo ha demostrado.

J.E.B.: Perdón, pero querría agregar un dato más a esto que estás diciendo, y es que hay un estudio que se hizo sobre los mozos de los cafés de Buenos Aires. Se ha demostrado que tienen una memoria fabulosa; si cada uno de los que ocupamos estas sillas pidiéramos algo distinto, nos lo traerían como corresponde, seguramente. Pero se ha probado que si la persona cambia de lugar después del pedido, el mozo se confunde. O sea que no tiene que ver con las personas sino con el lugar.

La memoria del lugar, del espacio, sería, entonces, determinante para todo el resto de nuestras otras memorias.

I.G.L.: Justamente ésa es la primera norma del arte de la memoria: la importancia de los lugares. Aunque luego eso fue cambiando. La segunda norma -y la última- eran las imágenes. Porque las imágenes emotivas, dramáticas, tienen más capacidad para fijarse en la memoria. Entonces, las cosas que querían que se recordasen, las ofrecían con imágenes. ¿Todo esto qué supone? Que el estudiante, desde muy niño, tenía una labor de concentración sobre su propia capacidad para construir edificios imaginarios. Es decir, que las artes de la memoria representaban una técnica que las personas desarrollaban. Cosa que, por otro lado, no nos debería de sorprender, porque el catolicismo, por ejemplo, ha utilizado para la formación de los buenos católicos reglas muy parecidas: los ejercicios de San Ignacio de Loyola se basan en composiciones de un lugar y el uso de una imaginación emotiva. "Las moradas" de Santa Teresa, que además son siete, y que se basan, podría decirse, en los siete planetas y en los siete días de la semana... Cada una de esas "salas", de esas "estancias", sirven para albergar determinadas realidades. Ni qué decir del Vía Crucis…

J.E.B.: Creo que lo que han demostrado los libros de Ignacio sobre estos temas, y de manera muy fuerte, es que el arte de la memoria es también el punto de partida de la creatividad cultural, la posibilidad de descubrir cosas nuevas, a partir de diagramas que van dejando zonas vacías que, digamos, de algún modo tienen que ser llenadas. Imagino que si la memoria es tan importante, entonces el olvido también debe de serlo.

I.G.L.: Bueno, entiendo que una ciencia del olvido es conveniente porque hay que olvidar muchas cosas, es muy conveniente para aliviar, para descargar, pues claro, pasa que vamos camino a una civilización amnésica. Es lo peor que puede ocurrir, que se eduque en la amnesia, y que es lo que se ha pretendido. En estos casos, estaríamos a merced de aquellos que tendrían la memoria de las cosas, que es algo que puede suceder hoy en día cuando hay alguien que sí tiene el registro completo y, ante toda una sociedad amnésica, sabe imponer el registro que le interesa. Es decir que los antiguos estaban bastante bien encaminados, rindiéndole un culto a la memoria, a Mnemosyne, la madre de las musas…

J.E.B.: Esto de las artes de la memoria puede ser algo difícil de comprender, para nosotros. Sobre todo después de las grandes reformas pedagógicas anteriores a la Segunda Guerra Mundial, que han colocado la memoria en el banquillo de los acusados. Y esto, que por un momento lo sentimos como algo liberador, hoy yo diría que ha sido una verdadera catástrofe pedagógica. Ya no existen personas jóvenes que recuerden poemas. Y no se trata de una cuestión de lustre cultural o social, sino que es fundamental para que nos resuenen ciertas cosas y para que nos demos cuenta del poder transfigurador que puede tener la poesía, por ejemplo. Si no recordamos nada, si siempre nuestra cabeza es una tabla rasa, entonces es muy complicado comprender la riqueza de la literatura, de la poesía. La necesidad, incluso, del arte.

