20 de julio de 2013

Periodismo de autor (VII). Manuel Puig: "Una actriz y sus directores"

La actriz mexicana Dolores del Río (1905-1983) llegó al mundo con el nombre de Dolores Asúnsolo López Negrete, hija de un acaudalado banquero que abandonó México cuando el estallido de la Revolución en noviembre de 1910 y se radicó en Estados Unidos mientras su esposa e hija se instalaron en el Distrito Federal. La desahogada situación económica de la familia le permitió recibir una esmerada educación en el colegio San José, un convento de monjas francesas, donde aprendió francés y estudió danza. Casada muy joven (a los quince años fue su primera vez; luego vendrían otros matrimonios), llegó al mundo del cine tras conocer en una reunión social al director norteamericano Edwin Carewe (1883-1940), quien le propuso interpretar un pequeño papel en la película que estaba dirigiendo por entonces en Hollywood. Así debutaría en 1925 en “Joanna”, dando comienzo a una larga y exitosa carrera como actriz, tanto en el cine como en el teatro, la radio y la televisión. Trabajó bajo las órdenes de grandes directores como Raoul Walsh (1887-1980), King Vidor (1894-1982) y John Ford (1894-1973), entre otros. Sus películas más recordadas de la época del cine mudo son "What price glory?" (El precio de la gloria), "Resurrection" (Resurrección) y "Ramona". De su etapa correspondiente a los primeros años del cine sonoro, en la que alcanzó gran popularidad, cabe mencionar "The bad one" (El malo), "Bird of paradise" (Ave del paraíso) y "Flying down to Rio" (Volando a Río). Su última película, "The children of Sánchez" (Los hijos de Sánchez), la protagonizó en 1978.
Manuel Puig (1932-1990), uno de los más importantes escritores argentinos del siglo pasado, comenzó tempranamente su fascinación por el cine. En 1956 viajó a Roma con una beca para estudiar dirección en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Pasó luego por Londres y Estocolmo, donde realizó diversos trabajos para sobrevivir mientras escribía sus primeros guiones para películas. Entre 1961 y 1962 trabajó como asistente de dirección en varios filmes en Buenos Aires y Roma y, al año siguiente, se mudó a New York donde comenzó a escribir su primera novela: "La traición de Rita Hayworth". En 1967, de regreso en Buenos Aires, publicó "Boquitas pintadas" y luego, en 1973, "The Buenos Aires affair". Ambas novelas tuvieron problemas con la censura y, dentro del clima de terror instalado por las bandas parapoliciales peronistas que se enseñoreaban por entonces, tras recibir repetidas amenazas, Puig abandonó la Argentina para establecerse en México. Allí terminó "El beso de la mujer araña" en 1976 y, entre 1978 y 1980, cuando vivió en Nueva York, publicó "Pubis angelical". En 1981 se radicó en Rio de Janeiro, Brasil, donde aparecieron las novelas: "Maldición eterna a quien lea estas páginas" y "Sangre de amor correspondido". En 1982 abandonó Brasil para volver a México, ciudad en la que fallecería. Allí publicó su última novela: "Cae la noche tropical".
En el verano de 1970 Puig aceptó el ofrecimiento de la revista "Siete Días Ilustrados" para publicar crónicas periodísticas. Lo hizo en forma de cartas ya que no se consideraba a sí mismo un periodista y prefirió utilizar el género epistolar, un género que conocía bien ya que ocupó un lugar clave en sus novelas, especialmente en las dos primeras, como escenario del despliegue discursivo de sus personajes. Algo similar ocurriría entre 1978 y 1979 cuando escribió artículos para la revista "Bazaar" de Barcelona, en los que también utilizó recursos literarios propios de su ficción. Más allá de las ambigüedades que puedan existir en el uso de discursos propios de géneros distintos (el epistolar de las crónicas y el subjetivo de los artículos), Puig se desenvolvió con soltura y maestría en ambos hasta hacerlos parte de su estilo. En "Una actriz y sus directores", publicado póstumamente en 1993 formando parte del libro "Los ojos de Greta Garbo", Puig puso de manifiesto, una vez más, su extremo e incondicional amor por el cine y sus estrellas, un afecto que tanta importancia tuvo en toda su narrativa.

UNA ACTRIZ Y SUS DIRECTORES

En "El precio de la gloria" (1926), colaboran por primera vez Dolores del Río y el direc­tor Raoul Walsh. Ella está apenas en su terce­ra película, un año atrás ha debutado en el cine con "Joanna". El encuentro con el talen­toso Walsh es prometedor; el director extrae de la jovencita un desempeño eficaz, su me­sonera francesa resulta desenfadada, vital, "latin" e incluso emotiva, cuando el momento lo requiere. Faltan pocos minutos para termi­nar la proyección del filme y Walsh la ha hecho mover constantemente, sin enfocar mucho su rostro, maquillado por otra parte sin mayor imaginación. Y hasta allí lo que el espectador aprecia es un trabajo de actriz efi­caz, fresca, no particularmente personal, re­sultado que podría haber conseguido una media docena de actrices eficaces y frescas de la época. Pero llegados esos minutos fina­les, Walsh se detiene por fin en primeros planos de Dolores del Río, y la expone ple­namente a la cámara. Y se descubre, a pesar de una iluminación indiferente, el rostro irre­petible. En ese momento nace un mito, y sin duda la máscara más duradera de la historia del cine, el rostro que aún hoy, a cincuenta años de iniciada su carrera en Hollywood, asombra al público por la firmeza y finura de su trazado.
El éxito de "El precio de la gloria" hace que la Fox aliente al realizador y a la actriz; aquella los reúne en un proyecto diferente: "Los amores de Carmen". El estudio se propo­ne entronizar a la jovencita de Durango, su personaje será eje de la historia y se ordena explotar a fondo los valores plásticos de la actriz, que habrán de ser no sólo estáticos -máscara y silueta- sino también dinámicos, ya que a partir de este rol Del Río valorizará todo movimiento mediante una fina estiliza­ción -adecuadísima a la imagen muda, libre de exigencias de realismo-, estilización que tendrá siempre en cuenta -y así diferencia­rá- la psicología de cada personaje.
En "Carmen", maquillaje, vestuario e ilumi­nación están al servicio de ella y el resultado es deslumbrante, algo más que una actriz: una estrella, el Del Río "look", la estética Del Río. Walsh, además de valorizarla visualmente, le hace rendir una excelente composición de actriz, no es la misma muchacha de "El precio de la gloria", no solamente está más bella, también ha variado sus recursos inter­pretativos: se mueve y hasta respira como otra mujer, es la heroína de Merimée. Esta ya había sido interpretada por Geraldine Farrar en los Estados Unidos y Pola Negri en Alemania, y después se le aproximarán Vivianne Romance en Francia y Rita Hayworth, entre otras. Pero la Carmen de Dolo­res del Río es la única que conmueve, la única que se hace simpática al público. El bino­mio Walsh-Del Río logra que esa cigarrera "vamp" muestre los móviles más íntimos del sadomasoquismo que la devora y hasta con­sigue encuadrarla dentro de un campo de tensiones sociales. Por única vez en cine la criatura de Merimée es algo más que una be­lla desalmada; por el contrario resulta comprensible, humana, y en consecuencia per­donable.
Un tercer encuentro de ambos era inevita­ble y "La danza roja" (1928), a pesar de titu­beos de guión muy evidentes, es también va­lioso. Se podría entonces establecer que el director modeló a la actriz; pero si se anali­zan los trabajos anteriores y posteriores de Walsh, resulta evidente que también la in­fluencia de la actriz sobre el director fue no­table. En efecto, Walsh no había antes cuida­do la imagen como lo hizo a partir de "Car­men", y se puede aventurar la idea de que la alta categoría plástica de la actriz lo obligó a rodearla de elementos decorativos más cui­dados. Movimientos de cámara, encuadre y escenografía, además de iluminación, vestua­rio y maquillaje, es decir todo lo que hace a la composición de la imagen, en "Carmen" y "La danza roja", dicen de un trabajo muy mi­nucioso, misteriosamente inspirado. Y desde este momento Walsh habrá de distinguirse por la acertada ambientación de sus filmes, a su ya reconocida capacidad de narrador uni­rá esa especial preocupación suya porque lo visual pase a ser un elemento dramático más, siempre evitando el regodeo estetizante, la complacencia.
¿Walsh modeló a Del Río o viceversa? Si la actriz indiscutiblemente fue su musa, ¿hasta qué punto la musa es autora de la obra que inspira? El mismo interrogante ha surgido en el caso von Sternberg-Dietrich; y en el caso Garbo, ¿acaso no es ella la ver­dadera autora de la mayoría de sus películas? Los autores y demás "colaboradores" del directorio no son lo que pincel, tela y colores para el pintor, ¿o se pretende cosificarlos a ese extremo? ¿Por qué principio de autori­dad indiscutida ha de ser quien dirige a quien produce -véase caso Selznick- el autor único de la obra? Si la personalidad de un intérprete, o de un iluminador, o de un músico, logra dominar un filme, ¿se lo debe acusar de insubordinación al direc­tor? ¿Se lo debe someter a una corte mar­cial de críticos sostenedores del principio militar de las jinetas? La crítica empezó por rescatar al director de las fauces del productor, pero ha termi­nado por crear a su vez un temible tiburón. Si los críticos reconocen solamente la auto­ridad incontestada del director, ¿es que en­tonces no pueden identificarse más que con el poder establecido?.
Palmeras de papel plateado, cielos estre­llados cortesía de Con Edison, tangos tropi­cales con fondos de maracas, se elevan por encima del plano "kitsch" de rigor al paso de
Dolores del Río por los musicales de los años '30. Las crecientes pautas de realismo que impone el cine sonoro entran en con­flicto con las atmósferas enrarecidas acarre­adas por las portentosas estrellas de la era muda: Talmadge, Murray, Gilbert, Fairbanks, Swanson, Pickford, Bow, no pueden adaptarse al nuevo medio. Nuevos actores, la mayoría provenientes de los escenarios de Broadway, los reemplazan. Garbo, Shearer, Crawford, Del Río sobreviven, y para ésta última Hollywood encuentra una vía original de adaptación. La irrealidad que su belleza sugiere inexorablemente puede muy bien integrarse dentro de la atmósfera extravagante de la comedia musical, el úni­co género no realista creado por el cine so­noro. Una futura obra maestra marca su de­but en esas lides, "Volando a Río" (1933). Se comisiona a los músicos, escenógrafos, co­reógrafos, material digno de la estrella. Y la musa no falla: el tango "Orquídeas a la luz de la luna", bailado por Del Río-Astaire, es uno de los momentos cumbres de la come­dia musical de todos los tiempos. La musa ha dictado un atmósfera lánguida y sensual, muy novedosa en ese momento de ajetreo jazzístico.
Otro coloso musical le sigue, "El bar maravilloso". Primer encuentro de Del Río con el fabuloso director-coreógrafo Busby Berkeley. Hasta entonces este gran creador había ide­ado grandes números de conjunto, apenas introducidos por breves apariciones de Ruby Keeler o Joan Blondell. Pero para Del Río ha de montar un número de estrella, "No digas buenas noches", y enriquece así su re­gistro, algo limitado a la fantasía geométri­ca hasta ese momento, con un despliegue romántico inusitado. ¿Del Río modela a Busby Berkeley y Compañía?


