30 de junio de 2015

Richard Wagner, el alemán errante (3). Las flores de Baudelaire

A punto de cumplir los veinte años, Charles Baudelaire (1821-1867) se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de París. Al futuro poeta precursor del Simbolismo, más que la rigidez de las aulas de La Sorbona, lo que más le interesó fue el suburbio que la circunda y el trajín que lo caracteriza, esto es, el célebre Barrio Latino y su vida bohemia. Allí conoció y trabó amistad con el novelista Honoré de Balzac (1799-1850) y los poetas Gérard de Nerval (1808-1855), Louis Ménard (1822-1901) y Théodore de Banville (1823-1891). Pero también frecuentó sus prostíbulos y mantuvo amoríos escandalosos que describiría años después en el más célebre de sus poemarios: "Les fleurs du mal" (Las flores del mal). Una de sus amantes, una mulata bellísima llamada Jeanne Duval, llegaría a ser retratada por Édouard Manet (1832-1883); la otra, Sarah "La louchette", una judía bizca y calva, le contagió la sífilis que años más tarde terminaría con su vida.
A principios de 1845 comenzó a consumir hachís y se dedicó a la crítica de arte. Sus primeros ensayos, "Salon de 1845" (El salón de 1845) y "Salon de 1846" (El salón de 1846), los dedicó a los pintores Léon Cogniet (1794-1880), Camille Corot (1796-1875), Robert Fleury (1797-1890), Henri Scheffer (1798-1862) y Théodore Chassériau (1819-1856) entre muchos otros, y a hacer sesudas apreciaciones sobre la estética en la pintura y la escultura. En 1847 escribió la que sería su única novela, "La Fanfarlo", a la vez que colaboraba en diversas revistas con artículos y poemas. Al año siguiente comenzó a traducir al francés la obra de Edgar Allan Poe (1809-1849), un trabajo que realizaría durante casi veinte años y del cual fue pionero. Una copiosa selección de cuentos y el ensayo filosófico "Eureka. A prose poem" (Eureka. Un poema en prosa) fueron apareciendo de forma dispersa en diversos periódicos. Luego, en 1856 y 1857, publicó en forma de libro "Histoires extraordinaires" (Historias extraordinarias) y "Nouvelles histoires extraordinaires" (Nuevas historias extraordinarias), conteniendo trece y veintitrés cuentos del autor de "The raven" (El cuervo) respectivamente. Ambas ediciones fueron prologadas por Baudelaire: "Edgar Poe, sa vie et ses oeuvres" (Edgar Poe, su vida y sus obras), el primero, y "Notes nouvelles sur Edgar Poe" (Nuevas notas sobre Edgar Poe), el segundo.
En 1858 publicó una nueva traducción de Poe. Esta vez fue su única novela: "Les aventures d'Arthur Gordon Pym" (Las aventuras de Arthur Gordon Pym), al tiempo que también lanzaba "Les paradis artificiels" (Los paraísos artificiales), un ensayo en el que analizó la relación entre el consumo de drogas y la creación poética, compuesto por dos partes: "Un mangeur d'opium" (Un consumidor de opio) y "Le poème du haschisch" (El poema del hachís). Partiendo de "Confessions of an english opium eater" (Confesiones de un opiómano inglés) del escritor Thomas de Quincey (1785-1859), Baudelaire analizó las vivencias creadas por el opio, el hachís y otras sustancias alucinógenas desde un punto de vista tanto filosófico y científico como ético y psicológico. Poco tiempo antes, ante el escándalo que provocó la publicación de "Las flores del mal" (el diario "Le Figaro" lo consideró un libro "lleno de monstruosidades"), Baudelaire y su editor, Auguste Poulet Malassis (1825-1878), habían sido procesados bajo el cargo de "ofensas a la moral pública y las buenas costumbres". No obstante ello, en 1861 la obra fue reeditada conteniendo, incluso, una treintena de textos inéditos. Luego llegaría "Petits poèmes en prose" (Pequeños poemas en prosa), una colección de cincuenta piezas poéticas que habían sido publicadas en la revista literaria "L'Artiste" y en periódicos como "La Presse" y "Le Figaro".
Mientras tanto, Baudelaire nunca dejó de lado su labor como crítico, una tarea que para él no era menos importante que su poesía. La lectura de "Le chef-d'oeuvre inconnu" (La obra maestra desconocida) -una novela corta de su amigo Balzac cuya principal característica es la de ser la primera en la literatura francesa en tener a un pintor como protagonista y a la creación como tema- tuvo mucho que ver en ello. Muchas de las ideas que Balzac desarrolló en ese libro fueron retomadas por Baudelaire para describir la belleza moderna y la dificultad inherente a la creación artística, algo que hizo tanto en sus poemas como en sus ensayos críticos. Con esa percepción publicó "Réflexions sur quelques-uns de mes contemporains" (Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos), analizando las creaciones de un medio centenar de escritores de su época entre los que puede mencionarse a Victor Hugo (1802-1885), Henri Auguste Barbier (1805-1882) y Théophile Gautier (1811-1872). Lo mismo haría con la pintura al publicar "Le peintre de la vie moderne" (El pintor de la vida moderna), un ensayo sobre el dibujante y pintor Constantin Guys (1802-1892), y "L'oeuvre et la vie d'Eugène Delacroix" (Vida y obra de Eugene Delacroix), dedicado al más emblemático de los pintores del Romanticismo ("la expresión más reciente, la más actual de la belleza", según sus propias palabras) a quien conoció personalmente en su juventud.
Baudelaire inició su carrera como crítico de arte en el ámbito de las exposiciones públicas (los célebres "salones"), una tradición creada en 1747 por el crítico de arte Étienne de La Font de Saint-Yenne (1688-1771) y que más tarde popularizara Denis Diderot (1713-1784). Como poeta dotado de imaginación, consiguió desarrollar una verdadera conciencia crítica, es decir, aquella capacidad crítica que antecede a toda verdadera creación. A través del examen profundo, de la identificación con la obra de otros artistas, Baudelaire exploró su propio arte y, gracias a ello, se convirtió para muchos en uno de los fundadores de la crítica moderna. Medio siglo después de su muerte, el escritor francés Paul Valéry (1871-1945), un escritor escéptico que creía en la superioridad moral y práctica del trabajo por sobre las ideas irracionales y la inspiración poética, reconocía en un artículo publicado en la revista "Variété II" titulado "La situation de Baudelaire" (La situación de Baudelaire), que el autor de "Les épaves" (Los despojos) fue el primer poeta moderno, poseedor de "una inteligencia crítica asociada a la virtud de la poesía". Basando sus críticas en el conocimiento y la imaginación, el poeta francés fue capaz de captar lo que distinguía la obra de un artista de la de los demás, es decir, tanto su aspecto absoluto (el de su singularidad) como su aspecto relativo (el de su novedad).
Pero Baudelaire fue, además, un pionero en el campo de la crítica musical. Cuando Wagner dirigió en el Théâtre des Italiens algunos fragmentos y oberturas de sus óperas "El holandés errante", "Tannhäuser" y "Lohengrin" (el 25 de enero, el 1 y el 8 de febrero de 1860 respectivamente) Baudelaire estuvo presente. Los conciertos obtuvieron un éxito aceptable ante el público en general, pero provocaron reservas y ataques por parte de la crítica especializada. En ese contexto, unos días después (el 17 de febrero) Baudelaire le envió una carta a Wagner manifestándole su interés en las obras presenciadas, su admiración y su deseo de "traducir" en palabras aquello que consideraba como la síntesis de un arte nuevo. En esa carta, en la que expresó su comprensión y compenetración con la estética wagneriana, Baudelaire realizó un análisis basado en su concepción de una doble moral: la burguesa y la del artista, lo que suponía un choque, una contradicción, ya que no todo el mundo estaba cualificado para juzgar correctamente el poder creativo de la imaginación del músico alemán.
La versión completa de la ópera "Tannhäuser" se estrenó el 13 de marzo de 1861 en el Théâtre Impérial de l’Opéra. Dicho acontecimiento generó un escándalo: gritos, silbidos, burlas, risas y manifestaciones, lo que llevó a que la ópera fuera representada solamente dos veces más (el 18 y el 24 de marzo), siempre en medio del caos y la confusión. Se enfrentaron en la ocasión los partidarios de la ópera concebida como un entretenimiento, hostiles a toda tentativa de renovación, y aquellos que la concebían como un "arte total". Entre los primeros, los críticos musicales de las revistas "La Revue des Deux Mondes" o "La Revue et Gazette Musicale de Paris"; entre los segundos, algunos escritores como Jules Champfleury (1821-1889), Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889) y, por supuesto, Charles Baudelaire. Éste publicó el 1 de abril siguiente un artículo titulado "Richard Wagner" en la revista "La Revue Européenne", el que, ampliado con el postfacio "Encore quelques mots" (Algunas palabras más), apareció luego en forma de folleto con el título definitivo de "Richard Wagner et 'Tannhäuser' à Paris" (Richard Wagner y "Tannhäuser" en París). En la primera parte se centró en las características generales de la ópera wagneriana y en su rechazo de la ópera tradicional, retomando las consideraciones teóricas de Wagner y haciéndolas completamente suyas. En la segunda, analizó la catastrófica recepción de "Tannhäuser" durante su estreno y confirmó su confianza en el reconocimiento futuro de la estética wagneriana.

