31 de mayo de 2015

Marechal en tiempo y forma (6). Abelardo Castillo: "Fiesta para Marechal"

"Adán Buenosayres" fue una novela maldita, pero no fue sólo la ignorancia la que condenó al libro y al autor a un largo ostracismo. Despreciado por cierta intelectualidad que nunca le perdonó su adhesión al peronismo, Marechal también fue marginado por la burocracia de su partido, que no toleró que un hombre de la cultura nacional y popular escribiera un libro metafísico. "Se produjo un hecho muy curioso: la intelectualidad argentina, antiperonista en su mayoría, y que me conocía bien, personalmente, me excluyó de su seno. Por el otro lado, los peronistas prácticamente ignoraron mi existencia: ponían el acento sobre aspectos populistas de la cultura", le contó Marechal al prestigioso poeta argentino Juan Gelman (1930-2014) en julio de 1967, época en la que "El banquete de Severo Arcángelo", su segunda novela, era un éxito de ventas. "Vino lo del '55. Entré en una década de soledad terrible. Hasta que apareció 'El banquete...', muchos, aquí y en el extranjero, me creían muerto".
A comienzos de 1961 el escritor argentino Abelardo Castillo (1935) estaba embarcado en el proyecto de concretar una revista cultural diferente: "El escarabajo de oro". Venía de fundar, dos años antes, "El Grillo de Papel", revista de la que sólo aparecieron seis números. El por entonces joven periodista cultural llegó a la casa en Santos Lugares de Ernesto Sabato (1911-2011), escritor al que consideraba un maestro, en busca de su opinión sobre a quién se podía entrevistar para la revista en preparación. Sabato le contestó: "Sí, a Leopoldo Marechal". Castillo se quedó perplejo. "Marechal está muerto", pensó. Como el autor de "Sobre héroes y tumbas" lo miraba, desconcertado, Castillo le balbuceó su idea. A Sabato le brillaron los ojos: "Leopoldo Marechal no sólo no está muerto -lo reprendió- sino que vive a una cuadra de su casa, Castillo". Esta anécdota grafica el aislamiento al que la cultura argentina había sometido después de 1955 a Marechal. El veto específico a Marechal de la autodenominada Revolución Libertadora había cesado en lo formal, pero, de algún modo, había pasado a la condición simbólica de muerto en vida.
Castillo, que recuerda en una entrevista ese diálogo con Sabato con un sentimiento de culpa, reconoce que ese momento le permitió descubrir a tiempo "a uno de los mayores novelistas latinoamericanos, a un escritor sin el cual no se podría pensar la literatura de nuestro continente". Para el autor de "Crónica de un iniciado" y "Cuentos crueles", entre otras obras, Marechal es un grande sin discusiones porque "hay en su obra rasgos de una sensibilidad típicamente argentina, que alcanza en 'Adán Buenosayres' sus momentos verbales más altos. Por ejemplo, la constante alternancia entre lo patético y lo cómico, el viraje de uno a otro tono, y su destreza para colar en la cotidianidad pedestre los grandes mitos". Ante la pregunta realizada por la recordada periodista uruguaya María Esther Gilio (1928-2011) "¿Qué es la poesía para usted?", Castillo contestó categórico: "No es un género, no es escribir versos, es una actitud frente al mundo. El 'Adan Buenosayres', de Marechal, está atravesado en todo sentido por la poesía. Los cuadernos azules, de Adán, son la obra de un poeta que escribe en prosa".
"En su novela -reflexionó Castillo-, Leopoldo Marechal demostró que el habla coloquial porteña y la lengua española, la tradición literaria grecolatina y el Buenos Aires cocoliche del sainete, la ciudad, los arrabales y la pampa, podían ser la materia múltiple y caótica de una poética nacional. No es nada raro que críticos como Rodríguez Monegal y Anderson Imbert no hayan comprendido una palabra de esta novela. Tampoco es nada raro que escritores como Cortázar, Lezama Lima y Carpentier, la hayan puesto a la cabeza de las letras hispánicas en Latinoamérica". Marechal, tras la presentación en 1964 del drama "Israfel", de Castillo, devolvería atenciones: "La poesía es una manera de vivir, no una mera función de lanzar al mundo criaturas poéticas. Y a mi entender, el secreto de Abelardo Castillo estaría en esa difícil y abnegada vocación existencial... esa 'razón de poesía' lo está lanzando a una ineludible 'razón de arte', rigurosamente complementaria, vale decir al imperativo de restituirle al drama o a la novela su antigua condición de ser una 'obra de arte', una criatura signada por la belleza o el 'splendor veri' de los platónicos".
Abelardo Castillo le rindió va­rios homenajes a quien fuera, según él mismo lo ha dicho, uno de sus maestros en el oficio. De alguna manera, saldó así una vieja deuda con uno de sus evidentes padres literarios. En los años '60, en la época de la revista "El Escarabajo de Oro", el grupo liderado por Castillo tuvo en Marechal, además de un maestro, un amigo jovial que doblegaba en edad y en espíritu festivo a los jóvenes escritores. En su novela "El que tiene sed", el personaje Jacobo Fiksler está inspirado en el escritor moldavo Jacobo Fijman (1898-1970), el mismo que Marechal utilizara para su Samuel Tesler, uno de los personajes clave de "Adan Buenosayres". En "Ser escritor", su libro de ensayos de 1997, incluyó "Leopoldo Marechal o escribir en un sillón incómodo", texto en el que dice: "Marechal nunca daba consejos ni adoptaba posturas magistrales: él hablaba y uno tenía que darse cuenta de que eran palabras de un hombre que había meditado mucho acerca de muchas cosas. Decía que tuviéramos cuidado con cierto tipo de crítica. Cuando la crítica es demasiado profunda, cuando realmente es muy buena, puede desarticular ciertos mecanismos inconscientes del autor y traer a la superficie aquello que para un escritor, no es malo ignorar. Tan cierto, que, muchos años después, García Márquez declaró que no podía terminar 'El otoño del patriarca'; había leído tantas interpretaciones acerca de 'Cien años de soledad' que apenas se sentía capaz de inventar algo nuevo. Le parecía estar plagiándose a sí mismo. Cada vez que se le ocurría una idea disparatada, desconfiaba. La otra lección, derivada de lo anterior, pero dicha con una sonrisa de complicidad, fue que tuviéramos cuidado con cualquier crítica. Si la crítica es buena, es decir, elogiosa, nos hace sentir bien, y ello es como sentarse en un sillón demasiado confortable, que impide escribir. Y si la crítica es adversa, de mala fe, o inclusive de buena fe, pero negativa, ninguno de nosotros -dijo, incluyéndose en el plural- es tan perfecto como para no sentirse molesto con el crítico y detestarlo, lo que también impide escribir, y lo único que debe hacer el escritor es escribir".
Por estos días Castillo acaba de publicar la primera parte de sus "Diarios. 1954-1991". El año 1970, precisamente, se abre con la siguiente anotación: "Ha muerto el único escritor argentino que (ahora lo sé) yo humanamente respetaba". La referencia es para Leopoldo Marechal. "Adán Buenosayres -ha dicho Castillo en una entrevista- sigue siendo una de las grandes obras en lengua castellana. Y este 'lo es' nos remite a la cuestión del tiempo. 'Ficciones', ¿es algo que ocurrió hace mucho o el libro que está ahí? 'Adán Buenosayres', ¿es algo escrito a mitad del siglo XX o es este libro presente? Hay obras de Borges o Marechal que es posible que sí, se hayan quedado en el tiempo y sean olvidadas. Para mí 'Adán Buenosayres' sigue teniendo plena vigencia y es una de las más grandes obras escritas en nuestra lengua. No rescataría otras obras de Marechal, sobre todo su poesía y su teatro en relación a su narrativa, pero esto es una opinión absolutamente personal y de carácter estético. Sigo creyendo que tanto Marechal como Borges y Arlt son los tres grandes escritores argentinos del siglo XX". Unos días después de la muerte su viejo maestro, Castillo escribió "Fiesta para Marechal", artículo que apareció años después en el nº 178 de la revista "La Maga".