Los años '40 marcan el ingreso de Del Río en el cine mexicano, y su encuentro histó­rico con el Indio Fernández, bajo los reflectores de Gabriel Figueroa, del brazo de Pe­dro Armendáriz. Surgen problemas durante la filmación de "Flor silvestre", cunden las polémicas de maquillaje. ¿Cómo adecuar una estrella sofisticada de Hollywood a la atmósfera con visos realistas de una historia de la revolución? El resultado es una pelí­cula cálida muy celebrada localmente pero de estilo algo híbrido, con una Del Río no siempre cómoda en su rol de campesina apocada. Pero el mismo equipo se vuelve a reunir, esta vez Dolores encarna a una be­lla india de Xochimilco. El tono de la histo­ria es lírico y el Indio Fernández encuentra definitivamente su estilo, cuidadosamente pictórico y de lenta cadencia, y lo encuen­tra tal vez de modo indirecto, al esforzarse por señalar los contornos estatuarios de Del Río y Armendáriz, y más aún, al tratar de integrar al escenario nacional la "terca" irrealidad de Dolores del Río. "María can­delaria" resulta un gran éxito artístico internacional, y el arranque de carreras brillan­tes para todos sus responsables. Y un triun­fo personal más para la musa, el más gran­de de todos si se consideran las felices con­secuencias que acarrearía para la cinemato­grafía de su país y para los cinefilos del mundo entero.
Otra colaboración legendaria de Dolores del Río fue la realizada con el director Edwin Carewe, su descubridor; pero desgra­ciadamente "Ramona" y "Resurrección", ambas de la década del veinte, parecen haberse perdido. No obstante, la copia existente -mutilada- de "Evangelina" (1929), permite vislumbrar otra notable alquimia. A juicio de la actriz, "Resurrección" es uno de sus filmes más valiosos, pero actualmente es tan imposible de ver como aquel gran filme planeado en 1942 y nunca realizado, con Orson Welles dirigiendo y Dolores del Río de protagonista. Fue éste un encuentro frustrado que la historia del cine nunca dejará de llorar; la imaginación de Welles y el potencial plástico dramático de la actriz prometían un sinfín de virtuosismos. De todos modos, las formidables pruebas a la vista bastan para señalar a Dolores del Río como algo más que una de las grandes presencias de la pantalla: una auténtica creadora cinematográfica.

19 de julio de 2013

Armand Mattelart: "La globalización está cada vez más dirigida a formar individuos en función del capitalismo mundial integrado"

Muy ligado a la historia cultural y política de América Latina en las décadas del sesen­ta y setenta, el sociólogo belga Armand Mattelart (1936) es uno de los referentes obligados a la hora de hablar de temas de la comunicación y la cultura. Autor de textos que van desde el célebre "Donald l'imposteur" (Para leer al Pato Donald), escrito junto a Ariel Dorfman (1942), pasando por los análisis de la prensa, de la publicidad, de los medios al­ternativos y de las políticas de comunica­ción, inquietudes que se vieron reflejadas en, por ejemplo, "Multinationales et système de communication" (Multinacionales y sistemas de comunicación) y "De l'usage des médias en temps de crise" (Los medios de comunicación en tiempos de crisis); hasta la producción de los últimos años -"Technologie, culture et communication" (Tecnología, cultura y comunicación) o "Penser les médias" (Pensar sobre los medios)- en donde predomina tanto la voluntad de explorar históricamente la genealogía de la comunicación como el objetivo de estructurar un discurso crítico que dé cuenta de una globalización económica -y a veces cultural-, que para muchos sólo tiene reservado el lugar de la exclusión. Durante el Encuentro de Facultades de Comu­nicación Social de América Latina realizado en Lima en noviembre de 1997, fue consultado acerca de algunos de estos temas por Carlos Mangone para el nº 6 de la revista "Magazin Literario" de diciembre de 1997. Los conceptos vertidos en la entrevista, que ya tiene sus años, no han perdido para nada su vigencia en la actualidad, cuando la desocupación y la exclusión de los jóvenes es cada vez mayor.


¿Cómo se expresaría la exclusión en este fi­nal de siglo?

Tú tienes varias capas de exclusión, que ahora se han profundizado y que son finalmente la pérdida de todos los derechos que impedían la desnutrición, el hambre, etcétera. Y esto en todas las realidades. En Francia, el gobierno ha debido bajar los precios de las cantinas de las escuelas por­que había niños que no comían. La exclu­sión también es el aumento de la violencia en las propias escuelas, es una secuela. Hoy el gobierno, entre los 300 mil empleos creados y que se pagan con el salario mínimo, ha debido establecer en los liceos puestos de mediadores, una suerte de "ombudsman", porque hay tantos conflictos que la vida se ha vuelto imposible, porque son precisamente niños que viven en carne propia, en sus familias, la violencia por el ambiente que crea el desempleo. Son me­diadores muy jóvenes. Es una solución pa­ra resolver el desempleo temporario, son como nuevos funcionarios...

Una crisis entonces que afecta también al Estado de bienestar...

Un recorte, pero al mismo tiempo la necesidad de que no se desangre total­mente... Es un Estado de bienestar en circunstancias de precarización.

Sobre todo, la precarización del lugar so­cial de la juventud...

Claro. Y, si bien la exclusión principal es la económica, existen otras formas que van adquiriendo creciente importancia. Por ejemplo, la exclusión de todo acerca­miento artístico a la realidad. La marginación completa de los nuevos artistas. No hay posibilidad para ellos de sobrevivir. Existen ejemplos que muestran una serie de contradicciones: estudiantes cercanos a mi trabajo pueden ilustrar esta situación. Jóvenes ar­tistas que trabajan como controles del Louvre nunca se habrían atrevido a decir que los públicos de museos son como "rebaños". Lo que ocurre como consecuencia de esto es que aparece una opinión negativa, totalmente impensable en personas decidi­damente progresistas, con respecto a la
democratización de la cultura, porque se observa a la gente consumiendo cultura como si lo hiciera en un supermercado. Como artistas, resulta una agresión tre­menda porque muestra una sociedad que hace turismo en los museos... Esto se acentuó hace poco tiempo cuan­do estos mismos artistas se presentaron a una convocatoria para el turno noche del Louvre. Decían que iba a haber en el Louv­re una reunión, una ceremonia. Se arren­daba el Louvre, pero no se aclaraba dema­siado. Debían presentarse de 18 a 23 hs. y vigilar el Louvre a puertas cerradas para que dos mil personas lo "disfruten"... todas invitadas o pertenecientes a Microsoft. Allí el choque es mucho más grande. Pueden cerrar el Louvre, que, si tú quieres, es el símbolo de la Ilustración y de la cultura de la modernidad. Los artistas jóvenes ven que los empresarios con un montón de di­nero lo "sacan de circulación" mientras ellos viven con el salario mínimo vital. Creen en el arte y los que arriendan el Louvre lo toman como un nuevo paisaje. Se forman nuevos guetos... Incluso, dentro de los consumos que se habían generalizado, se establecen nuevos privilegios. Además es peligrosísimo, porque Micro­soft quiere comprar una cantidad impor­tante de obras de arte del Louvre para po­nerlas en sus productos. Es decir una doble "apropiación".

Y todo quizás justificado por el discurso de la eficacia, del gerenciamiento de la "adminis­tración cultural"...

Aparece también una forma de financiamiento del Louvre... Se arrienda todas las semanas para "galas". Las fuentes de exclusión se dan también para todo lo que sería antieconómico.

Y, ¿qué tipo de reacciones se producen en los jóvenes que trata en su trabajo académico?

Te daría otro ejemplo de mi vida de docente. Estamos asustados por las res­puestas a los trabajos de admisión a la Li­cenciatura en Comunicación e Informa­ción. A partir de dos preguntas muy generales acerca de las relaciones entre medios y gobierno, las respuestas muestran la interiorización del orden. Piden orden en lugar de la exigencia de otras épocas en que la juventud -que digamos por otra parte que "existía", no es una invención de los tiempos actuales- pedía desorden y crea­ción. Es una suerte de rebelión de tipo po­pulista y en definitiva, las respuestas reve­lan eso y nos inquieta. Claro que junto con esto, quizás como un efecto de la lucha del propio mer­cado académico, se forma una comunidad que "comparte" la situación. Resulta comple­jo. Allí habría dos tendencias. Algunos pue­den ir hacia comportamientos racistas, me­jor dicho, hacia "sentimientos primarios", de cosas simplificadas, preámbulo de otro tipo de exclusiones; y, por otra parte, apa­rece el "juntarse" para enfrentar la situa­ción, por ahora, como simple resistencia.

Se podría decir que el fantasma que reco­rre, en este caso Europa, es la desocupación...

