9 de abril de 2015

"Los amigos" (3). El cuento de Dino Buzzati

"Si hacemos un balance de nuestra literatura de la primera mitad del siglo XX, nadie podrá dudar que Buzzati es uno de nuestros autores más sólidos y que mejor han resistido el paso de los años", decía Italo Calvino (1923-1985) en ocasión de  conmemorarse el décimo año de la muerte de Dino Buzzati y el cuadragésimo de la publicación de "Il deserto dei tartari" (El desierto de los tártaros), la más famosa de sus novelas. Curiosamente, Buzzati no aceptó jamás ser considerado un escritor; se definía como un simple periodista que escribía de tanto en tanto ficciones a las que no atribuía gran valor. Su vasta obra cuentística se distribuye en libros tales como "I sette messaggeri" (Los siete mensajeros), "Paura alla Scala" (Miedo en La Scala), "In quel preciso momento" (En aquel preciso momento), "Il crollo della Baliverna" (El derrumbe de la Baliverna), "Esperimento di magia" (Experimento de magia), "Sessanta racconti" (Sesenta relatos), "Il colombre" (El colombre) y "Le notti difficili" (Las noches difíciles), además de numerosas antologías aparecidas póstumamente. Su obra literaria está imbuida de cierto pesimismo irónico ante la angustia y la impotencia de los hombres transitando por un mundo incomprensible, y de una exaltación de los procesos oníricos mediante una actitud metódica de investigación del inconsciente que oscila entre el existencialismo y el surrealismo. Pero, a pesar de que en muchas de sus historias el tiempo transcurre como una rutina de una atracción tan poderosa como inútil y la muerte es un lugar muy próximo aunque no se sabe dónde está, en ellas existe siempre una creencia indestructible en la dignidad del ser humano, una fe sin resquicios en las viejas verdades del corazón. A pesar del vacío existencial y sus perplejidades, Buzzati siempre se dedicó a la búsqueda de lugares inexplorados en una especie de nostalgia por los espacios vertiginosos, y esos espacios siempre tienen un inquietante trasfondo fantástico, tal como ocurre en "Los amigos".

El luthier Amedeo Torti y su esposa estaban tomando el café. Los niños ya se habían acostado. Ambos callaban, como de costumbre.
- ¿Quieres que te diga algo? -dijo ella de pronto-. Todo el día he tenido una extraña sensación... Como si esta noche fuera a venir a vernos Appacher.
- ¡Pero ni siquiera en broma digas esas cosas! -soltó el marido con gesto de fastidio. En efecto, Toni Appacher, violinista, viejo amigo íntimo suyo, había muerto veinte días atrás.
- Ya sé, ya sé que es horrible -repuso ella-, pero es una idea de la cual no logro librarme.
- Eh, ojalá... -murmuró Torti con vago arrepentimiento, pero sin ganas de ahondar en el tema. Y sacudió la cabeza.
Callaron de nuevo. Eran las diez menos cuarto. Sonó entonces el timbre de la puerta. Un timbrazo más bien largo, perentorio. Ambos se sobresaltaron.
- ¿Quién será a esta hora? -dijo ella. En la antesala se oyó el andar arrastrado de Inés, la puerta que se abría, luego un cuchicheo. La muchacha, palidísima, se asomó al co­medor diario.
- ¿Quién era, Inés? -preguntó la señora.
La sirvienta se volvió hacia su patrón, balbuceando:
- Señor Torti, venga un momento... ¡Si supiera!
- Pero, ¿quién es? ¿Quién es? -inquirió la patrona eno­jada, aunque ya sabía muy bien quién era.
Inés se inclinó como quien tiene que decir cosas muy secretas. Las palabras le salieron en un hálito:
- Está… está... Señor Torti, venga usted... ¡Ha vuelto el maestro Appacher!
- ¡Que disparate! -exclamó Torti, irritado por tantos misterios, y a su esposa:
- Voy yo... Tú quédate aquí.
