26 de marzo de 2013

Paparruchadas (1). El cuento del buen Papa

Alguna vez dijo el polémico periodista y escritor británico Christopher Hitchens (1949-2011) que "mientras más aprendemos, más nos damos cuenta de que las religiones fueron nuestro primer -y peor- intento de responder a las grandes preguntas de la existencia humana; de buscarle un sentido a nuestra vida y de enfrentar nuestros temores, especialmente a nuestro temor a la muerte". El físico alemán Albert Einstein (1879-1955), por su parte, decía que "el comportamiento ético de un individuo debe fundamentarse en la compasión, la educación y los lazos y necesidades sociales. No se requiere de ningún fundamento religioso. Sería triste en realidad la condición humana si ésta tuviera que guardar la compostura mediante el miedo al castigo y la esperanza de un premio después de la muerte". Para el autor de la Teoría de la Relatividad Especial, se debe prescindir com­pletamente de cualquier religión social o moral. Es imposible concebir un Dios que premia y castiga, y mucho menos, claro está, que lo haga su representante en la Tierra. 
Por estos días, la religión que tiene la mayor cantidad de fieles en el mundo ha elegido a su nueva máxima autoridad: el sumo pontífice, el "pastor que es para el mundo una especie de guía por la senda de la paz". Y tal elección recayó sobre un cardenal argentino, un sacerdote del "fin del mundo" como él mismo se definió. Esto generó de inmediato la máxima atención mediática y una torrencial cantidad de declaraciones del tipo "la elección del Papa Francisco fue algo providencial, Dios nos ha guiado", "tiene como modelo a San Francisco de Asís, que fue un santo de la pobreza, la humildad y la mansedumbre", "viva el Papa, viva la Argentina, Dios está con nosotros", "siempre creímos que Dios era argentino, nunca estuvimos tan cerca", "¡que orgullo ser argentino! Bendiciones para Francisco y que Dios lo ilumine para este camino que empieza", "Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires" y otras sandeces y cursilerías por el estilo.
Lógicamente, millones de ar­gentinos se alegraron y emocio­naron con la designación de Jorge Bergoglio (1936) como Papa. Es más que comprensible. Algunos porque son católicos, sean practicantes o no. Otros porque el ex-cardenal es argentino. Otros quizás por puro "cholulismo". O por todas esas razones juntas, o por lo que sea. Todos ellos tienen pleno derecho a festejar y, sin dudas, mi­ran a Francisco con expectativas. Distinta es la actitud de buena parte de los gobernantes y la di­rigencia política tradicional, que en un campeonato de oportunis­mo vergonzoso buscan colgarse de la sotana de Francisco como sea. Los laureles se los llevan el kirchnerismo en general y la presidenta en particular, que en un abrir y cerrar de ojos pasaron de no poder digerir la noticia a hacer fila para sacar pasaje a Roma.
Es muy probable que el liderazgo de Francisco traiga algunos cambios en el lenguaje y el estilo de la Iglesia Católica. Algunos ya se ven. Pero ningún olmo da peras. Sería pecar -ya que hablamos de religión- de candidez el pensar que se producirán modificaciones cualitativas en lo que ha sido su conducta histórica. Lo esencial no es estar cerca de los pobres, sino para qué. Sería bueno que, además de aspirar al reino de los cielos, los pobres del mundo puedan aspirar también a un reino terrenal. A lo largo de su historia, la Iglesia Católica -y todas las re­ligiones- han adormecido las luchas y las conciencias, predicando la resignación y la conciliación con los enemigos de clase, con lo cual han contribuido a apuntalar al capitalismo, que es pre­cisamente el sistema que, al servicio de unos pocos poderosos, fabrica más y más pobres.
