5 de febrero de 2016

El singular atractivo del incesto en la literatura (3). En el Siglo de las Luces

Existe un postulado que asegura que en el campo de la literatura infantil no existe otra cosa más enriquecedora que los viejos cuentos populares, no sólo por su forma literaria y su belleza estética, sino también porque son comprensibles para el niño, cosa que ninguna otra forma de arte es capaz de conseguir. Si es cierto que, tal como afirma la teoría psicoanalítica, esos cuentos ayudan a superar los traumas psicológicos por medio de la ficción y el lenguaje simbólico, sería lícito preguntase que papel juega “Peau d'âne” (Piel de asno), el cuento que Charles Perrault (1628-1703) publicara en 1694, para inducir a la sublimación de los conflictos emocionales y los problemas existenciales que aquejan a los niños. Porque si bien en esta historia el incesto no llega a consumarse, existe una conducta perversa en el rey (el padre) que, tras enviudar, quiere casarse con la princesa (su hija) y desflorarla, y un sentimiento ambivalente en ella cuando recibe de parte de él un serie de obsequios que la hacen dudar: un vestido “color del Tiempo”, uno más “resplandeciente que el astro de la Noche”, otro “más brillante que el color del Sol”.
El monarca llegará incluso a sacrificar su fuente de riquezas: un asno mágico que vive en el palacio, que, en vez de excretar heces propiamente dichas, evacúa monedas de oro. Será el Hada de las Lilas -su madrina-, quien le propondrá a la princesa disfrazarse con la piel del animal y huir del palacio para ponerse a salvo del incesto. El rey movilizará a sus guardias y mosqueteros para dar con el paradero de la princesa, la que se convierte en fugitiva y pasa enormes privaciones hasta llegar a tierras lejanas en donde conoce a un joven príncipe con el que finalmente contrae matrimonio. En 1697 Perrault publicó “Contes de ma mère l'oye” 
(Cuentos de mamá ganso), libro en el que reunió títulos como “La belle au bois dormant” (La bella durmiente), “Le petit chaperon rouge” (Caperucita roja), “La barbe bleue” (Barba azul) y “Le chat botté” (El gato con botas). En su prólogo afirmaba que los cuentos allí reunidos eran “simples bagatelas que encierran una moraleja útil”. ¿Cuál es esa moraleja? Que el incesto se encuadra dentro de los argumentos más clásicos, dentro del origen mismo de la literatura aún antes de Edipo, y que, por lo tanto, marcó a fuego la cultura literaria occidental incluida la infantil.
El mito de Edipo constituyó también la materia de varias tragedias francesas representadas a comienzos del siglo XVIII. Su desdicha se transformó en el campo de batalla donde se dirimieron, en los albores del Siglo de las Luces, diferentes cuestiones literarias y filosóficas. Por ejemplo François Marie Arouet (1694-1778), más conocido como Voltaire, terminó por desplazar la culpa del incesto del hombre a los dioses. En “Oedipe” (Edipo), la tragedia que presentó en 1718, le hace decir a Edipo: “Despiadados dioses, mis crímenes son los vuestros”; y a Yocasta: “Hice avergonzar a los dioses que me for­zaron al crimen”. Antoine Houdar de La Motte (1672-1731) y Jean François Ducis (1733-1816), por su parte, propusieron en “Oedipe” (Edipo) y “Oedipe chez Admèle” (Edipo en la corte de Admele) respectivamente, otros dos Edipo que hacían del rey de Tebas un “criminal virtuoso cuya frente respe­tada, del trono y de la desgracia, conserva la majestad”. De esta manera, el horror sagrado se neutralizaba y el incesto se relativizaba.
