7 de marzo de 2015

El cerebro, ese obscuro objeto de las neurociencias (6). Negocio

Debido al notable avance de las nuevas tecnologías para explorar la actividad cerebral, las neurociencias comenzaron en las últimas cuatro décadas a ganar un considerable terreno. Por miles de años las civilizaciones se preguntaron sobre el origen del pensamiento, la conciencia, la interacción social, la creatividad, la percepción, el libre albedrío y las emociones. Hoy, gracias a las neurociencias, se conocen mucho mejor los mecanismos de todos esos enmarañados procesos cerebrales. La complejidad del cerebro es consecuencia de la profusa heterogeneidad biológica que alcanzó la especie humana lo largo de su evolución, y su capacidad de adaptación y versatilidad ante los estímulos sociales permite a los científicos hablar de la dimensión social del cerebro humano. Así, con la idea de poder entender mejor aún las emociones y los comportamientos humanos complejos entendiendo las redes neurológicas, es que ha surgido una nueva ola de interés en las neurociencias. Pero ese aumento del interés no se refiere sólo a los conceptos que se hicieron moneda corriente a mediados del siglo XX sino también a la posibilidad de que la investigación y el tratamiento consigan identificar y modificar procesos cerebrales clave.
Efectivamente, en las últimas décadas las neurociencias han experimentado un desarrollo tal que se han convertido en una de las disciplinas biomédicas de mayor relevancia en la actualidad. Entre los factores que han contribuido a ello pueden mencionarse, junto a otros, el creciente impacto de las enfermedades del sistema nervioso en las sociedades occidentales. El incremento de pacientes que sufren accidentes cerebro vasculares (isquemias, hemorragias), procesos neurodegenerativos (Alzheimer, Parkinson) o trastornos psiquiátricos (depresión, esquizofrenia), han llevado a las autoridades sanitarias de buena parte del mundo desarrollado a multiplicar los medios materiales dedicados a la investigación del cerebro y de sus alteraciones. Pero también deben citarse otros objetivos que, aunque más solapados, también han potenciado las investigaciones. El progreso de las neurociencias se presta a aplicaciones en diversas áreas que nada tienen que ver con la salud y sí con el control potencial de la conducta humana y la probable manipulación e incluso degradación de la función cerebral y el proceso de conocimiento. Esto se desprende al observar las entidades que las promueven y financian, cuyos intereses, declarados u ocultos, tienen que ver con explícitas finalidades económicas.
Basta ver, por ejemplo, la actual situación de la industria farmacéutica que, si bien comercializa medicamentos para los trastornos mentales y neurológicos en cantidades descomunales, está realizando un gigantesco esfuerzo de investigación, ya no sólo centrado en desarrollar pastillas, sino también dirigido a modificar la función de circuitos neurológicos específicos mediante la intervención física en el cerebro. En ese sentido, es interesante la teoría de la neurogénesis, teoría que supone que, a diferencia de lo que se creyó durante mucho tiempo, mientras un individuo vive, su tejido nervioso tiene cierta capacidad de regeneración dado que algunas neuronas pueden, bajo ciertas condiciones, dividirse. La industria farmacéutica ha comenzado a explorar las profundas ramificaciones de este descubrimiento. El hipocampo, la parte del cerebro que modula el aprendizaje y la memoria, recibe constantemente acopio de neuronas nuevas que ayudan a aprender y a recordar nuevas ideas y conductas. Es por ello que se estudia la posibilidad de manipular la conducta humana mediante la activación y desactivación artificial de determinados centros cerebrales o de sistemas de conexiones implicados en el funcionamiento unitario del sistema nervioso a través de nuevos fármacos.
La industria farmacéutica es hoy en día uno de los sectores empresariales más rentables e influyentes del mundo y su influencia es determinante en la forma contemporánea de practicar y entender la medicina. Pero, para comprender el contexto en el que ella apareció hay que remontarse hasta finales del siglo XVIII, cuando el desarrollo de la química produjo un paso clave en el ámbito de los medicamentos. Hasta entonces, la comercialización de las sustancias utilizadas en medicina estaba en manos de boticarios que obtenían partes de diversas plantas o minerales y productos químicos sencillos con los que fabricaban diversos preparados como extractos, tinturas, mezclas, lociones, pomadas o píldoras. En la primera mitad del siglo XIX se produjeron importantes avances en el aislamiento de los principios activos de las plantas, lo que permitió la elaboración de nuevos medicamentos provenientes del reino vegetal. Por entonces, la farmacia dejó de ser una profesión artesanal para convertirse en una ciencia y una industria. Así, se formaron empresas dedicadas en exclusiva a la fabricación y distribución de medicamentos.
Ya en el siglo XX, los avances tecnológicos permitieron obtener medicamentos exclusivamente de síntesis, pero fue durante el siglo XIX donde se realizaron los mayores avances en medicina que permitieron avanzar también a la farmacia. Los descubrimientos de Louis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910) en cuanto a la presencia de microorganismos en el origen de muchas enfermedades infecciosas, por ejemplo, explicaron y permitieron desarrollar medicamentos para atacar a las bacterias causantes de las mismas. Así fueron creados los sueros y las vacunas. Más tarde, cuando Alexander Fleming (1881-1955) descubrió los efectos benéficos de la penicilina para el tratamiento de infecciones, se crearon también los antibióticos. Luego, cuando a mediados de la década del ‘20 del siglo pasado se descubrieron y consiguieron aislarse los neurotransmisores, esto es, las moléculas que transmiten estímulos nerviosos de una neurona a otra, el siguiente paso fue confirmar su presencia en el sistema nervioso central. La existencia en el cerebro de los primeros neurotransmisores descubiertos (la acetilcolina, la noradrenalina, la serotonina y la dopamina) se confirmó con el correr de los años ‘50 y, a partir de allí, nuevos neurotransmisores fueron descubriéndose e identificándose durante los años sucesivos y también sus correspondientes receptores, lo que permitió no sólo determinar el origen o causas del desarrollo de los trastornos psiquiátricos sino que también contribuyó al conocimiento de los mecanismos de acción de los fármacos.


