1 de marzo de 2013

Entremeses literarios (CLXV)


TODOS, ALGUNA VEZ, ESTUVIMOS EN EL PARAÍSO
Rafael Felipe Oteriño
Argentina (1945)

El que observó a medianoche la espuma blanca del cielo, el que oyó un galope prolongado en la estepa de la mañana, los que adivinaron la lluvia y se mojaron en ella, el pescador que aguarda el próximo pez que prenderá esa tarde, el que recuerda el olor a café detrás de una puerta que no existe, el que siente en la boca la primera palabra de un verso: todos, alguna vez, estuvimos en el Paraíso. Las manos lo tocaron y el pecho aspiró su perfume, el Paraíso cedió por un instante -se detuvo allí- alzó un vivac en el que cada pieza coincidió con su opuesto: las sombras con el árbol, el árbol con el camino, el río de Heráclito con el río a secas.


EN BUSCA DEL VALLE PERDIDO
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Mientras suelto las pastillas en las hierbas altas compruebo que nadie me sigue. Desde que dieron con la fórmula de la felicidad, por la que tanto lucharon nuestros antepasados, ya nadie se queja ni llora ni patalea. Jamás nadie se quita la vida, porque no duele. Pero yo desenterré, casualmente, un libro de los de antes, en papel, y mientras leía "Romeo y Julieta" noté cómo afloraban mis primeras lágrimas. Me gustó sentirlas resbalar, lentamente, y decidí esconder la píldora diaria que nos dan en la fábrica. Antes de que mi rostro compungido me delate estaré al otro lado de las montañas, fuera de este beatífico país.


CONJUROS EN VOZ ALTA
Pía Barros
Chile (1956)

Prepara al amante y lo extiende como otra sábana más para acogerla. Desnuda ya, toma el libro y en voz alta desgrana uno a uno los poemas. Las letras le alertan la piel hasta que los pezones se le encabritan. Se anexan los cuerpos y el sudor y los jadeos y él, trémulo, cree entrar en ella, pero son las palabras las que la convulsan y la estallan. Ella abre la boca, vampiresca, para el beso feroz y final. Él aún no lo sabe, pero desde ahora jamás comprenderá tanto desgarro habitándolo cuando cabalgue otros cuerpos intentando repetirla. Es que ella es portadora y lo ha contagiado: jamás podrá curarse del virus de la poesía.


EN LA PELUQUERÍA
Kjell Askildsen
Noruega (1929)

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago. Quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado; también me corto siempre los pelos largos de la nariz. Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir. "Está demasiado lejos -me dije-, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir y otro tanto volver". Pero de nada sirvió. "¿Y qué? -me contesté-. Tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra". De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque, ¿qué hay que merezca ser escuchado? Y, ¿por qué hablar?, ¿quién escucha?, ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir pero, ¿quién escucha? Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. ¡Ay!, el mundo cambia. En la peluquería todo estaba cambiado. Sólo el peluquero era el mismo. Lo saludé pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado pero nadie se levantó. Los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. "Pobre perrito", decían, o "gatito, pobrecito, ¿está herido?". ¡Ah, sí!, hay muchos amantes de los animales. Por suerte no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. "Ay, el mundo cambia", pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.


DEL DIABLO, EL ABOGADO
Ignacio Fernández de Palleja
Uruguay (1978)

Dios era abogado de oficio. Le tocó defender al Diablo, que era culpable. Perder el caso significaba dejar de ser todopoderoso y ceder terreno frente al enemigo. Ganarlo significaba seguir siéndolo y ceder terreno frente al enemigo. Claro está que estos son problemas que se le plantean a un tercero que se ha puesto a escribir. El criminal anda suelto porque se defiende a sí mismo.


OLFATO ANIMAL
Alex Oviedo
España (1968)

Es ya de madrugada. En el ático, la vecina se deja mecer, anclada a su butaca, por las imágenes del televisor. El volumen del noticiario se cuela entre las persianas de los pisos. Un perro aúlla a la oscuridad. Ha sido el primero en ventear la muerte.


LA MUJER DEL MOÑITO
María Teresa Andruetto
Argentina (1954)