Lo que me ha sorprendido es la evolu­ción de mujeres que llegan muy tímidas al primer año del doctorado y cuando salen bien en sus estudios, después de buscar trabajo, te mandan cartas de una violencia inédita, en contra del destino. Una violen­cia que nunca había visto en mujeres jóve­nes. Es gente que pensaba que la ley del as­censo social valía. Sobre todo, en los hijos de la primera generación de ascenso social. A mí me inquieta. Tienes una acumulación de rabia, ésa es la palabra, pero no puede ser canalizada políticamente y entonces toma la forma de un rechazo a todo lo so­cial, a todas las instituciones...

En los años sesenta y setenta, buena par­te del análisis de la publicidad denunciaba las exclusiones simbólicas, los estereotipos; critica­ba las "culturas negadas". ¿Cómo percibe ac­tualmente este proceso tanto en el discurso pu­blicitario como con el propio análisis?

Sucede algo muy particular que se podría resumir en el hecho de que "pue­den vender todo, incluso el hecho de no comprar". Lo que ha incorporado la publicidad, en su afán de conocer cada vez más a los "receptores", es toda la teoría de Michel De Certau. Ellos se dan cuenta de que tienen una masa que se "escapa". Como dicen los publicitarios franceses, los consumidores son "profesionales", saben. Están obligados a nuevos acercamientos, están obligados a adecuarse al discurso globalizado, de allí algunas concesiones a cierto multiculturalismo y lo "política­mente correcto" en el manejo de sus re­presentaciones. Pero también han confis­cado palabras del "otro" campo, como es el caso de "apropiación" de la marca, del producto, de la imagen. Esto ya se da en todas las sociedades, incluso en las que hasta hace poco, como Francia, practica­ban una cierta resistencia histórica a la he­gemonía "publicitaria". Se dan también en los análisis algunas si­tuaciones curiosas y que incluso van más allá del propio discurso publicitario. Michelle Mattelart está estudiando el lugar de la mu­jer en dos procesos de revuelta social. Por una parte, el Mayo francés del '68: en aque­lla época toda la semiología estudiaba la re­presentación de la mujer en la TV, pero to­dos los líderes de la revuelta eran hombres, era en definitiva un movimiento sexista. Por la otra, en la protesta es­tudiantil del '86, lo que ocu­rre en la representación me­diática sigue siendo sexista, pero en la realidad del mo­vimiento existe el ascenso de las mujeres en la sociedad. Sin embargo, ocurre algo más curioso todavía: cuando hablo con mis es­tudiantes mujeres, dicen que es verdad pe­ro parece no preocuparles mayormente. Por lo menos, eso dicen, aunque debe preocu­parles, porque les envía una imagen falsa de sus existencias. Volviendo al tema de los análisis, exis­te además una reacción en la propia Fran­cia y creo que algo va a ocurrir. Lo que creo es que existe la necesidad de revisar libros como el de Chacotin, textos como el de Vance Packard o de historiadores que úl­timamente trabajan sobre los usos de la informática en relación con nuevas situa­ciones de una "palabra manipulada".

Parecería que volviéramos a utilizar algu­nos términos que marcaron el análisis de la comunicación y la cultura de otras décadas...

Resulta muy interesante. Parece una respuesta para aquellos que dicen que to­das las estrategias de manipulación han desaparecido; se plantea la necesidad de realizar un análisis a partir de lo argumen­tativo, es decir, lo que se había dejado de lado demasiado pronto. En nuestra socie­dad hay nuevas situaciones de manipula­ción, como es el caso un tanto paradójico de la propia ecología. Todo ocurre justa­mente en circunstancias en que se ha da­do mucha importancia al receptor en cla­ve de consumidor.

Finalmente, ¿cuál sería por estos tiempos una preocupación central de sus trabajos, lo que podríamos decir exageradamente, sus "Patos Donalds" de fin de siglo?

Actualmente los "Patos Donalds", co­mo usted dice, es decir, lo que me preocu­pa, es lo que llamo el "homo-global", pro­ceso que está llegando a la naturalización de la realidad que es profundamente desi­gual, aspecto que me inquieta profunda­mente. Un conjunto de mecanismos es­tructurados que se han puesto en marcha y sobre los cuales no se reflexiona lo sufi­ciente. Está cada vez más dirigido, como planteaba Guattari, a formar individuos en función del capitalismo mundial inte­grado. Finalmente, estaríamos demasiado atrapados en un nuevo mito determinan­te. Allí resulta importante interrogarse acer­ca de la construcción de la personalidad de los individuos, es decir, de cada uno de nosotros en el tiempo y el espacio de la globalización. Sobre todo, lo pienso con la responsabilidad de formar estudiantes. Me preocupa este campo, tan propenso a pro­ducir mitos, el "nuevo mito" de la globalización es la comunicación.

17 de julio de 2013

Charles Darwin, el viajero del Beagle (6). Indios, gauchos y habitantes del Plata

Darwin se encontró con Juan Ma­nuel de Rosas en agos­to de 1833. El hacendado bonaeren­se, que ya era uno de los protagonis­tas de la vida política nacional y se vislumbraba como el hombre podero­so que llegó a ser, estaba en su cam­pamento a orillas del río Colorado al mando de un ejército, según el in­glés, "de villanos seudobandidos" como jamás se había reclutado an­tes. La reunión "terminó sin una sonrisa" y Rosas le dio "un pasapor­te con una orden para las postas del gobierno". Darwin señaló sobre sus estableci­mientos: "Están admirablemente ad­ministrados y producen más cerea­les que el resto. Lo primero que le dio gran celebridad fueron las reglas dictadas para sus propias estancias y la disciplinada organización de varios centenares de hombres para re­sistir con éxito los ataques de los indios". Darwin se refiere a las "Instrucciones a los mayordomos de estancias" que Rosas escribió en cuartillas en 1819 sin ánimo de publicarlas, aunque aparecerían en formato de libro en 1856. En ellas detallaba con precisión las responsabilidades de cada uno de los administradores, capataces y peones rurales. También rescató sus cualidades de gran jinete, lo cual, "de conformidad con los usos y costumbres de los gauchos, le ha granjeado una popu­laridad ilimitada en el país, y como consecuencia, un poder despótico".
Episodios como los precedentes figuran en el “Diario de viaje” que Darwin escribió en 1839, a la vuelta de la travesía de cinco años -entre 1831 y 1836- alrededor del mundo, como naturalista a bordo del HMS Beagle y corresponden al perío­do en que permaneció en el actual territorio argentino, entre julio de 1833 y junio de 1834. El “Diario”, ade­más de minuciosas descripciones de la geología, la flora y la fauna de las zonas visitadas, contiene consi­deraciones antropológicas, costumbristas y anécdotas como las anotadas y abundan las vinculadas a su paso por Argentina. En los capítulos sobre la actual provincia de Buenos Aires, Santa Fe, norte de la Patagonia y Uruguay, por ejemplo, abundan los relatos acerca de la presencia y la amenaza de los indios, preocupación constante de los gau­chos y soldados con los que convi­vía. Relata varias situaciones en las cuales, si bien finalmente no pareció correr riesgo alguno, se percibe con claridad el temor sufrido y la obse­sión por el ataque aborigen. También menciona el gran consuelo que suponía una copa de mate y un cigarrillo cuando descansaba después de una larga cabalgata y le era imposible conse­guir algo de comer durante algún tiempo.
La conversación nocturna en las postas y campamentos siempre ver­saba acerca de los indios. Darwin describe sus crueldades, no menores que las cometidas por los soldados y los gauchos: "Los indios, hombres mujeres y niños, alrededor de ciento diez, fueron hechos prisioneros o muer­tos, porque los soldados la empren­dieron a sablazos contra todos los hombres, quienes se hallaban tan aterrados que no ofrecían resisten­cia en masa, sino que cada uno huía como podía, abandonando aún a su mujer e hijos". Luego agrega una anécdota: "Mi informante me contó que al perseguir a un indio, éste pe­día piedad a gritos, mientras, al mis­mo tiempo con gran disimulo pre­paraba las bolas para hacerlas girar sobre su cabeza y golpear a su per­seguidor. 'Pero yo le derribé al piso con mi sable, y apeándome luego le corté el cuello con mi cuchillo'. És­te es un cuadro muy oscuro; ¡pero mucho más chocante es el hecho de asesinar a sangre fría a todas las mujeres que parecían tener más de veinte años! Cuando le dije que esto me parecía inhumano, me replicó: 'Y, ¿qué se puede hacer? ¡Ellos se crían así!'. Por aquí todos están con­vencidos de que es la más justa de las guerras porque se hace contra bárbaros". Para Darwin, "resulta imposi­ble concebir algo más bárbaro y sal­vaje" que una reunión de indios alia­dos a Rosas: "Algunos bebieron has­ta emborracharse; otros se hartaron de ingerir la sangre fresca de las reses sacrificadas para su cena, sintién­dose luego con náuseas, en medio de la suciedad y la sangre coagulada".
En ocasión de su excursión a San­ta Fe, en octubre de 1833, cuenta que al pasar junto a algunas casas que habían sido saqueadas y luego abandonadas vieron un espectáculo que los guías "contemplaron con gran satisfacción y era el esqueleto de un indio con la piel desecada, colgando de los huesos, suspendido de la rama de un árbol". Y sobre el gobernador de Santa Fe, Estanislao López (1786-1838), escribió: "Lleva diecisiete años en el poder. Esta estabilidad se debe a sus procedimientos tiránicos; la tiranía parece adaptarse mejor a es­tos países que el republicanismo. La ocupación favorita del gobernador es cazar indios; de poco tiempo a esta parte había matado cuarenta y ocho y vendi­do los hijos a razón de tres o cuatro libras cada uno". Y pronostica con terrible exactitud: "En otros cin­cuenta años no quedará ni un indio salvaje al norte del Río Negro".