Salió al oscuro corredor, tropezó con el canto de un mueble, abrió con ímpetu la puerta que comunicaba con la antesala. Allí, de pie, con su aire un poco tímido, estaba Appacher. No exactamente igual al Appacher de costumbre, sino algo menos sustancioso por una especie de indecisión en los contornos. ¿Era un fantasma? Tal vez no todavía. Tal vez no se había liberado totalmente de eso que los hombres deno­minan materia. Un fantasma pero con cierta consistencia residual. Vestido de gris como acostumbraba, la camisa a rayas celestes, una corbata roja y azul, y el sombrero de fieltro muy blando que estrujaba nerviosamente entre las manos (se entiende: un traje fantasma, una corbata fan­tasma y así todo). Torti no era hombre impresionable; todo lo contrario. Sin embargo quedó sin aliento. No es broma ver que reaparece en casa el amigo más viejo y más querido a quien se ha acompañado al cementerio veinte días antes.
- ¡Amedeo! -soltó el pobre Appacher, como quien prueba el terreno, sonriendo.
- ¿Tú aquí? ¿Tú aquí? -casi le reprochó Torti, porque de los opuestos y tumultuosos sentimientos nacía en él, quién sabe cómo, tan sólo una carga de cólera.
¿Acaso no debía ser un consuelo inmenso volver a ver al viejo amigo? Para llevar a cabo tal encuentro, ¿no habría dado Torti de buena gana sus millones? Sí, no cabe duda, lo habría hecho sin meditarlo siquiera. Cualquier sacrificio. Y entonces, ¿por qué ahora no experimentaba esa felicidad? ¿Por qué, en cambio, una sorda irritación? Después de tantas angus­tias, tantos llantos, tantas molestias impuestas por las lla­madas conveniencias, ¿había que volver a empezar de nuevo? En los días de la dolorosa despedida, la carga de afecto por el amigo se había desagotado hasta el fondo, y ahora no quedaba ya disponible nada de ella.
- Pues sí, aquí estoy -respondió Appacher, machucan­do más aún el ala del sombrero-. Pero yo... bien lo sabes, entre nosotros no hacen falta cumplidos... Tal vez moleste...
- ¿Molestar? ¿Y lo llamas molestar? -lo apremió Torti, ya arrebatado de ira-. Vuelves, no quiero ni saber de dónde y en estas condiciones... ¡Y luego hablas de molestar! ¡Qué descaro tienes!
Y luego, hablando consigo mismo, total­mente exasperado:
- ¿Y ahora qué hago?
- Oye, Amedeo -dijo Appacher-, no te enfurezcas... Después de todo no es culpa mía... También allá -hizo un vago ademán- hay cierta confusión... En resumen, tendría que permanecer aquí todavía alrededor de un mes. Un mes, si no más... Y tú sabes que mi casa ya fue desarmada; adentro hay nuevos inquilinos...
- ¿Y entonces, quieres decir, te quedarías a dormir aquí, en mi casa?
- ¿Dormir? Ya no duermo... No se trata de dormir... Me bastaría un rinconcito... No molestaré: no como, no bebo y no... En suma, no necesito cuarto de baño... ¿Sabes? Sólo para no tener que dar vueltas toda la noche, tal vez bajo la lluvia.
- Pero la lluvia... ¿te moja?
- Mojarme no, naturalmente -y soltó una leve risita-, pero siempre causa unas molestias terribles.
- Y entonces, ¿pasarías aquí las noches?
- Si tú me lo permites...
- ¡Si lo permito! No entiendo... Una persona inteligente, un viejo amigo... alguien que ya tiene toda la vida detrás... ¿cómo es posible que no sé dé cuenta? Claro, ¡tú nunca has tenido familia!
El otro, confuso, retrocedía hacia la puerta.
- Oye, discúlpame, yo creía... Vamos, sólo se trata de un mes...