RICHARD WAGNER Y "TANNHÄUSER" EN PARÍS
(Fragmentos)

Tan pronto como los afiches anunciaron que Richard Wagner haría escuchar en el Théâtre 
des Italiens fragmentos de sus composiciones, se produjo un hecho divertido que prueba la necesidad instintiva, precipitada de los franceses por tomar partido sobre todas las cosas antes de haber deliberado o examinado. Algunos anunciaron maravillas, y otros se pusieron a denigrar exageradamente obras que todavía no habían escuchado. Todavía hoy en día perdura esta graciosa situación, y se puede decir que jamás un asunto desconocido fue tan discutido. En fin, los conciertos de Wagner se anunciaban como una verdadera batalla de doctrinas, como una de estas solemnes crisis del arte, una de estas escaramuzas donde críticos, artistas y público tienen la costumbre de arrojar confusamente todas sus pasiones: crisis felices que muestran la salud y la riqueza en la vida intelectual de una nación, y que habíamos, por decirlo de alguna forma, desaprendido desde los grandes días de Victor Hugo.
Wagner fue audaz: el programa de su concierto no contenía ni solos de instrumentos, ni canciones, ni ninguna de las exhibiciones tan apetecidas por un público enamorado de los virtuosos y sus hazañas. Solamente fragmentos, coros o sinfonías. La lucha fue violenta, es verdad. Pero el público, abandonado a sí mismo, se entusiasmó con algunos de estos irresistibles fragmentos que expresaban más claramente su pensamiento, y la música de Wagner triunfó por su propia fuerza. La obertura de "Tannhäuser", la marcha pomposa del segundo acto, la obertura de "Lohengrin" en especial, la marcha nupcial y el epitalamio, fueron magníficamente aclamados. Sin duda muchas cosas quedaron oscuras, pero los espíritus imparciales se decían: "Ya que estas composiciones están hechas para la escena, hay que esperar; las cosas no definidas lo suficientemente serán explicadas por la plástica". Mientras tanto, se probaba que, como sinfonista, como artista que traduce por medio de miles de combinaciones del sonido los tumultos del alma humana, Richard Wagner estaba al nivel de lo más elevado, tan grande, es verdad, como los más grandes.
He escuchado con frecuencia decir que la música no podía alardearse de traducir cualquier cosa con certeza, como lo hace la palabra o la pintura. Esto es verdad en cierta proporción, pero no es completamente la verdad. Ella traduce a su manera, y con los medios que le son propios. En la música, como en la pintura e inclusive en la palabra escrita, que es sin embargo la más positiva de las artes, hay siempre una laguna completada por la imaginación del auditorio. Son sin duda estas consideraciones las que llevaron a Wagner a considerar el arte dramático, es decir, la reunión, la coincidencia de varias artes, como el arte por excelencia, el más sintético y el más perfecto. Ahora bien, si dejamos de lado por un instante la ayuda de la plástica, del decorado, de la incorporación de los tipos soñados en actores vivos e inclusive de la palabra cantada, es todavía irrefutable que entre más elocuente es la música más rápida y justa es la sugestión, y hay más posibilidades para que los hombres sensibles conciban ideas en relación con las que inspiraban al artista.
Ningún músico se destaca como Wagner pintando el espacio y la profundidad, materiales y espirituales. Es una observación que muchos espíritus, y de los mejores, no pudieron evitar hacer en varias ocasiones. Él posee el arte de traducir, por medio de gradaciones sutiles, todo lo que hay de excesivo, de inmenso, de ambicioso en el hombre espiritual y natural. Al escuchar esta música ardiente y despótica, parece a veces que, sobre el fondo de las tinieblas destrozado por la ensoñación, aparecieran pintadas las vertiginosas concepciones del opio. A partir de este momento, es decir del primer concierto, fui poseído por el deseo de profundizar en la comprensión de estas obras singulares. Yo había experimentado (al menos me parecía así) una operación espiritual, una revelación. Mi voluptuosidad había sido tan fuerte y tan terrible, que no podía evitar querer regresar allí una y otra vez. En lo que yo había sentido, había sin duda mucho de lo que Weber y Beethoven ya me habían hecho conocer, pero también algo nuevo que era incapaz de definir, y esta impotencia me causaba cólera y curiosidad, mezcladas con una extraña delicia.
Las burlas francesas estaban en pleno auge, y el periodismo vulgar operaba sin tregua sus niñerías profesionales. Como Wagner nunca había dejado de repetir que la música (dramática) debía hablar al sentimiento, adaptarse al sentimiento, con la misma exactitud que la palabra pero evidentemente de otra manera, es decir, que debía expresar la parte indefinida del sentimiento que la palabra, demasiado positiva, no puede proporcionar (con lo que no decía nada que no fuera aceptado por todos los espíritus sensatos), mucha gente, persuadida por los chistosos del folletín, se imaginó que el maestro atribuía a la música el poder de expresar la forma positiva de las cosas, es decir, que él estaba invirtiendo los papeles y las funciones. Sería tan inútil como aburrido nombrar todas las burlas fundadas sobre esta falsedad, que provenían, a veces, de la maldad, a veces, de la ignorancia, y que tenían como resultado extraviar de antemano la opinión del público. Pero en París, más que en otra parte, es imposible parar una pluma que se cree divertida. La curiosidad general, al ser atraída hacia Wagner, engendró artículos y folletos que nos iniciaron a su vida, a sus largos esfuerzos y a todos sus tormentos.
"¡La prueba es palpable! ¡La música del futuro está enterrada!", exclamaron con alegría los abucheadores e intrigantes. "¡La prueba es palpable!", repiten todos los tontos del folletín. Y todos los desocupados les responden en coro y muy ingenuamente: "¡La prueba es palpable!". En efecto, una prueba se había llevado a cabo, que se renovará todavía miles de veces antes del fin del mundo: que, primero, toda obra grande y seria no puede alojarse en la memoria humana ni ocupar su lugar en la historia sin enérgicas contestaciones; luego, que diez personas testarudas pueden, con la ayuda de chiflidos agudos, desconcertar a los actores, vencer la benevolencia del público, y penetrar incluso con sus protestas discordantes la voz inmensa de una orquesta, así esta voz fuera igual en fuerza a la del océano. Finalmente, un inconveniente de los más interesantes se verificó: un sistema de abono que permite abonarse al año crea una especie de aristocracia, la cual puede, en un momento dado, por un motivo o un interés cualquiera, excluir al vasto público de toda participación en el juicio de una obra.
Las personas que se creen libradas de Wagner se alegraron demasiado rápido: podemos afirmárselo. Los invito vivamente a celebrar menos por lo alto un triunfo que no es además de los más honorables, e incluso a llenarse de resignación para el futuro. En verdad, no comprenden mucho el juego de báscula de los asuntos humanos, el flujo y el reflujo de las pasiones. Ignoran también la paciencia y la obstinación que la Providencia siempre ha otorgado a aquellos que ella inviste de una función. Hoy la reacción ha comenzado: nació el mismo día en que la maldad, la tontería, la rutina y la envidia juntas trataron de enterrar la obra. La inmensidad de la injusticia engendró mil simpatías, que ahora se muestran por todos lados.