La vida de los gauchos y soldados, miserable en sus condiciones materiales, acosados y en peligro, impre­sionó vivamente a Darwin. Relata que en la Sierra de la Ventana hicie­ron un "alto para pasar la noche. En ese momento una desafortunada vaca fue divisada por los ojos de lin­ce de los gauchos, quienes se lanza­ron en su persecución y en pocos minutos la enlazaron y la mataron. Teníamos allí las cuatro cosas nece­sarias para la vida en el campo: pasto para los caballos, agua (sólo una charca de agua turbia), carne y leña. Los gauchos se pusieron del mejor hu­mor al hallar todos estos lujos, y pronto empezamos a preparar la ce­na con la pobre vaca. Esta fue la pri­mera noche que pasé a la intempe­rie, teniendo por cama el recado de montar. Hay un gran placer en la vi­da independiente del gaucho al po­der apearse en cualquier momento y decir: 'Aquí pasaré la noche'. El si­lencio fúnebre de la llanura, los pe­rros alerta, y el gitanesco grupo de gauchos haciendo sus camas en tor­no del fuego, han dejado en mi men­te un cuadro imborrable de esta pri­mera noche, que nunca olvidaré".
A su regreso de Santa Fe, los primeros días de noviembre de 1833, Darwin se convirtió en partícipe involunta­rio de un conflicto político: la Revo­lución de los Restauradores orquestada por la Sociedad Popular Restauradora, que terminó con la re­nuncia del gobernador Juan Ramón Balcarce (1773-1836). Esta suerte de club político era una organización que respondía a Rosas y cuyo brazo armado era la temible “Mazorca", una organización parapolicial y seudomilitar que se encargaba de registrar las casas de los opositores, a los que arrestaban, torturaban y mataban. El método era el degüello. Luego los cadáveres se exponían colgados y las cabezas en picas. Al llegar a la desembocadura del Pa­raná a bordo de un pequeño barco, Darwin desembarcó en Las Con­chas, con intención de proseguir a caballo, pero se encontró con soldados que no lo dejaron avanzar. Ano­ta: "El general, los oficiales y los soldados, todos parecían, y creo que en realidad lo eran, grandes vi­llanos". Sin embargo, cuando contó su amable encuentro con Rosas la actitud hacia él cambió y le dieron un salvoconducto que le fue muy útil en el trayecto, aunque tuvo que dar un gran rodeo a la ciudad y en­trar por Quilmes.
Darwin reflexionó: "Apenas había quejas que pudieran justificar la revolución: pero esto sucede en una nación que en el lap­so de nueve meses (de febrero a oc­tubre de 1820) había sufrido quince cambios de gobierno". Y agregó que "sería absurdo buscar pretextos. En este caso, una partida de setenta hombres partidarios de Rosas, que estaban disgustados con el gober­nador Balcarce, salió de la ciudad, y gritando por Rosas, levantaron en armas todo el país. La ciudad fue si­tiada, sin provisiones, ganado vacu­no y caballar. Los sitiadores sabí­an bien que impidiendo el suminis­tro de carne tendrían segura la vic­toria", apuntó.
Darwin ofrece también en su “Diario” algunas consideraciones generales sobre los habitantes de la región y, como siem­pre, mantiene cierta ambivalencia en sus juicios: "Los gauchos o campesi­nos son muy superiores a los que re­siden en las ciudades", opina y luego puntualiza que son "corteses", "hos­pitalarios" y "modestos, tanto res­pecto de sí mismos como de su país, y al mismo tiempo animosos y bra­vos". Subraya que "se cometen mu­chos robos y se derrama mucha sangre. El uso constante del cuchi­llo es la causa principal. Es lamen­table escuchar cuántas vidas se pierden por cuestiones triviales". Dice que "los robos son la consecuencia natural del juego -universalmente extendido-, exceso de be­bida y de la extremada indolencia”. En esa misma línea, se queja de que "para colmo, hay una gran cantidad de días fe­riados".
Las críticas continúan en cuanto a las cosas que sucedían en la Confederación Argentina: "La policía y la justicia son completamente inefi­cientes. Si un hombre pobre comete un asesinato y es atrapado, será en­carcelado y, tal vez, fusilado; pero si es rico y tiene amigos, no tendrá graves consecuencias. Es curioso que hasta las personas más respeta­bles del país favorezcan siempre la fuga de los asesinos. Parecen pensar que los individuos delinquen contra el gobierno y no contra la sociedad". Más adelante añade: "El carácter de las clases más elevadas y educadas, que resi­den en las ciudades, participa, aun­que tal vez en grado menor, de las buenas cualidades del gaucho; pero temo que tengan muchos vicios de los que él está libre. La sensualidad, la burla hacia toda religión y una gran corrupción son cosa común. Casi todos los funcionarios públi­cos pueden ser sobornados. El director de Correos vendía sellos fal­sificados. El gobernador y su pri­mer ministro se confabulaban para estafar al Estado. Nadie puede es­perar justicia cuando entra en juego el oro. Con tan completa falta de principios en los hombres que con­ducen, y con una infinidad de em­pleados revoltosos con sueldos de hambre, ¡el pueblo todavía tiene es­peranza de que una forma democrá­tica de gobierno triunfe!".
Pero, por otro lado, Darwin no ahorró elogios y vislumbró un buen futuro para estas tierras: "Las maneras corteses y señoriales, en los distin­tos aspectos de la vida; el excelente gusto de las mujeres en el vestir, y la igualdad de trato en todas las clases". "Y no cabe duda -analiza- de que el excesivo liberalismo de estos países debe llevar al final a buenos resultados. La tolerancia generaliza­da hacia las religiones extranjeras; la alta consideración hacia la educa­ción; la libertad de prensa; las facili­dades ofrecidas a todos los extran­jeros, y especialmente -como yo mismo puedo asegurar- cualquiera que profese algún interés por la ciencia, por más humilde que sea, deberá recordar con gratitud la Sudamérica española".
Darwin viajó dos veces a las islas Malvinas: la primera en marzo de 1833, menos de dos meses después de que los in­gleses las ocuparan definitivamente, y la segunda en marzo de 1834, luego de una serie de san­grientos episodios. Sin embargo, dedicó sólo medio capítulo de su “Diario” a describir con el detalle ha­bitual los terrenos y la fauna autóc­tonos, y prácticamente no hizo nin­guna referencia precisa a los conflictos políticos (la toma de pose­sión por parte de los ingleses en el primer viaje) y policiales (el levantamiento del gaucho Rivero que terminó con el asesinato de varios colonos y el repre­sentante del gobernador inglés). En cambio si anotó nuevamente los hábitos culinarios de los gauchos: “Cazaron una vaca y tuvieron de cena carne con cuero, un bocado tan superior a la carne de vaca ordinaria como el venado lo es al cordero". Y acotó: "Si algún respetable regidor de Londres hu­biera cenado con nosotros aquella noche carne con cuero, pronto se habría celebrado en Londres".
El “Diario” de Darwin contiene, como se ha visto, detalladas apreciaciones sociológi­cas y antropológicas, pero además innumerables descripciones geológi­cas y biológicas. Cerca de la playa de Punta Alta, en las proximidades de Bahía Blanca, encontró restos de animales extinguidos de tamaño gigantesco, pero que guardaban un extraor­dinario parecido con sus diminutos equivalentes del mundo actual. El 9 de enero de 1834 escribió en el “Dia­rio”: "Es imposible reflexionar acerca de los cambios producidos en el continente americano sin experimen­tar profundo asombro. Antiguamente debieron de pulu­lar en él grandes monstruos. Desde la época en que vivimos no pueden haber tenido lugar grandes cambios en la constitución física del país. ¿Cuál puede ser enton­ces la causa del exterminio de tantas especies y de tantos géneros enteros".
El viaje le reportó al joven Darwin una enorme canti­dad de datos y, sobre todo algunas dudas sobre las cre­encias vigentes. A su regreso a Londres llevó consigo una enorme colección de datos y pero todavía ninguna teoría que les diera sentido y los organizara. Cuando al amplísimo material acumulado en casi cinco años de viaje añadió sus lecturas sobre las variaciones en cultivos o crías domésticas, llegó a su idea de la selección natural. Recién en 1837 inició un cuaderno de notas sobre el pro­blema de las especies y, en octubre del año siguiente, leyó “An essay on the principle of population” (Ensayo sobre el principio de la población) del economista inglés Thomas Malthus (1766-1834), una obra que lo inspiró en la idea de la lucha por la existencia y lo im­pulsó a seguir trabajando en la hipótesis de la "transmutación" de las especies. “Después, leyendo a Malthus,  inmediatamente vi cómo aplicar este principio”, contó en una carta. En su ensayo, Malthus afirmaba que la población hu­mana aumenta más rápidamente de lo que aumentan los alimentos y que, en consecuencia, la población tendría que reducirse por hambre, en­fermedad o guerra.
En 1844, Darwin ya había desarrollado su teoría y escrito un vo­luminoso texto. En los quince años siguientes llevó a cabo un inmenso trabajo de acumulación de pruebas, reflexión y experimentos, que habrían de constituir su mayor obra. Sólo el hecho de que en junio de 1858 Alfred Russel Wallace (1823-1913), otro naturalista y explorador británico, le enviara un breve artículo en el que exponía una teoría de la selección natural (prácticamente idéntica a la suya, que Darwin con gran honestidad dio a conocer), le impulsó a publicar el resu­men de un resumen de todo su trabajo. Tras la publicación del artículo en el periódico de la Sociedad Linneana de Londres en julio de ese mismo año, Darwin trabajó febrilmente durante los siguientes trece meses hasta que, el 22 de noviembre de 1859, finalmente apareció “El origen de las especies”. A partir de entonces cambiaría la historia de la biología.