FIESTA PARA MARECHAL

Esto sería mucho más fácil para todos si las publicaciones más o menos oficiales ya hubieran dicho lo que hacía falta decir a la muerte de Leopoldo Marechal: que fue uno de los mayores novelistas latinoa­mericanos, que sin él, en el porve­nir, no se podrá pensar la literatura de nuestro continente. Entonces habríamos empezado hablando con toda libertad del Marechal que no­sotros conocimos. Lo difícil, como siempre, es hacer coincidir el hom­bre que se le murió a la literatura o al país (que en algún sentido es el que no murió), con el que se nos murió a nosotros: el ya irrecupera­ble. Porque a Marechal no sólo lo respetábamos, sino que lo quería­mos. Y algo más que no vamos a tener pudor de escribir: él nos que­ría.
Cuarenta años de diferencia nos impidieron, claro, ser "ami­gos". Pero esa misma distancia fa­cilitó otro vínculo. Lo sabemos: la palabra filial, dicha por nosotros, tiene connotaciones de velorio, la anulan el mal gusto y la sensiblería. Dicha por él, que la pronunció más de una vez, recobraría acaso el tono que queremos darle. Porque de al­guna manera hay que explicar que no es lo mismo la muerte de un escritor por grande y ejemplar que sea, que la muerte de un hombre que lo telefonea a uno para preguntar qué quieren comer esta noche o para contarle un chiste o para anun­ciar triunfalmente que ha compra­do una máquina de hacer soda.
Ese Marechal se nos murió a nosotros. El otro, el escritor grande y el hom­bre que a fuerza de fidelidad a sus ideas se convirtió en un ejemplo aun para quien no las comparta; el otro Leopoldo Marechal, el anticipador de Cortázar, el que fue llamado maestro por Lezama Lima, el par de Borges y de Carpentier, ése se nos murió a muchos. Lo que es un modo de la inmortalidad, se sabe. Y si todas estas cosas ya estu­vieran bien establecidas en nuestro país, podríamos haber empezado contando sin preámbulos, y hasta con alegría ("cuando me muera no me chanten un editorial de ésos ni se me pongan solemnes", nos dijo una vez), el épico combate que sostuvo contra "El Escarabajo de Oro", hace cinco años, por la supremacía en la preparación de unos fideos. Torneo en el que no intervi­nieron los dioses, como diría él, por una cuestión de barrio, pues se libró en una cocina del Once donde la influencia del paganismo viene muy atenuada por la Ley Mosaica y por la tradición korámica de los bolicheros sirio-libaneses.
Así es la imagen que queríamos y que vamos a fijar, para que el tiempo la co­rrompa menos. Pero antes necesi­tábamos escribir algo que Mare­chal seguramente no nos perdona­ría: hay veces en que ser argentino da un poco de vergüenza. Hasta el momento de anotar estas palabras, una sola publicación no literaria le hizo justicia: el responsable de la nota casi pierde el puesto. Ya se sabe, Marechal era peronista y ja­más lo negó (por qué, diría él); Marechal fue a Cuba y volvió de allá convencido de que el destino de los pueblos es el socialismo. La primera convicción le valió ser si­lenciado durante veinte años; la segunda, le pudo costar que se lo silenciara quizá durante otros vein­te. Y, en este sentido, lo favoreció la muerte.
De los muertos no hay más remedio que hablar. "La Prensa", por ejemplo, le dedicó quince renglo­nes; "La Nación" no pudo menos que notar su ausencia. Fue (leímos en alguno de esos dos diarios) "una de las pocas personalidades con que contó la dictadura". En su velorio (verificado en la SADE, de la que en vida se lo expulsó), había diez o veinte personas; en su entierro, otro tanto: quizá las mismas. Matera estuvo, algún adolescente peronis­ta estuvo. También David Viñas. Y Bernardo Verbitsky, uno de los pocos que pudo llamarse su amigo. Berni estaba: aludiendo al infame laconismo de los diarios y a la ausencia de los muchos que debe­rían haber estado, nos dijo que esto daba lástima y tristeza. Se refería al país. Había otros, eran jóvenes: no hace falta nombrarlos porque pare­cería que haberle hecho esa última justicia (tan inútil, al fin de cuentas) es una honra o un mérito. En un solo caso lo es: en la SADE estuvo Borges. A Marechal le gustaría sa­ber que alguien lo ha escrito.
Y por toda esta sordidez no re­sultaba fácil justificar la palabra fiesta, que manda en el título: había que restituir el otro Marechal, el gran escritor. Pero el caso es que la imagen que a nosotros nos queda de este hombre no sólo la dibujó su literatura. Estaba ahí. Lo podíamos ver los miércoles, sabíamos que una de sus pipas se llamaba Eleonore, en homenaje a Poe. Su mujer contaba que en Cuba bailó con una mulata y él cerraba los ojos como diciendo: no tiene importancia. Su mujer contaba que en Cuba le can­taron la "Marcha peronista" y él se reía, como quien evoca una trave­sura secreta. Una noche estábamos en su casa, faltaban cigarrillos; se discutió largamente quién bajaría a buscarlos. Cuando casi nos había­mos puesto de acuerdo, Marechal volvió: él había ido. También hay que decir que esa noche el ascensor no funcionaba, que Marechal vivía en un séptimo piso, que entonces ya tenía casi setenta años.
Otra vez se entabló la siguiente polémica: la esencialidad metafísica de los macarrones a la Principe di Napoli contra la intrascendencia de otra vulgar pastasciuta. El único modo de dirimir la cuestión era el que se verificó el domingo siguiente en su casa: cocinarlos y ver el resultado. Hay que repetir que estas cosas ocurrían con gente que tenía cua­renta años menos que Marechal. Una vez, hablando del alma eslava, dijo, al pasar, que cualquiera que hubiese tenido una amante rusa podía adivinar a qué se refería: echó una rápida mirada de reojo a Elbia y siguió, arcangélicamente, fuman­do su pipa. Nos contó una conver­sación telefónica con Eva Perón. Nos contó cómo era mano a mano Fidel Castro. Tenía una carta de Roberto Arlt. Su mujer la guarda. La carta dice algo así como: "He leído tu novela, estoy deslumbrado". De Arlt contaba que una tarde iban por la calle y Arlt se agachó a recoger una piedrita. Marechal decía: "Era como un chico, le fascinaba el color de una piedrita".
Por un rito que sólo él conocía, casó a varios escri­tores, el catastrófico fracaso de es­tos enlaces le hizo declarar solem­nemente: "Lo que voy a hacer es no casar más a nadie". La imitaba a Luisa Mercedes Levinson. De las teorías literarias nos decía: "Senta­do en el umbral de su casa, el poeta verá pasar el cadáver de la última estética". Del espiritismo, que es un buen sistema para correr muebles sin changador. De Dios, que para estar en comunicación con él no hace falta ir a la iglesia. Y de la Iglesia, que le revolvía el estómago. Sobre esto último habría quizá mucho que aclarar, pues lo velaron de cuerpo presente en Santo Do­mingo; pero sólo de cuerpo pre­sente, él no estuvo. No es el pri­mer gran escritor al que se quiere sacralizar después de muerto: que los que siguen vivos carguen con la responsabilidad. Era cristiano, sí. Y deísta. Creía en Dios de una manera tan natural que ser ateo, ante él, era casi una falta de respeto. Cuando volvió de Cuba nos trajo un rosario toba: ahí está, colgado en la pared.
Era zafado. Como a Severo Arcángelo, le gustaban las fiestas, sus preparativos. Fumaba sin pa­rar. Verlo parsimoniosamente be­ber vino daba alegría. Rechazó, en nuestra presencia, la posibilidad de un premio de un millón de pesetas (más de siete millones de pesos de antes), porque ya le habían dicho que ganaba el concurso y porque, como él decía, "qué se puede hacer con siete millones de pesos, ¿ver­dad?".
Nunca le tradujeron un libro. Su mayor alegría antes de morir hu­biera sido ver la edición cubana del "Adán Buenosayres". Y porque en la biografía de ciertos hombres todo se ordena como regido por otras leyes, no vio su libro. Parece inventado, pero un día antes de su muerte llegó de Cuba el paquete con las últimas ediciones de Casa de las Américas: en la Aduana o en el Correo, alguien lo había abierto. Cuando Marechal lo recibió, fal­taba el "Adán…". Elbia, su mujer, nos contó que él dijo: "¿Cómo puede ser que mis compatriotas me hagan esto?". Elbia le pidió que ahora no pensara en esas cosas, que segu­ramente el que se lo sacó quería leerlo. Todos sabemos, Marechal también, que en este país eso es mentira. Qué importancia tiene si da ale­gría, diría él, y hace pensar en ese, nuestro país, como una fiesta, donde mentiras como éstas empiecen a ser posibles.

30 de mayo de 2015

Marechal en tiempo y forma (5). Guillermo Saccomanno: "Marechal, el alegato"

En su libro de ensayos "Formas breves", el escritor y crítico literario argentino Ricardo Piglia (1941) afirma: "Curiosamente varias de las mejores novelas argentinas cuentan lo mismo, en 'Adán Buenosayres', en 'Rayuela', en 'Los siete locos', en 'Museo de la novela de la Eterna', la pérdida de la mujer (llámese Solveig, la Maga, Elsa o la Eterna, o se llame Beatriz Viterbo) es la condición de la experiencia metafísica. El héroe comienza a ver la realidad tal cual es y percibe sus secretos. Todo el universo se concentra en ese museo fantástico y filosófico". Y agrega luego: "La literatura produce lectores y las grandes obras cambian el modo de leer. 'Rayuela' de Cortázar, hizo leer de otro modo el 'Adán Buenosayres' de Leopoldo Marechal y ayudó a sacarlo del olvido y a ubicarlo en el canon".  Y más adelante: "En 'Adán Buenosayres' la parodia de las tradiciones literarias, la discusión sobre el nacionalismo estético y sobre el ser argentino son la condición del descenso al sótano metafísico".
La novela de Marechal, un trabajo que le demandó casi veinte años, se conoció dentro del contexto político del período posterior a la finalización de la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento del peronismo en la Argentina. En ella se pueden encontrar varios lunfardismos y decenas de términos habituales en el habla coloquial de los argentinos. También una profunda crítica social, agudamente situada en el presente del escritor, quien se incluye bajo diversas máscaras en los círculos infernales de una Argentina corrompida, sumida en los siete pecados capitales y en sus vicios conexos de estupidez, trivialidad y vaciamiento espiritual.
La ciudad que reveló Marechal tenía nombres y lugares concretos. El barrio de Villa Crespo, la calle Monte Egmont, el teatro Tabarís, una parrilla en Rivadavia y Azcuénaga llamada Gildo, un taller mecánico de barrio: La Joven Cataluña. Así como en Arlt la ciudad estaba cargada de imágenes que mostraban el paisaje de la explotación, la exasperación oscura, las luces y las sombras procedentes de la industria capitalista, en Marechal, en cambio, esas estampas estaban más cercanas a las viñetas que ilustraban los manuales escolares del peronismo: las chimeneas humeantes de las fábricas, el puerto repleto de barcos de carga, trenes briosos, automóviles modernos, el progreso imparable que decía fomentar el gobierno. En Marechal, el pintoresquismo adquirió una dimensión metafísica.
Aun siendo, de sus tres novelas, la de menor incidencia política, "Adán Buenosayres" adquirió la estatura de novela de ruptura y anticipación y desacomodó a la crítica por su planteo innovador e irreverente. Años después de su publicación, Marechal decidió escribir "Las claves de Adán Buenosayres" con la intención de dar orientaciones para su lectura. Allí explicó que la novela no sólo estaba escrita en claves de personajes, sino -y esto es lo importante, subrayó- que la concibió respetando las leyes de la epopeya clásica. Ese texto apareció luego formando parte de "Cuaderno de navegación", un libro publicado en 1966 que contenía además el inédito "El poeta depuesto" (un breve ensayo en el que hizo una encendida exégesis del peronismo no libre de confesiones polémicas) y otros textos breves en los que presentó su visión sobre el arte, la física, la astronomía, la astrología, lo espiritual, la vida extraterrestre y hasta consideraciones sobre la mentalidad burguesa y marxista.
En la edición del diario "Página/12" del 11 de junio de 2000, día en que se cumplía el centenario del nacimiento de Marechal, el escritor argentino Guillermo Saccomanno (1948) -autor entre otros, de los libros de cuentos "Bajo bandera" y "Animales domésticos", y de las novelas "La lengua del malón" y "El oficinista"- escribió: "Marechal, en lugar de limitarse a citar el misterio se propuso descifrarlo. En este acercamiento hay un engranaje poético-narrativo que se pone en marcha, una ironía que observa cada mínimo resquicio de lo cotidiano como por primera vez, inaugurándolo. Aun cuando Marechal no dispone de la consagración canónica, su literatura, como la de Arlt, sigue rebelándose contra las lecturas prolijas, con rango universitario. Tanto Arlt como Marechal no fueron ni solemnes ni serios. Este rasgo habla de una diferencia: la oposición a las normativas del poder, la elección de una cierta solidaridad antes que el elitismo sobrador o el sufrimiento redencionista. Hoy en día, tal vez sea el momento adecuado de volver a Marechal para discutir qué se espera de la literatura al margen de la consolación marketinera". En el suplemento "Radar" del mismo diario, el 27 de julio de 2008 Saccomanno publicó otro artículo: "Marechal, el alegato". Fue en ocasión de la reedición de "Cuaderno de navegación", poco más de cuarenta años después de su edición original.