29 de junio de 2015

Richard Wagner, el alemán errante (2). Así habló Nietzsche

En 1864 Friedrich Nietzsche (1844-1900) inició su carrera universitaria en Bonn estudiando Filología. Al año siguiente se trasladó a la Universidad de Leipzig en donde se convirtió en discípulo del encumbrado filólogo Friedrich Ritschl (1806-1876), quien luego lograría que dicha universidad le con­cediese el grado de doctor por los artículos filológi­cos que publicó en su revista "Rheinisches Museum für Philologie". Ese mismo año, 1865, Nietzsche viajó a Colonia. Allí un amigo, a quien había pedido la dirección de un restaurante, le da la de un burdel. Fue entonces cuando contrajo, se dice, la infección sifilítica que qui­zá fuese la que contribuyó a su posterior locura y muerte. Tras cumplir los años siguientes el servicio militar como arti­llero, el 8 de noviembre de 1868 Nietzsche recibió una invitación a una reunión en casa del catedrático Hermann Brockhaus (1806-1877), cuñado de Wagner, ubicada en Triebschen, en las afueras de Lucerna. Allí daría comienzo una de las relaciones más significativas e intempestivas de la historia de la filosofía y del arte, tanto por su seducción como por su repulsión.
Cuando se conocieron, ambos coincidieron en su profunda admiración por Arthur Schopenhauer (1788-1860). Para Wagner, el autor de "Parerga und Paralipomena" (Parerga y Paralipómena) era el único filósofo que reconocía el lugar importante que ocupaba la música entre las artes. Para Nietzsche era la prueba contundente de que era posible vivir de un modo distinto al del resto de los hombres sin conformarse con llevar una vida mediocre. Al poco tiempo le ofrecieron a Nietzsche una cátedra de Filología Clásica en la Universidad de Basilea y en abril de 1869 partió hacia esa ciudad. A partir de entonces los encuentros entre ambos se repitieron con asiduidad. Nietzsche creía en el proyecto wagneriano de renovación cultural y lo apoyó en su planeado festival en Bayreuth escribiendo "Richard Wagner in Bayreuth" (Richard Wagner en Bayreuth), la cuarta de sus "Unzeitgemasse betrachtungen" (Consideraciones intempestivas). Wagner, a su vez, lo animó a escribir un libro que fuese una especie de respaldo teórico de su músi­ca, lo que el filósofo haría en 1871 con el título de "Die geburt der tragödie aus dem geiste der musik" (El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música).
Sin embargo, con el paso de los años, las frases elogiosas del uno hacia el otro, las similitudes, la mutua influencia, se resquebrajaron y se rompieron. Hubo una alabanza de Nietzsche a Johannes Brahms (1833-1897) -uno de los compositores más conservadores dentro del Romanticismo con el que Wagner mantenía severas discordancias en cuanto a la estructura musical- que al autor de "Rienzi, der letzte der tribunen" (Rienzi, el último de los tribunos) disgustó sobremanera; opiniones encontradas sobre el futuro del naciente Deutsches Reich (Imperio alemán) y sobre la figura de Wilhelm Friedrich Ludwig (1797-1888), quien lo gobernaba bajo el nombre de Guillermo I; advertencias de Wagner sobre la condición de judío de Paul Rée (1849-1901), uno de los mejores amigos del autor de "Morgenröthe. Gedanken über die moralischen vorurtheile" (Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales); y, como corolario, una ácida crítica de Nietzsche a la "cristianización" de Wagner en "Parsifal", ópera en la que estaba trabajando.
A comienzos de 1876, Nietzsche y Wagner tuvieron su último encuentro en Sorrento, ciudad donde el filósofo estaba pasando el invierno tratando de recuperar su maltrecha salud. Para entonces, Wagner representaba para Nietzsche la "decadencia" y el "aburguesamiento". El Festival de Bayreuth no era la gran oportunidad para la renovación operística, "esa obra de arte trágica que representa la lucha de los individuos contra todo lo que los enfrenta como necesidad aparentemente invencible", como había escrito dos años antes. Tras haber asistido bajo una lluvia torrencial junto al compositor a la colocación de la piedra fundacional del teatro en lo alto de la colina de Bayreuth aquel lejano 22 de mayo de 1872, Nietzsche había opinado: "Wagner es un maestro prodigioso de la música y del arte escénico y respecto de cada uno de los requisitos técnicos, es un inventor e innovador. Ya no habrá quien le dispute la gloria de haber establecido el más alto patrón para todo arte de gran exposición". Ahora, luego de presenciar su inauguración el 13 de agosto de 1876, Nietzsche sólo veía en el Festival la culminación de un proyecto para la gloria personal de Wagner. "Salí de allí caminando en solitario, temblaba. No mucho después de todo aquello, estuve enfermo, más que enfermo, a saber, estuve cansado; cansado de la irresistible desilusión por todo lo que nos quedaba a nosotros, los seres humanos modernos, de entusiasmo, por la fuerza, el trabajo, la esperanza, la juventud y el amor dilapidados por todas partes, cansado de asco por toda mentira y todo el debilitamiento de conciencia idealistas, que aquí habían triunfado una vez más".
El final definitivo de la relación entre ambos se dio poco después. Wagner le envió un ejemplar de la partitura de "Parsifal" con una nota dedicatoria. Nietzsche, a su vez, le remitió su libro "Menschliches, allzumenschliches" (Humano, demasiado humano) que había publicado en abril de aquel mismo año. Por entonces se deleitaba escuchando a Georges Bizet (1838-1875), disgustado al enterarse de que Wagner comentaba en su círculo íntimo que su problemática ceguera podría deberse a un onanismo descontrolado, lo que suponía una "ofensa mortal". Al parecer recién entonces Nietzsche advirtió que Wagner era "egocéntrico y dominante", un "soberbio autoritario", "como escritor es un músico; como músico, un pintor; como artista, un comediante", epítetos todos ellos que volcaría en dos de sus últimos escritos, los que mayor repercusión tendrían posteriormente a la hora de analizar las relaciones entre ambos: "Der fall Wagner. Ein musikanten problem" (El caso Wagner. Un problema para los amantes de la música) en 1888, y "Nietzsche contra Wagner. Aktenstücke eines psychologen" (Nietzsche contra Wagner. Documentos de un psicólogo) en 1889. El 3 de enero de ese año Nietzsche sufrió un colapso mental en Turín, por lo que debió ser internado en una clínica psiquiátrica en Basilea, primero, y en Jena, después. Antes todavía tuvo tiempo de pedir prestado el piano de la pensión en la que se alojaba y jugar a ser Wagner, como en aquellos viejos tiempos de Triesbchen.