16 de julio de 2013

Charles Darwin, el viajero del Beagle (5). Rosas, entre la restauración y la investigación

¿Qué es lo que Darwin no puso en su “Diario?”, se pregunta Aníbal Ford en "Una partida de bandoleros", penúltima parte de “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”. Me remito a Saldías, quien, en su “Historia de la Confederación Argentina” afirma: "Atraí­dos por la fama de la expedición al desierto y por las exploraciones científicas que se practicaban sobre el río Colorado, el río Negro, etc. (Darwin y Fitz Roy) se dirigieron a Patagones”. Más adelan­te dice Saldías: “Al despedirse de Rosas (Darwin) le declaró, según un testigo ocular, que la penosísima campaña en que estaban empe­ñados era una de las empresas más trascendentales que podía aco­meter un gobierno civilizado". ¿Inventos de Saldías? Por cierto que no: el mismo Saldías trae a colación el “Annuaire historique universal” de Lesur referente al 1833, donde se destacan los aportes científicos de la expedición de Rosas. Sin embargo, nuestra historiografía oficial soslayó estos aportes como soslayó los objetivos comerciales y militares de la ex­pedición inglesa. Dos casos de ocultamiento de significado pero con signo inverso (la ciencia es la de los de afuera pareciera ser la premisa que los articula) que bien ejemplifican las formas probritánicas y desvalorizadoras de lo nacional con que muchas veces son procesa­dos los hechos históricos dentro de nuestra cultura.
Porque realmen­te -entiende Ford- la expedición de Rosas tiene un lugar destacado en la historia del conocimiento geográfico, científico y económico de nuestro territorio como bien lo han señalado diversos historiadores como es el caso de Saldías, Corvalán Mendilaharsu, Stieben, Jauretche, Mar­tínez Sierra y Fernández Arlaud. Y me remito a la síntesis que de esa campaña hace Domingo Pronsato: “Rosas había llevado consigo dieciséis hombres de ciencia... Irán ingenie­ros, astrónomos, hidrógrafos, meteorólogos, médicos, agrónomos, vete­rinarios y economistas. Así, el coronel ingeniero Feliciano Chiclana (h), el astrónomo italiano Nicolás Descalzi, el teniente coronel agrimensor Ildefonso de Arenales, los hidrógrafos Juan B. Thorne y Guillermo Bathurst, el doctor González, el coronel Juan Antonio Carretón, autor del ‘Diario de Marcha’ de la expedición. Ellos realizaron el relevamiento com­pleto, topográfico e hidrográfico del Río Negro hasta Confluencia y del Colorado hasta el codo Chiclana. Efectuaron observaciones astronó­micas y climatológicas que sirvieron para el primer estudio de una colonización patagónica que inició después don Pedro Luro, español contra­tado por Rosas. De esta expedición surge aconsejada por Rosas la cría del merino lanar como la especie más apropiada por suelo y clima para poblar las tierras patagónicas”.
Durante toda la campaña -prosigue Ford- y bajo la vigilancia estricta de Rosas, cuya formación geográfica fue estudiada por Stieben, hubo, como bien lo demuestra Fernández Arlaud, un "interés especial de obser­var, recoger y anotar cuanto pudiera servir para un mejor conoci­miento del sur, tanto en el aspecto topográfico como el geológico, hidrográfico, zoo o fitogeográfico". Afirmación que puede con­notarse con una anécdota, no por cierto de interés secundario, na­rrada por el astrónomo italiano Nicolás Descalzi y que ejemplifica bien hasta dónde la ciencia participaba de la vida cotidiana de la expedición. Anota Descalzi en su “Diario” de campaña: “Hoy di parte a S.E. el general Rosas del eclipse que a la noche iba a su­ceder... Él se fue al campamento de los indios amigos; como era de noche los sorprendió con su presencia; él los sosegó y les dijo que les iba a avi­sar que lueguito se iba a tapar la luna para que no se asustasen y no tu­vieran malos sueños y les explicó lo que es el eclipse”. Sin embargo el espectador argentino que vio por TV la versión del viaje del Beagle y que, por supuesto, no tiene a mano esta información tuvo que quedarse con esa versión pobre y limitada de la cam­paña de Rosas que le dio la BBC y también el canal argentino que no enmarcó críticamente ni esa versión ni el testimonio de Darwin, ignorancias en torno a la cultura nacional que campean en los me­dios.
Ford utiliza aquí los testimonios recogidos en “Historia de la Confederación Argentina” de Adolfo Saldías (1849-1914), historiador revisionista que para la elaboración de esta obra utilizó los archivos que Rosas llevara consigo a su exilio en Inglaterra. Saldías se basó, para el caso concreto de la Expedición al Desierto, en lo dicho por el editor francés Charles Louis Lesur (1770-1849) en la edición correspondiente a 1833 de su “Annuaire historique universal” (Anuario de historia universal), un volumen que publicó entre 1818 y1861 en el que resumía los acontecimientos del año precedente. La cita sobre los científicos que Rosas llevó en su expedición está tomada de “Patagonia, proa del mundo”, un libro del ingeniero e historiador argentino Domingo Pronsato (1881-1971). Enrique Stieben (1893-1958), por su parte, maestro entrerriano radicado en La Pampa, fue un destacado integrante del Instituto Juan Manuel de Rosas creado en los años ’50. Allí, junto a otros historiadores revisionistas, se dedicó al estudio de la historia, la geografía, la geología, la botánica y la etnología, tanto pampeana como patagónica. Una de sus mayores obras es “Toponimia araucana de la República”. La cita utilizada por Ford pertenece al artículo "Conocimientos geográficos de Rosas previos a la campaña del Co­lorado", publicada en la revista del instituto en el que trabajaba en diciembre de 1963. Por otro lado, el agrimensor italiano Nicolás Descalzi (1801-1857) fue designado por Rosas ingeniero, hidrógrafo y astrónomo del ejército del ala izquierda del cuerpo expedicionario al desierto. Con la goleta Encarnación y la ballenera Manuelita estudió el Río Negro y lo exploró hasta Choele Choel. En 1839, Rosas lo distinguió con los despachos de Sargento Mayor de caballería.
En el capítulo final de “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”, Aníbal Ford centra su atención en Darwin. Escribe: Recorrida así esta zona de significación del viaje del Beagle, vale re­instalarnos en el conjunto mayor de relaciones que se establece en­tre ese hecho histórico de trascendencia universal y nosotros, por­que sería tan objetable soslayar lo que hemos ido señalando como limitarnos a ello para evaluar un viaje que se insertó en nuestra his­toria desde muchos ángulos. Sin desconocer el extraordinario apor­te técnico de Fitz Roy al conocimiento de nuestras costas, me voy a limitar en este caso a Darwin. Pienso, por ejemplo, en el Darwin que, con un solo acompañan­te, cruza a caballo las peligrosas estepas y pampas de 1833, de Pa­tagones a Buenos Aires para seguir luego hasta Coronda; aquel que le escribe a su hermana: "me he convertido en un verdadero gaucho; sorbo mi mate y fumo mi cigarro y luego me acuesto y duermo confortablemente con los cielos como dosel...". Es decir, en el Dar­win que no se arredra ante ningún peligro; víctima, posiblemente, del mal de Chagas; al Darwin que se funde con las gentes, que capta como pocos las tremendas soledades y espacios de la Pampa o la Patagonia, modelo de explorador cuyo “Diario” será una de las herramientas fundamentales para los "geógrafos militantes" -el tér­mino es de Daus- de la década de 1870 que, como Moyano, Lista, Fontana, Moreno, Zeballos, revelaron palmo a palmo nuestros terri­torios olvidados.
Pienso en el Darwin que se inserta en la historia de nuestra ciencia por su aporte al conocimiento geográfico, geológico, zoológico y sobre todo paleontológico; en el que fue generando en nuestro suelo gérmenes básicos de su teoría y no sólo a partir del hallazgo del yacimiento de fósiles de Punta Alta, sino a través de muchas otras instancias, como bien lo señalara Emiliano Mac Donagh en uno de los mejores trabajos realizados en nuestro país sobre el apor­te científico de Darwin; pienso, también no sólo en el Darwin que da sino en el que recibe, especialmente de ese extraordinario sa­bio argentino que fuera Francisco Javier Muñiz, quien le suministra datos básicos para su teoría a través de sus informes sobre la vaca ñata (ñata oxen) especie vacuna degenerada que prácticamente de­saparece con la sequía de 1831 a raíz de su incapacidad para ramo­near pastos y raíces debido a la estructura de su boca. Bastaría transcribir para confirmar esto las reflexiones que realiza Darwin en la segunda edición de su “Diario” y cuando todavía no ha­bía llegado a formular su teoría después de transcribir parte del in­forme de Muñiz. Ahí dice, con respecto a la vaca nata: "¿No es un ejemplo sorprendente de las raras indicaciones que pueden propor­cionarnos las ordinarias costumbres de la vida acerca de las causas que determinan la rareza o extinción de las especies, cuando esas causas no se originan más que a largos intervalos?".
La hipótesis de que la enfermedad que postrara a Darwin por el resto de sus días fue el mal de Chagas, el cual habría contraído a raíz de un ataque de vinchucas en Lujan de Cuyo, fue esbozada en 1959 por el médico bielorruso naturalizado inglés Saul Adler (1895-1966) en su obra "Darwin's illness” (La enfermedad de Darwin). La obra que se menciona de Emiliano Mac Donagh (1896-1961), doctor en Ciencias Naturales argentino, es "Para una historia de la zoología argentina. Nuevos datos sobre Charles Darwin en su viaje argentino”, aparecida en 1957. En cuanto a Francisco Javier Muñiz (1795-1871), médico y paleontólogo argentino, el propio Darwin le agradecería en una carta la información proporcionada por éste sobre la vaca ñata.
Pienso también -continúa Ford- en las lecturas argentinas de Darwin. Es como, por ejemplo, Darwin generó, a partir de una mala traducción de su texto sobre el Río Santa Cruz, la leyenda de la Patagonia como "tie­rra maldita", fundamento utilizado por muchos para no defenderla y desvalorizarla. Pero al margen de estos desvíos, la presencia en la Argentina del joven Darwin, su “Diario”, convergerían con las lecturas del otro Darwin, aquel que provoca la "explosión darwiniana" de la década del ochenta, ejemplificada de manera espectacular e insólita por el homenaje que se le rinde pocos días después de su muerte en el Teatro Nacional el 19 de mayo de 1882, organizado por el Círculo Médico Argentino. Narraría “La Nación” al día siguien­te: “Anoche a las siete y media dos bandas de música, la de Artillería y la de la Provincia de Buenos Aires, se hallaban delante del Teatro Nacional y una multitud compacta llenaba la calle. La entrada y los pasillos del her­moso teatro estaban ocupados por numerosos concurrentes y los palcos empezaban a serlo por familias. A las ocho la sala estaba llena, viéndose palcos en que había hasta doce personas, tal y tan grande era la cantidad de concurrentes que había acudido”. Las tres mil personas se reunieron entonces -tal vez la “reunión” intelectual más importante de la época de toda América Latina- para oír al viejo Sarmiento y al joven Holmberg, orgullosos paladines del progreso y del transformismo en una Buenos Aires que también todavía era, y no sólo por atraso, la gran aldea tradicional y católica.
Pero aquí ya nos estamos refiriendo -culmina Aníbal Ford-, y éste es otro tema, al Darwin de las polémicas fundamentales y básicas de la formación de la Argentina moderna y no sólo al del enfrentamiento laico-católico sino también a aquel que, a pesar suyo, se prolonga en el "darwinismo social", ideología que habría de pesar negativamente en la interpretación política de las matrices sociales nacionales. A un Darwin que se vuelve a reunir, por cierto, con aquel del viaje del almirantazgo inglés que señalamos al principio, con aquel Darwin que sostuvo una conversación con Rosas de dos horas sin que éste le sonriera una sola vez.