MARECHAL, EL ALEGATO

La nueva edición de "Cuaderno de navegación" tiene un valor adicional además de la búsqueda metafísica de su autor. Porque incluye un texto inédito, en forma de carta, que Marechal le escribe a un tal José María, presumiblemente el poeta peronista Castiñeira de Dios, refiriéndose a una polémica en "La Nación" en noviembre del '63 entre Murena y el ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal, quien en "Narradores de esta América" alude a su proscripción. El texto es "El poeta depuesto", un inédito que el escritor pensaba incluir en la primera edición del libro en 1965. Se trata de una defensa apasionada, pero no menos meditada y racional, del peronismo y sus argumentos tienen una vigencia estremecedora. (Quizás algún espíritu "progre" se escandalice con la mención amistosa del nacionalista Marcelo Sánchez Sorondo. Y convendrá recordar que fue en su diario "Mayoría", firmada por él mismo Sánchez Sorondo, donde se publicó la primera reseña a favor de "El precio", la primera novela de Andrés Rivera).
Marechal traza su autobiografía política, la simpatía por el socialismo primero, un interés contemplativo y pietista por el yrigoyenismo y, más tarde, vía el cristianismo, su adhesión al justicialismo y su doctrina, adhesión que no implica, en su caso, hacerse el distraído y formular reparos en cuanto a la restricción de libertades individuales en el marco de un gobierno popular. Dos subrayados: "El hombre, por el solo hecho de vivir, es un ser comprometido ya desde su nacimiento hasta su muerte". El otro subrayado, que explica el porqué de su compromiso político, tiene una base religiosa: "Se me impuso la doble y complementaria lección crística del amor fraternal y la condenación del rico en tanto que su pasión acumulativa trastorna el orden en la distribución asignado tan admirablemente a la Providencia en el Sermón de la Montaña".
Desde estos argumentos Marechal explica su peronismo. Pero antes de estas reflexiones, fue el instinto: cuando la mañana del 17 de octubre de 1945 vio pasar bajo el balcón de su departamento sobre Rivadavia, entre Congreso y Once, las masas de descamisados hacia la Plaza, sin vacilar, puro reflejo, Marechal supo que ahí marchaba el pueblo, bajó a la calle y se sumó a la manifestación que, según define, fue "la única revolución verdaderamente popular que registra nuestra historia". A partir de entonces, Marechal se ganó el desprecio de la intelectualidad tilinga. En "El poeta depuesto" Marechal ironiza: quienes empiezan a segregarlo, los partidarios de la "civilización", representan la "barbarie" que luego encarnará la "contrarrevolución" -así la denomina- del '55 con bombardeos, fusilamientos, torturas. Si hay un líder depuesto, un gobierno democrático depuesto, un pueblo depuesto, cómo no va a haber, por lógica, también un poeta depuesto. A él le ha tocado serlo.
Fue en 1971, bajo la dictadura de Lanusse. Hacía un año que Marechal había muerto. Por entonces un grupo de estudiantes de la carrera de Letras que nos acercábamos al peronismo decidimos homenajearlo. Buscamos a Elbia Rosbaco, Elbiamor, su viuda. Eran sus noches largas del duelo. La viuda nos recibía en su casa y nos hablaba de Marechal. Fascinados, la escuchábamos. Nosotros éramos más "pichis" que la generación de "El Escarabajo de Oro", que precediéndonos, había iniciado bastante antes la revaloración de Marechal y compartían juntos veladas en las que fluían la literatura, la amistad y el humor, siempre el "humor angélico", todo un don en Marechal. Transmitía calidez, Marechal. Como su Adán Buenosayres.
Nos habíamos acercado primero a su obra y después a su viuda. No éramos inocentes: pensábamos en el escritor no sólo como una gran literatura. También como una provocación, y lo era. Ese primer homenaje al año de su muerte no era una simple mesa redonda literaria: era un acto político. Me acuerdo: tiempos de la CGTA, en el Sindicato de Farmacia. Contábamos con el apoyo de las Cátedras Nacionales. Eduardo Romano y Juan Sasturain, si mal no recuerdo, enseñaban "Adán Buenosayres". Invitamos a Abelardo Castillo, Liliana Heker, Haroldo Conti, Castiñeira de Dios y Antonio Carrizo. No me acuerdo si acudieron todos, pero sí que la sala desbordaba. Tal vez mi memoria se engaña: por ahí la audiencia nos parecía tan masiva porque el local era reducido. En la calle, en la puerta del sindicato, vigilaban patrulleros, un neptuno y camiones celulares. A la salida hubo un momento de tensión. De no haber sido por la popularidad y el carisma de Carrizo, el homenaje habría terminado con gases y a los bastonazos.
Un año más tarde intentamos otro homenaje: esta vez en el sindicato del calzado. Entre los participantes estuvieron Arturo Jauretche y Juan Carlos Gené. Me acuerdo: leíamos a Marechal con fervor, pero también, como dije, nos entusiasmaba nombrarlo en los ámbitos académicos y de "intelligentzia" acartonada. Un buen escritor no podía ser peronista, pensaban sus detractores. Es más: no se podía ser peronista y escritor. Al peronismo la escritura le estuvo, le está, negada. La negrada no lee siquiera.
Hay un sinfín de anécdotas que lo retratan a Marechal, durante su colaboración con el peronismo, haciendo gauchadas, dándole una mano a quien en la mala lo requería. Pero muchos olvidarán esta generosidad suya. Ya desde 1948, cuando publicó "Adán Buenosayres", Marechal venía registrando el ninguneo, una exclusión operada "según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el recurso fácil de los silencios prefabricados". Son escasos quienes lo defienden: Murena, Sabato y Cortázar. A Cortázar, un artículo extenso sobre "Adán Buenosayres" le costará, a su vez, la repulsa del séquito de la Ocampo.
Deberían pasar muchos años, casi hasta fines de los '60, para que se lo reivindicara. Entre las primeras señales de rehabilitación se contó "Primera Plana", que coqueteaba con el peronismo, el elogio de "El banquete de Severo Arcángelo", que operó como su reaparición pública. También por esa época, al igual que Martínez Estrada, viajaría a Cuba y revisaría su posición con respecto a la liberación latinoamericana que parecía tan inmediata. Son ya los tiempos de la insurgencia: el Cordobazo, la Jotapé, la lucha armada prenuncian una revolución que Marechal comprende desde su cristianismo no muy alejado de la Teología de la Liberación. De esta época es "Megafón o la Guerra", su novela publicada post mortem, explícitamente peronista y simpatizante de la guerrilla. No es la mejor de Marechal. La mejor, en mi opinión, sigue siendo el "Adán Buenosayres", que aun cuando muchos la consideraron una versión local del "Ulises" joyceano, no se le parece en nada.
Volviendo a "El poeta depuesto": acá hay una prosa tan precisa como delicada, que termina con el mito de que el buen gusto literario era un patrimonio exclusivo de la colonialista secta "Sur". En lugar de sorna, en Marechal asoma una picardía serena que mira con lástima a sus enemigos. Si algo no es Marechal es un resentido. Y su ensayo, en forma de carta, tiene un valor enorme si se lo intercala, complementario, entre la carta que el general Juan José Valle escribe a sus fusiladores en 1955 y la carta que Rodolfo Walsh le escribe a la junta militar del '76. Una digresión y no tanto: algún día la crítica habrá de reparar en estos textos con valor de carta abierta, y fijarse de qué manera, por ejemplo, Valle, al escribir la suya, parece estar imprimiéndole a Walsh un tono, el mismo. Reparar, digo, como la denuncia no implica necesariamente un registro de brulote sino que puede no subestimar a su destinatario al adoptar una preocupación por el estilo, la palabra justa. "El poeta depuesto" pertenece a esta clase de textos ejemplares y tiene el efecto de un alegato.
Pero, al margen del ninguneo sufrido por su compromiso político, hay una hipótesis que me queda picando. Y creo que me viene desde esa época en que un grupo de estudiantes lo homenajeábamos como provocación. Ahora que lo pienso, me pregunto si la mentada antinomia entre Borges/Arlt no deviene una contradicción maniquea, un invento que le queda cómodo a la intelectualidad liberal con sus remilgos antiperonistas. Es una contradicción, la de Borges/Arlt, educada, presentable, en la que no cabe el peronismo. Me pregunto, si la verdadera contradicción, civilización/barbarie, no es en términos de "alta cultura" Borges/Marechal.
A Marechal no se le perdonó no sólo su militancia. No se le perdonó tampoco -y todavía no se dice- que desde el martinfierrismo pasara al justicialismo mientras publicaba una obra monumental como el "Adán Buenosayres", una gran novela cargada de personajes inolvidables, poética, urbana, iniciática, amorosa, satírica, muy jodona. Lo trágico siempre ha tenido más y mejor prensa que el humor. Entre la melancolía de la guapeza devaluada de Borges y la angustia del Arlt humillado que plantea la traición como una condición de clase media, Marechal se cruza con una novela gigante, inusual en su forma y contenido, entre poética e hilarante, que empieza con un despertar de "la Gran Capital del Sur" donde una "mazorca" (sí, leyeron bien: mazorca, escribe Marechal) de hombres se disputan a gritos la posesión del día y la tierra. Marechal sobrevuela omnisciente sobre Villa Crespo, Avellaneda y Belgrano, el puerto y los frigoríficos, los cien barrios porteños. Mientras se oye la voz de una piba de barrio cantando "El pañuelito", el narrador observa y celebra con "una mirada gorrionesca" la vida.
A pesar de la religiosidad de su autor, "Adán Buenosayres" es una novela profana que se cifra en "la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación". De acuerdo: lo que no se le perdonó a Marechal fue su peronismo. Pero menos se le perdonó el genio que brilla en cada página de "Adán Buenosayres". Basta "ichinearla", abrirla en cualquier parte para quedar pegado. Y dan unas ganas de leerla, de recomendarla, de compartir la lectura prodigiosa de esa cruza imaginativa entre lo barrial y lo "flanneur", lo "canyengue" y lo criollo, el tango y la música clásica, lo filosófico y lo cotidiano, lo lírico y lo bajo, y con un desafuero rabelaisiano, como si fuera poco, un descenso, "El Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia". Demasiado para los estreñidos del gueto literario entre los cuales, Borges, pareciera ser, con su "sense of humour" tan british, su máximo representante, "solemne como pedo de inglés".

29 de mayo de 2015

Marechal en tiempo y forma (4). Ernesto Sabato: "Homenaje a Leopoldo Marechal"

A finales de la década del '40 se inició simultáneamente la obra narrativa de dos escritores ajenos a los cenáculos literarios: Marechal y Sabato. Efectivamente, en 1948, mientras Marechal publicaba su "Adán Buenosayres", Ernesto Sabato (1911-2011) hacía lo propio con "El túnel", novela con la que iniciaría una trayectoria de introspección existencialista que reaparecería luego en sus novelas posteriores: "Sobre héroes y tumbas" y "Abbadón el exterminador". La presencia de un hilo de conexión entre Marechal y Sabato puede advertirse sobre todo entre "Adán Buenosayres" y "Sobre héroes y tumbas", novelas en las que aparecen tres elementos fundamentales en común: la disposición del caos previo a la unidad, la presencia de héroes prometeicos en busca del Saber y el planteamiento de una Buenos Aires visible y otra invisible.
El mismo Sabato, al igual que en su momento lo hicieran Cortázar o el poeta, novelista y ensayista cubano José Lezama Lima (1912-1976), jamás se privó de comentar sobre el influjo de Marechal en su obra. Éste, a su vez, siempre estuvo agradecido a Sabato quien, en los años de olvido, recomendaba a los jóvenes desde un programa de televisión el buen ejercicio de leerlo. En "Antes del fin", su libro de memorias aparecido en 1998, Sabato escribió: "Marechal fue un hombre atormentado por el destino de su Patria, como lo refleja en sus obras, y en esas tristes reflexiones en que critica a los que la ensucian o arrastran por el suelo, los que siempre la posponen a sus sórdidos bolsillos. Cuando alguien de un alma tan noble amonesta a la Patria, lo hace porque conoce la posibilidad de su grandeza. La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre, lo oigo decir todavía".
La Patria, su planteo y forma de concebirla, fue un tópico permanente en la obra de Marechal. Para él, la Patria era un ente compuesto por el conjunto de los ciudadanos, que si bien está vinculado con un territorio particular, éste sólo cobra sentido en tanto es habitado por ese pueblo esencialmente definido. La niñez de la Patria era así la de sus ciudadanos: en la madurez la Patria se asumiría a si misma en una unidad, aceptando sus contradicciones sin obturarlas entre sí aunque fuese necesario el uso de la fuerza. Esta manera de pensar le valió ser negado por parte de la intelectualidad, algo que se acentuó notablemente luego de la caída del peronismo en 1955. Fue esa época en que Marechal se autodefinió como el "poeta depuesto". Tras la breve etapa de revalorización que gozó a mediados de los años '60, luego de su muerte y principalmente a partir de los obscuros años de la dictadura, su figura volvió a cubrirse de las sombras del olvido.
Cuando se cumplió el centenario de su nacimiento, el escritor argentino Isidoro Blaisten (1933-2004), autor de notables libros de cuentos como "Dublín al sur", "Cerrado por melancolía" o "A mí nunca me dejaban hablar", diría: "No sé si fue víctima de la estupidez humana, sí sé que ha sido víctima de la intolerancia argentina, esa manía malsana de dividir por dos de acuerdo con las opiniones políticas. Algún día, el tiempo, único juez inapelable, por encima de lo estético y por encima de lo político, dará a Marechal su lugar en la literatura. Ese día lo veremos entre los más grandes". En alguna entrevista Marechal había dicho: "El tiempo es un gran trabajador, a cada uno le dará el lugar que le corresponde, la hojita de laurel que supiera conseguir". Hoy los avatares de su biografía van quedando en el olvido. Defendido por algunos, reconocido por otros, desconocido por muchos, su literatura permanece a la espera de que la avidez de nuevos lectores le otorgue esa hojita de laurel de la que hablaba.
El 20 de julio de 1978, en ocasión de llevarse a cabo el evento "Homenaje a Leopoldo Marechal" en la sede central de la Universidad de Belgrano sita en la ciudad de Buenos Aires, Ernesto Sabato -uno de los pocos intelectuales que se solidarizaron públicamente con Marechal durante los años de su "exilio interno"- pronunció un discurso reivindicativo. El mismo sería incluido en 1995, junto a textos de otros reconocidos escritores, en el libro "Homenaje", un libro compilado y prologado por el poeta, cuentista, ensayista, novelista, dramaturgo y traductor argentino Juan Jacobo Bajarlía (1914-2005).