NIETZSCHE CONTRA WAGNER
(Fragmentos)

Creo que los artistas desconocen a menudo qué es lo que mejor pueden hacer: son demasiado vanidosos para ello. Tienen puestas sus mentes en algo más soberbio de cuanto parecen serlo esas pequeñas plantas que, nuevas, raras y bellas, saben crecer sobre su suelo con genuina perfección. Aprecian de manera superficial lo que en definitiva constituye lo mejor de su propio jardín y su viñedo, y su amor y su entendimiento no son del mismo rango. He aquí a un músico que más que ningún otro músico cifra su maestría en hallar los tonos del reino de las almas dolientes, oprimidas, martirizadas, y aun en prestar lenguaje a la muda miseria. Nadie le iguala en los colores del otoño tardío, en la felicidad indescriptiblemente conmovedora de un último, ultimísimo, brevísimo goce; conoce el sonido para esas arcanas e inquietantes medianoches del alma en que causa y efecto parecen sacados fuera de quicio y donde, en cualquier instante, algo puede surgir "de la nada". Con mayor acierto que ninguno, crea desde el más hondo sustrato de la felicidad humana y, por así decirlo, desde su copa vacía, donde, en buena y mala hora, las gotas más ásperas y amargas se escancian junto a las más dulces. Conoce ese fatigoso deambular del alma que ya no es capaz de saltar ni de volar, ni tan siquiera caminar; tiene la mirada esquiva del dolor encubierto, del comprender sin consuelo, del despedirse sin confesiones.
Como Orfeo de toda secreta miseria, es superior a cualquier otro, y por mediación suya se han añadido al arte muchas cosas que antes parecían inefables e incluso indignas del arte, por ejemplo, las cínicas revueltas de las que sólo es capaz el que sufre, así como un sinfín de diminutas y microscópicas cosas del alma, por así decir, las escamas de su naturaleza anfibia; ciertamente, es el maestro de lo diminuto. Pero no quiere serlo. ¡Su carácter prefiere más bien los grandes muros y las pinturas murales atrevidas! No se da cuenta de que su espíritu posee otro gusto y otra inclinación -una óptica contrapuesta- y de que por encima de todo gusta de sentarse quedamente en los rincones de los edificios en ruinas: allí, oculto, escondido de sí mismo, pinta sus auténticas obras maestras, que son todas muy breves, a menudo de un único compás. Sólo allí, quizá exclusivamente allí, se hace completamente bueno, grande y perfecto. Wagner es alguien que ha sufrido profundamente; tal es su rango de privilegio sobre los demás músicos. Yo admiro a Wagner en todo aquello en lo que él se pone en música a sí mismo.
Con ello no queda dicho que yo tenga por sana a esta música, al menos allí donde habla Wagner. Mis objeciones a la música de Wagner son objeciones fisiológicas: ¿para qué disfrazarlas bajo fórmulas estéticas? La estética no es ciertamente otra cosa que una fisiología aplicada. El hecho es que ya no respiro bien cuando esta música obra su efecto sobre mí; de inmediato mi pie se pone malo y se revuelve contra ella, pues tiene necesidad de cadencia, de danza, de marcha. Pero, ¿no protesta también mi estómago?, ¿mi corazón?, ¿mi circulación de la sangre? ¿No se revuelven mis tripas? Me quedo afónico sin darme cuenta... Para escuchar a Wagner necesito pastillas antidispépticas. Y me pregunto, pues: ¿qué es lo que quiere propiamente todo mi cuerpo de la música en general? Porque no hay alma... Creo que su esparcimiento: como si todas las funciones animales tuvieran que ser aceleradas mediante ritmos ligeros, atrevidos, desenvueltos y seguros de sí: como si esta vida férrea y plomiza tuviese que perder su pesadez por medio de melodías doradas y suaves como el aceite. Mi melancolía quiere reposar en los escondrijos y abismos de la perfección. Para ello necesito la música. Pero Wagner me pone enfermo. ¿Qué me importa a mí el teatro? ¿Qué me importan las convulsiones de sus éxtasis "éticos", en los que el pueblo -¡y quién no es "pueblo"!- halla su satisfacción? ¿Qué me importan todos los ademanes del comediante?
La intención que persigue la música moderna en aquello que en la actualidad, de modo estridente pero ininteligible, se denomina "melodía infinita", puede ser aclarado de este modo: uno se adentra en el mar, poco a poco va perdiendo pie firme y finalmente se abandona al favor o disfavor del elemento: tiene que nadar. En la música antigua, a veces de manera grácil, otras solemne o briosa, más deprisa o mas despacio, debía hacerse algo completamente distinto, o sea, danzar. La medida necesaria para ello, la conservación de determinados grados de tiempo y fuerza equivalentes, forzaban el alma del oyente a una constante meditación; en los contrastes entre este flujo de aire frío procedente de la meditación y el cálido aliento del entusiasmo residía la magia de toda buena música.
Richard Wagner quiso otra clase de movimiento, invirtió el presupuesto fisiológico de la música de entonces. Nadar, flotar; ya no caminar, danzar. Quizá con esto queda dicho lo decisivo. La "melodía infinita" quiere precisamente quebrar todo equilibrio entre tiempo y fuerza, incluso se burla del mismo, tiene su riqueza de invención justamente en aquello que a un oído antiguo le suena como paradoja y blasfemia rítmicas. De una imitación, de un predominio de semejante gusto ha nacido un peligro para la música como no puede pensarse otro mayor: la degeneración total del sentimiento rítmico, el caos en lugar del ritmo... El peligro llega a su punto álgido cuando semejante música se apoya de modo cada vez más estricto en un histrionismo y una mímica completamente naturalistas, no dominados por ninguna ley de la plástica, que sólo quieren el efecto y nada más.
Toda música verdadera, toda música original, es un canto de cisne. Puede que también nuestra música más reciente, aunque domine tanto y esté tan ávida de dominio, tenga meramente ante sí un corto espacio de tiempo pues ha surgido de una cultura cuyo suelo está en rápido declive, de una cultura que dentro de poco estará sepultada. Un cierto catolicismo del sentimiento y un gusto por determinadas esencialidades e inesencialidades de vieja cepa denominadas "nacionales" son sus presupuestos. La apropiación por parte de Wagner de antiguas sagas y canciones, en las que el docto prejuicio había enseñado a ver algo germánico por excelencia -hoy nos reímos de eso-, la vuelta a la vida de todos esos monstruos escandinavos con sed de sensualidad y espiritualización extáticas, todo ese toma y daca de Wagner con respecto a la materia, las figuras, pasiones y nervios, expresa también claramente el espíritu de su música, suponiendo que ella misma, como toda música, no sepa hablar de sí de manera inequívoca pues la música es una mujer. Uno no debe dejarse inducir a error sobre semejante estado de cosas porque en estos instantes vivamos justamente en la reacción dentro de la reacción. La época de las guerras nacionales, del martirio ultramontano, todo este carácter de entreacto que es propio del estado actual de Europa, pudiera de hecho procurarle una gloria momentánea a un arte como el de Wagner, sin garantizarle por ello un futuro. Los alemanes mismos no tienen futuro.
Tal vez alguien recuerde, por lo menos entre mis amigos, que al principio me vi arrojado a este mundo moderno con algunos errores y sobreestimaciones y en cualquier caso como alguien que tenía esperanzas. Entendí -¿quién sabe en base a qué experiencias personales?- el pesimismo filosófico del siglo XIX como síntoma de una fuerza superior del pensamiento, de una triunfante plenitud de vida, tal como había venido a expresarse en la filosofía de Hume, de Kant y de Hegel. Tomé el conocimiento trágico como el más bello lujo de nuestra cultura, como su más precioso, noble y peligroso modo de disipación, pero en todo caso como un lujo que le era lícito en razón de su sobreabundancia. Asimismo, interpreté la música de Wagner como expresión de un poderío dionisíaco del alma, creí oír en ella el terremoto con el que una fuerza primordial de la vida, retenida desde antiguo, salía por fin al aire libre, indiferente ante el hecho de que todo lo que hoy se llama cultura resultara conmovido por ello. Ahora se ve qué equivocado estaba.
Ya en el verano de 1876, a mediados de temporada de los primeros Festivales, tuvo lugar dentro de mí una despedida de Wagner. No soporto nada equívoco; desde que Wagner estuvo en Alemania, condescendió paso a paso con todo lo que yo desprecio, incluso con el antisemitismo. Fue entonces, en efecto, el momento cumbre para la despedida: pronto obtuve la prueba de ello. Richard Wagner, en apariencia el máximo triunfador, en realidad un podrido y desesperado decadente, se postró de improviso, desamparado y abatido, ante la cruz cristiana. ¿No tuvo entonces, pues, ningún alemán ojos en la cara ni compasión en su conciencia para ese horrible espectáculo? ¿Fui yo el único que sufrió por ello? En suma, el inesperado suceso arrojó sobre mí un relámpago de claridad sobre el lugar que acababa de abandonar y también ese estremecimiento posterior que siente el que ha corrido inconscientemente un enorme peligro. En soledad a partir de entonces, y desconfiando penosamente de mí mismo, tomé, no sin rabia, partido contra mí y en pro de todo lo que precisamente me hacía daño y me endurecía. Así volví a encontrar el camino hacia ese pesimismo intrépido que es lo opuesto a toda hipocresía idealista, y también, como quiero que me parezca, el camino hacia mí mismo, hacia mi tarea. 