- Pero, ¡entonces no quieres entenderme! -exclamó Torti, casi ofendido-. No es por mí que me preocupo... ¡Los niños! ¡Los niños! Acaso te parece poca cosa el mostrarte ante dos inocentes que no tienen todavía diez años. Des­pués de todo, deberías darte cuenta del estado en que te hallas. Perdóname la brutalidad, pero tú, tú eres un espec­tro... y donde están mis hijos yo no dejo entrar un espectro, querido mío...
- ¿Entonces, nada?
- Entonces, querido, no sé qué decir...
Quedó allí con la palabra trunca. De pronto Appacher había desaparecido. Sólo se oían pasos precipitados que bajaban la escalera.
Daban las doce y media de la noche cuando el maestro Mario Tamburlani, director del Conservatorio, donde ade­más vivía, volvió de un concierto a su casa. Llegado a la puerta de su departamento, ya había hecho girar la llave en la cerradura cuando oyó detrás un susurro:
- ¡Maestro, maestro!
Al volverse de pronto descubrió a Appacher. Tamburlani era famoso por su diplomacia, su "savoir faire", su perspicacia, su capacidad de obrar con maña en la vida; dotes o defectos que lo habían llevado mucho más alto de cuanto pudieran hacerlo sus relativos méritos. En un abrir y cerrar de ojos evaluó la situación.
- Oh, querido, querido -murmuró en tono afectuosí­simo y patético, mientras tendía las manos al violinista aunque deteniéndose a más de un metro de distancia-. Oh, querido, querido... Si supieras el vacío que...
- ¿Cómo? ¿Cómo? -preguntó el otro, que estaba un tanto sordo, porque en los fantasmas se atenúa la agudeza de los sentidos-. Ten paciencia, ya no oigo como antes...
- Oh, lo entiendo, querido... Pero no puedo gritar. Ada está durmiendo y además...
- Disculpa, ¿no podrías dejarme entrar un momento? Hace varias horas que camino...
- No, no, por favor, guay si se despierta Blitz.
- ¿Cómo? ¿Cómo has dicho?
- Blitz, mi perro lobo, ¿lo conoces, no?... Haría tanto escándalo... Pronto se despertaría el portero... y luego vaya a saber...
- Entonces, no podría, por algunos días...
- ¿Venir a quedarte aquí conmigo? Oh, querido Appa­cher, ¡claro, claro! Figúrate si por un amigo como tú... Sin embargo discúlpame, oye, pero, ¿cómo hacemos con el perro?
La objeción dejó alelado a Appacher. Intentó entonces apelar a la emoción:
- Llorabas, maestro, llorabas hace un mes, en el cementerio, cuando pronunciaste el discurso antes de que me cubriesen de tierra... ¿te acuerdas? Yo oía tus sollozos, ¿qué crees?
- Oh, querido, querido, no me lo digas... me viene tal ansiedad aquí (y se llevó una mano al pecho)... Dios mío, me parece que Blitz...
En efecto, dentro del departamento se oía un sordo gruñido premonitorio.
- Aguarda querido, entro un momento para que se que­de quieta esa bestia insoportable... Querido, sólo un momento.
Ágil como una anguila, se deslizó adentro y cerró a su paso la hoja de la puerta, trancándola bien. Después, si­lencio. Appacher esperó unos minutos. Luego susurró:
- Tamburlani, Tamburlani.
Del otro lado no hubo respuesta. Entonces Appacher golpeó débilmente con los nudillos. Pero el silencio era absoluto.
Avanzaba la noche. Appacher pensó intentar en casa de Gianna, joven de costumbres ligeras y buen corazón con quien había estado muchas veces. Gianna ocupaba dos piecitas en un viejo conventillo popular apartado. Cuando llegó eran pasadas las tres. Por suerte, como a menudo ocurría en semejante colmena, la puertita de entrada estaba entornada. Appacher llegó con esfuerzo al quinto piso. Ya estaba cansado de dar vueltas. No le costó trabajo encontrar la puerta en la galería aunque la oscuridad era total. Llamó discretamente. Tuvo que insistir antes de oír señales de vida. Luego, la somnolienta voz de ella:
- ¿Quién es? ¿Quién es a esta hora?