25 de septiembre de 2012

Alain Badiou: "Hoy en día, la opinión general es que cada uno persigue sólo su interés. El amor es la prueba palpable de que esto no es así"

En forma de diálogo con el periodista de "Le Monde" Nicolas Truong, el escritor, filósofo y profesor emérito de la École Normale Supérieure de París Alain Badiou (1937) desarrolla en loge de l'amour" (Elogio del amor) su concepción del amor con un claro compromiso social. "Quien no empieza por el amor no sabrá nunca lo que es la filosofía", dice Badiou, quien recurre a la sentencia socrática para explicar que el amor es una dimensión esencial del ser humano que hay que defender de las amenazas que le plantea el paradigma de vida actual. El autor de "L'être et l'événement" (El ser y el acontecimiento), frente a la concepción romántica del amor que se centra en el éxtasis del encuentro, la concepción jurídica para la que el amor es un contrato y la concepción escéptica según la cual el amor es una ilusión, lo propone como una construcción de "verdad". Para el filósofo francés, el amor es ante todo una construcción duradera cuyo verdadero objeto es el progreso de la pareja y no la satisfacción de los individuos que la componen. Una aventura obstinada para alcanzar un proceso de verdad que nos permita experimentar el mundo a partir de la diferencia respecto al otro. Lo que sigue es un pequeño fragmento del libro en cuestión.



En un libro anterior, us­ted sostiene que ''el amor debe ser reinventado pero también sencillamente defendido, porque se encuentra ame­nazado por todos los costados". ¿Qué lo amenaza? ¿Y en qué sentido los anti­guos matrimonios arreglados se han puesto, según usted, nuevas ropas? Creo que una publicidad reciente de un sitio de citas por Internet le chocó de manera particular...

Es verdad, París ha sido cubier­ta con los afiches del sitio de citas Meetic, cuyo titular me ha interpe­lado profundamente. Puedo traer a colación una cantidad considerable de eslóganes de esta campaña publi­citaria. El primero dice -y se trata de una tergiversación de una cita tea­tral-: "¡Tenga amor sin riesgo!". Y hay también otro: "¡Se puede estar enamorado sin caer en el amor!". De manera que nada de caer, ¿no es cier­to? Luego también hay otro: "¡Usted puede enamorarse sin sufrir!". Y todo esto gracias al sitio de citas Meetic... que ofrece -la expresión me pareció en verdad remarcable- un "entrenamiento amoroso". Usted tendrá entonces un entrenador que va a prepararlo para afrontar la prueba. Pienso que esta propaganda parte de una concepción del amor como aseguración. Se tra­ta de un amor "seguro contra todo riesgo": usted tendrá el amor, pero habrá calculado tan bien la cuestión, habrá seleccionado por adelantado y con tanto cuidado a su compañero aporreando el teclado de su compu­tadora (usted tendrá, evidentemente, su foto, un detalle de sus gustos, su fecha de nacimiento, su signo astro­lógico, etc.) que al final de esta in­mensa combinatoria usted podrá de­cir: "Con este, ¡no corro riesgos!". Se trata de una propaganda y es intere­sante que la publicidad se haga sobre este registro. Ahora bien, estoy con­vencido de que el amor, como afición colectiva, por ser aquello que -para casi todo el mundo- otorga intensi­dad y significación a la vida, no puede ser un don hecho a la existencia en el contexto de un régimen de ausencia total de riesgos. Esto me recuerda un poco la propaganda que hizo en un momento dado el ejército norteame­ricano de guerra "muerte cero".

¿Existe una correspondencia, según usted, entre la guerra "muerte cero"y el amor "riesgo cero", de la misma manera que existe, para los sociólogos Richard Sennett y Zygmunt Bauman, una ana­logía entre el "no te contrato" que dice el agente del capitalismo financiero al trabajador precarizado y el "no me comprometo" (en francés, ambas ex­presiones utilizan el mismo verbo) del "enamorado" -indiferente en un mundo en el que los lazos se hacen y deshacen para beneficio de un libertinaje acoge­dor y consumista- a su amante?