HOMENAJE A LEOPOLDO MARECHAL

Sería una ofensa hacer aquí, en tan pocos minutos, el examen y el elogio de la obra de Leopoldo Marechal. Tampoco es necesario: pasará a la historia de la lengua castellana como insigne hito de la poética y la narrativa. A ese monumento que le tiene reservado el tiempo no se le pueden arrojar bombas de alquitrán, y ha de ser invulnerable al insulto, la ironía, la envidia y el silencio: esos premios que con harta frecuencia los hombres de letras de nuestro país confieren a los que deberían honrar.
Es arriesgado buscar atributos meta-históricos en los pueblos, pero la antigüedad y la potencia de alguno producen algunas tenaces constantes a lo largo de su historia. Tal sucede con ese milenario, duro y grande pueblo hispánico que dio su sello a esta tierra americana; un sello tan profundo e imborrable que hoy, después de cinco siglos de conquista, seguimos hablando la lengua de Castilla: y no únicamente los viejos criollos descendientes de españoles, sino también los hijos y nietos de alemanes, italianos, rusos, sirios, judíos, polacos y armenios. Un fenómeno asombroso que revela la fuerza espiritual de aquella conquista, pues la raza que fue cruelmente despojada y humillada no sólo ha producido dos de los más altos poetas de la lengua castellana -Rubén Darío y César Vallejo- sino que esos poetas han cantado a España en poemas memorables.
Pero las virtudes suelen convertirse en defectos cuando se extreman. Y así, el orgulloso individualismo hispánico, su altivo sentimiento de independencia, derivó hacia el feroz egocentrismo y el desprecio por el otro, lado sombríamente destructivo que hemos quizás heredado. En el prólogo a su obra sobre el Cid, con amargura Menéndez Pidal señala este defecto de la raza, y escribe: "La invidencia hispánica, vicio eminentemente hispánico, entorpeció tenaz la obra del Cid, sin tener en cuenta el daño colectivo que en la guerra antiislámica se seguía al destierro del héroe superior". Así era Castilla, "que face los omes e los gasta". Y agrega que esta peculiaridad venía de lejos, pues ya Estrabón caracterizó a los íberos como orgullosos y torpes para la confederación. Y aquella envidia-aquella invidencia-obró siempre como disolvente social y como fuente de resentimiento colectivo.
"Torpes para la confederación", sagazmente describe Estrabón. Y cuando Simón Bolívar, después de su portentosa epopeya, declara con amargura que "ha arado en el mar", pues que apenas liberados estos pueblos se sumen en la más feroz de las anarquías, confirma que dos mil años después se mantiene intacto este terrible atributo de un gran pueblo, tanto más perdurable y terrible cuanto más grande es el pueblo que lo posee. Y todavía hoy, aquí mismo, cada régimen, cada gobierno rompe lo positivo que pudiera haber en el régimen anterior; cambia de rumbo, destroza o contradice lo que hicieron los hombres que los precedieron. Y así sobrevivimos en medio de proyectos abortados, impulsos detenidos, enseñanzas opuestas, cambios de nombre en las calles y plazas. Claro que hay excepciones, pero cuando se producen las miramos con estupor, y por lo general las atribuimos a una especie de distracción o de olvido, porque aquí ni en lo destructivo somos sistemáticos, ni en lo malo somos buenos.
De este modo, nuestra historia es una sucesión de diatribas, cada facción se considera dueña absoluta de la verdad. La Argentina ha estado dividida siempre entre puros y réprobos. Para los unos, Rosas es un genio virtuoso, para los otros un sanguinario chacal, cuyas cenizas ni siquiera tienen el derecho a descansar en su tierra. Pensemos lo que en cambio sucede en un país como Francia, donde sus conductores invariablemente son honrados, cualesquiera sean las opiniones sobre ellos por encontradas que sean; donde un hombre como Napoleón, todavía execrado por multitud de franceses, es recordado por una hermosa calle, por un imponente panteón, por las grandes avenidas que conmemoran sus grandes batallas.
Ansioso desde su juventud por la justicia social, Leopoldo Marechal fue desde la primera hora un peronista consecuente. No obsecuente, como jamás lo son los espíritus grandes, y bastaría recordar que en 1951 fue separado del cargo que tenía. En virtud de ese perdurable defecto de nuestra herencia hispánica, su militancia le valió enemistad, rencor y silencio: un silencio poderoso y siniestro, apenas quebrado por algunos intelectuales que, por encima de sus discrepancias políticas, reconocieron en él uno de los más grandes escritores argentinos. Se le calificó de resentido, de vanidoso que pretendía ser genio, de engreído y hasta de tomista; como si compartir ideas de Santo Tomás pudiese ser motivo de desprecio. Un eminente hombre de letras lo calificó, para colmar la horrenda medida, de delincuente.
Casi solo, pero apoyado en ese puntal de acero y ternura que fue su compañera, en su pequeño y pobre departamento de la calle Rivadavia, se aguantó aquel durísimo exilio en su propia patria, esa patria que quería hasta la agonía. Modesto, pero también con la conciencia de su grandeza -ya que se puede ser modesto frente a los valores supremos y arrogante frente a los idiotas-, en momentos de extrema amargura llegó por fin a quejarse, murmurando: "¿Cuándo mis compatriotas dejarán de orinarme encima?". Tenía, como todo gran artista, algo de niño. Era un espíritu evangélico, uno de esos seres que parecen salvar el espíritu cristiano de esa Iglesia objetivada de que hablan Berdiaev y Urs von Balthasar. Era bondadoso, pero no en el sentido trivial de la palabra, ya que no podemos ni debemos permanecer bovinamente impasibles frente a la injusticia o la tortura. En uno de sus grandes poemas dice, en efecto: "No vaciles jamás en la defensa o enunciación o elogio de la Verdad, del Bien y de la Hermosura: son tres nombres divinos que trascienden al mundo, y es fácil deletrear su ortografía. No los traiciones, aunque te hagan polvo".
Fue precisamente su sagrado sentido de la justicia lo que lo impulsó hacia el socialismo en su juventud y hacia el peronismo en sus años maduros. Porque, cualquiera que sea el juicio que merezca la persona de Perón -y el mío es públicamente negativo-, nadie puede negar que encabezó el más vasto y profundo proceso en favor de los desheredados. Y Leopoldo sentía como pocos el dolor de los indefensos, y amaba a su pueblo como siempre lo han hecho los artistas verdaderamente grandes: desde Cervantes hasta Tolstoi. Y, como es peculiar en esta clase de seres, no amaba al hombre en abstracto, esa Humanidad con mayúscula bajo cuya invocación se han instaurado hasta campos de concentración, sino al pequeño y precario y sufriente ser de carne y hueso.
Más aún: ansiaba que sus obras pudieran servir a ese hombre concreto, ayudándole a mitigar sus desdichas, respondiendo a sus más dolorosos interrogantes, revelándole su propia tierra, esa patria también concreta que está hecha de trigales, de pájaros y lagunas en el campo, de calles y rincones en su ciudad, de amores y crepúsculos, de venturas y desventuras en común. Esa patria que él amaba y que bellamente resplandece en sus páginas; en un amor que paradójicamente se revela hasta en sus más amargas reflexiones, cuando critica a los que lo ensucian o arrastran por el suelo, o lo posponen a sus sórdidos bolsillos. Pues no olvidemos que aun las mejores patrias, aquellas que han dicho algo al mundo, infinidad de veces fueron amonestadas por sus grandes espíritus, con el corazón desgarrado y sangrante: por Holderlin y por Nietzsche, por Dostoievsky y por Tolstoi. Y por aquel nobilísimo Puchkin que, después de reírse con las descripciones que Gogol le leía, terminó exclamando con la voz anudada por la amargura: "¡Dios mío, qué triste es Rusia!".
También Leopoldo Marechal, en un poema memorable, exclama, o quizá murmura con infinita pesadumbre: "La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre".

28 de mayo de 2015

Marechal en tiempo y forma (3). Tomás Eloy Martínez: "El banquete de Severo Arcángelo y Adán Buenosayres"