En la misma década tuvieron lugar también nuevos descubrimientos de naturaleza fisiológica que contribuyeron a consolidar la teoría neuronal expuesta por el histólogo español Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) a finales del siglo XIX. Si bien se conocía la naturaleza eléctrica del impuso nervioso, así como el modo químico en que se transmitía la información nerviosa entre neuronas, gracias en gran medida a las investigaciones de los neurofisiólogos John Carew Eccles (1903-1997) y Bernard Katz (1911-2003) fue que se descubrieron los métodos para excitar o inhibir las neuronas. Todos estos descubrimientos científicos sirvieron de pilares para la introducción clínica de psicofármacos que han perdurado hasta la actualidad: los antipsicóticos, los antidepresivos, los ansiolíticos y los eutimizantes.
Este arsenal terapéutico motivó una verdadera revolución psicofarmacológica a su vez estimulada por los avances en la biología molecular y las neurociencias. Sin embargo, y aquí reside una gran paradoja, hoy en día hay muchísimos más enfermos con trastornos mentales que antes. Tal vez lo más perturbador sea que toda esta calamidad se haya extendido a la población infantil. En efecto, en las últimas décadas, mientras la medicina ha hecho notables progresos en el tratamiento de otras enfermedades pediátricas, el número de niños con trastornos psiquiátricos ha crecido en progresión geométrica, sobre todo en aquellas patologías que no existían hasta hace poco tiempo en la población infantil y que se están multiplicando exponencialmente como, por ejemplo, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, el autismo, el trastorno de negativismo desafiante, el mutismo selectivo e, incluso, el trastorno bipolar. La aparición de estas "epidemias" está obviamente emparentada con el orden social capitalis­ta: bajo la presión de las farmacéuticas se inventan nuevas enfermedades y se amplían los síntomas para vender pastillas. La mercantilización de la psiquiatría, la medicalización creciente de las con­ductas y su utilización como modo de generar ganan­cias para los capitales aplicados al negocio de la salud mental es un hecho indudable.
El psiquiatra estadounidense Allen J. Frances (1942), durante años director de la American Psychiatric Association, APA (Asociación Estadounidense de Psiquiatría), realiza una suerte de autocrítica en su reciente obra “Saving normal. An insider's revolt against out of control psychiatric diagnosis” (¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto contra los abusos de la psiquiatría). La APA es responsable de la publicación del “Diagnostic and statistical manual of mental disorders”, DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), la biblia de la psiquiatría mundial en la que se definen las enfermedades mentales, sus síntomas y tratamientos. En su libro, Frances reconoce los lazos financieros de la industria farmacéutica con los creado­res del DSM y critica el papel de las neurociencias que apoyan falazmente nuevas enfermedades. Para el psiquiatra estadounidense, el concepto de normalidad “está perdiendo todo sentido; basta con fijarse lo suficiente para que todo el mundo esté más o menos enfermo", y critica la mercantilización que expande los límites de los diagnósticos para "vender enfermeda­des psiquiátricas y píldoras”, generando lo que deno­mina "falsas epidemias". Destaca también la "inflación diagnóstica" motorizada por "el marketing de la industria farmacéutica" y agrega: “El negocio de la industria farmacéutica es vender pastillas, y descubrieron que la mejor forma de hacerlo es vender enfermos y comercializar enfermedad. Nos han vendido la idea de que los problemas cotidianos se deben a un desequilibrio químico y requieren una solución química. Los fármacos antipsicóticos son los productos estrella de la industria farmacéutica. Saturaron a todos los adultos y, ahora, sus mejores clientes -de por vida- son los niños”. “A confesión de parte, relevo de pruebas”, reza el conocido axioma jurídico.