Todo es un poco parte del mismo mundo. La guerra "muerte cero", el amor "riesgo cero", ciérrese a la casualidad, al encuentro. Yo lo que veo ahí es -con los medios de una pro­paganda generalizada- una primera amenaza al amor que llamaría "ame­naza aseguradora". Después de todo, es una práctica que no se diferencia gran cosa del matrimonio arreglado. No lo es tal vez en nombre del orden familiar por parte de padres despóti­cos, sino en nombre de la aseguración personal por medio de un arreglo de antemano que evite toda casualidad, todo encuentro y, finalmente, toda poesía existencial, en nombre de la categoría fundamental de la ausencia de riesgos. Luego, la segunda ame­naza que se cierne sobre el amor es la que le niega toda importancia. La contrapartida de esta amenaza ase­guradora consiste en afirmar que el amor es sólo una variante del hedo­nismo generalizado, una variante de las distintas formas del goce. Así, se evita toda prueba inmediata, toda experiencia auténtica y profunda de la alteridad, el entramado mismo del amor. Agreguemos además que, in­capaces de eliminar completamente y para siempre el riesgo, la propaganda de Meetic, como aquella de los ejércitos imperiales, asegura que ¡el ries­go lo tendrán los demás! Si usted se encuentra, sí, usted, bien preparado para el amor, según los cánones del hombre asegurado moderno, usted sabrá sacarse de encima a ese otro que no se ajusta a su comodidad. Si el otro sufre, es asunto suyo, ¿no es cierto? No es moderno. De la misma manera que la "muerte cero" vale sólo para los militares occidentales. Las bombas que lanzan matan cantidades de gente que comete el error de vivir justo debajo de ellas. Pero son afga­nos, palestinos... Tampoco ellos son modernos. El amor asegurador, como todo aquello cuya norma es la segu­ridad, implica la ausencia de riesgos para aquel que cuenta con una bue­na aseguración, un buen ejército, una buena policía, una buena psicología del goce personal, y todo el riesgo para aquel que se tiene enfrente. Se habrá dado cuenta de que por todos lados le explican que las cosas se ha­cen "para su comodidad y seguridad", desde los agujeros en las veredas has­ta los controles de la policía en los pasillos del subte. Ahí están los dos enemigos del amor, en el fondo: la se­guridad del contrato de aseguración y la comodidad del goce limitado.

¿Existiría entonces una suerte de alianza entre una concepción libertaria y una liberal del amor?

Creo, en efecto, que liberal y liber­tario convergen en la idea de que el amor es un riesgo inútil. Y que se puede tener, de un lado, una especie de preparado conyugal que se continuará en la dulzura de la consuma­ción y, del otro, acuerdos sexuales agradables y plenos de goce, gracias a una economía de la pasión. Desde este punto de vista, pienso realmente que el amor, en un mundo como el actual, se encuentra acorralado, asediado, y en este sentido, amenazado. Y creo que es una tarea filosófica, en­tre otras, defenderlo. Un hecho que supone, probablemente, como decía el poeta Rimbaud, también reinventarlo. No puede hacerse una defensa de él por la simple conservación del es­tado de cosas. El mundo se encuen­tra, en efecto, rebosante de novedades y el amor debe también ser incluido en esta innovación. Es necesario reinventar el riesgo y la aventura, en con­tra de la seguridad y la comodidad.

El origen de su propio interés por la reflexión filosófica acerca del amor, ¿no está contenido en el gesto inaugural de Platón, que hace del amor uno de los modos de acceso a la Idea?

Lo que Platón dice sobre el amor es bastante preciso: afirma que hay en el impulso amoroso un germen de uni­versalidad. La experiencia amorosa es un impulso hacia algo que él llama la Idea. Así, incluso cuando estoy mi­rando un cuerpo bello, lo quiera o no, estoy en el camino hacia la idea de lo Bello. Yo pienso -en términos por completo diferentes, naturalmen­te- en la misma dirección, es decir: que en el amor está la experiencia del pasaje posible de la pura singularidad de la casualidad a un elemento que tiene valor universal. Como punto de partida, algo que, en sí mismo, sólo es un encuentro -casi nada- aprendemos que podemos experimentar el mun­do a partir de la diferencia y ya no solamente de la identidad. E inclu­so podemos afrontar ciertas pruebas, aceptar sufrir por ello. Ahora bien, en el mundo actual, la convicción de que cada uno sigue únicamente su propio interés es muy común. El amor niega esto. Si no se lo concibe como el sim­ple intercambio de ventajas recípro­cas, o si no es calculado largamente por anticipado como una inversión rentable, el amor es verdaderamente confiar en la casualidad. Nos lleva a los parajes de una experiencia fundamental como es la diferencia y, en el fondo, a la idea de que el mundo puede experimentarse desde el pun­to de vista de la diferencia. En esto tiene validez universal, es una expe­riencia personal de la universalidad posible y es filosóficamente esen­cial, como Platón intuyó, en efecto, antes que nadie.