En el n° 155 de la revista "Primera Plana", aparecida en Buenos Aires el 26 de octubre de 1965, su por entonces Jefe de Redacción Tomás Eloy Martínez (1934-2010) publicó un artículo titulado "El estado de la literatura en la Argentina". En él, el escritor argentino definía a 1965 como el "año más fecundo de la literatura argentina, el que más acercamiento registra entre autores y público". Ese singular fenómeno lo analizaba teniendo en cuenta que "las grandes editoriales lanzaron en 1965 un 20% más de libros de ficción y ensayos nacionales que en 1964; han vendido también un 40% más. Sudamericana no difundió, durante octubre de este año, ni un sólo libro traducido: le ocurrió ese prodigio por primera vez en sus veintiséis años de historia. Otras dos editoriales jóvenes, Jorge Álvarez y Falbo, han desterrado casi por completo de sus catálogos a los autores no argentinos". José  Bianco (1908-1986), Ernesto Sabato (1911-2011), Marta Lynch (1925-1985), Alberto Vanasco (1925-1993), Rodolfo Walsh (1927-1977), Juan José Sebreli (1930) y Abelardo Castillo (1935) figuraban entre los animadores del auge de autores argentinos. Dicho éxito era explicado en función de las nuevas características del lector, fenómeno al que relacionó con la percepción y la función con que el mismo investía a los escritores nacionales, atribuyéndoles una potestad explicativa de los problemas cotidianos de los argentinos.
Debe destacarse que, de la mano de periodistas de la talla de Osiris Troiani (1920-1994) y Ramiro de Casabellas (1934-1999), el semanario "Primera Plana" fue en la década del '60 el portador de la modernización cultural y el medio que reflejaba las tendencias en el mundo del arte, las letras, la moda y la política de aquellos años. Su aparición se produjo en el complejo y contradictorio clima social de la época, signado contradictoriamente por fuertes giros regresivos y ascendentes movimientos revolucionarios. Incluso fue acusada de mantener una polémica posición favorable al golpe militar de 1966, la misma en todo caso que también mantuvo Perón desde su exilio en España, quien lo aprobó calurosamente.
La revista fundamentalmente significó un punto de inflexión en el proceso de modernización del periodismo argentino, de manera significativa en el universo de la gráfica y específicamente en el de los semanarios, pero su influencia afectó al conjunto de los medios masivos nacionales. Mientras los diarios "Crítica" y "La Nación", cada uno en su momento, usaron las virtudes literarias de escritores y poetas modernistas para dar más color a su discurso aunque sin intentar que éste dejara de ser periodístico, "Primera Plana", en cambio, se propuso borrar los límites entre periodismo y literatura pero conservando de cada uno sus rasgos esenciales. Ese maridaje entre ambas prácticas se debió a en buena medida a Tomás Eloy Martínez.
Fue él quien situó por primera vez en Argentina a un escritor en la portada de una revista. Lo hizo en el nº 94 con Borges, lo haría con Cortázar en el nº 103 y de nuevo con Marechal en el nº 155. Esto último ocurrió cuando se publicó "El banquete de Severo Arcángelo", acontecimiento que fue celebrado ocupando un lugar de privilegio en la revista. En la sección "Carta al lector" (que funcionaba como un mapa de lectura), su presencia en la tapa era considerada como "la revelación de un novelista de 65 años cuya primera obra narrativa afrontó un silencio de casi dos décadas. Su segunda novela, 'El banquete de Severo Arcángelo', se cuenta entre las mayores y más prodigiosamente experimentales que haya conocido la Argentina". Marechal, años después, recordaría en una entrevista el artículo que lo devolvió a la vida pública y al mundo literario, luego de años de olvido y persecuciones políticas debido a su militancia peronista: "Tomás Eloy Martínez, a quien aún no conocía, escribió la primera nota crítica de 'El banquete de Severo Arcángelo' en 'Primera Plana', que también publicó mi retrato en su tapa. Un martes por la tarde, y en la calle Florida, tuve la emoción de ver como mi vera efigie andaba en las axilas de mis conciudadanos".
Quince años antes, cuando se publicó "Adán Buenosayres", el escritor argentino de origen español Eduardo González Lanuza (1900-1984) trazaba en las páginas de la revista "Sur" un severo diagnóstico descalificador: de la novela (ilegible por su estilo) y de su autor (intelectual orgánico del peronismo, funcionario del régimen, exégeta del golpe de 4 de junio de 1943). Otro tanto hacía el escritor y crítico literario Enrique Anderson Imbert (1910-2000) en su "Historia de la literatura hispanoamericana" editada en 1954, obra en la cual la calificaba de "bodrio con fealdades y aún obscenidades que no se justificarían de ninguna manera aunque el autor se parapetase detrás del nombre de Joyce". Con la publicación en 1965 de "El banquete de Severo Arcángelo" y la reválida otorgada por Tomás Eloy Martínez desde "Primera Plana", Marechal se encontró por primera vez con un público masivo.

EL BANQUETE DE SEVERO ARCÁNGELO Y ADÁN BUENOSAYRES

La primera, la irresistible, la necesaria tentación, es comparar "El banquete de Severo Arcángelo" con el "Adán Buenosayres" que Leopoldo Marechal publicó en 1948 y que de tan poco leído acabó por volverse famoso. Las dos son grandes novelas, pero tan escasamente parecidas entre sí como una fogata y su humo: eso quiere decir que, sin embargo, se complementan. "Adán Buenosayres" se identificaba con el Caos; "El banquete..." es, deliberadamente, una gigantesca metáfora del Orden. No es casual que la escritura y la respiración interna de cada libro correspondan con prolijidad a esas actitudes contrarias. El poeta Adán y sus literatos acólitos se dispersaban por Buenos Aires como quien reconoce un territorio anterior al paraíso y al infierno y, por supuesto, anterior también a toda Creación, incluyendo la celeste. A la larga, sus historias independientes acababan por dominar al fingido núcleo de la novela (que quizá era, nunca se supo bien, el amor sin consuelo de Adán por una de las hermanas Amundsen), y dentro de ese maremágnum, de esas idas y vueltas hacia ninguna parte, el libro iba encontrando su unidad.
"El banquete...", en cambio, da el paso siguiente: es ya el Acto de Creación, la conquista de la Unidad, la distinción entre el Bien y el Mal. Algunas pistas tan claras como las alusiones a un Arca Salvadora, o como las oraciones que entona Pedro Inaudi -el Salmodiante de la Ventana-, inducen a suponer que Marechal intentó aquí una traslación del "Génesis" al lenguaje argentino. Esa interpretación limita las cosas, sin embargo: además de plegarse al linaje bíblico el novelista se reconoce también heredero del Dante, y sólo así se puede entender que si en "Adán Buenosayres" los itinerarios del protagonista lo detenían a las puertas del Purgatorio, previo paseo por el Infierno, en "El banquete de Severo Arcángelo" el periodista Lisandro Farías consiga finalmente irrumpir en el Paraíso. Ese paraíso es el propio Banquete o, más obviamente, un sitio llamado Cuesta del Agua, que "existe, no lo dudo, en alguna provincia del norte argentino". No por azar la novela va progresando morosamente hacia el Banquete, lo discute, describe cada pormenor de su preparación, lo envuelve entre atentados y Concilios, hasta que al final, cuando uno espera que tanto misterio quede esclarecido, se informa simplemente, que "el Banquete fue". El libro se revela entonces como una vasta elipsis, de sentido casi teológico: el Verbo existe, pero no puede ser nombrado.
No sólo esa aspiración teológica de la novela explica que el autor abunde en mayúsculas y en apodos esotéricos: por un lado, Marechal pretende fijar así la condición universal de sus metáforas; por otro, se pliega a la inclinación porteña por el tremendismo, por los agrandamientos rabelaisianos de la realidad, por ese modo tan exaltado (también evidente en Roberto Arlt) con que se cuentan las historias en Buenos Aires. El metalúrgico Severo Arcángelo, que inventa el Banquete para purificar a la humanidad, y purificarse de paso a sí mismo, es definido por media docena de motes: Viejo Fundidor, Viejo Pelasgo, Viejo Explotador de Hombres, Viejo Truchimán Libidinoso. La repetición de la palabra Viejo tal vez esté aludiendo a Dios, pero este Dios de Marechal tiene la ventaja de ser ambiguo, probablemente asesino, seguramente un falsario. A menos que el novelista quiera ser más respetuoso con quien él llamó Divino Arquitecto en una casi desconocida Arte Poética, y que la imagen de Severo, entonces, deba más bien verse como una figuración del Hombre, del Recreador. En tal caso, el Banquete sería Dios.
El libro no sólo tolera todas esas especulaciones: va exigiéndolas a cada página, como las moralidades medievales. Decir por eso que su estructura está vinculada a la del "Génesis" (o aun a los más lineales esquemas narrativos de la "Divina Comedia") es limitarla gravemente: la intención principal de Marechal parece ser la de componer un fresco que incluya todas las aventuras metafísicas de la criatura humana. Son muy nítidas las distinciones entre Bien y Mal que se establecen a cada paso, y hasta la perfección del Banquete depende de la presencia de los conspiradores Gog y Magog, un dúo de payasos que apelan al disfraz, al espionaje y al insulto para desenmascarar la supuesta hipocresía de Severo Arcángelo. Las andanzas cataclísmicas de esos dos convidados (cuyos nombres están identificados con el de Satanás en el "Apocalipsis" y en el "Libro de Ezequiel") permiten adivinar que el Banquete es también el Fin del Mundo, el paso obligado hacia la Cuesta del Agua o Paraíso. Desde esa perspectiva, la encarnación del hombre no es Severo Arcángelo sino Lisandro Farías, el periodista que descree de la realidad, que corre de un bando al otro sin saber a cuál plegarse. 
Todas esas conjeturas parecen ociosas si se atiende a la Dedicatoria Prólogo a Elbiamor, donde Marechal asegura que la segunda novela "es una novela de aventuras, o de suspenso como se dice hoy". Pero "El banquete..." se rebela desde el principio contra esa ley, organiza otras leyes más complejas. El relato va progresando hacia el Banquete como si fuera una ascensión, a través de tres momentos de crisis: el Primer Concilio, donde un navegante solitario, el griego Papagiorgiou, explica aterradoramente la insignificante situación del hombre en el Espacio; el Segundo Concilio, que permite al profesor Bermúdez, excluido de la Universidad por su locura, enseñar la degradación del hombre en el Tiempo; y el ensayo general para el convite, en una masa metálica que gira como loca ante sillones también giratorios, parodiando los movimientos de rotación y traslación terrestres. Así como en "Adán Buenosayres" la acción se iba interrumpiendo para dejar sitio a discusiones filosóficas, para permitir al narrador el respiro de una tirada ensayística, en "El banquete de Severo Arcángelo" cada uno de estos cónclaves sirve para defender los esfuerzos de la criatura humana por ser Alguien en medio de la Nada, o para denostar a los tibios, "como predicó El Que Le Dije".
La literatura argentina, y sobre todo la generación martinfierrista a la que pertenece Marechal, está acostumbrada a esos bandeos discursivos dentro de la novela, pero está menos acostumbrada a verlos resolverse sin dureza, a aceptarlos como un elemento que forma parte de la narración y que es capaz de modificar su curso. Después de "Adán...", sólo "Rayuela" de Julio Cortázar alcanzó a transformar esos supuestos injertos en material dramático valioso. Uno de los momentos más espléndidos de "El banquete..." -la Operación Cybeles- dice que la novela argentina está ya madura para esas empresas donde la metafísica es una forma de la acción, donde las discusiones sobre filosofía pueden asumir las tensiones de una tragedia. Como en "Adán...", ese hallazgo es, en el fondo, una cuestión de lenguaje. Cybeles (o Thelma Fossat, una viuda inconsolable), exhibida en la mesa del banquete en estado de "indeterminación total", como "una envoltura vacía", va exasperando a cada convidado hasta obligarlo a revelarse tal como es, a afrontar una catarsis en público.
El episodio tiene por lo menos tres significaciones válidas: la de una cachada al psicoanálisis de grupo, la de una ceremonia de purificación, la de una confesión imprescindible antes de arribar a ese gran comulgatorio que es el Banquete. Pero la clave está en el lenguaje, como se ha dicho, y es allí, en ese territorio hasta hace poco tan arisco para los argentinos, donde Marechal se revela como un maestro. Su idioma es el que puede oírse en cualquier esquina de Buenos Aires: está teñido de giros zumbones, de invenciones lunfardas, del barullo, la torpeza y la calidez que crecen en las conversaciones cotidianas. Pero ese idioma está elaborado también a partir de un hecho que no puede perderse de vista: quien lo recrea es un poeta, uno de los líricos más formidables que haya tenido la Argentina, y, además, un humorista con la suficiente humildad como para farsarse de sí mismo. Esas dos napas estilísticas resaltan muy claramente cuando Marechal quiebra un discurso solemne y almidonado con un chiste, con un giro grotesco: "El Monstruo Humano -ensaya Papagiorgiou en el Primer Concilio- es un animal omnívoro que traga y asimila todo su mundo con el aparato digestivo de su cuerpo mortal y el aparato digestivo de su alma inmortal. Cierto mediodía se lo dije a Quinquela, y lloró de ternura; se lo dije a Filiberto, y me llamó colifato".
La gracia está en que las cadencias de la escritura corresponden siempre a las cadencias del relato. Si se leen dos páginas sueltas, el estilo deja una misma impresión de sincera insinceridad: los insultos suenan a juego retórico, los discursos a desplantes estadísticos. Es en el contexto donde cada frase encuentra su justificación: las palabras puestas en boca de Gog y Magog son invariablemente exasperadas, casi irreales, pero a la vez apegadísimas al lenguaje lumpen de Buenos Aires; las de Severo, detrás de su hipócrita mansedumbre, retumban con la histeria que se atribuye a las burguesías industriales en ascenso. Es la particular aptitud de Marechal para conseguir que la forma sea a la vez un contenido, lo que confiere su valor más intenso a esta novela. No se había ensayado lo suficiente hasta ahora, en el tumultuoso mundo de las letras argentinas, la transformación de una historia esotérica (como la de Lisandro Farías y el Metalúrgico de Avellaneda) es una minuciosa rendición de cuentas de la realidad nacional. En "Adán Buenosayres", Marechal observaba una puntual lealtad por los hechos, las voces y las cosas de su ciudad; pero allí tenía la ventaja de estar mencionando concretamente a Villa Luro, a Saavedra y al Centro. En "El banquete..." sólo le queda el recurso de la alusión. Y si le salen bien las cosas, no es sólo porque hay una constante identidad entre el lenguaje con que se narra y el hecho narrado, y porque lenguaje y hechos se condicionan mutuamente, sino también porque todos los episodios de la novela toleran varios significados a la vez, y siempre está Buenos Aires en medio de ellos.
No es fácil escribir novelas que exijan la complicidad del lector, que apelen a su inteligencia recreadora. Que quien se entregue a semejante tarea de experimentación sea un poeta de 65 años es algo a lo que las cómodas letras argentinas están poco acostumbradas. "El banquete..." es, así, una lección de coraje para los intelectuales del país, un reto novelístico que no teme a los errores menudos y que hasta se solaza cometiéndolos. También, y quizá por eso mismo, es una lección de humildad.