El hierático Juan Manuel de Rosas había, con su expedición al río Colorado, asegurado el control de las tierras conquistadas durante el decenio anterior, al menos hasta la isla de Choele Choel, en el río Negro. La campaña fue tanto una operación militar como una maniobra política, y en ambos casos le reportó un éxito. En 1926, el novelista y poeta argentino Ricardo Güiraldes (1886-1927) diría que "el malón indio fue destruido por el malón criollo". Rosas, el “restaurador de las leyes”, el grandioso hacendado, el opulento terrateniente, gobernaría la provincia de Buenos Aires por segunda vez, entre 1835 y 1852, mientras el antiguo territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata era asolado por una larga  guerra civil, la primera en la que estuvieron simultáneamente implicadas casi todas las provincias argentinas. Sus enemigos políticos fueron estigmatizados bajo el doble mote de "salvajes unitarios" y "traidores a la Patria", debiendo muchos de ellos emigrar hacia otros países. Para Rosas, "emigrado" era sinónimo de criminal, de traidor, de conspirador. Sin embargo, tras su derrota en la batalla de Caseros, él mismo tuvo que emigrar y buscó el amparo del Imperio Británico. Acondicionó diecinueve cajones repletos de documentos y, junto a su familia y algunos allegados, se embarcó en una nave británica que estaba anclada en el Río de la Plata custodiando los intereses de Su Majestad. Se exiló en Southampton, donde sus amistades fueron británicas y sus peones ingleses, en la Burgess Farm, durante veinticinco años.

15 de julio de 2013

Charles Darwin, el viajero del Beagle (4). La ocupación de las Islas Malvinas

En el siguiente capítulo de “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”, el titulado “El nobilísimo propósito", Aníbal Ford dictamina: La participación de Fitz Roy en el objetivo principal -el domi­nio del Atlántico Sur- es sólo parcial. Su expedición constituye un ala de las complejas, escurridizas y por momentos brillantes po­líticas del almirantazgo inglés y del Foreign Office. Por eso él y Darwin se asombran cuando llegan a las Malvinas, en marzo de 1833, apenas dos meses después de Onslow, y se encuentran con la bandera inglesa. El rol que le correspondía a la expedición, en el marco de la política exterior inglesa, era el "científico", como muy bien se encarga de señalarlo Beaufort en las ya mencionadas "Instrucciones" para Fitz Roy: "Sería de lamentar -le dice- que una expedición destinada al nobilísimo propósito de adquirir conocimientos cien­tíficos se manchara con un acto de hostilidad...". Que el proyec­to formaba parte de otro no tan nobilísimo lo demostraría a corto y mediano plazo la política palmerstoniana en nuestro país; y que, al margen de todo esto, Fitz Roy y Darwin eran no sólo científicos sino, sobre todo, ingleses, es decir súbditos de un imperio que no sólo se sentía superior sino que nos codiciaba, lo demostrarían al­gunas significativas anécdotas del viaje. Y ya desde el primer con­tacto con la Argentina. Después de haber tocado el puerto de Montevideo, Fitz Roy se dirige, el 2 de agosto de 1832, a Buenos Aires. Al llegar, el navío de guardia le pide, con cierta vehemencia, que se detenga para cum­plir las reglas sanitarias. Fitz Roy, disgustado ante lo que considera "un reglamento vejatorio sobre cuarentena", se niega a la inspección y se retira inmediatamente del puerto de Buenos Aires. Primer dato significativo éste, el del jefe de una expedición "científica'' que se niega a cumplir una condición sanitaria impuesta por el precario país periférico.
El Capitán de Marina John James Onslow (1796-1856), mencionado por Ford en el párrafo que antecede, fue el encargado de comandar la ocupación británica de las islas Malvinas al mando de la corbeta HMS Clío, y fue quien recibió a los expedicionarios del HMS Beagle. Las peripecias de Fitz Roy -el típico aristócrata victoriano- en el puerto de Buenos Aires fueron narradas por él mismo en su “Narrative of the surveying voyages of his Majesty's ships Adventure and Beagle” (Crónica de los viajes de inspección de los barcos de su Majestad 'Adventure' y 'Beagle'), obra publicada en Londres en mayo de 1839. Allí cuenta que, acercándose a Buenos Aires, un buque de guardia porteño los intimó con una serie de disparos de advertencia al intentar el desembarco. Fitz Roy habló con un oficial porteño a quien le advirtió que “de haber sabido que se aproximaba a un puerto incivilizado hubiera tomado las precauciones debidas para poder responder a los disparos” y, de hecho, mandó disponer la artillería del “Beagle” para el caso en que debiera usarla contra el barco mandado desde Buenos Aires.
Obviamente -detalla Ford a continuación-, Fitz Roy esperaba mayor sumi­sión y respeto. Sumisión "intelectual" que exige durante todo su viaje. Por esto también su reacción cuando el mayor del famoso Fuerte Argentino, cerca de la recién fundada ciudad de Bahía Blanca, muestra su des­confianza ante la expedición. Narra Fitz Roy, quien había omitido pedir autorización para explorar la zona: “Mr. Darwin fue conducido con adelanto sobre el resto de la partida para ser interrogado separadamente por un viejo Mayor, que parecía ser con­siderado como el hombre de más juicio del destacamento; y este pobre diablo nos tomó por gente muy sospechosa, en especial Mr. Darwin, cu­yos aparatos le resultaron lo más sospechosos... El término ''naturalista" era desconocido de todos allí...”. Aparte de que el término "naturalista" no era tan desconocido (co­mo naturalista lo define el coronel Garreton a Darwin cuando po­cos meses después deja sentada su visita en el “Diario” de la columna comandada por Rosas) como tampoco eran tan desconocidos los "aparatos" (bastaría aquí recorrer la lista del instrumental científico que pone a disposición de Rosas para la campaña citada el Departamento topográfico de Buenos Aires) vale detenerse en la forma descalificadora con que Fitz Roy se refiere al Mayor, el cual en el fondo no hacía más que ver a los ingleses con la misma desconfianza con que los habrían de ver Guido, Pacheco y Rosas. Y no sin razón. No por mera coincidencia en esos mismos días Palmerston engañaba alevosamente a Manuel Moreno en Londres. Ironía (distancia, superioridad, diferenciación) con respecto al viejo Mayor que también se pondrá en evidencia en Darwin en aque­llos casos en que se plantea el enfrentamiento argentino-inglés.


