16 de abril de 2016

Martín Gardella: "En un microrrelato se trata de decir mucho con pocas palabras procurando que nada sobre, porque una palabra de más puede arruinar el efecto de un texto"

En los últimos años el microrrelato ha obtenido un lugar prominente y predominante en las letras hispanoamericanas. La construcción narrativa que surgiera en Latinoamérica en la primera mitad del siglo XX ha ido, con el paso del tiempo, situándose dentro del campo literario hasta constituir un verdadero “boom”, siendo hoy motivo de infinidad de antologías, concursos, talleres, editoriales, blogs y páginas web, un hecho que no implica necesariamente que tenga éxito comercialmente hablando. El crítico literario y escritor argentino David Lagmanovich (1927-2010), no sólo un exquisito cultor sino también un destacado investigador que contribuyó a sentar las bases críticas del género, afirmaba que los microrrelatos son “brevísimas construcciones narrativas, cuentos concentrados al máximo, bellos como teoremas; relatos esenciales, exigentes para con el lector pero también dadores de un placer análogo al que proporciona el poema”. Sin embargo, dada la magnitud que ha alcanzado el fenómeno, se hace a veces complicado hallar uno de estos “teoremas”. La profusión vertiginosa, la abundancia de propuestas, ha conseguido que resulte difícil tener una visión más o menos clara de lo que se produce. Así como existen autores meticulosos y originales, los hay también toscos y ordinarios que con la banalidad de sus textos han contribuido al abaratamiento del género. Probablemente esto ocurra ya que, tal con asegura la ensayista venezolana Violeta Rojo (1959), “la minificción es un artefacto literario experimental, lúdico, intertextual, extraviado del canon”, para agregar luego en defensa del género: “En las buenas expresiones literarias no hay pureza y los géneros pueden desaparecer, fundirse, entremezclarse”. Martín Gardella (1973), escritor, abogado y profesor universitario, es justamente uno de los autores argentinos que cultivan el género con mayor destreza. Ha publicado los libros de microrrelatos “Instantáneas”, “Los chicos crecen” y “Caramelos masticables. Microficciones para leer en un recreo”. También ha compilado y prologado “Brevedades. Antología argentina de cuentos re-breves”, y muchos de sus textos han sido incluidos en múltiples antologías y traducidos a varias lenguas. Para él, el hecho de que los microrrelatos sean breves no implica que no sean complejos. “Lo que distingue a la microficción es la forma en que se escribe, particularmente a través del uso de los silencios”, afirma. “Las ideas que se facilitan se pueden llegar a completar de formas tan variadas como lectores puedan existir”, agrega quien desde 2010 es miembro fundador e integrante del comité editorial de “Internacional Microcuentista”, una revista electrónica de microrrelatos y otras brevedades. Además conduce, todos los sábados de 9 a 11 AM por FM Noventa, el programa radial “El Living sin Tiempo”, primer ciclo dedicado a la microficción. En la siguiente entrevista realizada por Laura Verdile para la revista digital “Primera Piedra” publicada el 12 abril del corriente año, Gardella habla sobre inicios como escritor y da su visión sobre el mundo de las brevedades literarias.


¿Cómo definirías la microficción?

Mucha gente define a la microficción como un texto breve, pero no creo que la brevedad sea el elemento característico que la diferencie de otros géneros. Es un tema  que se viene discutiendo desde hace muchos años, sobre el que se ha tratado de buscar un consenso, sobre todo entre los académicos. A mí me parece que lo que distingue a la microficción es la forma en que se escribe, particularmente a través del uso de los silencios. Es más lo que no se cuenta que lo que sí, y lo que el lector genera en su propia cabeza que lo que el escritor puede llegar a decir. Las ideas que se facilitan se pueden llegar a completar de formas tan variadas como lectores puedan existir. Hay algunos juegos o métodos muy usados o conocidos, como es el de la intertextualidad, por eso se escriben muchas microficciones sobre personajes de literatura clásica. La brevedad exige recurrir a la enciclopedia del lector, recurrir a los conocimientos previos y para eso se pueden usar personajes conocidos. Una de las cosas que caracteriza al género es el hecho de no tener que definir a los personajes exhaustivamente. No interesan las descripciones.

¿Se podría hablar entonces de la concisión como una característica?