El escritor y periodista Martín Caparrós (1957) nació en la ciudad de Buenos Aires y comenzó su carrera periodística en el desaparecido diario "Noticias" en 1973. Fue director de las revistas "El Porteño", "Babel", "Página 30", "Sal y Pimienta" y "Cuisine & Vins". Su trayectoria en esos ámbitos abarcó las áreas de cultura, deporte, gastronomía, política, crítica literaria, y también las áreas policiales y de periodismo taurino. Durante el periodo de la última dictadura militar argentina se exilió a París, donde obtuvo la Licenciatura en Historia en la Universidad de la Sorbona. También, en esa época, residió en Madrid. Actualmente sus artículos aparecen en diversos medios de América y Europa. Ha publicado una decena de novelas, libros de viajes y ensayos, entre los que se destacan "No velas a tus muertos", "La historia", "El tercer cuerpo", "La noche anterior", "Un día en la vida de Dios", "Valfierno" y "Los Living". Otros de sus trabajos son las crónicas "Larga distancia", "Dios mío", "La patria capicúa" y los tres volúmenes de "La voluntad", que escribió junto al ex miembro del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y actual vehemente periodista oficialista Eduardo Anguita (1953). El 18 de marzo de 2013 publicó en el diario español "El País" el siguiente artículo:

EL CUENTO DEL BUEN PAPA

La Argentina se empapó. Mojada está, húmeda de gusto por su papa. Hace días y días que nadie habla de otra cosa o, si alguno sí, lo relaciona: papa y los diputados, fútbol y papado, papas y dólar "blú" y más papas, sus tetas operadas y el celibato de los papas. La Argentina reboza de gozo, se extasía ante la prueba de su éxito: seguimos produciendo iconos, caras para la camiseta universal. "Habemus papam" era una voz extraña, y en una semana se ha convertido en un justo lema de la argentinidad: tenemos papa, nosotros, los argentinos, tenemos papa. La figura más clásica de la tilinguería nacional, el Argentino Que Triunfó en el Exterior, encontró su encarnación definitiva: si, durante muchos años, Ernesto Guevara de la Serna peleaba codo a codo con Diego Armando Maradona, ahora se les unió uno tan poderoso que ni siquiera necesitó morirse para acceder al podio. Cada vez más compatriotas y "compatriotos" se convencen de que era cierto que Dios -al menos ese dios- es argentino.
Así las cosas, más papistas que el papa, el nuevo ha despertado aquí cataratas de elogios: que es humilde, que es bueno, que es modesto, que es muy inteligente, que se preocupa por los pobres. Sus detractores, sin embargo, no ahorran munición gruesa: algunos llegaron incluso a decir que era argentino y peronista. Y otros, más moderados, kirchneristamente basaron sus críticas en sus acciones durante aquella dictadura y discutieron detalles. Como si no bastara con saber que, como organización, la iglesia de la que el señor Bergoglio ya era un alto dignatario apoyaba con entusiasmo a los militares asesinos.
Los críticos, de todos modos, no consiguieron unanimidad; algunos dicen que lo que hizo no fue para tanto, otros lo minimizan con un argumento de choque: que él es otro, ya no Jorge Bergoglio sino alguien distinto, el papa Francisco. Suena tan cristiano: el bautismo como renacimiento que deja atrás la vida del neófito; lo raro es que lo dijeron aparentes filósofos tan supuestamente ateos y materialistas como el candidato Forster. Y todos debatieron a qué políticos o políticas locales iba a beneficiar el prelado y su anillo a besar o no besar: me parecen pamplinas.
En el terreno nacional lo que me preocupa -lo escribí hace unos días en "The New York Times" es el shock de cristiandad que vamos a sufrir los argentinos. Temo el efecto que este inesperado, inmerecido favor divino puede tener sobre nuestras vidas. No me refiero al hartazgo que a mediano plazo -en dos o tres días- pueda causar la presencia de Bergoglio hasta en la sopa; hablo del peso que su iglesia siempre intenta ejercer, ahora multiplicado en nuestro país por el coeficiente de cholulismo nacional que nos hizo empezar a mirar tenis cuando Vilas ganó algún grand slam, basket cuando Manu Ginóbili, monarquías europeas cuando la holando-argentina se transformó en princesa.
Lo sabemos: la iglesia católica es una estructura de poder basada en fortunas tremebundas, millones de seguidores y la suposición de que para complacer a esos millones hay que escuchar lo que dicen sus jefes. La iglesia católica usa ese poder para su preservación y reproducción -últimamente complicadas- y para tratar de imponer sus reglas en esas cuestiones de la vida que querríamos privada y que ellos quieren sometida a sus ideas. Así fue como, hace veinticinco años, se opusieron con todas las armas de la fe a ese engendro demoníaco llamado divorcio, que solo pudo establecerse cuando el gobierno de Alfonsín se atrevió por fin a enfrentar a la iglesia católica y el mundo siguió andando.
También intentaron oponerse a la ley de matrimonio homosexual hace un par de años, pero estaban de capa caída y no pudieron. Ahora, un papa argentino va a pelear con uñas y dientes y tiaras para evitar que un gobierno argentino tome medidas que podrían ser vistas como precedentes por otros gobiernos y sociedades regionales: el nuevo código civil, la fertilización asistida y, sobre todo, la legalización del aborto retrocedieron esta semana cincuenta casilleros. Y eso si no se envalentonan e intentan -como en España- recuperar el terreno ya perdido.