La anécdota del trato propinado a Darwin en Bahía Blanca es contada por Fitz Roy en la obra antes citada y ampliada por el historiador argentino José J. Biedma (1864-1933) en su “Crónica histórica del Río Negro de Patagones”. El propio Darwin diría que el Beagle “parecía ser inquieto y la paz huía ante sus pasos”.
El 7 de septiembre de 1832, cuando Fitz Roy, Darwin y otros tripulantes desembarcaron en las cercanías de Bahía Blanca, fueron recibidos por el Teniente Coronel Martiniano Rodríguez (1794-1841) quien comandaba Fuerte Argentino. El Comandante Rodríguez le pareció a Fitz Roy una figura “quijotesca”. No así su segundo, el “viejo Mayor” del que habla en sus memorias quien, desconfiado, apartó a Darwin de los demás y lo interrogó sobre las intenciones y naturaleza de su viaje. Darwin comentaría en 1839 que el Mayor, “un viejo español”, era muy “eficiente” y que había intentado explicarle que tanto Fitz Roy como él no eran espías, pero siendo ambos británicos, se habían vuelto objeto de sospecha. Los días siguientes, una partida de gauchos proveniente de la fortaleza, vigiló desde la costa las actividades del “Beagle” e incluso algunos entraron en contacto con sus tripulantes. Darwin comentaría lo bien preparados que se hallaban los gauchos para la campaña y se mostraría agradecido cuando le enseñaron el uso de las boleadoras y le regalaron un huevo de ñandú; esto no le impediría comentar que presentaban un aspecto “pintoresco” y “salvaje”, y que por sus semblantes le parecían “bárbaros”.
Continúa Aníbal Ford: El Beagle toca las Malvinas dos veces. Fitz Roy, que hará más tarde en su diario una extensa defensa de los derechos ingleses sobre estas islas, participa en la represión de la rebelión protagonizada por el gaucho Rivero. En su diario también afirma las ventajas de las Malvinas como punto de apoyo para el Imperio, como centro económico en sí (Vernet ya había demostrado que las islas podían ser rentables) y en relación con los indios patagónicos a los cuales les dedica un detallado análisis cuyo objetivo no es por cierto meramente "antropológico". Fitz Roy descarta el establecimiento de una base inglesa en Tierra del Fuego por la presencia de los indíge­nas a los cuales propone captar comercialmente desde las Malvinas. Pero volvamos a Darwin. Este escribe desde las Malvinas dos cartas que vale recordar. En una de ellas, escrita durante la primera escalada en las islas, el 30 de marzo de 1833, dice: “Hemos llegado aquí, a las islas Falkland, al comienzo de este mes tras una sucesión de tempestades... Con gran sorpresa hallamos izada la bandera inglesa. Supongo que la ocupación de este lugar debe haberse noticiado recién ahora en los diarios ingleses; pero nos enteramos que toda la par­te austral de América bulle de fermento... Por el lenguaje temible de Buenos Aires, uno supondría que esta gran república entiende ¡declarar la guerra en contra Inglaterra! Justo un año después, durante la segunda recalada en la isla, le es­cribe el 30 de marzo de 1834, al comerciante inglés Lumb, radica­do en Buenos Aires. Ahí y después de referirse a la rebelión del gau­cho Rivero, también ironiza: "Tengo la curiosidad de saber qué co­cas dice el prudente gobierno de Buenos Aires sobre lo ocurrido. Supongo una 'justa revuelta'... Sus pobres súbditos gimiendo bajo la tiranía de Inglaterra".
Antonio Rivero (1808-1845), apodado “el gaucho”, era un peón de campo que para la época en que el HMS Beagle llegó a las Malvinas se encontraba trabajando allí como pastor y esquilador. Luego de producida la usurpación británica, el capitán Oslow había dejado encargado al colono irlandés William Dickson (1779-1833) la administración del archipiélago, y la misión de izar el pabellón británico cada vez que un barco se aproximara a puerto. Vernet, que había renunciado a su cargo en marzo de 1833 a fin de evitarse problemas con Gran Bretaña, regresó a Buenos Aires pero siguió desarrollando normalmente, con la autorización inglesa y a través de sus capataces, la administración de sus negocios particulares en la colonia de Port Louis de la isla Soledad, la isla de mayor superficie del archipiélago. Desde hacía un tiempo, un gran descontento se expandía entre los peones de Vernet a causa de la explotación a que eran sometidos. La paga les era abonaba no en dinero sino en vales emitidos por el propio ex-gobernador, y éstos no eran aceptados por Dickson, que oficiaba a la vez de despensero de la colonia. En estas condiciones, el 26 de agosto de 1833 un grupo de ocho peones, todos analfabetos, acaudillados por el gaucho Rivero, se sublevó y atacó a los encargados del establecimiento, dando muerte a cinco personas, entre ellas al propio Dickson. Luego se instalaron en la vivienda principal, arriaron la bandera inglesa e izaron la argentina. La sublevación duró hasta que, en los primeros días de 1834, dos buques británicos llegaron a la isla Soledad con el fin de capturar a los gauchos que, entretanto, huyeron hacia el interior de la isla. Tras varias expediciones lograron apresar a los peones, engrillarlos y conducirlos detenidos a Gran Bretaña para ser juzgados. Allí permanecieron varios meses presos hasta que el ministerio fiscal, estudiados los antecedentes del caso, le aconsejó al Almirantazgo dejarlos en libertad y embarcarlos de vuelta a Buenos Aires. Sin embargo, otra versión asegura que los insurrectos fueron trasladados a Río de Janeiro a bordo del HMS Beagle, que al mando de Fitz Roy realizaba su segunda visita a las islas. Allí, a bordo del buque HMS Spartiate se les inició un proceso por el cual fueron hallados culpables de amotinamiento. No obstante, por motivos nunca bien aclarados, Fitz Roy ordenó que Rivero y los suyos fueran liberados en Montevideo.
Es decir -añade Ford- no sólo los objetivos científicos del viaje estaban relacionados con los objetivos comerciales y militares de Inglaterra, sino que también los científicos del Beagle eran, cuando se daba la oca­sión, más ingleses que científicos, cosa natural, por cierto, como hubiese sido natural que nosotros hubiéramos persistido metodoló­gicamente, al analizar la gesta del Beagle, en aquella desconfianza que ante ella tuvieron en su momento Pacheco, Guido y Rosas, cla­ramente ubicados en esa etapa histórica que va de las invasiones in­glesas al bloqueo de 1845, pasando por el empréstito de la Baring Brothers. Pero la historiografía y la cultura argentinas están llenas de estos soslayamientos,  parcelaciones, escisiones, "zonceras" como diría Jauretche, o "patologías epistemológicas" como definiría Bateson. Bastaría para ejemplificar esto traer a colación la imagen que se nos legó de un hecho no sólo coetáneo del viaje del Beagle sino también, como ya lo hemos visto, estrechamente relacionado con él. Me refiero a la campaña al desierto de 1833 y en especial a la acción de la columna izquierda de dicha campaña comandada por Juan Manuel de Rosas.
Es sabido que Darwin se entrevistó con Rosas en el campamento de éste en las orillas del río Colorado, con el objeto de pedirle au­torización para seguir a caballo su viaje a Buenos Aires.
La entrevista es narrada por Darwin en el “Diario”, donde expresa su entusiasmo por Rosas. Dice allí: "Es un hombre de extraordinario carácter, que ejerce la más profunda influencia sobre sus compañeros, influencia que sin duda pondrá al servicio de su país para asegurar su prosperi­dad y dicha". Más tarde, en la segunda edición del “Diario” (1845), apareció una corrección en nota al pie de este juicio, cosa que muy bien puede haber sido determinada por el enfrentamiento angloargentino de ese mo­mento. Dice la nota: "Esta profecía ha resultado una completa y lastimosa equivocación”. El texto, en cambio, nunca fue modificado por Darwin; es más, mantuvo al pie de la letra la primera versión, la de sus apuntes tomados en el viaje y que fueron publicados en 1934 por su nieta, Nora Barlow (1885-1989), bajo el título “Charles Darwin's diary of the voyage of HMS Beagle" (El diario de Charles Darwin del viaje de HMS Beagle).
Pero más allá de esto -termina Ford el capítulo-, y siempre connotando el viaje del Beagle y encuadrando de paso ese endiosamiento de la objetividad de los via­jeros ingleses que se ha realizado entre nosotros (¿cómo no iban a ser objetivos en muchos planos si eran agentes que estaban evaluan­do recursos e inversiones?), me pregunto hasta dónde el texto de Darwin da una imagen real de la campaña de 1833; hasta dónde Dar­win contribuyó también -a pesar de su juicio positivo sobre Rosas- a reforzar esa imagen parcial y pobre de la campaña elaborada por la historiografía liberal y que en cierta medida nos dio por la TV la BBC, cuya versión o interpretación desplazó el juicio positivo de Darwin sobre Rosas y desarrolló el "jamás se ha reunido un ejérci­to que se pareciera más a una partida de bandoleros" de Darwin sin que haya sido connotada esa interpretación por el canal.

14 de julio de 2013

Charles Darwin, el viajero del Beagle (3). Los intereses británicos en el Atlántico Sur