Algunos versos de la obra de Ducis fueron utilizados como epígrafe en “Justine ou les malheurs de la vertu” (Justina o los infortunios de la virtud), en su tiempo la más escandalosa obra de Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814), el celebérrimo marqués de Sade, conocido por haber dado nombre a una tendencia sexual que se caracteriza por la obtención de placer infligiendo dolor a otros. “Quién sabe; cuando el cielo nos golpea, / si la desgracia más grande no es un bien pa­ra nosotros”, lo que podría interpretarse como una justificación, como si el alejamiento de lo trágico en la escena correspondía a una tentación de ceder ante las seduc­ciones del incesto. “Sabed que una cosa es buena o mala según el punto en que uno se halle y no por sí misma” decía en una época de pleno fervor revolucionario en Francia, para agregar: “Sostuve mis extravíos con razonamientos. No me puse a dudar. Vencí, arranqué de raíz, supe destruir en mi corazón todo lo que podía estorbar mis placeres”. Uno de esos placeres era, justamente, el incesto.
Sin duda, las acciones no fueron más frecuentes en el siglo XVIII que en otra época, pero un ensueño insistente alrede­dor del incesto pareció establecerse durante la Regencia, en un tiempo en el cual París murmuraba los amores contra natura entre Felipe de Orleans (1674-1723) y su hija María Luisa Isabel, la gran protagonista de las orgías organizadas en el Palacio Real por su padre el Regente. A él se le atribuye la paternidad de los repetidos embarazos que ocultó la princesa y hasta se le inventaron deseos culposos hacia su hijo el Delfín. Durante algunas décadas de aquel Siglo de las Luces, la fatalidad pareció aligerarse y la transgresión convertirse en el simple condimento de los placeres. El joven Arouet, antes mencionado, luego de escribir una sátira contra el Regente y su hija (que le valió once meses de reclusión en la Bastilla y la cólera paterna), compuso su propio “Edipo”, rechazó el apellido de su padre y se convirtió en Voltaire; Denis Diderot (1713-1784), enciclopedista y figura decisiva de la Ilustración, ya sexagenario se puso a soñar con el relato del viaje de Louis Antoine de Bougainville (1729-1811) después de haberse casado con su hija y descubrir el dolor de la separación de ella.
“Supplément au voyage de Bougainville” (Suplemento al viaje de Bougainville) es una historia que se desarrolla en Nouvelle Cythére, isla así bautizada por el explorador francés en Tahití, en la que los cuerpos etéreos y bronceados eran máquinas de placer. La desgracia de amar, desconocida hasta entonces, sólo habría aparecido en ese rincón de tierra olvidada con la llegada de los europeos, que importaron la enfermedad y la cul­pabilidad. El “Suplemento…” presenta un pa­raíso ya perdido o en vías de desapari­ción. La colonización empezó a arruinar el edén no productivista pero creativo en el que todo abrazo era legítimo ya que podía ser fecundo. Lo prohibido se desplazó: alcanzó a los impúberes y a las menopáusicas, severamente excluidos de la sexualidad, mientras que en ese pe­queño perímetro insular, los amores en­tre padres e hijos se aceptaban sin miedo a la degeneración.
Lo que la tragedia de Diderot consigue poner en escena es la lucha de fuerzas igualmente legítimas que trabajan en sentido opuesto, aquello que dos siglos más tarde Albert Camus (1913-1960) llamaría “tensión existencial del hombre” al definir la tragedia como “la forma estética del absurdo” en “Prométhée aux enfers” (Prometeo en los infiernos), uno de los ensayos incluidos en “L'été” (El verano).
Así como Diderot situó en medio del océano Pacífico sus au­dacias edípicas, Charles Louis de Secondat, Montesquieu (1689-1755) lo hizo en Persia en su novela “Lettres persanes” (Cartas persas). En su imaginada comunidad de Guébres, herma­nos y hermanas se amaban con ternura. Fue entonces cuando la literatura libertina se apresuró en extender las libertades: Felicia, la heroí­na de André Robert de Nerciat (1739-1800) en “Félicia ou mes fredaines” (Felicia o mis travesuras) le sirve de emblema. Pavonea su ju­ventud y su disponibilidad de los hoteles particulares a los castillos, feliz con las po­sibilidades del corazón y del cuerpo. En uno de los últimos capítulos del libro, titulado “L'un des plus intéressants de l'ouvrage” (Uno de los más interesantes de la obra), descubre que su amante de turno es nada menos que su padre y que uno de sus caprichos del día anterior es su hermano. Sería necesario mucho más que esto para afligirla: “¿Quién podrá probarme que nuestras relaciones, efecto natural de las cir­cunstancias, de la simpatía, del temperamento, son crí­menes atroces, dando por sentado que seres de la mis­ma sangre no deben estre­char entre ellos los nudos que me ligaban con mi padre y con mi hermano?”.