También en diálogo con Platón, el psicoanalista Jacques Lacan -según usted uno de los más grandes teóricos del amor- sostuvo que "no existe relación sexual". ¿Qué significa esto?

Es una tesis muy interesante, deri­vada de una concepción escéptica y moralista, pero que desemboca en la deducción contraria. Jacques Lacan nos recuerda que en la sexualidad, en realidad, cada uno "está en la suya", si me permiten ponerlo de esta manera. Existe la mediación del cuerpo del otro, claro, pero a fin de cuentas, el goce siempre es su goce, el de ustedes. Lo sexual no junta, separa. Que usted esté desnudo/a, pegado/a al otro es una imagen, una representación ima­ginaria. Lo real es que el goce lo lleva lejos, muy lejos del otro. Lo real es narcisístico, el lazo es imaginario. Por lo tanto, no existe la relación sexual, concluye Lacan. Fórmula que generó revuelo ya que en esa época todo el mundo hablaba, justamente, de "re­laciones sexuales". Si no hay relación sexual en la sexualidad, el amor es aquello que suple la falta de relación sexual. Lacan no dice que el amor sea el disfraz de la relación sexual. Afirma que no hay relación sexual posible, que el amor es lo que está en el lugar de esta no-reladón. Es mucho más interesante. Esta idea lo lleva a soste­ner que, en el amor, el sujeto intenta abordar el "ser del otro". En el amor, el sujeto va más allá de sí mismo, más allá del narcisismo. En el sexo, usted está al fin y al cabo en relación con usted mismo, mediado por el otro. El otro le sirve para descubrir lo real del goce. En el amor, por el contrario, la mediación del otro vale por sí misma. Esto es el encuentro amoroso: usted busca tomar por asalto al otro, para hacerlo existir con usted, tal como es. Se trata aquí de una concepción mucho más profunda que aquella, mucho más banal, según la cual el amor sería sencillamente una pintura imaginaria sobre lo real del sexo. En efecto, Lacan mismo se instala en los equívocos filosóficos que tienen que ver con el amor. Decir que el amor "suple la falta de relación sexual" pue­de ser entendido de dos maneras di­ferentes. La primera, y más pedestre, es que el amor tapa imaginariamente el vacío de la sexualidad. Es verdad, después de todo, que la sexualidad, sea o no magnífica -y sin duda puede serlo- acaba en una suerte de vacío. Por esta razón obedece a la ley de la repetición: es necesario volver a em­pezar, una y otra vez. ¡Todos los días, cuando se es joven! Entonces el amor sería la idea de que algo queda en ese vacío, que los amantes están ligados por algo más que esa relación que no existe. Siendo muy joven, me chocó, casi me provocó rechazo, un pasaje de Simone de Beauvoir, de "El segundo sexo", en el que describe, luego del acto sexual, el sentimiento que gana al hombre: el cuerpo de la mujer es insulso y fofo; y el sentimiento simétrico de la mujer de que el del hombre, salvo el sexo erecto, carece por lo general de gracia, vale decir, es un poco ridículo. En el teatro, la farsa y el vodevil nos hacen reír gracias a un uso constante de estos pensamientos tristes. El deseo del hombre es el del falo cómico, el vientre abultado y la impotencia, y la vieja mujer desdentada, con los senos colgantes, es el futuro real de toda belleza. La ternura amorosa, cuando uno se duerme en brazos de otro, se­ría como el abrigo de Noé extendido sobre estas desagradables considera­ciones. Pero Lacan piensa también todo lo contrario, a saber, que el amor tiene un alcance que podemos llamar "ontológico". Mientras el deseo se dirige hacia el otro, de una manera siempre un poco fetichista, hacia las zonas elegidas, como los senos, las nalgas, el pene, el amor se dirige al ser mismo del otro, al otro tal como ha surgido -completamente armado con su ser- en mi vida rota y recompuesta.

Resumiendo, usted sostiene que acerca del amor existen concepciones filosóficas muy contradictorias.