Relata Aníbal Ford en “Darwin, Fitz Roy y los intereses ingleses en el Atlántico Sur”: Mediados de 1833. Ya hace diez meses que el Beagle, buque del al­mirantazgo inglés, viene realizando un minucioso levantamiento de las costas argentinas. La nave es comandada por Robert Fitz Roy, experto hidrógrafo y meteorólogo, y lleva a su bordo a un joven y desconocido naturalista: Charles Darwin. El 10 de junio de ese año, desde Choele Choel y en plena campa­ña del desierto, el coronel Pacheco le escribe a Guido: “Una corbeta inglesa ha permanecido por allí (Patagones) bastante tiem­po, haciendo reconocimiento por toda la costa... Han fletado buques me­nores y con pretexto de carreras y otros juegos han derramado el oro con profusión; solicitaron los mejores baqueanos del río, tomaron de ellos los conocimientos más minuciosos y han comprado a cualquier precio todas las plantas que se producen allí y hasta los arbustos más insig­nificantes. ¿Será mera curiosidad?”.
Ford hace referencia al coronel Ángel Pacheco (1793-1869), militar argentino que, en la época del viaje de Darwin, comandaba un ala de la Expedición del Desierto, la campaña que tenía como propósito conquistar tierras para la agricultura y la ganadería y someter a los indígenas de las regiones pampeana y patagónica a la obediencia criolla. Tomás Guido (1788-1866), por su parte, era por entonces ministro de Guerra y Relaciones Exteriores del gobierno de Buenos Aires, cargo desde el cual enfrentó un plan monárquico de la Corte de Madrid con relación a los pueblos sudamericanos recién independizados.
Efectivamente, Fitz Roy había fletado dos buques menores desde Patagones, los que continuaron explorando las costas patagónicas mientras el Beagle volvía al Río de la Plata a reabastecerse para realizar su primer viaje a las Malvinas. Entretanto, Darwin le había prestado especial atención a las plantas de la zona. El 24 de noviembre de 1832 le escribía a su maestro, el geólogo y botánico inglés John S. Henslow (1796-1861): "La colección de plantas disecadas contiene cuanto estaba floreciendo por entonces. Temo que usted o más bien los cimientos de la cátedra, giman bajo el peso cuando lleguen los barriles".
La pregunta socarrona de Pacheco -continúa Ford- iba a ser devuelta el 19 de agosto de ese año con precisión y claridad por el general Guido, agudo y olvidado analista de la expansión británica: “Las investigaciones que hacen los extranjeros hacia el sur de la bahía de San José deben llamar seriamente nuestra atención; estoy persuadido de que no se trata solamente de rectificar descubrimientos ni de adelantar meramente las nociones científicas: el plan de los ingleses irá más adelante y algún día veremos sobre nuestro continente poblacio­nes extranjeras que se aprovecharán de nuestra imprevisión y de nuestra incuria”. Justamente dos días antes, el 17 de agosto, Darwin se había entre­vistado con Rosas, jefe de la columna izquierda de la expedición al desierto de 1833, en el campamento de éste en las márgenes del río Colorado. Rosas, que había sido informado por Guido sobre las prepotentes actitudes inglesas ante las reclamaciones que había rea­lizado en Londres Manuel Moreno con respecto a las Malvinas, le escribe a aquél tres días después, el 20. En evidente referencia a la expedición de Fitz Roy, le dice: "Es necesario estar a la mira de lo que por ahí andan haciendo los ingleses", y le comunica su idea de asociarse con los tehuelches para defender las tierras patagónicas, idea que comenzará a concretar poco después. El 12 de septiembre le informa a su amigo Juan Terrero: "Los tehuelches que son pocos ya están de acuerdo y de amigos... Si sigo con el negocio pacífico será importantísimo a la República. Acompañados de cien soldados defenderán Patagones y los extranjeros no serán dueños de esas cos­tas y de esa tan valiosa riqueza".
El contexto histórico en el cual se manifiesta la inquietud tanto de Juan Manuel de Rosas (1793-1877) -que había gobernado Buenos Aires entre el 6 de diciembre de 1829 y el 18 de diciembre de 1832- como la Pacheco, estaba signado por las noticias que llegaban desde Londres en cuanto a que el Primer Ministro británico, Henry Temple (1784-1865), había ordenado el envío de una fragata hacia las islas Malvinas con el propósito de tomar posesión de ellas en nombre del rey del Reino Unido. El gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata había tomado posesión formal de las islas el 6 de noviembre de 1820. Por entonces, el área circundante estaba siendo explotada por balleneros y foqueros provenientes en su mayoría del Reino Unido y de Estados Unidos, países con lo que hubo varios roces tanto diplomáticos como militares dada la orden emitida desde Buenos Aires en cuanto a la prohibición de pescar y cazar en las aguas jurisdiccionales.
Para cuando, el 10 de junio de 1829, Luis María Vernet (1792-1871) fue designando Comandante Político y Militar del archipiélago, hacía ya varios años que él y su socio, el ya mencionado Ángel Pacheco, se dedicaban a la explotación de ganado vacuno en la Isla Soledad y tenían el derecho exclusivo sobre la caza y la pesca en las aguas adyacentes a las islas, una concesión otorgada por el gobierno de Buenos Aires. No era de extrañar entonces, la suspicacia con que Pacheco observaba el viaje del HMS Beagle. Entretanto, la nave de guerra británica fletada por Temple llegó a la isla Trinidad (al norte del archipiélago) el 20 de diciembre de 1832, dos días después de que Rosas terminara su gobierno. Un par de semanas más tarde, exactamente el 2 de enero de 1833, arribó a Puerto Soledad donde desembarcaron las fuerzas británicas, izaron su pabellón y tomaron posesión de las Malvinas.
Según Aníbal Ford, es necesario detenerse en los análisis primigenios de Pacheco, Guido y Rosas porque señalan un objetivo básico del viaje del Beagle, objetivo que el tiempo fue soslayando sospechosamente y cuyo significado fue escamoteado. Dice Ford: Del Sarmiento que lee tempranamente a Fitz Roy para utilizarlo como fundamento de su defensa de los derechos chilenos sobre el estrecho de Magallanes al Sarmiento de la apoteosis darwiniana realizada en el Teatro Nacional en 1882, y de éste a la presentación realizada en 1981 por la TV argentina de la excelente versión ingle­sa de dicho viaje, realizada por la BBC, la gesta del Beagle fue posicionada, en relación con la Argentina, como una acción ejemplificadora de la ciencia y el progreso, desvinculándola de los claros obje­tivos de dominio en el Atlántico Sur del almirantazgo inglés y de los conflictos entre la Argentina y Gran Bretaña en esa región geo­gráfica. Salvo algunos historiadores, provenientes por cierto de dife­rentes corrientes historiográficas, que se encargaron de señalar enfáticamente el significado imperialista de la expedición, es común encontrarse con trabajos e interpretaciones, tanto de cor­te periodístico como de enfoque académico, que olvidan o esca­motean esa inserción del viaje del Beagle en un proyecto mayor, evi­dentemente atentatorio de nuestra soberanía, como lo percibieron Rosas, Pacheco y Guido.
Como ejemplos de cómo el valor científico del via­je obnubiló la percepción de su sentido imperialista, Ford menciona, entre otros, los artículos publicados por el diario “El Progreso” en noviem­bre de 1842, y los ensayos "Un naturalista en el Plata" y "Darwin en la pam­pa" de Milcíades Vignati (1895-1978) y Luis Franco 
(1898-1988) respectivamente. En cuanto a los historiadores que, por el contrario, priorizaron el objetivo colonialista por sobre el científico de la expedición, Ford cita los trabajos "La primera Unión del Sur. Orígenes de la frontera austral ar­gentino-chilena”, de Diego Luis Molinari (1889-1966); “Una tierra argentina. Las Islas Malvinas”, de Ricardo Caillet Bois (1903-1977); y “Crónicas del Atlántico Sur, Patagonia, Malvinas y Antártida”, de Ernesto Fitte (1905-1980).
En el siguiente tramo de su ensayo, "Las llaves de los mares del sur", Aníbal Ford detalla cómo, hacia fines de la década del 1820, los navegantes y comerciantes ingleses interesados en las Malvinas en sí o como puerto seguro para sus viajes a Australia y Tasmania comenzaron a presionar sobre el Foreing Office para que Inglaterra se apodere de las islas. Dice Ford: Uno de ellos, William Langdon, relacionado con Vernet, puntualiza en su presentación de 1829: “Debido a la situación de Berkeley Sound (Malvinas) y al tráfico grande de nuestras colonias australianas... he tenido oportunidad de formar opi­nión sobre la necesidad de que nuestro gobierno tome de nuevo posesión de estas islas, lo cual puede llevarse a cabo por una bagatela...”. Esta presión comercial, madre -bajo la administración de lord Palmerston (Henry Temple)- de muchos de los grandes objetivos del imperio, pronto se transformaría en acción. Inglaterra se dispondrá, al decir del general Guido, a "tomar las llaves de los mares del sur para hacerse señora del Pacífico".
Cuando Fitz Roy deja el puerto de Devonport el 27 de diciembre de 1831, ya los engranajes han comenzado a moverse. Apenas dos meses después, en febrero de 1832, Manuel Moreno, ministro ar­gentino en Londres, comienza su desigual enfrentamiento con la política palmerstoniana. Con diez meses de anticipación prevé la toma de las Malvinas. Le escribe a Manuel García el 25 de febrero de ese año: “Reservado. Creo que mi deber es llamar toda la atención del señor minis­tro de Relaciones Exteriores hacia una disputa de la más seria trascenden­cia que se está silenciosamente preparando con mucha actividad y puede comprometer dentro de poco los derechos del país, su dignidad y sus destinos... Tal es la cuestión que se pretende suscitar acerca de la sobera­nía de las islas Malvinas…”. En esta presentación Moreno analiza en detalle tanto la gestión en Buenos Aires del agente Thwaites y la acción en Londres del “Morning Herald” como la creciente actividad en el Foreing Office en torno a las Malvinas y la política de dominio de los mares llevada a cabo por Inglaterra: después de enumerar las bases ya conseguidas por el imperio en todo el mundo (Gibraltar, Malta, Islas Jónicas, Bermudas, Trinidad, Santa Elena, Ascensión, etc.) dice: "En realidad pa­rece no faltar para eslabonar esta cadena de puntos marítimos alre­dedor del globo sino alguna parte cerca del cabo de Hornos que in­fluya en la navegación del Pacífico y mire hacia los establecimientos de Van Diemen y Swann River que existen desde 1803 y 1929". No estaba errado: el 20 de agosto de ese año el almirantazgo in­glés comunica al Foreign Office su decisión de tomar las Malvinas; el 28 de noviembre se entrega, en Río de Janeiro, la orden, al capi­tán Onslow quien, al mando de la Clío, la ejecutaría el 3 de enero de 1833.
La cita del general Guido sobre las intenciones de Inglaterra de hacerse “señora del Pacífico” está tomada de una carta que éste le enviara el 21 de enero de 1833 (esto es, diecinueve días después de la ocupación británica de las islas Malvinas) al general Enrique Martínez (1789-1870), a la sazón ministro de Guerra y Marina que, enfrentado con Rosas, le negó su apoyo para la Campaña al Desierto. En ella, Guido le indicaba al ministro cuál debía ser a su juicio la actitud del país para con Inglaterra después de la toma de las Malvinas. Manuel José García (1784-1848), quien recibe la carta de Moreno, había sido el responsable de la firma del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña el 2 de febrero de 1825, un acuerdo mediante el cual se establecían ciertas ventajas para los comerciantes británicos en las Provincias Unidas y se le otorgaba al Imperio la condición de “nación más favorecida”, es decir, la extensión automática de beneficios ante cualquier otro acuerdo de comercio internacional. En este contexto -continúa Ford- sería ingenuo leer como puramente científicas las "Instrucciones" que el hidrógrafo del almirantazgo inglés, Beau­fort, escribe para Fitz Roy el 11 de noviembre de 1831. Ahí le in­dica: "Es necesario destacar nuestra ignorancia actual de las islas Falkland por frecuentemente que se las haya visitado. El tiempo exigido por un minucioso levantamiento de este grupo de islas no guardará proporción con su valor...". Que detrás de todo "minu­cioso levantamiento" hay un objetivo militar y comercial es algo bastante obvio (y si no lo fuera podría deducirse de algunos párrafos del propio Beaufort).


Francis Beaufort (1774-1857) fue el creador en 1805 de una escala para medir la intensidad del viento. La misma iba desde los 0 grados (viento calmo con velocidad inferior a un nudo y el mar como espejo) hasta los 12 grados (viento huracanado por encima de los 64 nudos y el mar cubierto de espuma que vuela y hace que la visibilidad sea casi nula). Si bien a lo largo de los años la escala sufrió modificaciones sus conceptos básicos permanecen hoy en día. Fue precisamente Beaufort quien recomendó a Darwin para participar en el viaje del Beagle tras aceptar la sugerencia de John Stevens Henslow (1796-1861), profesor de Botánica en Cambridge del futuro autor de “The descent of man” (El origen del hombre). En el “Memorandum” que le entregó a Fitz Roy antes de zarpar, figura el controvertido párrafo que menciona Aníbal Foard: "No es probable que con fines militares ni comerciales se necesita un examen más de­tallado de los dos extraños mares interiores de Otway y Skyrin...". "Ya se conoce el significado que tiene la tranquila y pacífica tarea de reconocer costas deshabitadas. Es el imprescindible punto de partida para cualquier empresa de ocupa­ción”, afirma a su vez Caillet Bois en su obra antes mencionada; y Diego Luis Molinari, en la suya, puntualiza: "Los exploradores como Fitz Roy levantaban mapas cuidadosos que marcaban las tierras y los mares que serían cruzados, más tarde, por los traficantes". Esto lleva a Ford a afirmar que algo más que una pura exploración científica era ésta, la de Fitz Roy, quien, cuando Onslow toma las Malvinas, estaba ahí nomás, explorando minuciosamente las costas de Tierra del Fuego, otra co­diciada zona geográfica como se desprende de los mismos textos de Fitz Roy y de sus experiencias "misioneras" con los indios fueguinos.