- ¿Estás sola? Abre... soy yo, Toni.
- ¿A esta hora? -repitió ella sin entusiasmo, pero con la dócil humildad de siempre-, aguarda... ya voy.
Un chancleteo desganado, la llave del interruptor de la luz, la cerradura que giraba.
- ¿Cómo es que vienes a esta hora? -y abierta la puerta, Gianna se disponía a correr a su cama, dejando al hombre la molestia de volver a cerrar, cuando advirtió el extraño aspecto de Appacher. Se quedó mirándo­lo alelada y sólo entonces surgió de la niebla de la somnolencia un recuerdo espantoso.
- Pero tú... pero tú... pero tú...
Quería decir: "pero tú estás muerto, ahora lo recuerdo". Sin embargo le faltaba valor. Retrocedió con el brazo tendi­do para rechazarlo por si acaso se le acercaba.
- Pero tú... pero tú... -después lanzó una especie de alarido-: ¡Vete... vete, te lo ruego! -suplicaba con los ojos desencajados por el terror. Y él:
- Por favor, Gianna... tan sólo quería descansar un poco.
- ¡No, no, vete! ¡Cómo puedes pensar... acaso me quieres volver loca! ¡Vete! ¡Vete! ¿Quieres despertar a todo el con­ventillo?
Dado que Appacher no daba señales de moverse, la mu­chacha, sin quitarle de encima la mirada, buscó detrás suyo a ciegas con las manos, a tientas sobre un aparador. Bajo los dedos le apareció una tijera.
- Me voy, me voy -repuso él, desorientado, pero la mujer, con el coraje que da la desesperación, ya le apretaba contra el pecho la ridícula arma y la doble hoja, al no hallar resistencia, se hundió muy suavemente en el fantasma.
- Oh, Toni, perdona, no quise -exclamó espantada la muchacha, mientras él:
- No, no... ¡Ah, qué cosquillas, por favor... qué cosqui­llas! -y rompió a reír frenéticamente, como loco.
Afuera, en el patio, un postigo se golpeó con estruendo. Luego se oyó una voz furibunda:
- Pero, ¿se puede saber qué pasa? ¡Son casi las cuatro...! ¡Es un escándalo, cuernos!
Appacher huía ya como el viento. ¿Con quién más probar? ¿Con el buen don Raimondo, vicepárroco de San Calixto, en las afueras, y antiguo compa­ñero de gimnasio que le había suministrado en el lecho de muerte los últimos consuelos de la religión?
- Atrás, atrás, aparición demoníaca -fue la recepción del digno sacerdote al presentársele el violinista.
- Pero si soy Appacher, ¿no me reconoces...? Don Rai­mondo, deja que me esconda en tu casa. Falta poco para el alba. No hay un perro que me quiera recibir... Los amigos han renegado de mí. Al menos tú...
- No sé quién eres -respondió el cura con voz melancó­lica y solemne-. Podrías ser el demonio, o hasta una ilusión de mis sentidos, no sé. Pero si eres en verdad Appacher, ya está, entra nomás, ésa es mi cama, recuéstate y descansa...
- Gracias, gracias, don Raimondo, yo sabía...
- No te preocupes -prosiguió suavemente el cura-, no te preocupes si ya el obispo sospecha de mí... No te preocupes, te lo suplico, de que tu presencia aquí pueda originar graves complicaciones... En suma, no te inquietes por mí. Si has sido enviado aquí para mi ruina, pues bien, ¡hágase la voluntad de Dios! Pero, ¿qué haces ahora? ¿Te vas?
Y es por esto que los espíritus -si acaso algún alma desdichada se demora en la tierra con obstinación- no quieren vivir con nosotros, sino que se refugian en las casas abandonadas, entre las ruinas de las torres legendarias, en las capillas perdidas en la selva, en las solitarias escolleras que el mar azota sin cesar y lentamente se derrumban.