Claro, la condensación de sentido, tratar de decir mucho con pocas palabras, procurando que nada sobre, porque una palabra de más puede arruinar el efecto de un texto. Otra técnica es también la del uso de los paratextos, que permiten jugar de distintas formas. Está el caso típico del texto de Luisa Valenzuela, titulado “El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los noventa y siete años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles a la tarde”. El único cuerpo del texto de ese microcuento es “Qué bueno”.

Respecto de las características del género, Raúl Brasca ha mencionado, por ejemplo, que se tiene que buscar cierta “cualidad de impacto” para sorprender al lector.

Sí, el uso del asombro es también otra técnica muy utilizada. El impacto es importante, porque de lo contrario el texto estaría condenado al olvido, pero en realidad la sorpresa no es necesariamente esencial. Hay muchas microficciones que funcionan muy bien sin que tengan un giro. El final sorpresivo atrapa, pero también hay cuentos con esas mismas características en el último párrafo. En el chiste también se puede sorprender al lector con un remate, pero no es lo mismo que una microficción, como a veces se suele confundir. Que los microrrelatos sean breves, no significa que no sean complejos.

¿Se podría hablar de un género híbrido? Por ejemplo, la microficción puede, en algunos casos, tener también algunos puntos de contacto con la poesía.

La poesía y la microficción son muchas veces países limítrofes donde las fronteras no están muy claras y pueden llegar a solaparse. Se pueden tener microficciones que sean poesía en prosa por su contenido lírico. María Rosa Lojo, por ejemplo, que es reconocida por sus poesías en prosa, ha reeditado sus textos como microficciones. No hay una regla específica a nivel local o mundial. He entrevistado a una gran cantidad de académicos y escritores de microficción de varios países de Latinoamérica y ninguno ha hecho delimitaciones precisas. Por eso se dice que este es un género “desgenerado”, un género sin género.

¿Encontrás alguna relación entre la microficción y los ritmos acelerados de la contemporaneidad?

Con el paso de los años, fui cambiando mi pensamiento en relación a ese tema. Cuando empecé a meterme en la microficción, creía que era el género del momento y eso en realidad resultó ser falso, porque en una librería, lo que venden, son las novelas. Creo, sin embargo, que es un género que se adapta bien a las nuevas tecnologías, que se puede leer fácilmente en una pantalla y eso ayuda a que tenga un cierto impulso. Pero no sé si se puede hablar de un auge, porque no muchos conocen el género y además, los títulos disponibles son muy pocos, porque las ediciones de microficción suelen ser de pocos ejemplares y de baja distribución. Mientras eso no cambie, no habrá una explosión del género. Por eso he relegado en cierto modo mi trabajo de autor para priorizar la difusión. Hay varios autores nuevos que no se conocen y también mucha confusión respecto de los textos que pueden ser considerados microficciones. No es lo mismo lo que se habla de microrrelato en Argentina que lo que se puede decir en España o en México, por ejemplo. Creo que las microficciones tienen mucho para ganar en otros terrenos como pueden ser la red, la radio, diarios o revistas, porque son espacios en donde pueden empezar a colarse, a diferencia de otros géneros como la novela, que no puede aparecer en esos medios por una cuestión de extensión.

En una entrevista para “Primera Piedra”, Ana María Shua mencionó que nuestra sociedad, a pesar de tener poco tiempo para leer, prefiere novelas extensas con las se hace una sola vez el esfuerzo de entrar en un mundo nuevo, en lugar de elegir microficciones, que exigen un mayor trabajo de lectura porque cada relato representa un universo distinto. ¿Qué opinás al respecto?

Sí, eso es verdad. Creo que es distinta la lectura que requiere uno u otro género. Mi primer libro tiene ciento cincuenta y cuatro textos y hay gente que lo ha leído todo en un día, como si fuese una unidad, sin que se pueda en realidad procesar lo que se leyó. Ani Shua dice, al respecto, que habría que leer cuatro o cinco textos y parar. La falta de tiempo no te lleva necesariamente a la lectura breve, eso se ve en las novelas que son “best-seller”, como mencionaba antes. Por otro lado, tampoco es fácil escribir microficción. De hecho, muchos novelistas dicen que no se animan a la microficción, que les resulta sumamente difícil, además de que para muchos escritores es poco tentador un género que no vende libros, hay que tener mucho amor por la escritura para emprender este camino.