Con el auge de las neurociencias, la humanidad se encuentra bajo la influencia de una gran campaña publicitaria en cuanto a que hay un progreso imparable en el descubrimiento de fenómenos orgánicos en el cerebro -puestos en evidencia por los numerosos estudios de neuroimágenes- y que, efectivamente, se han descubierto elementos que muestran que la angustia, la depresión o la esquizofrenia son enfermedades con un sustrato anatomo-patológico como si se tratara de la gripe o el cáncer, una simplificación que, de manera visionaria, denunciaba el filósofo francés Michel Foucault (1926- 1984) en “Le pouvoir psychiatrique” (El poder psiquiátrico). Ya en “Maladie mentale et personnalité” (Enfermedad mental y personalidad), su primera obra, aparecían sus preocupaciones por ese sujeto situado entre las relaciones de poder y de saber. Para Foucault, el hombre está enajenado en una sociedad que ha limitado y robado su libertad inscribiéndolo en un marco que le resulta estrecho, una sociedad extraña a lo que el hombre es, lo que desencadena un conflicto permanente que dará origen a la enfermedad sobre la que se construye la categoría de anormalidad: "Si se ha hecho de la alienación psicológica la consecuencia última de la enfermedad es para no ver la enfermedad en lo que realmente es: la consecuencia de las condiciones sociales en las que el hombre está históricamente alienado". Así, todo enfoque que asuma la categoría de enfermedad a partir del binomio normal-anormal, transpone lo real del problema pues toma la consecuencia como condición ocultando la alienación como lo fundacional de la enfermedad mental.
Lo concreto es que a partir del surgimiento del capitalismo en su renovada versión neoliberal y globalizadora, se ha asistido a la ascensión de las grandes compañías de la industria farmacéutica con un cambio evidente en el ethos público: la ética científica pasó a convertirse en una ética comercial como nunca antes había sucedido. Como resultado de esto, hoy en día los intereses comerciales se han adueñado de la industria médica creando un fre­nético festín de diagnósticos, pruebas y tratamientos. Los datos son apabullantes: en Estados Unidos (país en el que tienen sus sedes centrales los laboratorios Pfizer, Johnson & Johnson, Bristol-Myers-Squibb, Abbott, Merck Sharp & Dohme y Lilly, seis de los más grandes del mundo) uno de cada cinco adultos con­sume al menos un psicofármaco: antidepresivos, estimulantes y antipsicóticos que, a la larga, causan más visitas a los servicios de urgencias y más muertes que las drogas ilegales.
También es grandiosa la mag­nitud del negocio: miles de millones de dólares de ganancias generan los antipsicóticos, los antidepresivos y los psicofármacos pa­ra tratar el trastorno por déficit de atención. Si bien estos datos se centran en Estados Unidos, el fenómeno es mundial dada la globalización de las relaciones capitalistas. Así, pueden mencionarse las millonarias facturaciones de las empresas suizas Novartis y Roche, de la alemana Bayer, de las británicas Glaxo-Smith-Kline y Astra-Zeneca, y de la franco-alemana Sanofi-Aventis, nacida de la fusión de los laboratorios Sanofi, Synthélaboy, Hoechst y Rhône Poulenc. Todas estas compañías utilizan su inmenso poder para defender sus propios intereses efectuando una extraordinaria presión propagandística de los medicamentos que fabrican, sean éstos eficaces o nocivos. Explotan al máximo los fármacos que producen en forma monopólica sin tener en cuenta las necesidades objetivas de los enfermos y prácticamente no investigan las enfermedades que afectan a las regiones más pobres del mundo dada su escasa o nula capacidad adquisitiva. Mientras en las sociedades más avanzadas la gente muere de afecciones relacionadas total o parcialmente con la edad como las enfermedades neurodegenerativas, el cáncer o problemas cardiovasculares, en las menos desarrolladas son las infecciosas, parasitarias o las perinatales las principales causantes de las muertes. Si, por ejemplo, enfermedades como el dengue, la malaria, el ébola, el mal de Chagas-Mazza o la tripanosomiasis (enfermedad del sueño) se dieran en los países más desarrollados, probablemente ya existirían remedios eficaces y extendidos. Esta desigualdad, reforzada por la neurociencia y por la industria farmacéutica, demuestra que las investigaciones médicas están correlacionadas con el negocio del tratamiento y no con la carga de la enfermedad. Esto es, lisa y llanamente, seguir las normas del mercado, es decir, la dichosa ley de la oferta y la demanda.


De más está decir que detrás de una buena parte de los neurocientíficos que investigan hoy el cerebro está alguna de las grandes corporaciones de la industria farmacéutica. El ya mencionado Allen J. Frances, por casi cuarenta años miembro de la APA, resalta los lazos de esta asociación con aquella industria al reconocer que el 56% de sus integrantes está ligado a esos capitales. Y, dada su manifiesta ideología y teniendo en cuenta los miles de millones de dólares que se han asignado a la investigación para los próximos diez años, es razonable pensar que el dogmatismo, el engaño, las manipulaciones y los abusos de poder serán inevitables. Hay que estudiar cuidadosa y detalladamente el curso de una in­vestigación científica que, implícitamente, es sustentada por una ideolo­gía precisa. Esto significa estudiar el cómo, el porqué, el cuándo y el para qué dicha ideología en determinados momentos facilita o impide la investigación, para retomar los conceptos y reubicarlos ideológi­camente. Si esto no ocurre se caerá inevitablemente en el riesgo de que la neurociencia se convierta en un negocio de élites, en un instrumento político.