27 de mayo de 2015

Marechal en tiempo y forma (2). Julio Cortázar: "Un Adán en Buenos Aires"

Entre 1939 y 1944 Julio Cortázar (1914-1984) vivió en Chivilcoy. Allí, en la Escuela Normal, dio clases como profesor de Literatura. Luego se mudó a la ciudad de Mendoza, en cuya Universidad Nacional de Cuyo impartió cursos de literatura francesa. En 1946, cuando Perón ganó las elecciones presidenciales, presentó su renuncia. De regreso en Buenos Aires, comenzó a trabajar en la Cámara Argentina del Libro y a colaborar en diversas revistas, entre ellas "Los Anales de Buenos Aires", "Huella", "Canto", "Correo Literario" y "Realidad". Esta última había sido fundada por el escritor Francisco Ayala (1906-2009) y el pedagogo Lorenzo Luzuriaga (1889-1959), dos españoles que se exiliaron en Argentina tras la Guerra Civil Española, y era dirigida por el filósofo hispano-argentino Francisco Romero (1891-1962). De la revista "Realidad", subtitulada "Revista de ideas", se publicaron dieciocho números entre 1947 y 1949 con una periodicidad bimestral, y en ella escribieron, entre otros prestigiosos escritores, Juan Ramón Jiménez (1881-1958), Eduardo Mallea (1903-1982) y Enrique Anderson Imbert (1910-2000). En su nº 14, correspondiente a Marzo-Abril de 1949, apareció "Un Adán en Buenos Aires", la reseña que Cortázar realizara sobre la novela "Adán Buenosayres" de Leopoldo Marechal. La obra, por su planteo innovador e irreverente sobre la manera de ser de los argentinos, había desacomodado a la crítica y sólo recibió el reconocimiento del joven Cortázar y algunos pocos más.
Cuando, en 1965, Marechal publicó "El banquete de Severo Arcángelo" con un considerable éxito que lo trajo nuevamente a la consideración pública, la casa editorial que diecisiete años antes había publicado "Adán Buenosayres" (una edición de 3.000 ejemplares de los cuales quedaban aún 600 sin vender) decidió hacer una segunda edición aprovechando el suceso de "El banquete…". Marechal la había comenzado a escribir en 1963, el mismo año en que Cortázar publicaba "Rayuela". De inmediato la crítica especializada encontró una relación entre ambas novelas. Las dos mostraban a su protagonista deambulando por las calles de Buenos Aires y París, respectivamente, buscando una salida para su desconcierto interno. Inmerso en su crisis existencial, Adán llega al límite de plantearse el valor real de su labor como artista y como intelectual. Oliveira, por su parte, se reprocha continuamente la desconexión existente entre su mundo hecho de abstracciones y la visión certera de la realidad que halla en la Maga. También el desenfado intelectual de muchas conversaciones de "Adán Buenosayres" es un notable antecedente de otras muchas de "Rayuela". La delirante tertulia en casa de los Amundsen constituye una constante fuerte de comicidad y, a la vez, desvela las posturas metafísicas de Marechal. En "Rayuela" la reunión de amigos del Club de la Serpiente o las numerosas conversaciones y reflexiones salpicadas a lo largo del texto también reproducen ese entrecruzamiento entre el humor y la seriedad tan frecuentes en Cortázar.
Fue por entonces que comenzó el intercambio epistolar entre ambos escritores. Marechal le escribió a Cortázar agradeciéndole aquel gesto de antaño. Desde París, éste le reiteró su admiración: "Gracias por su mensaje tan cordial. Creo que tiene usted razón, porque lamenta haber tardado tantos años en enviarme unas líneas; yo lo lamenté profundamente en la época en que usted publicó 'Adán Buenosayres', pero también pensé que usted tendría sus razones para no decirme lo que me dice ahora. Por otra parte, ¿qué importa el tiempo? Lo único bueno es recibir en cualquier momento de la vida una carta como la suya, y pensar que valía la pena haber roto una lanza en su día por una obra admirable e incomprendida". "A mi entender -le escribió Marechal en otra carta-, 'La Rayuela' (sic) y 'Sobre héroes y tumbas' de Sabato, son los dos monumentos de nuestra narrativa que se yerguen, insólitos y ariscos entre las pequeñeces que dejó ese género literario en nuestra última década". "Me alegra de verdad que 'Rayuela' signifique algo para usted, porque para mí, es la prueba de que esa tentativa ha cuajado, por lo menos parcialmente. Poco o nada me importa el juicio 'crítico' a dos o tres columnas, sea favorable o negativo; algunas cartas de gente joven, algunos testimonios inesperados y conmovedores, y ahora esta carta suya, me pagan con creces un trabajo de años. Pienso que usted lo comprenderá muy bien, porque nos marcó un gran rumbo con su Adán... y porque sin duda pasó por experiencias análogas", le respondió Cortázar.