Antes mencionaste que los libros de microficción son de baja distribución. ¿Qué posibilidades creés que tenga el género dentro del mercado editorial en un futuro?

Me parece que el futuro o la apuesta está en otros mercados. Si bien durante mucho tiempo dije que la microficción no era para chicos porque requiere de un lector calificado que además pueda entender las referencias a las técnicas de intertextualidad, comencé a ver que muchos textos pueden funcionar para un nivel Primario, por ejemplo. Así surgió “Caramelos Masticables. Microficciones para saborear en un recreo”, una apuesta que hizo la editorial Hola Chicos con mi libro, que funciona muy bien para un 5° o 6° grado. Quizás ahí esté la clave para que la microficción logre una mayor difusión, que sea incluido como un género más dentro de la currícula escolar. He dialogado con muchos educadores que están de acuerdo. En un futuro, podría funcionar.

¿Cómo comenzaste a escribir microficciones?

Empecé a escribir cosas cortas sin saber qué eran. Con un compañero de trabajo hicimos una revista dentro de la empresa y empezamos a publicar producciones propias. Después, mi compañero tuvo la idea de organizar un concurso de cuentos de 50 palabras. No lo llegamos a hacer, pero empecé a practicar la escritura de textos cortos que después fui subiendo a un blog con el que luego publiqué Instantáneas, mi primer libro. En 2010, creamos con un grupo de escritores con los que nos conocíamos virtualmente la Internacional Microcuentista. Originalmente, fuimos cinco miembros que solíamos leer y criticar mutuamente nuestras producciones. A diferencia de lo que muchos creen, no éramos expertos en el género, sino jóvenes ávidos de aprender que además buscábamos difundir la microficción de nuestros países. Creamos así un sitio en donde reunimos en un solo lugar autores consagrados, autores nuevos, reseñas, críticas literarias y entrevistas.

¿Con la Internacional organizaron el Primer Coloquio de Microficción del país?

Sí. En Argentina ya se venían organizando las Jornadas Nacionales de Microficción cada dos años, que siempre fueron encuentros académicos, organizados por universidades. La diferencia es que el coloquio fue llevado adelante por escritores. Con Raúl Brasca, buscamos temas de interés que generaron mesas de debate en las que participaron referentes muy importantes además del propio Brasca, como Ana María Shua, Luisa Valenzuela y Eugenio Mandrini. Se habló de procesos creativos, de la relación de la microficción con el ámbito social, la educación, entre muchas otras cosas que podían hacer crecer al género. Vinieron escritores de todo el país y también de Perú y de Chile.

Este año tendrá lugar también el IX Congreso Internacional de Microficción tendrá en Neuquén.

Sí, se realizará del 26 al 28 de julio en la Universidad del Comahue y es la continuación del congreso que hizo en Kentucky, Estados Unidos, hace dos años. Lo novedoso de este espacio es que, después del que se realizó en Bogotá, Colombia, en 2010, cuando se convirtieron en espacios casi exclusivamente académicos, hay nuevamente una apertura a los escritores y estará la posibilidad de que presenten sus textos para calificar en mesas de lectura. Me parece importante que haya un "feedback", que los académicos puedan aprender de los escritores y viceversa, y que se den lugar a las nuevas voces.

¿Qué libros de microficción recomendarías para el que quiere conocer más sobre el género?

Es difícil elegir sólo algunos. Hay muchos autores reconocidos que escribían microficción sin que en realidad hubiera una consciencia del género. Por ejemplo, es el caso de Kafka, 
Cortázar, Denevi o Borges. De los contemporáneos están Raúl Brasca, Ana María Shua, Luisa Valenzuela y Eugenio Mandrini. También hay muy buenas antologías como las de Clara Obligado, “Por favor sea breve” I y II, y las de Brasca, particularmente “Antología del cuento breve y oculto”.