Alcanzo a discernir tres principa­les. En principio, la concepción ro­mántica, que se centra en el éxtasis del encuentro. Hace un momento hablamos un poco sobre el sitio de citas Meetic, su concepción, que po­dríamos llamar comercial o jurídica, según la cual el amor sería, al fin y al cabo, un contrato. Entre dos indivi­duos libres que declaran amarse, pero fijándose especialmente en la igual­dad del vínculo, en el sistema de be­neficios recíprocos, etc. Hay también una concepción escéptica, que consi­dera el amor una ilusión. Lo que yo intento decir en mi propia filosofía, es que el amor no se reduce a ninguna de estas tentativas y que el amor es una construcción de verdad. ¿Verdad acerca de qué?, se preguntarán. Y bien, verdad acerca de un punto muy particular, a saber: ¿cómo es el mun­do cuando se lo experimenta desde el dos y no desde el uno? ¿Cómo es el mundo, examinado, puesto en prác­tica y vivido a partir de la diferencia y no de la identidad? En mi opinión, el amor es eso. El proyecto, que in­cluye -naturalmente- el deseo sexual y sus pruebas, el nacimiento de un niño, pero también mil cosas más, en realidad, cualquier cosa: la cuestión es vivir una prueba desde el punto de vista de la diferencia.

23 de septiembre de 2012

Antonin Artaud. Toda la escritura es una porquería

Antoine Marie Joseph Artaud nació el 4 de setiembre de 1896 en Marsella, Francia. Desde pequeño padeció severos trastornos nerviosos a raíz de una meningitis y eran frecuentes sus crisis depresivas. Ya adolescente, impregnado de un profundo misticismo llegó en algún momento a pensar en la carrera sacerdotal. En 1920 viajó a París, donde se acercó a la vida artística como actor y a la literatura desde la poesía. A través de su amigo el poeta, dramaturgo y pintor Max Jacob (1876-1944) se contactó con el movimiento surrealista. Desde sus primeros pa­sos sobre un escenario, la actuación fue para Artaud algo trascendente y sagrado. Un grupo teatral japonés que visitó Marsella en 1922 y una función de la Compañía de Teatro Balinés en el año 1931 lo influyeron en el desarrollo de su teoría del Teatro de la Crueldad, nombre con el que definió su propuesta de minimizar la palabra en favor de la gestualidad. "No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible", diría. En el cine protagonizó con éxito a Marat en el film "Napoleón" del cineasta francés Abel Gance (1889-1981), al confesor Massieu en "La passion de Jeanne d'Arc" (La pasión de Juana de Ar­co) del danés Carl Dreyer (1889-1968), y al secretario Mazaud en "L'argent" (El dinero) del francés Marcel L'Herbier (1888-1979), entre otras actuaciones. En 1936 viajó a México y convivió con los indígenas tarahumara, cuya cultura considera superior a la del hombre blanco. De esta experiencia nació su esencial "Les tarahumaras" (Los tarahumara)A su regreso a Francia emprendió un periplo místico a Irlanda. Fue deportado desde Dublín en 1937 por "sobrepasar los límites de la marginalidad" y recluido en diversos hospitales psiquiátricos franceses hasta 1946. Murió la mañana del 4 de marzo de 1948 en una clínica de Ivry-sur-Seine, donde había sido internado por cáncer. Lo encontraron muerto sentado al pie de la cama. Pocos días antes había escrito que no quena morir acostado ni en presencia de testigos. Su obra tuvo su más alta valoración durante la época de su internación y después de su muerte: "Lettres de Rodez" (Cartas de Rodez), "Van Gogh, le suicidé de la société" (Van Gogh, el suicidado por la sociedad) y "Pour en finir avec le jugement de Dieu" (Para acabar con el juicio de Dios). Antes había escrito "L'ombilic des limbes" (El ombligo de los limbos), "Héliogabale ou l'anarchiste couronné" (Heliogábalo o el anarquista coronado) y "Le pèse-nerfs" (El pesa nervios)obras fundamentales de su primera época, y "Le théâtre et son double" (El teatro y su doble), uno de los aportes más contundentes de todos los tiempos a la teoría teatral. De "El pesa nervios", escrito en 1925, es el texto que sigue:

Toda la escritura es una porquería.
Las personas que escapan de la ambigüedad para tra­tar de determinar algo de lo que ocurre en su pensamien­to son unas puercas. Todo el circo de la literatura es puerco, especialmente en esta época. Todos los que esconden señales en el espíritu, quiero decir en alguna parte de la cabeza, en lugares bien loca­lizados del cerebro, todos los que son dueños de sus expresiones, todos aquellos para quienes las palabras tie­nen sentido, para quienes existen alturas en el alma y co­rrientes en el pensamiento, aquellos que forman el espíri­tu de su época, con sus tareas precisas y su chirrido de autómata, son todos unos puercos.
Aquellos para quienes ciertas palabras tienen un sen­tido y un modo de ser, aquellos que son muy educados y piensan que hay clases en los sentimientos y discuten sobre un grado cualquiera de sus ridículas clasificaciones, los que creen todavía en el diccionario, aquellos que agitan ideolo­gías que se han instalado en la época sin estar convencidos de nada, aquellos que hablan tan bien y están siempre al tanto de la moda, aquellos que aún creen en la orientación del espíritu, aquellos que siguen sendas marcadas, agitan nombres y hacen gritar a las páginas de los libros, ésos son lo peores puercos.
¡Son arbitrarios, pusilánimes! 
Pienso en los críticos barbudos. Y ya se los dije: nada de obras, ningún idioma, ninguna palabra, nada de espí­ritu, nada. Nada, solo un hermoso pesa nervios. Una especie de estación incomprensible y bien ergui­da en el centro de todo. Y no esperen que les nombre ese todo, que les cuente en cuántas partes se divide o que peso tiene; que me irrite y me ponga a discutir sobre ese todo y que, discutiendo, me vuelva loco y me ponga casi sin saberlo a ¡pensar!; que se aclare ese todo, que viva y se disfrace de multitud de voces todas bien impregnadas de sentido, todas diversas y capaces de aclarar bien todas las actitudes, todos los matices de un pensamiento muy sensible y penetrante.
Ah... esos estados que jamás se nombran, esas distingui­das situaciones del alma, ah... esos intervalos del espíritu, ah... esos minúsculos frustrados que son el pan cotidiano de mis horas, ah... ese pueblo rumoroso de noticias... Son siempre las mismas palabras las que necesito y cierta­mente no parezco moverme demasiado en mi pensamiento, pe­ro me muevo más que ustedes en realidad, ¡cabezas de burros!, ¡puercos oportunistas!, ¡maestros del falso verbo!, ¡cambala­cheros de retratos!, ¡escritores por encargo!, ¡chupamedias!, ¡entomólogos!, ¡llaga de mi lengua!
Ya se los dije: que yo no tenga más mi lengua no es razón para obstinarse con la lengua. Vamos, dentro de diez años seré comprendido por aquellos que harán lo que ustedes hacen hoy. Entonces se conocerán mis volcanes, se verán mis témpanos, se habrá aprendido a desnaturalizar mis venenos y se descubrirán los juegos de mi alma. Entonces mis cabellos estarán fundidos en cal, se per­cibirá mi bestiario y mi mística se habrá convertido en un sombrero. Entonces se verá humear el choque entre las piedras y ramos arborescentes de ojos mentales se crista­lizarán en glosarios. Entonces se verán caer aerolitos de roca. Entonces se verán sogas. Entonces se comprenderá la geometría sin espacios y se aprenderá también cómo y por qué he perdido el espíritu.
Entonces se comprenderá por qué mi espíritu no está aquí, y se verán agotarse las lenguas, y secarse los espí­ritus, y endurecerse las voces. Se aplastarán todas las fi­guras humanas, se desinflarán como aspiradas por ven­tosas, y esa membrana lubricante continuará flotando en el aire, esa membrana lubricante y cáustica, esa membra­na de dos espesores, de múltiples grados, de grietas infi­nitas, esa membrana melancólica y vítrea, pero tan sen­sible, tan capaz de multiplicarse, de desdoblarse, de mo­dificarse con sus vibraciones de fisura y droga, de irriga­ciones penetrantes y venenosas.
Entonces todo esto les parecerá bien. Y ya no tendré necesidad de hablar.