UN ADÁN EN BUENOS AIRES

La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa. Las notas que siguen -atentas sobre todo al libro como tal, y no a sus concomitancias históricas que tanto han irritado o divertido a las "coteries" locales- buscan ordenar la múltiple materia que este libro precipita en un desencadenado aluvión, verificar sus capas geológicas a veces artificiosas y proponer las que parecen verdaderas y sostenibles. Por cierto que algo de cataclismo signa el entero decurso de "Adán Buenosayres"; pocas veces se ha visto un libro menos coherente, y la cura en salud que adelanta sagaz el prólogo no basta para anular su contradicción más honda: la existente entre las normas espirituales que rigen el universo poético de Marechal y los caóticos productos visibles que constituyen la obra. Se tiene constantemente la impresión de que el autor, apoyando un compás en la página en blanco, lo hace girar de manera tan desacompasada que el resultado es un reno rupestre, un dibujo de paranoico, una guarda griega, un arco de fiesta florentina del "cinquecento", o un ocho de tango "canyengue". Y que Marechal se ha quedado mirando eso que también era suyo -tan suyo como el compás, la rosa en la balanza y la regla áurea- y que contempla su obra con una satisfecha tristeza algo malvada (muy preferible a una triste satisfacción algo mediocre). Abajo el imperio de estos contrarios se imbrican y alternan las instancias, los planos, las intenciones, las perversiones y los sueños de esta novela; materias tan próximas al hombre -Marechal o cualquiera- que su lluvia de setecientos espejos ha aterrado a muchos de los que sólo aceptan espejo cuando tienen compuesto el rostro y atildada la ropa, o se escandalizan ante una buena puteada cuando es otro el que la suelta, o hay señoras, o está escrita en vez de dicha -como si los ojos tuvieran más pudor que los oídos.
Veamos de poner un poco de orden en tanta confusión primera. "Adán Buenosayres" consiste en una autobiografía, mucho más recatada que las corrientes en el género (aunque no más narcisista), cuyas proyecciones envuelven a la generación martinfierrista y la caracterizan a través de personajes que alcanzan en el libro igual importancia que la del protagonista. Este propósito general se articula confusamente en siete libros, de los cuales los cinco primeros constituyen novela y los dos restantes amplificación, apéndice, notas y glosario. En el prólogo se dice exactamente lo contrario, o sea que los primeros libros valen ante todo como introducción a los dos finales -"El Cuaderno de Tapas Azules" y "Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia"-. Pero una vez más cabe comprobar cómo las obras evaden la intención de sus autores y se dan sus propias leyes finales. Los libros VI y VII podrían desglosarse de "Adán Buenosayres" con sensible beneficio para la arquitectura de la obra; tal como están, resulta difícil juzgarlos si no es en función de "addenda" y documentación; carecen del color y del calor de la novela propiamente dicha, y se ofrecen un poco como las notas que el escrúpulo del biógrafo incorpora para librarse por fin y del todo de su fichero.
Tras el esquema del libro, su armazón interna. Una gran angustia signa el andar de Adán Buenosayres, y su desconsuelo amoroso es proyección del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de infancia y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo. Está en una realidad dada, pero no se ajusta a ella más que por el lado de fuera, y aun así se resiste a los órdenes que inciden por la vía del cariño y las debilidades. Su angustia, que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza -en todos los planos mentales, morales y del sentimiento- al argentino, y sobre todo al porteño azotado de vientos inconciliables. La generación martinfierrista traduce sus varios desajustes en el duro esfuerzo que es su obra; más que combatirlos, los asume y los completa. ¿Por qué combatirlos si de ellos nacen la fuerza y el impulso para un Borges, un Güiraldes, un Mallea? El ajuste final sólo puede sobrevenir cuando lo válido nuestro -imprevisible salvo para los eufóricos folkloristas, que no han hecho nada importante aquí- se imponga desde adentro, como en lo mejor de "Don Segundo...", la poesía de Ricardo Molinari, el cateo de "Historia de una pasión argentina". Por eso el desajuste que angustia a Adán Buenosayres da el tono del libro, y vale biográficamente más que la galería parcial, arbitraria o "genre nature" que puebla el infierno concebido por el astrólogo Schultze.
De muy honda raíz es ese desasosiego; más hondo en verdad que el aparato alegórico con que lo manifiesta Marechal; no hay duda que el ápice del itinerario del protagonista lo da la noche frente a la iglesia de San Bernardo, y la crisis de Adán solitario en su angustia, su sed unitiva. Es por ahí (no en las vías metódicas, no en la simbología superficial y gastada) por donde Adán toca el fondo de la angustia occidental contemporánea. Mal que le pese, su horrible náusea ante el Cristo de la Mano Rota se toca y concilia con la náusea de Roquentin en el jardín botánico y la de Mathieu en los muelles del Sena.
Por debajo de esta estructura se ordenan los planos sociales del libro. Ya que el número 2 existe ("con el número 2 nace la pena"), ya que hay un tú, la ansiedad del autor se vuelca a lo plural y busca explorarlo, fijarlo, comprenderlo. Entonces nace la novela, y "Adán Buenosayres" entra en su dimensión que me parece más importante. Muy pocas veces entre nosotros se había sido tan valerosamente leal a lo circundante, a las cosas que están ahí mientras escribo estas palabras, a los hechos que mi propia vida me da y me corrobora diariamente, a las voces y las ideas y los sentires que chocan conmigo y son yo en la calle, en los círculos, en el tranvía y en la cama. Para alcanzar esa inmediatez, Marechal entra resuelto por un camino ya ineludible si se quiere escribir novelas argentinas; vale decir que no se esfuerza por resolver sus antinomias y sus contrarios en un estilo de compromiso, un término aséptico entre lo que aquí se habla, se siente y se piensa, sino que vuelca rapsódicamente las maneras que van correspondiendo a las situaciones sucesivas, la expresión que se adecua a su contenido. Siguen las pruebas: si el "Cuaderno de Tapas Azules" dice con lenguaje petrarquista y giros del Siglo de Oro un laberinto de amor en el que sólo faltan unicornios para completar la alegoría y la simbólica, el velorio del pisador de barro de Saavedra está contado con un idioma de velorio nuestro, de velorio en Saavedra allá por el veintitantos. Si el deseo de jugar con la amplificación literaria de una pelea de barrio determina la zumbona reiteración de los tropos homéricos, la llegada de la Beba para ver al padre muerto y la traducción de este suceso barato y conmovedor halla un lenguaje que nace preciso de las letras de "Flor de fango" y "Mano a mano". En ningún momento -aparte de las caídas inevitables en quien no profesa de continuo la prosa, y de toda obra extensa- cabe advertir la inadecuación fondo-forma que, tan señaladamente, malogra casi toda la novelística nacional. Marechal ha comprendido que la plural dispersión en que lucharon él y sus amigos de Martín Fierro no podía subsumirse a un denominador común, a un estilo. Las materias se dan en este libro con la fresca afirmación de sus polaridades. Y el único gran fracaso de la obra es la ambición no cumplida de darle una superunidad que amalgamara las disímiles sustancias allí yuxtapuestas. No fue conseguido, y en verdad no importa demasiado. Ya es mucho que Marechal no se haya traicionado con una mediocre nivelación de desajustes. El buscaba más que eso, y tal vez le toque encontrarlo.
Hacer buena prosa de un buen relato es empresa no infrecuente entre nosotros; hacer ciertos relatos con su prosa era prueba mayor, y en ella alcanza "Adán Buenosayres" su más alto logro. Aludo a la noche de Saavedra, a la cocina donde se topan los malevos, al encuentro de los exploradores con el linyera; eso, sumándose al diálogo de Adán y sus amigos en la glorieta de Ciro, y muchos momentos del libro final, son para mí avances memorables en la novelística argentina. Estamos haciendo un idioma, mal que les pese a los necrófagos y a los profesores normales en Letras que creen en su título. Es un idioma turbio y caliente, torpe y sutil, pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse perfectamente con la mejor prosa "literaria" y fusionar cada vez mejor con ella pero para irla liquidando secretamente y en buena hora. El idioma de "Adán Buenosayres" vacila todavía, retrocede cauteloso y no siempre da el salto; a veces las napas se escalonan visiblemente y malogran muchos pasajes que requerían la unificación decisiva. Pero lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados es la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos (¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés.
Ignoro si se ha señalado cómo tropiezan nuestros novelistas cuando, a mitad de un relato, plantean discusiones de carácter filosófico o literario entre sus personajes. Lo que un Huxley o un Gide resuelven sin esfuerzo, suena duro e ingrato en nuestras novelas; por eso cabe llamar la atención sobre el "ars poetica" que, disperso y revuelto, dialogan aquí y allá los protagonistas de "Adán Buenosayres", y la limpieza con que los debates se insertan en la acción misma. La progresiva pérdida de unidad que resiente la novela a medida que avanza, ha permitido brillantes relatos independientes que alzan el nivel sensiblemente inferior del viaje al infierno porteño; la historia del Personaje -con agradecida deuda a Payró- toca a fondo la picaresca burocrática que desoladamente padecemos.
Quiero cerrar este pasaje de "Adán Buenosayres" con dos observaciones. Por un mecanismo frecuente en la literatura, nace ésta de un rechazo o una nostalgia. A la hora de la crisis -en la extrema tensión de su alma y de su libro Marechal dice ante el Cristo de la Mano Rota: "Sólo me fue dado rastrearte por las huellas peligrosas de la hermosura; y extravié los caminos y en ellos me demoré; hasta olvidar que sólo eran caminos, y yo sólo un viajero, y tú el fin de mi viaje". Muchas otras veces, este alfarero de objetos bellos se reprochará su vocación demorada en lo estético. Qué entrañable ha de ser esta demora, esta búsqueda por las "huellas peligrosas", cuando su producto es una de las obras poéticas más claras de nuestra tierra.
Este mismo desconcierto interno de Marechal se traduce en otro resultado insólito. Creo sensato sospechar que su esquema novelesco reposaba en la historia de amor de Adán Buenosayres, ordenadora de los episodios preliminares y concretándose al fin en el cuaderno del libro VI. La concepción dantesca de ese amor, exigiendo una expresión laberíntica y preciosista, lo escamotea a nuestra sensibilidad y nos deja una teoría de intuiciones poéticas en alto grado de enrarecimiento intelectual. Si nada de esto es reprensible en sí, lo es dentro de una novela cuyos restantes planos son de tan directo contacto con el tú, con nosotros como argentinos siglo XX. Y entonces, inevitablemente, la balanza se inclina del lado nuestro, y la náusea de Adán al oler la curtiembre nos alcanza más a fondo que Aquella en su spenseriano jardín de Saavedra. Ojalá la obra novelística futura de Marechal reconozca el balance de este libro; si la novela moderna es cada vez más una forma poética, la poesía a darse en ella sólo puede ser inmediata y de raíz surrealista; la elaborada continúa y prefiere el poema, donde debió quedar Aquélla con su simbología taraceada, porque ése era su reino.
La segunda observación toca al humor. Marechal vuelve con "Adán Buenosayres" a la línea caudalosa de Mansilla y Payró, al relato incesantemente sobrevolado por la presencia zumbona de lo literario puro, que es juego y ajuste e ironía. No hay humor sin inteligencia, y el predominio de la sentimentalidad sobre aquélla se advierte en los novelistas en proporción inversa de humor en sus libros; esta feliz herencia de los ensayistas siglo XVIII, que salta a la novela por vía de Inglaterra, da un tono narrativo que Marechal ha escogido y aplicado con pleno acierto en los momentos en que hacía falta. Sobre todo en las descripciones y las réplicas, y cuando no lo enfatiza; así el episodio de los homoplumas comienza del mejor modo -el retrato en diez líneas del malevo es un hallazgo-, pero termina alicaído con los discursos del speaker. El humor en "Adán Buenosayres" se alía con un frecuente afán objetivo, casi de historiador, y acaba de dar a esta novela su tono documental que, si la aleja de nosotros en cuanto a adhesión entrañable, nos la ofrece panorámicamente y con amplia perspectiva intelectual. No sé, por razones de edad, si "Adán Buenosayres" testimonia con validez sobre la etapa martinfierrista, y ya se habrá notado que mi intento era más filológico que histórico. Su resonancia sobre el futuro argentino me interesa mucho más que su documentación del pasado. Tal como lo veo, "Adán Buenosayres" constituye un momento importante en nuestras desconcertadas letras. Para Marechal quizá sea un arribo y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva, como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que creen esto último, y se obligan a no desconocerlo.

26 de mayo de 2015

Marechal en tiempo y forma (1). Observaciones al margen

En Argentina, la narrativa con intencionalidad política fue empleada desde los tiempos previos a la Organización Nacional. Entre los ejemplos más significativos de esa modalidad pueden citarse obras como "El matadero" de Esteban Echeverría (1805-1851), "Facundo" de Domingo F. Sarmiento (1811-1888) o "Amalia" de José Mármol (1817-1871). A Leopoldo Marechal (1900-1970) suele incluírselo en esa vertiente por las características de sus tres novelas: "Adán Buenosayres", "El Banquete de Severo Arcángelo" y "Megafón o la guerra". Aunque todas tienen una fuerte connotación autobiográfica y en ellas se evidencia la profunda religiosidad del autor, también poseen un carácter acentuadamente político, sobre todo las dos últimas. Pero reducir a Marechal a esta condición sería menospreciar el resto de su extensa obra que abarca también la poesía, el teatro, el cuento y el ensayo. En casi toda ella se reflejan sus inquietudes metafísicas. Para él, la existencia humana era una imagen barroca del "theatrum mundi", aquel tópico literario cuyo origen se remonta a la Antigüedad Clásica en el cual se concibe la realidad como un escenario, a la sociedad como una obra teatral ya escrita en la que los hombres interpretan un papel (o varios), en función de la situación imperante. Así, en el ámbito social, las personas importan no por quienes son, sino por el papel que representan. Para Marechal, todas estas cosas eran vanas, ilusorias. La verdadera realidad estaba más allá de la muerte.
Marechal fue poeta muy tempranamente. La etapa juvenil, en contacto con los escritores que inauguraban una nueva etapa de cambio literario influenciado por el positivismo altruista del filósofo francés Augusto Comte (1830-1842), lo vinculó primero con el grupo "Proa" que integraban, entre otros, Macedonio Fernández (1874-1952), Ricardo Güiraldes (1886-1927) y Jorge Luis Borges (1899-1986), y luego con el movimiento "Martín Fierro", en el que participaban Leopoldo Lugones (1874-1938), Oliverio Girondo (1891-1967) y Raúl González Tuñón (1905-1974), por citar sólo a algunos. Marechal se identificó con esa camada de autores vanguardistas que, irreverentemente hastiados de la historia, creía en la palabra como manifestación de la belleza, como un ariete para la demolición de estructuras decadentes.
En 1919 fue contratado como bibliotecario rentado en la Biblioteca Popular Alberdi al tiempo que se recibía de maestro, tarea que desempeñaría hasta 1944. Los libros que publicó en su primera etapa lo consagraron como una de las principales nuevas figuras de aquella época: "Los Aguiluchos", "Días como flechas" y "Odas para el hombre y la mujer", entre otros, son los títulos de su autoría en la década del '20. "Laberinto de Amor", "Cinco poemas australes", "Sonetos a Sophia" y "El Centauro" fueron sus obras siguientes. Esta última recogió el caluroso elogio de Roberto Arlt (1900-1942) quien le mandó una esquela el 30 de octubre de 1939: "He leído en 'La Nación' tu poema 'El Centauro'. Me produjo una impresión extraordinaria. La misma que recibí en Europa al entrar por primera vez a una catedral de piedra. Poéticamente sos lo más grande que tenemos en habla castellana. Desde los tiempos de Rubén Darío no se escribe nada semejante en dolida severidad. He recortado tu poema y lo he guardado en un cajón de mi mesa de noche. Lo leeré cada vez que mi deseo de producir en prosa algo tan bello como lo tuyo se me debilite". Marechal devolvería la gentileza al afirmar en una entrevista poco antes de la muerte del autor de "Los siete locos": "Al leer sus obras, siempre me dio la idea de un Miguel Ángel tallando un tronco de quebracho con un cortaplumas, porque tenía mucho que decir y medios expresivos rudimentarios. ¡Mejor para vos, Roberto! Hay otros que manejan complicados recursos expresivos y no tienen nada que decir". En esos años también publicó, en prosa: "Historia de la calle Corrientes" y "Descenso y ascenso del alma por la belleza". Ya se advertía entonces en su obra una profunda preocupación metafísica.