28 de junio de 2015

Richard Wagner, el alemán errante (1). Obertura

El estudio de la Historia ha demostrado que el progreso de un pueblo se debe en gran parte a la cultura de sus ciudadanos. La época de oro de la cultura helénica, por ejemplo, coincidió con el esplendor de su potenciali­dad intelectual y artística. Su cultura se esparció por el mundo y todavía sigue siendo una referencia cultural en todo el orbe. Por eso reviste máxima importancia el papel asignado a la cultura, no descuidándose en nada las artes, ya que ellas son una síntesis y la demostración del sentir de un pueblo. Asimismo, las artes, y sobre todo la música, despiertan en el acervo popular una fuerza moral que la eleva y la cultiva. Debido a esto, en los países más civilizados la música ocupa un lugar destacado en la preparación humanística. Aun quienes se orientan hacia otras artes, nunca carecen de cierta preparación mu­sical. Además de su parte importante en la cultura integral, la música es un medio eficacísimo para acercar entre sí a las sociedades de una manera mucho más sencilla que la pintura, la literatura, la escultura o la arquitectura, las que requieren otros tiempos y medios para ejercer su influencia social.
Sería una tarea imposible nombrar a todos los músicos que han enaltecido a lo largo de los siglos a tan bello arte. Pero, deteniéndonos exclusivamente en aquella que, en sentido popular, se denomina "música clásica", es inevitable mencionar la figura de Richard Wagner (1813-1883), el notable compositor, director de orquesta y teórico musical alemán del Romanticismo. Wagner forma parte del selecto grupo de personajes singulares que han sido objeto de centenares de libros controvertidos sobre su persona y su obra. Así como, entre los más destacados, Charles Darwin (1809-1882), Karl Marx (1818-1883) o Sigmund Freud (1856-1939) suscitaron -y lo siguen haciendo- una división maniquea sobre su obra, otro tanto ocurre con el compositor alemán. Lo significativo en el caso de Wagner es que las polémicas no se produjeron tanto sobre su obra sino sobre sus ideas, las que han sido -y lo siguen siendo- objeto de todo tipo de interpretaciones. Partidario del socialismo y el anarquismo en su juventud, pasó luego a defender la monarquía absolutista y el cristianismo, pero lo que más suscita controversias son sus conceptos sobre el nacionalismo alemán (que muchos asociaron al nacionalsocialismo medio siglo después) y, sobre todo, su antisemitismo.
Como quiera que sea, la genialidad de Wagner hoy, a poco más de doscientos años de su nacimiento, sigue siendo objeto de devoción, rechazo, discusiones interminables y permanente reinterpretación de su obra. Esto, claro, es producto de la profunda ambigüedad que atraviesa todas sus creaciones y hasta su propia biografía. Sin embargo sus contradicciones son, en realidad, las de tantísimas personas. Desde su primera creación para la escena, "Die feen" (Las hadas) de 1833, hasta "Parsifal" de 1882, sus obras siempre estuvieron protagonizadas por personajes escindidos, tironeados por dos universos enfrentados, torturados por un quiebre interior, para los que la elección de uno de esos polos opuestos conducía invariablemente a la muerte. Como ninguna otra creación del siglo XIX, la música de Wagner puso de manifiesto de manera desgarradora la tensión interior de sus personajes y, en ese sentido, fue un maestro en la elaboración de todo un programa estético a partir de ella. Es el sentimiento romántico por excelencia, la nostalgia que genera, al mismo tiempo, dolor y placer en dosis similares. Esto es, la melancolía como una de las bellas artes.
Tras las penurias producidas por las interminables Guerras Napoleónicas, las grandes cunas del arte europeo -Italia y Francia- buscaron en los placeres mundanos el olvido de las cruentas luchas. El arte puro, en general había decaído; los compositores sólo buscaban satisfacer los gustos del público; la profundidad del pensamiento y la fuerza de los procedimientos habían si­do desterradas del arte melódico y la orquesta había quedado reducida al papel de acompañante. El arte de maestros como Daniel Françoise Auber (1782-1871), Giacomo Meyerbeer (1791-1864) o Gioachino Rossini (1792-1868) consistió en conformarse con las exigencias de las formas convencionales; la pro­fundidad del pensamiento, la pureza independiente de los procedi­mientos, estaban desterrados del arte melódico del siglo XIX. La propuesta musical de Wagner fue más allá del género operístico en boga por entonces al proponer cambios en la forma de concebir la ópera y en la naturaleza misma de la música. No se limitó a componer la partitura musical de sus óperas -como la mayoría de los compositores de la época- sino que, además, escribía el libreto y ejercía como director escénico y director de orquesta. Así, la ópera wagneriana, además de su énfasis en la melodía continua, se basó en la fusión de la poesía y la música a través de una trama que sugería un sentido y producía una especie de imagen, musical pero al mismo tiempo poética, que se reflejaba en la puesta en escena.
Quizá ningún otro compositor en la historia haya buscado combinar en sus obras ele­mentos tan obviamente in­compatibles. Las cualidades que generan tanto entusiasmo en los partidarios de Wagner son a menudo las mis­mas que repelen a sus detractores: por ejemplo, su tendencia a los extremos en todos los aspectos de la composición. Si bien estiró los límites de la armonía y la forma operística hasta el punto de ruptura, la realización de sus conceptos musicales siguió siendo siempre eco­nómica al extremo. Paradójicamente, esa misma economía definió la incompara­ble dimensión de sus estructuras. Es la precisión de sus indicaciones sobre la estructu­ración dinámica de sus partituras lo que hace aflorar la emotividad de su música. Wagner fue el primer compositor que cal­culó y exigió de manera muy consciente la rapidez en los desarrollos dinámicos, y es este habilido­so cálculo intelectual lo que crea la impresión de espontaneidad y la sensación de emotividad pura.
Wagner nació en Leipzig, una ciudad poblada de referencias culturales vinculadas a la música de Johann Sebastian Bach (1685-1750), Felix Mendelssohn (1809-1847) y Robert Schumann (1810-1856), como también a la Taberna de Auerbach en la que, según Johann W. von Goethe (1749- 1832), el Dr. Fausto y el mismísimo Demonio iban de copas. Su casa natal, que fue demolida tres años después de su muerte, estaba ubicada en la calle Brühl. En las afueras de la ciudad existe uno de los monumentos más imponentes de Europa: el Völkerschlachtdenkmal (Monumento a la Batalla de las Naciones), erigido en 1913 para celebrar el centenario del triunfo de las tropas prusianas y rusas sobre el ejército napoleónico y sus aliados. Esa batalla tuvo lugar en octubre de 1813, muy cerca de la casa en la que unos meses antes había nacido Wagner. La coincidencia podría ser un dato anecdótico, pero lo cierto es que, en los cien años que transcurrieron entre la Batalla de las Naciones y la erección de su monumento, Alemania pasó de ser un agregado de reinos y estados dispersos a una potencia en plena expansión. La vida y la obra de Wagner no sólo se desarrollaron sobre ese telón de fondo; también fueron, a su modo, símbolo de esa transformación.
Wagner llevó una vida bastante errante. Vivió en Wurzburgo, donde fue director de coro en el teatro de la ciudad; en Magdeburgo, donde fue director de orquesta en el teatro de la ciudad; en Königsberg, donde también se convirtió en primer director de orquesta; en Riga, como director musical de la ópera local; en París, escribiendo artículos y haciendo adaptaciones para piano de operas italianas; en Dresde, como director musical del teatro; en Zúrich, donde se exilió durante varios años tras participar en los movimientos revolucionarios de 1848 y compuso "Lohengrin", "Die walküre" (La valquiria) y "Das Rheingold" (El oro del Rin); de nuevo en París, donde el estreno de una nueva versión de "Tannhäuser" fue un fracaso total; otra vez en Dresde, donde estrenó "Der fliegende holländer" (El holandés errante); en Biebrich, donde comenzó a trabajar en "Die meistersinger von Nürnberg" (Los maestros cantores de Núremberg); en Múnich, donde estrenó "Tristan und Isolde" (Tristán e Isolda); en Triebschen, donde completó "Los maestros cantores..." para estrenarla luego en Múnich; y, finalmente, en Bayreuth, donde compuso "Götterdämmerung" (El ocaso de los dioses), última parte de la tetralogía "Der ring des nibelungen" (El anillo del nibelungo), y creó la última ópera de su vida, "Parsifal". Pocos meses después de su estreno, frágil de salud, se trasladó a Venecia en donde fallecería a causa de un ataque cardíaco.