3 de abril de 2016

Samanta Schweblin: "Un cuento exige un buen narrador pero también un muy buen lector. Es un trabajo a dos partes" (2)

Se entiende que un escritor es ante todo un administrador de la información que posee sobre la historia que narra y sobre sus personajes. No todo lo que sabe sobre una historia es indispensable para que se entienda la narración. Cuando ese conocimiento no plasmado en la escritura es perceptible para el lector estamos, sin dudas, ante una obra bien escrita. Es lo que ocurre en las historias de Samanta Schweblin: el lector es también protagonista, es quien cierra el círculo. La autora de la novela “Distancia de rescate” y los libros de cuentos “El núcleo del disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías” logra crear en su escritura -a partir de situaciones cotidianas- historias siniestras, oscuras, cargadas de tensión y vértigo, que se leen “de una sola sentada”, como pretendía Edgar Allan Poe (1809-1849) en “The philosophy of composition” (La filosofía de la composición). Samanta Schweblin es, para buena parte de la crítica, la escritora argentina con mayor proyección. Es la inventora de personajes que se atreven a cambiar, a salirse de los moldes, a probarse en situaciones que no siempre controlan; la autora que, gracias a su capacidad de observación y su habilidad narrativa, logra traducir al lenguaje de la ficción la verdad oculta que hay debajo de las formas. Sigue a continuación la segunda y última parte de la edición de entrevistas que Schweblin concedió a distintos medios periodísticos argentinos en los últimos tiempos.


Ricardo Piglia, en una entrevista, le otorgaba algunas características particulares al género de la “nouvelle”, que la distingue de la novela larga y del cuento, como la de man­tener un secreto, "un sentido sustraído por al­guien" alrededor del cual juega el texto y se construyen sus intrigas y sus redes, algo muy presente en tu escritura. ¿Cuál es tu visión?

Es muy interesante la distinción que hace Pi­glia entre cuento y “nouvelle”. La idea de un fi­nal que en el cuento coincide con el propio final del cuento y, en cambio, en la “nouvelle” es­tá puesto en otro lado. La ambigüedad extre­ma de la “nouvelle”, en la que nunca sabemos si la historia que pensamos que se ha contado es la que verdaderamente se ha contado. Pien­so en algunas de mi “nouvelles” preferidas, como "Muy lejos de casa" de Paul Bowles, o "El nadador en el mar secreto" de William Kotzwinkle, o "El ruletista" de Mircea Cărtărescu, y son libros que cumplen perfectamente con estas tendencias.

Cuando empezaste a escribir, ¿pensaste que iba a gustar tanto tu literatura, que iba a te­ner tanta repercusión? ¿Cómo te llevas con eso?

No, no. Por supuesto que no. Es que la idea de dedicarme a la escritura ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Por eso incluso me pu­se a estudiar cine, cuando en realidad ya estaba muy compenetrada con la escritura. La reper­cusión de los libros da muchos lectores y eso siempre se agradece. Tiene una contracara para mí desconocida hasta ahora, y es que el tema de las entrevistas y los compromisos sociales em­piezan a ocupar un lugar más importante en la agenda, y son cosas que nunca me gustaron de­masiado. Pero qué más puedo pedir, estoy vi­viendo de lo que me gusta, y de lo que considero que mejor se hacer, es un gran privilegio.

A pesar de vivir en Alemania seguís si­tuando tus historias en Argentina, en “Distan­cia de rescate” tocás una problemática muy propia de Argentina como son las consecuen­cias del uso de agrotóxicos en el campo. ¿Qué te llevó a cruzar tu “nouvelle” con esa cuestión? ¿Tiene que ver con hacer una denuncia social?

Vivo en Alemania pero sigo pensando y escri­biendo en Argentina, y creo que será así por lo menos por un tiempo más. Hoy por hoy nece­sitaría una excusa muy fuerte para escribir sobre Alemania, porque mi mundo sigue estando an­clado en Argentina. Lo primero que surgió durante la escritura de “Distancia de rescate” fue la relación entre Aman­da, Carla, Nina y David, y todo el tema de las migraciones. El glifosato fue una búsqueda pos­terior, cuando entendí el tipo de accidente que estaba necesitando para contar esta historia. Pero llegué a él por mis propias preocupaciones como ciudadana argentina. Hacía tiempo que venía siguiendo con espanto las políticas sojeras y las consecuencias nefastas de las fumiga­ciones con glifosato en la gran mayoría de los productos que consumimos. Así que fue un gran alivio poder volcar algo de todo ese horror en el libro. Estuve tentada de poner nombres y mar­cas muchas veces, pero la literatura no puede ser informativa con estas cosas. Si logro trans­mitir algo del horror que me provocó como ar­gentina entender lo que esta pasando en este momento en el campo argentino, me doy por satisfecha.