Hacía pocos días que Longobardo había ganado la batalla de Silesia, cuando los príncipes de Isabela decidieron organizar un baile de disfraces en su honor. El baile se haría la noche de Pentecostés, en las terrazas del Palacio Púrpura, y a él serían invitadas todas las mujeres del reino. Longobardo decidió disfrazarse de corsario para no verse obligado a ocultar su voluntad intrépida y salvaje. Con unas calzas verdes y una camisa de seda blanca que dejaba ver en parte el pecho victorioso, atravesó las colinas. Iba montado en una potra negra de corazón palpitante como el suyo. Fue uno de los primeros en llegar. Como corresponde aun pirata, llevaba el ojo izquierdo cubierto por un parche. Con el ojo que le quedaba libre de tapujos, se dispuso a mirar a las jóvenes que llegaban ocultas tras los disfraces. Entró una ninfa envuelta en gasas. Entró una gitana morena. Entró una mendiga cubierta de harapos. Entró una campesina. Entró una cortesana que tenía un vestido de terciopelo rojo apretado hasta la cintura y una falda levantada con enaguas de almidón. Al pasar junto a Longobardo, le hizo una leve inclinación a manera de saludo. Eso fue suficiente para que él se decidiera a invitarla a bailar. La cortesana era joven y hermosa. Y a diferencia de las otras mujeres, no llevaba joyas sino apenas una cinta negra que remataba en un moño en mitad del cuello. Risas. Confidencias. Mazurcas. Ella giraba en los brazos de Longobardo. Y cuando cesaba la música, extendía su mano para que él la besara. Hasta que se dejó arrastrar en el torbellino de baile, hacia un rincón de la terraza, junto a las escalinatas. Y se entregó a ese abrazo poderoso. Él le acarició el escote, el nacimiento de los hombros, el cuello pálido, el moñito negro.
- ¡No! - dijo ella-. ¡No lo toques!
- ¿Por qué?
- Si me amas debes jurarme que jamás desataras ese moño.
- Lo juro -respondió él.
Y siguió acariciándola. Hasta que el deseo de saber qué secreto había allí le quitó el sosiego. La besaba en la frente. Las mejillas. Los labios con gusto a fruta. Obsesionado siempre por el moñito negro. Y cuando estuvo seguro de que ella desfallecía de amor, tiró de la cinta. El nudo se deshizo y la cabeza de la joven cayó rodando por las escalinatas.


CARNE REBOZADA
Agustín Martínez Valderrama
España (1976)

La cena se enfriaba en la mesa y nuestro vecino seguía igual. Desnudo, subido en una silla y con una soga al cuello. A veces, bajaba y deambulaba cabizbajo por la habitación. De aquí para allá. De allá para aquí. Luego vol­vía a subirse, se anudaba la cuerda y colocaba los pies en el filo. Así llevaba toda la tarde. Nosotros, desde la venta­na, lo observábamos expectantes. Papá decía que sí. Mamá decía que no. Pero el hombre, que si sí, que si no, no se decidía nunca. Al final, corrimos las cortinas y nos sentamos a la mesa. La carne rebozada fría no vale nada.


EL ABRIGO
Pedro Sánchez Negreira
Uruguay (1966)

Lo veo cada mañana, de camino al Banco. "Buenos días", le digo siempre que paso a su lado, pero él ni siquiera desvía la atención del libro que suele tener entre sus manos. Nunca me contesta y sin embargo yo no puedo dejar de pensar en él hasta que llego a mi despacho y cuelgo el abrigo en el perchero. A partir de ese momento lo olvido hasta la mañana siguiente porque jamás lo veo al volver. Lo conozco desde que me nombraron director de la sucursal y he de cruzar la plaza al ir a la oficina. En el bar comentan que aunque nadie le ha visto dormir allí, sí lo ven rondando por la zona de la fuente a todas horas, murmurando frases sueltas al vacío. Los mayores cuentan que apareció un día, poco después del incendio de la iglesia y que, a pesar de su aspecto, es inofensivo. Aunque jamás le vemos con una botella, Marcos -mi interventor- especula con que será una víctima más del alcohol o del caballo. Marta -la cajera- apuesta porque es otro damnificado de los desahucios. Los niños del barrio, ávidos de miedos, atribuyen su actitud huraña y su voz pulmonar, gastada, a que sólo habla con los muertos y por eso no se acercan a él. Nadie sabe su nombre. Hoy volvía del trabajo más temprano que de costumbre. Sufrimos un atraco después de la entrega del furgón y a pesar de que debería haber permanecido allí -para atender a la policía y la prensa y redactar los informes a nuestra central- me marché sin decir nada. Me alejé dejando el ordenador encendido y el abrigo en el perchero, a Marcos hiperventilando y a Marta presa de un ataque de llanto, a los policías gritando por sus radios y a la ambulancia mal aparcada encima de la acera con las luces aún encendidas. Lo vi a lo lejos, en el mismo banco en el que estaba leyendo a las ocho menos diez. Al acercarme, el frío me llevó a subir el cuello de mi chaqueta y a meter las manos en los bolsillos del pantalón. Cuando llegué a su lado esta vez sí alzó la vista y me miró, componiendo una media sonrisa ensombrecida por sus dientes pardos. "¡Mierda de vida, Manuel! ¡Qué pena de abrigo! A saber a quién se lo regalará ahora tu viuda", le oí decir cuando ya lo había dejado a mis espaldas.


ESE
Sara Gallardo
Argentina (1931-1988)

De todas las cosas que me han contado de esa tierra, es decir, del espacio que va de Gán­dara a Guerrero, hubiera dado no sé qué por una. Había que acercarse en la madrugada; mejor con niebla. Esperar hasta que amaneciera. La humedad era inmensa. Y al levantarse el nublado, en el pasto mojado, en el rocío, era posible verlo, lejos, oscurecido. Después la blancura aparecía. Las crines sobre un cuello de cisne, poderoso. El pecho ancho y el belfo como azul, los re­mos sin carne, viriles. Movía la cabeza, los telones de la crin cubrían el ojo, y lo descubrían, brillante como una alhaja. Era el caballo que canta. Cantaba, sí. Lo han dicho algunos, que tuvieron suerte. Cantaba. Cómo. Con qué voz y sonido. Yo no sé. Ya lo dije: daría no sé qué por eso. Por haberlo visto y por haberlo oído. Pero fue en otro tiem­po, anterior.