Pero peor va a ser para el mundo. El señor Bergoglio parece un hombre inteligente y parece tener cierto perfil vendible que puede ayudarlo mucho en su trabajo. Lo acentúa: cuando decide ir de cuerpo presente a pagar la cuenta de su hotel no está pagando la cuenta de su hotel -que puede pagar, un suponer, con su tarjeta por teléfono-; está diciendo yo soy uno que paga sus cuentas de hotel, uno normal, uno como ustedes. Uno que hace gestos: uno que entiende la razón demagógica y cree que debe hacer gestos que conformen el modo en que debemos verlo. Uno que, además, sirve para definir el populismo: uno que dice, desde una de las instituciones más reaccionarias, arcaicas y poderosas de la Tierra, una de las grandes responsables de las políticas que produjeron miles de millones de humildes y desamparados, que debemos preocuparnos por los humildes y los desamparados.
Peor para el mundo. En estos días, demócratas y "progres" festejan alborozados la resurrección de un pequeño reino teocrático: la síntesis misma de lo que dicen combatir. La iglesia católica es una monarquía absoluta, con un rey elegido por la asamblea de los nobles feudales que se reparten los territorios del reino para que reine sin discusiones hasta que muera o desespere, con el plus de que todo lo que dice como rey es infalible y que si está en ese trono es porque su dios, a través de un "espíritu santo", lo puso. La iglesia católica es una organización riquísima que siempre estuvo aliada con los poderes más discrecionales -más parecidos al suyo-, que lleva siglos y siglos justificando matanzas, dictaduras, guerras, retrocesos culturales y técnicos; que torturó y mató a quienes pensaban diferente, que llegó a quemar a quien dijo que la Tierra giraba alrededor del Sol porque ellos sí sabían la verdad.
Una organización que hace todo lo posible por imponer sus reglas a cuantos más mejor y, así, sigue matando cuando, por ejemplo, presiona para que estados, organismos internacionales y oenegés no distribuyan preservativos en los países más afectados por el sida en Africa, con lo cual el sida sigue contagiándose y mata a miles y miles de pobres cada año.
Una organización que no permite a sus mujeres trabajos iguales a los de sus hombres, y las obliga a un papel secundario que en cualquier otro ámbito de nuestras sociedades indignaría a todo el mundo.
Una organización de la que se ha hablado, en los últimos años, más que nada por la cantidad de pedófilos que se emboscan en sus filas y, sobre todo, por la voluntad y eficacia de sus autoridades para protegerlos. Y, en esa misma línea delictiva, por su habilidad para emprender maniobras financieras muy dudosas, muy ligadas con diversas mafias.
Una organización que perfeccionó el asistencialismo -el arte de darle a los pobres lo suficiente para que sigan siendo pobres- hasta cumbres excelsas bajo el nombre, mucho más honesto, de caridad cristiana.
Una organización que se basa en un conjunto de supersticiones perfectamente indemostrables, inverosímiles –"prendas de fe"–, sólo buenas para convencer a sus fieles de que no deben creer en lo que creen lógico o sensato sino en lo que les cuentan: que deben resignar su entendimiento en beneficio de su obediencia a jefes y doctrinas: lo creo porque no lo entiendo, lo creo porque es absurdo, lo creo porque los que saben me dicen que es así.
Una organización que, por eso, siempre funcionó como un gran campo de entrenamiento para preparar a miles de millones a que crean cosas imposibles, a que hagan cosas que no querrían hacer o no hagan cosas que sí porque sus superiores les dicen que lo hagan: una escuela de sumisión y renuncia al pensamiento propio que los gobiernos agradecen y utilizan.
Una organización tan totalitaria que ha conseguido instalar la idea de que discutirla es "una falta de respeto". Es sorprendente: su doctrina dice que los que no creemos lo que ellos creen nos vamos a quemar en el infierno; su práctica siempre -que pudieron- consistió en obligar a todos a vivir según sus convicciones. Y sin embargo lo intolerante y ofensivo sería hablar -hablar- de ellos en los términos que cada cual considere apropiados.
En síntesis: es esta organización, con esa historia y esa identidad, la que ahora, con su sonrisa sencilla de viejito pícaro de barrio, el señor Bergoglio quiere recauchutar para recuperar el poder que está perdiendo. Es una trampa que debería ser berreta; a veces son las que cazan más ratones.