¿Qué es lo importante para vos a la ho­ra de escribir? ¿Cómo lográs construir esa tensión que atraviesa toda tu literatura y que nos hace leerte al borde de la silla de princi­pio a fin?

Me gusta la tensión, quizás porque soy muy distraída y necesito que un texto me sostenga fuerte, me demande, me envuelva. Es algo que siempre exigí como lectora. Y con tensión no me refiero a la intriga del “thriller” o del terror. Hay algo más, a veces incluso puede ser muy su­til. Esa sospecha de que se descubrirá algo nue­vo o de que en la travesía podríamos pensar en algo en lo que nunca antes habíamos pensado. La gratificante sensación de que, a cambio de nuestra lectura, el texto nos devuelve algo. Así que cuando escribo busco también esto, es que creo que la literatura siempre gira alrededor de estas energías de la tensión y la atención.

Sobre la llamada "nueva narrativa argentina", ¿te sentís parte de ella? ¿Existen para vos cosas en común en esa nueva generación de escritores?

Me siento parte de una generación a la que le ha tocado vivir cambios y experiencias comunes. Los primeros y no muy productivos entreveros entre literatura e internet, la fluida comunica­ción con otros escritores de Latinoamérica, el disparo de nuevas y muy buenas editoriales in­dependientes que le devolvieron a los libros la espontaneidad, la diversidad y la calidad que los grandes monstruos editoriales habían ido lavan­do. En ese sentido han pasado muchas cosas que nos marcan y nos forman corno generación. Pe­ro creo que en el sentido estricto de la escritura somos heterogéneos, escribimos desde mundos, géneros y poéticas muy distintas. También, en ge­neral, somos una generación que se lee mucho entre sí, y se lee bien. Quiero decir, se lee con apertura, nutriéndose y pensándose a sí misma con generosidad y curiosidad, más allá de los gé­neros, las políticas y las estéticas.

En esa generación, ¿hay algo que los distancie de la tradición y los distinga de algún modo?

No puedo identificar nada en particular, pero quizá sea porque justamente pertenezco a esa generación, quizá se necesite un poco más de distancia para contestar esto. Sí creo que nos leemos mucho más entre nosotros. No porque las generaciones anteriores no se leyeran entre sí, sino porque los tiempos entre los que un uruguayo terminaba un libro y en los que ese libro llegaba finalmente a manos de un colombiano eran mucho más largos. Hoy nos leemos prácticamente en vivo, nos influenciamos más, discutimos o nos entendemos a través de los libros de una forma más inmediata, y seguramente eso tendrá su impacto sobre lo que escribimos.

Dentro de esos nuevos escritores desta­cados hay varias mujeres, aunque en el género de la literatura fantástica o del absurdo, que trabaja, como lo haces vos, en ese límite entre lo real y lo extraño, predominan los hombres. ¿Cómo es para una escritora entrar en este universo? ¿Te tocó lidiar con estas etiquetas sobre lo que debería escribir una mujer?

Por supuesto. Bajo la etiqueta de cuentista, a veces te preguntan si escribís "cuentitos para chi­cos". O hay que bancarse que, como halago, a una le digan que escribe como hombre. Pero es parte del juego, todos lidiamos con las etiquetas, los hombres también. Y a veces -en algunos ám­bitos- luchar contra ellas también es subrayarlas. Creo que en literatura lo mejor que podemos ha­cer las mujeres para ganarnos nuestro espacio es escribir lo más genuina y furiosamente posible.

En una entrevista dijis­te que estás muy alejada de la academia, que no te sentís para nada una intelectual, ¿podes contarnos más sobre eso?

Es que tengo un gran respeto por la academia, por los teóricos. De verdad, hay que salir de Ar­gentina para entender -y esto siempre hablando en líneas generales- lo analíticos, profundos y complejos que somos a veces los argentinos cuando nos sentamos a pensar. Admiro eso, y quizá lo admiro tanto porque justamente me siento bicho de otro rebaño. Mi formación "ar­tística" -si es que existe algo así- empezó a mis seis años, de manos de mi abuelo materno, que era artista plástico, grabador. Mi formación vie­ne de un taller en el que se trabajaba con tintas, chapas, ácidos, buriles. Vengo de una familia de artistas plásticos y se me entrenó desde chica para ese mundo de lo visual, de lo tangible.