Mientras Nerciat poseía el arte de es­quivar lo trágico, Honoré Riquetti de Mirabeau (1749-1791) aparecía más militante en “Le rideau levé ou l’éducation de Laure” (La cortina levantada o la educación de Laura): “Lejos de mí, prejuicios imbéci­les; sólo las almas temerosas se someten a vosotros”. Laura cuenta su infancia, su educación y su desfloración por un padre que adora: “Educada sin prejuicios, sólo seguía la voz de la naturaleza”. Lo único que matiza esa euforia es la muerte de su padre-amante, al que ama demasiado, hacia el final del relato. Giacomo Casanova (1725-1798) y Nicolas Rétif de la Bretonne (1734-1806), mientras tanto, no llegaron a esa tranquila amoralidad. Con la edad, no dejaron de gozar las dichas prohibidas del incesto. Casanova se encuentra con una mujer que había amado en otros tiempos. Está acompañada por una hija que lo conmueve. El hecho de que tal vez sea el padre se suma a su turbación. El relato de este encuentro en “Histoire de ma vie” (Historia de mi vida) está hecho de denegación iró­nica y de mala fe gozosa: “Determinados a no consumar el pretendido crimen, lo tocamos tan de cerca que un movimien­to casi involuntario nos forzó a consumarlo con una plenitud tal que no hu­biésemos podido lograr si hubiéramos actuado con un propósito premeditado con toda la libertad de la razón”. Mientras en su novela fantástica “Icosameron ou histoire d’Edouard et d’Elisabeth” (Icosamerón o historia de Eduardo e Isabel) mostraba a un hermano y una hermana, esposos devotos, en una sociedad fusional y asexuada, en sus memorias, resuelta­mente sexuadas, jugó con la idea del incesto.
En lo que a Rétif respecta, él realmente practicó el incesto con una de sus hijas, y en sus últimas obras se dejó llevar por sus obsesiones. Joven tipógrafo provinciano, frecuentó las mujeres de las calles de París. ¿Hay algo más tentador que sentirse veinte años más tarde el pa­dre de todas las jovencitas que las rele­varon? Jugó el papel del padre justiciero y sensual, entre el sermón moralizador y el galanteo lúbrico. Autor de novelas como “La famille vertueuse” (La familia virtuosa), “Le pornographe” (El pornógrafo) y “Le paysan pervertí” (El campesino pervertido), en “L’anti-Justine ou les délices de l'amour” (La anti-Justina o las delicias del amor) cayó en la fantasía pura: con el pretexto de opo­ner a Sade una pornografía no mortífera, imaginó a un padre que alimentaba a su propia hija con su esperma. Era la época en que el drama burgués multiplicaba las escenas de reconocimiento mediante las cuales los hijos evi­taban a toda costa casarse con su madre o los que se creían hermanos descubrían que podían amarse honestamente, tal como sucede en los dramas de Pierre Augustin de Beaumarchais (1732-1799) “La folle journée ou le mariage de Figaro” (Un día alocado o las bodas de Figaro) y su continuación “L'autre Tartuffe ou la mère coupable” (El otro Tartufo o la madre culpable).
Sería el Marqués de Sade quien le restituyese al incesto su fuerza transgresora y trágica. El tono de Sófocles, que había sido abandonado por los versos de Ducis, sopló con brío en la prosa del autor cuyas obras estuvieron años y años incluidas en el Index librorum prohibitorum de la sempiterna conservadora Iglesia Católica. Sus personajes Justina, que reprime sus deseos, y Julieta, que los asume todos, son tal vez dos hijas de Edipo: Eteocles y Polinices en versión femenina. Julieta encuentra a su padre para seducido, quedarse em­barazada y, ya en el colmo de la transgresión, hacerlo matar. El castigo di­vino recae sobre la inocente Justina.