Con el fin de la Guerra Franco-Prusiana tras la Batalla de Sedán -en los primeros días de septiembre de 1870-, el dominio del mundo cultural alemán suponía, en primer lugar, imponer una música a los ciudadanos deseosos de encontrar un sentido a la vida, lejos de la trivialidad, la ordinariez y la incongruencia. Probablemente en esto haya tenido mucho que ver la obra capital del filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860), "Die welt als wille und vorstellung" (El mundo como voluntad y representación), obra que, publicada por primera vez en 1819, fue revisada y aumentada en varias ocasiones hasta su versión definitiva publicada cuarenta años más tarde. El voluminoso tratado -sobre todo su Libro Tercero, el referido a la Estética- supuso para Wagner un verdadero "regalo del cielo", tal como afirmara Thomas Mann (1875-1955) en uno de los ensayos reunidos en su libro "Schopenhauer, Nietzsche, Freud".
"La música -había escrito Schopenhauer- no es, en modo alguno, la copia de las Ideas sino de la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por las Ideas; por esto mismo, el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras artes, pues éstas sólo nos producen sombras mientras que ella esencias. Pero como lo que se objetiva en las Ideas y en la música es una misma voluntad, si bien en un modo distinto en cada una de ellas, entre la música y las ideas debe existir, si no una semejanza directa, un paralelismo, alguna analogía cuya manifestación en la multiplicidad e imperfección es el mundo visible". Cuando Wagner se radicó en Bayreuth, una pequeña ciudad situada a orillas del río Meno, en el estado de Baviera, al este de Alemania, hacía apenas unos meses que se había producido la creación del Imperio Alemán, el Estado nacional creado tras la unificación de los treinta y nueve estados hasta entonces independientes en que se encontraba dividido el territorio. Alemania ya era una realidad y el propósito de Wagner era que esa realidad se ajustara a sus ideales. La herramienta con la que Wagner quiso construir "su" Alemania era el drama musical, esa "obra de arte del futuro" de la que hablaba en, precisamente, "Das kunstwerk der zukunft" (La obra de arte del futuro), un largo ensayo publicado por primera vez en 1849 en Leipzig, su ciudad natal.
En el verano de 1876, Wagner creó el primer festival de música de la historia. Él mismo diseñó el edificio que lo albergaría y su interior: un anfiteatro sin decoraciones superfluas y sin palcos, con asientos de madera a los que sólo se podría acceder desde los laterales ya que no habría pasillo entre ellos. El director y su más de un centenar de músicos se ubicarían en un foso cubierto, en un nivel inferior a la platea. Al teatro, construido en Bayreuth, se lo llamó Festspielhaus, y en él se representarían exclusivamente sus óperas. Wagner vivió en esa ciudad desde 1872 hasta 1882, alejado de las grandes urbes, con la idea de desarrollar allí su utopía, aquella que había descubierto en su estancia en París entre 1839 y 1842: redescubrir su "germanidad". Para el compositor, ésta debía desembocar en una práctica cultural y educativa que reclamase la participación del Estado en la formación de los ciudadanos, gracias a la cual se les inculcasen los valores de una civilización científica y técnica sobre los que una nación fuerte y unida debería basar su vida política.
Wagner se propuso introducir un sistema de valores procedente de los antiguos mitos germánicos (a los que glorificaría en sus óperas) en el imaginario político de la nueva Alemania, dado que consideraba que éstos constituían los fundamentos de lo auténticamente alemán. Esos valores debían ser explicados por medio de una música adaptada perfectamente al espíritu de la época; es decir, debían encontrar un lenguaje que fuera más allá de la tradición para que la sociedad alemana pudiera entenderlos como un elemento más de las emociones nacionales. Esto podría verificarse, según Wagner, confiándose a la magia de una prodigiosa forma musical que él mismo se encargaría de renovar en profundidad: la ópera en alemán. Así, convenciones musicales aceptadas como las arias y las cavatinas fueron reemplazadas por una declamación cantada que se aproximaba al lenguaje hablado, y las tonalidades fueron sustituidas por un flujo continuo de "melodía sin fin". Para ello incrementó en gran medida el protagonismo de la orquesta, la que, en sus antecedentes, no hacía más que acompañar el canto de los personajes.
Las escenas de los dramas líricos wagnerianos se encadenan unas a otras sin solución de continuidad. Haciendo uso del "leitmotiv", una suerte de motivo conductor que el compositor atribuye tanto a los personajes como a los sentimientos que los animan y que se expresa en forma de melodías o acordes que reaparecen cada vez que el personaje, la idea o el sentimiento desean ser evocados, Wagner realizó su ideal operístico. Ese motivo conductor le permitió trasformar la ópera: de un mosaico de números sueltos pasó a ser un drama musical en el cual todas las partes se unían armoniosamente gracias a las melodías re­currentes. En ese sentido, mucho tuvo que ver su inmediato antecesor Carl Maria von Weber (1786-1826) quien, en sus "Schriften zur musik" (Escritos sobre música) había expresado que "el ambiente artístico de la ópera debe estar en un conjunto, en el que es necesario fundir y amalgamar todas las artes que intervie­nen en el espectáculo hasta el grado que desaparezcan como mani­festaciones individuales, absorbidas por el conjunto". Y fue Wagner quien consiguió amalgamar en una íntima unión la poesía, la música y la escenografía.