Su personalidad intelectual, alentada por una vocación muy temprana, se formó en la lectura y en los ejercicios de taller literario. En tal sentido se consideraba un autodidacto, vale decir, un hombre que buscaba en los libros, en las cosas y en la meditación una respuesta vital a sus problemas interiores. En los años '30 pasó por una crisis existencial cuya resolución fue religiosa, más estrictamente, cristiana o, más aún, católica, algo que influiría en toda su obra posterior. Fue así que ella, si bien compartió los años finales de la literatura modernista y vivió las aventuras de la vanguardia argentina de matices vitalistas y criollistas, terminó por no ceñirse a ninguna de ellas y, como si volviera atrás en la historia de estilos, produjo una paulatina reconversión de índole espiritual y religiosa, asumiendo un cristianismo católico que no renegaba de las fuentes clásicas ni tampoco del tramo vanguardista-modernista. Ferviente defensor de las teorías platónicas y aristotélicas, su estética estuvo signada por un cierto modo de pensar medieval, lo que se reflejó claramente en sus novelas y ensayos de madurez.
Uno de los temas que siempre preocuparon a Marechal fue la justificación de su labor como escritor de novelas. Él mismo, ya en sus últimos años de vida, se encargó de aclarar en "Cuaderno de navegación" que, tras la publicación de su primera novela y con motivo de algunos estudios que ésta había merecido, se ocupó de indagar sobre el género de la novela y la directa relación entre ésta y la epopeya. Reconoció que había encontrado en "Poiêtikê" 
(Poética) de Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) las bases de su concepción de novela. Si bien, la obra del filósofo griego no se refiere de manera explícita a la misma, Marechal consideró válida la distinción que en ésta se hace entre epopeya y tragedia en vistas de la justificación de su labor como novelista. En todo caso, lo que Marechal consiguió desde sus novelas fue crearle, desde su clasicismo paródico, una tradición a Buenos Aires: la de su tristeza como una ubicación equivocada frente a la vida, algo en cierto sentido similar a lo que Borges, desde su criollismo, recreó en varios de sus poemas.
No obstante Borges y Marechal caminaron por veredas opuestas. Es curioso observar cómo las iniciales coincidencias literarias de los dos jóvenes poetas del "martinfierrismo" se fueron transformaron con el correr de los años. Marechal había redactado un artículo elogioso de "Luna de enfrente" en 1925 y Borges correspondió con otro tanto al reseñar "Días como flechas" en 1926. Sin embargo, muchos años después del período vanguardista de Marechal, Borges declaró con su proverbial ironía haberlo conocido pero no haber leído nada de su obra. La opinión de Marechal sobre el autor de "Ficciones" tampoco sería positiva. En una entrevista, en 1967, afirmó: "Borges fue siempre un 'literato', vale decir un 'mosaiquista de la letra', dado a prefabricar mosaicos de palabras según recetas de fácil imitación o aplicación".


El otro aspecto que marcó su vida, tanto en el aspecto personal como en el literario, fue su adhesión y respaldo al peronismo. Si bien reconocía siempre que no era hombre de acción sino de contemplación y meditación, y que no tenía condiciones de político militante, participó activamente en la campaña electoral que llevó a Juan D. Perón (1895-1974) por primera vez a la presidencia. Esta actitud no hizo más que poner de manifiesto su escasa y confusa formación política, probablemente debido a su incondicional sumisión al catolicismo. Su evidente desorientación en la materia lo llevó a coquetear con las ideas socialistas en su juventud, a sentirse atraído luego por el anarquismo, a adherir al nacionalismo católico en la década del '30 y comienzos de la del '40, para luego apoyar con firmeza la irrupción de peronismo en la vida política nacional. De hecho, Marechal fue el afiliado nº 46 de la "Comisión pro candidatura del general Perón". Cuando ocurrió el golpe militar de 1943 -de características claramente fascistoides- Marechal no vaciló en consagrarlo como "revolucionario", al tiempo que ensayaba un aval religioso para la alternancia de la derecha y la izquierda fomentada por el líder justicialista remitiéndose a una leyenda norteña: "Dios tiene dos manos con las que suele obrar alternativamente: la de su benevolencia y la de su rigor; la mano de su rigor actúa cuando no basta la de su benevolencia".
Por entonces trabajó en la Biblioteca Popular de Villa Crespo y luego como presidente del Consejo General de Educación y la dirección General de Escuelas de Santa Fe. Con Perón en el gobierno, se involucró de lleno en la gestión siendo director general de Cultura de la Nación primero, y director nacional de Enseñanza Superior y Artística después. El hecho de haber ocupado cargos públicos durante los gobiernos del justicialismo peronista lo llevó al enfrentamiento con sus antiguos compañeros de generación literaria, los que decretaron su "proscripción intelectual". Su adhesión al peronismo se convertiría en el dato más controvertido de su biografía y el que con mayor peso invadiría su bibliografía en un doble sentido: primero en su propia producción y, por extensión, en la atención de la crítica que lo enaltecería o ignoraría en función de esa elección.
Diría por entonces: "Como sistema político económico social, yo diría que el Justicialismo es perfecto: se basa en una doctrina de 'tercera posición', ubicada entre un capitalismo agonizante y un socialismo extremo que lucha todavía, creo que inútilmente, por adaptare al rigor abstracto de las teorías a la contingencias de un mundo real y concreto, y que se desdice y agota en esa lucha estéril. Por el contrario, el Justicialismo, lejos de fomentar una lucha de clases en verdad suicida, trata de armonizar y jerarquizar las clases entre sí, para que cada una cumpla la función que le es propia en el organismo social, porque cada clase social no es un conjunto de hombres agrupados arbitrariamente, sino una función necesaria e inalienable que debe jugar con las otras en armonía y sólo teniendo en cuenta la salud del organismo social". Semejante desconocimiento de los más elementales rudimentos sociológicos lo llevó también a afirmar que "el peronismo, que es cristiano, digan lo que digan, transformó una masa numeral en un pueblo esencial. Hay un vieja y pequeña Argentina, representada por la oligarquía, que se obstina en no terminar de morir. Pero todo mejoramiento social que no se funde en la caridad crística no puede crear una felicidad trascendente". En aquellos días de euforia populista, a Marechal le ceden el teatro Cervantes para estrenar su obra "Antígona Vélez" bajo la dirección de Enrique Santos Discépolo (1901-1951), obra por la que, en 1951, recibió el Primer Premio Nacional de Teatro.
Marechal nunca había tenido dificultades para publicar sus libros de poesía, llegando incluso a obtener el Primer Premio Municipal de Poesía en 1929 por su "Odas para el hombre y la mujer", y el Primer Premio Nacional de Poesía en 1941 por sus "Sonetos a Sophia" y "El centauro". Sin embargo, cuando apareció "Adán Buenosayres" en 1948, el peso del prejuicio antiperonista que dominaba al mundo editorial de entonces generó  un adverso silencio que rodeó la aparición del libro. Fueron escasas las críticas que recibió en diarios y revistas, y durante los años siguientes un buen número de ejemplares de la primera edición permanecieron apilados en los depósitos. Fue Julio Cortazar (1914-1984) quien, en el ejemplar de marzo/abril de 1949 de la revista "Realidad", elogió la obra de manera contundente: "La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa". Con esas líneas el autor de "Los reyes" mostró como, a pesar de encontrarse muy alejado del peronismo, se podía abordar un tema literario desde una óptica distanciada de los prejuicios. Mientras la crítica tradicional silenció su carácter insólito dentro de la tradición novelística en castellano, y la libertad igualmente inédita en el uso del lenguaje narrativo, Cortázar -por entonces un desconocido columnista- se encargó de destacar dichos aspectos con lucidez y alborozo.


Su segunda novela, "El banquete de Severo Arcángelo", una parábola religiosa que enlazaba con la historia argentina y tenía una carga política donde se justificaba la militancia del autor, apareció en plena proscripción del peronismo y fue un éxito. El diario "Clarín" decía el 22 de Septiembre de 1966: "En Leopoldo Marechal las arduas jornadas de la creación nunca perturbaron su condición de practicante de la belleza ni su olvido de todo problema circundante. El ensayista polémico y genial novelista no eran aquel otro que escribía versos memorables y, generalmente, desconocidos". Poco después Marechal viajaba a Cuba para ser jurado del Premio Casa de las Américas. Muy alejado del marxismo, al que consideraba incompatible con su religiosidad, no obstante se sintió seducido por la Revolución y así lo expresó el 7 de junio de 1967 en la revista "Primera Plana". Evidentemente desconociendo las diferencias entre bonapartismo y socialismo (una falencia habitual, tanto en el peronismo de los '70 como en el actual), afirmó: "He encontrado bastantes puntos de contacto entre el peronismo y la revolución cubana y bastantes parecidos entre los dos líderes: Perón y Fidel dialogan con las masas. Me parece que, más que una revolución marxista, la de Cuba es una revolución nacional y popular, como la nuestra, la de Perón; con la diferencia que Fidel ha llevado el socialismo a extremos más rigurosos que Perón". De todos modos se encargó de aclarar que, si bien "como latinoamericano me interesa la liberación de las trabas que nos impone el imperialismo yanqui, la verdadera trascendencia la visualizo como metafísica y sólo viable mediante Cristo".
Debe admitirse que Marechal siempre estuvo abierto a un espíritu crítico que también aplicó, aunque tenuemente, al movimiento político al que adhería: "Entre los errores del Justicialismo en su primera encarnación, no pocos se redujeron a 'exteriorizaciones irritantes' que se debieron y pudieron evitar. Su mayor error, a mi juicio, fue el de haber realizado una revolución 'a medias'. Una revolución debe ser integral porque, si se hace a medias, en la otra mitad no tocada subsisten anticuerpos que la derrotarán al final. Y lo comprobamos en 1955". Lo que ignoraba Marechal, probablemente en su buena fe, es que el peronismo jamás se propuso hacer una "revolución integral". En otro reportaje admitió que "el movimiento me ignoró. Lo justifico porque estaba sobre todo preocupado por solucionar problemas económicos más perentorios. No creo, desde luego, que se deba hacer eso; una resolución debe solucionar todos los problemas paralelamente. Y se produjo un hecho muy curioso: la intelectualidad argentina, antiperonista en su mayoría, y que me conocía bien, personalmente, me excluyó de su seno. Por otro lado, los peronistas prácticamente ignoraron mi existencia: ponía el acento sobre los aspectos populistas de la cultura".
Así como "El banquete de Severo Arcángelo" careció del andamiaje realista y en cierta medida costumbrista de "Adán Buenosayres", "Megafón o la guerra", su tercera novela, no alcanzó la riqueza de las anteriores, pero es una síntesis, en cierto sentido testamentaria, de las inquietudes políticas y metafísicas del autor ligadas a la experiencia peronista. La novela estaba en imprenta cuando acaeció su fallecimiento y vería la luz un mes después. Marechal dejó una decena de obras de teatro inéditas: "El arquitecto del honor", "El superhombre", "Aligerando", "Mayo el seducido", "Muerte y epitafio de Belona", "Don Alas o la virtud", "Un destino para Salomé", "La parca", "Estudio en Cíclope", "El Mesías" y "Polifemo"; una gran cantidad de cartas, conferencias y ensayos, y se sabe que estaba trabajando en una cuarta novela "El empresario del caos".


El principal valor estético de la obra de Marechal es quizás el hecho de que ayudó a quitarle marginalidad al lunfardo y a ciertos ámbitos solemnes de la Argentina al frecuentar palabras y términos habituales en el habla coloquial de los argentinos. Fue en ese territorio donde Marechal se reveló como un maestro. Como dijo Tomás Eloy Martínez (1934-2010), "su idioma es el que puede oírse en cualquier esquina de Buenos Aires, está teñido de giros zumbones, de alguna invención lunfarda y del barullo y la calidez que crecen en las conversaciones cotidianas". La obra literaria de Marechal, en definitiva, es en su conjunto un ambicioso esfuerzo de síntesis. Mezcla lo culto con lo popular, lo universal con lo local, lo antiguo con lo moderno, lo religioso con lo cómico y también -de modo bastante provocativo- lo didáctico con lo literario.