De ahí que cuando se habla de la importancia mítica de la obra de Wagner no alcance con señalar los libretos de sus óperas, la elección de los personajes y las situaciones. No se trata solamente de óperas protagonizadas por personajes mitológicos (hadas, valquirias, nibelungos, guerreros, dioses), sino de sus esfuerzos por crear un lenguaje musical que fuera, él mismo, mítico. Resulta por demás interesante relatar las historias y los símbolos ocultos en los dramas de Wagner, pero ello no es suficiente para apreciar en dónde reside la importancia de su proyecto. La revolución musical producida por Wagner fue de tal magnitud que toda Europa cayó bajo su influjo, algo fácilmente notable al observar la escena musical de fines del siglo XIX y comienzos del XX en Francia, Inglaterra, España o Rusia. Incluso llegó hasta América, al otro lado del océano Atlántico. Compositores como Anton Bruckner (1824-1896), Gustav Mahler (1860-1911), Walter Damrosch (1862-1950) o Arnold Schönberg (1874-1951) son una demostración palpable de ello.
Pero su influencia no sólo es perceptible en la música, también lo fue en otras artes. Los novelistas Marcel Proust (1871-1922) y D.H. Lawrence (1885-1930); los poetas Rainer Maria Rilke (1875-1926), T.S. Eliot (1888-1965) y W.H. Auden (1907-1973); los pintores Pierre Auguste Renoir (1841-1919) y Aubrey Beardsley (1872-1898), todos ellos (y muchos otros), de un modo u otro, son tributarios de la fiebre wagneriana. Acaso Wagner haya sido, además de tantas otras cosas, el primer compositor en considerar su propia obra como un universo autónomo y abierto antes que una mera sucesión de títulos. Él escribió sus óperas para la eternidad; las escribió, como él mismo lo dijo, "con un signo de exclamación", porque estaba convencido de que quien hubiere disfrutado con los sublimes placeres de la música sería eternamente adicto a ese arte supremo y jamás renegaría de él. "Si mañana no enloquecéis todos mi obra habrá fracasado", exclamó en una oportunidad. Al parecer, su obra no fracasó. 

4 de junio de 2015

Saskia Sassen: "Hay una tendencia a considerar la existencia de un sistema económico mundial como algo dado, una función del poder de las empresas transnacionales y las comunicaciones mundiales"

En "Expulsions. Brutality and complexity in the global economy" (Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global) queda claro como hoy el mundo se achica cada día más y como se multiplican los seres humanos arrojados a la incertidumbre. Su autora, la economista, urbanista y socióloga Saskia Sassen (1949) es una investigadora que le ha dado nombre y sustancia al pensamiento sobre la globalización. Ha sido una pionera en describir los cruzamientos económicos, políticos, sociales y culturales que la contemporaneidad global ha generado. Nacida en La Haya, Holanda, pasó su infancia y juventud entre Buenos Aires y Roma. Sus estudios los realizó en la francesa Université de Poitiers, primero, en la italiana Sapienza-Università, después, para, finalmente, graduarse en Filosofía y Ciencias Políticas en la Universidad de Buenos Aires. Luego estudió Sociología y Economía en la University of Notre Dame en Indiana, Estados Unidos, donde obtuvo una maestría y un doctorado. Tras realizar un posdoctorado en la Harvard University, Sassen desempeñó diversas posiciones académicas en universidades de los Estados Unidos y de Europa y actualmente es profesora de Sociología en la Columbia University de Nueva York. Es autora, entre otros ensayos, de "The mobility of labor and capital" (Movilidad, trabajo y capital), "The global city" (La ciudad global), "A sociology of globalization" (Una sociología de la globalización), "Territory, authority, rights. From medieval to global assemblages" (Territorio, autoridad y derechos. De los ensamblajes medievales a los globales) y "Losing control? Sovereignty in an age of globalization" (¿Perdiendo el control? La soberanía en la era de la globalización). A lo largo de su frondosa e influyente obra, Sassen desarrolla el concepto de ciudad global, categoría novedosa para estudiar la ciudad como lugar de intersección entre lo local y lo global; analiza las cuestiones del poder y la desigualdad derivados de los procesos de globalización; y trata temas como el empobrecimiento de las clases medias y sus dificultades para acceder a las formas de comunicación, lo que determina desigualdades sociales y segregación social. Lo que sigue es una entrevista que la autora concedió a Héctor Pavón para el nº 608 de la revista "Ñ" aparecida el 23 de mayo de 2015.


Expulsados del paraíso; desterrados de las ciudades; apartados del gran sistema global. ¿Para siempre?

Todos los procesos de expulsión son agudos, hablo de los que viven en la pobreza extrema y también las clases medias empobrecidas en los países ricos. Desde 2006, por ejemplo, millones de pequeños agricultores fueron expulsados de sus países debido a la compra de 220 millones de hectáreas de tierra adquiridas por unos quince gobiernos y unas cien empresas.

También suma a ese ejército de desclasados a los desplazados que desbordan los campos de refugiados, los presos, los desempleados, los abandonados...

Si se cuentan todas las personas que han sido arrestadas o condenadas alguna vez, ese número alcanza los 65 millones de personas. Es decir, uno de cada cuatro habitantes de Estados Unidos. Otros quedan a la intemperie de la crisis inmobiliaria: nueve millones de estadounidenses han sufrido la ejecución de sus hipotecas.

¿Cuándo arranca esta pobreza motivada por las expulsiones?

Desde la década del '80 vengo analizando y anunciando el ingreso a un nuevo ciclo que conlleva el empobrecimiento de las clases medias y las clases trabajadoras. Entonces, nadie me creía y se insistía que, al contrario, íbamos hacia una mayor prosperidad para todos. Uno de los pocos lugares donde se vio esa prosperidad fue en China. Allí el factor clave fue la expansión masiva del sector manufacturero -un sector económico distribuido con muchos y diversos tipos de trabajadores- lo opuesto de las altas finanzas. El borde del sistema es un espacio de expulsiones. Durante el keynesianismo ese borde era un espacio de inclusión, de incorporación y no porque ése fuera el paraíso sino porque se incluía la producción y el consumo masivo. Hoy eso cambió.

¿Qué formas guardan los expulsores: son los Estados, los gobiernos, el sistema financiero?

Bueno… ¡nadie me preguntó ni me respondió! Por una parte, el Estado empieza a "ver", a entender lo que debe hacer, usando el ojo de las corporaciones o de las grandes empresas globales. En ese sentido, Estado tras Estado aceptan e implementan lo que esas empresas piden: privatización y desregulación de todos los sectores. Por otro, las grandes empresas empiezan a hacer reclamos que casi casi insultan nuestra inteligencia... pero los gobiernos los aceptan. Cuando se debatía en la Organización Mundial del Comercio (OMC) muchos estábamos escandalizados ante los privilegios que se les concedía a las corporaciones. El caso ejemplar fue el de una compañía que le hizo juicio al gobierno canadiense porque las regulaciones sobre el medioambiente les daba pérdidas de ganancias. Eso generó escándalos y llevó a un cambio en la OMC en ese entonces. Pero ahora, con los nuevos tratados de las sociedades de comercio, eso se ha llevado a un extremo y casi nadie parece saberlo. Estos nuevos tratados eliminan el rol de los Estados, y si hay una disputa, los jueces son los abogados de las corporaciones. ¡Justicia privada! En realidad estos son tratados que buscan proteger al máximo a los inversores. No son sociedades de comercio, son sociedades de inversiones. Y son una manera de escapar a las nuevas condiciones de la OMC... Imagínate a lo que hemos llegado. Esta acumulación de derechos es un ensamblaje de instrumentos y derechos que privilegia sobre todo a las grandes empresas. El problema es que nuestros Estados han perdido distancia con esas empresas. Ellos miran con el ojo corporativo. Hay una formación activa de un espacio operacional global que continúa con toda una serie de privilegios para las corporaciones.

¿Sólo hay un ganador?

Cuando yo me pregunto quién gana, quién obtiene derechos hoy, la respuesta es: las corporaciones. Excepto sobre cuestiones culturales y de identidad como el casamiento gay, los derechos de transexuales, etc. Pero vamos perdiendo muchos otros derechos como ciudadanos; hay expulsiones sistémicas complejas, son micro destierros que ocurren dentro de nuestros países.

¿Coincide con el renombrado economista francés Tomas Piketty, que la clave y el obstáculo a sortear de este momento es la desigualdad y la injusta distribución de la renta?

Sí, pero sólo hasta cierto punto. La desigualdad es una distribución, y en algunos casos es menos justa que en otros. Pero no es una explicación, o es demasiado parcial para entender el momento corriente. El punto de partida es que existe toda una serie de condiciones extremas que no se pueden captar en términos de "desigualdades", que es la categoría que domina en gran parte el debate hoy. Pienso en la depredación de la tierra y la contaminación de las aguas; en la destrucción de proyectos de vida de esta tercera o cuarta generación de la posguerra; en la extrema concentración de riquezas que vemos en tantos países desde Estados Unidos a Rusia y China, y de Nigeria, Angola o Filipinas. Pienso también en la compra masiva de tierras en el Sur global. Son todas condiciones que no se pueden analizar o explicar simplemente en términos de la desigualdad.

Hasta en Davos se habló de desigualdad. ¿El capitalismo le teme a una sociedad con diferencias sociales?

¡Tú lo has dicho!

¿De qué modo el concepto de expulsión se aplica al extractivismo del medio ambiente?

El saqueo empezó hace tiempo. En el libro planteo un argumento desde la mirada de la biósfera que maneja nuestras destrucciones, si bien en base a su temporalidad mucho más lenta que la nuestra. Pero desde hace unos treinta años ya no puede manejarla en muchas partes. Por eso hablo de "tierras muertas" y de "aguas muertas". Lo de "cambio climático" suena demasiado bello, ingenuo, y debe tener más brutalidad en su expresión para que pueda ser tenido en cuenta. No es suficiente para denominar lo que está sucediendo. Tenemos que llamar las destrucciones de este último siglo con un vocabulario mucho más severo y preciso. Así es como hablo de "tierras muertas"; nosotros las matamos con nuestras prácticas de cultivo, porque en lugar de usar los conocimientos profundos de antiguas generaciones que tienen en cuenta a la biósfera -como la rotación de cosechas- hoy buscamos maximizar la producción con pesticidas y fertilizantes para vender más en el mercado. Podemos pensar estas tierras muertas y aguas muertas como agujeros en el tejido de la biósfera. La enorme demanda de tierra y agua, la pobreza que crece, el desalojo de la flora y fauna para desarrollar plantaciones y minas redefinen vastas extensiones de tierra como sitios aptos para la extracción.

¿Y el agua? Tanto las megamineras como Coca Cola se la disputan.

Todos contribuimos; hay una demanda de agua "purificada". Tan sólo en Estados Unidos, Nestlé "retiró" en 2003, 7 billones de litros para su producción de agua embotellada. En la India, en el año 2000, la Hindustan Coca-Cola Beverages empezó a extraer 510 mil litros diarios. Hacia 2003 no quedaba agua potable en un radio de 10 km. alrededor de la planta.

En California se ha construido una universidad en el lapso en el que se edificaron veintidós cárceles. ¿Las prisiones reciben a los expulsados que no logran el sueño americano?

En "Expulsiones..." desarrollo la noción de que hay que reexaminar toda una serie de condiciones compartidas por prisiones y campos de refugiados, espacios controlados. El encarcelamiento masivo aparece hoy ligado al capitalismo avanzado a través del delito. La mayoría de los encarcelados son personas sin trabajo y que hoy no encontrarían trabajo. Hace veinte años esto no era así, un preso tenía posibilidades de rehabilitarse y conseguir empleo. Los presos de Estados Unidos y Gran Bretaña representan el excedente de población asistémica similar al que presentaban los brutales comienzos del capitalismo. A mí me interesa relocalizar toda una serie de condiciones extremas en un espacio conceptual compartido incluso por quienes pertenecen a mundos y situaciones radicalmente distintas (prisiones y campos de refugiados). Es una manera de hacer hincapié en la proliferación de espacios de expulsados. Perdemos esta perspectiva cuando examinamos cada tipo de condición en su sistema social. Al hablar de tierras y aguas muertas planteo una forma de reposicionar el problema a escala planetaria y así hacerlo visible. Lo mismo con las prisiones y campos de refugiados a los que se suman los millones que están perdiendo sus casas en Europa y Estados Unidos después de la crisis. Y podemos agregar los miles de "migrantes" (refugiados) que nos muestran un futuro aún pequeño, que crece a saltos... Y mientras la destrucción acelerada de la biósfera y las nuevas guerras gradualmente van restringiendo la tierra donde se puede vivir.

Su idea de ciudad global ha sido resignificada, ¿cómo se usa hoy?, ¿todavía explica la ciudad actual?

Sí, ahora es un concepto de dominio público y se usa bien y se usa mal; se usa de muchas maneras distintas. Pero, a aquellos que entendieron mi concepto -y son muchos y ahora ya son varias generaciones de estudiantes- les resulta útil porque permite combinar elementos que conceptualmente pertenecen a dominios diversos: lo global, lo local, los con poder y los sin poder que pueden hacer historia en estas ciudades globales, de maneras que no lo podrían hacer en una plantación o una pequeña ciudad provincial. Yo desarrollé una estructura analítica para manejar datos y tendencias que se dan en distintas escalas y no es tan fácil manejar ese análisis. El libro es bien pesado y difícil. El concepto tiene suficiente resonancia que viene usado de maneras muy diversas por los que no leyeron el libro o no trataron de entender mi análisis. Pero eso está bien, es lo que pasa una vez que algo entra al espacio público. Y una linda manifestación de esto es que toda una nueva generación de estudiantes y profesores -con fuerte formación teórica- lo van usando de una manera nueva que está basada en un análisis correcto de lo que yo escribí.

Recientemente dijo que los ejes Washington-Nueva York-Chicago o Hong Kong-Shanghai-Pekín van a ser más importantes que Estados Unidos o China. ¿Qué cambios implica esta idea en la concepción actual de los Estados nación y de las ciudades?

Bueno, mi argumento es que si bien los gobiernos nacionales (básicamente el poder ejecutivo, sea presidente o primer ministro) continúa siendo el eje principal de las relaciones internacionales formales, esta modalidad representa menos y menos de lo que podríamos llamar el espacio geopolítico global. Un rol creciente y ascendiente (pero que no va a remplazar a los gobiernos nacionales) es el de un gran número de ciudades que se conecta a nivel práctico, para solucionar problemas. Por ejemplo, creo que las ciudades y sus redes internacionales son mucho mas efectivas en avanzar la cuesta de la protección al medio ambiente que los gobiernos nacionales a nivel internacional. En Río, cuando se celebró el encuentro RIO20+ hubo una excelente reunión de alcaldes, que demostraron cómo han aprendido realmente a tener sesiones de trabajo, que pueden aprender unos de otros. Dos días más tarde llegaron los representantes de los gobiernos nacionales y cayeron en la vieja discusión -que no lleva a nada- del derecho al comercio de carbón. Entonces surgió una especie de nacionalismo cuando dicen "me importan más lo derechos para comerciar carbón". Desastroso.

¿Y cómo se reordena la geopolítica global?

La segunda parte del análisis es que lo que se está haciendo muy visible hoy en día es el control del esquema de las relaciones internacionales formales entre gobiernos. Cuando un premier visita a otro país, en realidad es una visita de ciudad a ciudad, no visitan al "país". Cuando el premier de China visitó Estados Unidos, llegó de Beijing y fue a Washington y a Chicago. ¡Nueva York se quedó muy ofendida! Este sería un segundo elemento en esta urbanización parcial de la geopolítica global.

Por otro lado, ¿qué papel están jugando los intelectuales en el contexto de la crisis?

Un rol débil. Pero después de años de críticas y de decodificaciones de las narrativas del poder, empieza a surgir una especie de inteligencia colectiva crítica en el pueblo/el público general en cuanto a las modalidades que los grandes sectores económicos y financieros nos vendieron en los últimos veinte años. La crítica de la política de austeridad en Europa es un ejemplo de esto. Yo vengo hace tres décadas desarrollando un análisis crítico, que empieza con el libro de la ciudad global.

Le reitero la pregunta que usted se hace en el final del libro: ¿A dónde van a parar los expulsados?

Para los Estados y las economías son invisibles y es nuestro deber visibilizarlos. El espacio de los expulsados se expande del mismo modo que crecen -gracias a la toxicidad del desarrollo- los campos de tierra muerta y agua muerta.