También mencionaste la biblioteca de tus padres. ¿Tu primer acercamiento a la literatura son esos libros familiares?

Era una biblioteca que me permitió leer desde muy, muy chiquita porque mis papás tenían un jardín de infantes y mi mamá era maestra jardinera, y había una cantidad de bibliografía para chicos enorme. Nadaba en libros para chicos que además no eran míos, entonces tenía una fascinación porque quizás eran libros que venían uno o dos días y después volvían a la biblioteca del Jardín de Infantes. A los once o doce empezó la incursión a la biblioteca de los adultos, que tenía muchos autores del “boom”, muchos clásicos como Dostoievski o Kafka. Vivía en Hurlingham y era muy lindo viajar al centro para comprar libros en las mesas de saldos de Corrientes con mis primeros dineritos. Además los libros que eran baratos, los que me podía comprar, eran los bodoques, los ladrillos de las colecciones de clásicos. Después, el descubrimiento de algunos autores que me alucinaron, como Cortázar o Boris Vian, que descubrí en la biblioteca de una amiga.

¿Y mucha lectura en el tren?

Leía muchísimo en el tren. Típico de la gente que vive en provincia y va a estudiar a Capital y que tiene una hora y media o dos de ida y lo mismo de vuelta. Tenía todo un sistema que me permitía bajar del colectivo leyendo y sacar el boleto del tren sin bajar la mirada, porque todo ese tramo del colectivo al tren, que eran como quince minutos, me parecía una pérdida de tiempo enorme. Había sacado la cuenta y, a lo largo del mes, eran como ocho libros que podía leerme si no bajaba la vista en ningún momento.

Distancia de rescate” fue primero un cuento de “Siete casas vacías”, ¿qué fue lo que te llevó a transformarlo en una “nouvelle”?

Simplemente, no funcionaba. Fue un cuento que reescribí muchísimo, ya no recuerdo cuán­tas veces, y no me conformaba. Fue en uno de esos tantos borradores que apareció la voz de David. Cuando David habló, lo ordenó todo. Cuando David le pregunta a Amanda, constan­temente, ¿qué es lo importante?, también me lo estaba preguntando a mí. Obligándome a no bifurcarme, a avanzar lo más rápido posible pe­ro también atenta a cada detalle. Descubrí que era una historia que necesitaba introspección, la revisión y la búsqueda que solo un diálogo intenso entre dos personas me podía dar, y so­bre todo, necesitaba ciento treinta páginas más de las que yo estaba acostumbrada a manejar.

¿Tenés alguna opinión particular de es­te género? En varias entrevistas dijiste que elegís, con “Siete casas vacías”, volver al cuento. ¿De dónde parte esta elección para vos?

No lo siento como una elección. Es algo que trae la propia idea, creo que en el germen de una idea ya hay una pista del género, la exten­sión, la voz, el ritmo. De todas formas estoy muy curiosa con lo que está pasando con las “nouvelles”. Creo que lo mejor de mis últimas lec­turas tuvieron que ver con este género. Hay una intensidad, que viene del cuento, y a la vez una profundidad, que da la extensión de la novela, que me resultan muy atractivas.

En “Distancia de rescate” y “Siete casas vacías” hay un cambio en tu modo de escribir, una mayor homogeneidad en el estilo, los temas y los escenarios. Como si la búsqueda de tus libros anteriores comenzase a definirse de un modo más claro hacia cierta dirección.

Sí, claro. Son evoluciones, si reescribiera “Pájaros en la boca” sería muy distinto de como fue, ni mejor ni peor. En mi caso el cambio tiene que ver con acercarme al realismo, un género que no me llamaba la atención antes. También como lector te vas haciendo un canon más amplio y te das cuenta de las tradiciones en las que te interesa enmarcarte. Está bueno tomar esa decisión de manera intuitiva, cuando uno todavía no conoce del todo el árbol genealógico, pero después es útil saber con quiénes dialogás. Es cierto que “Siete casas vacías” es más homogéneo en el tono, el color, los climas y hasta la geografía de los cuentos que “Pájaros en la boca”, y ni hablar de “El núcleo del disturbio”, que era directamente un “collage” de géneros y voces. Como un pintor que hace bocetos antes de empezar un cuadro.

¿Que tienen en común, en tu visión, los cuentos de "Siete casas vacías"?

Casas, cajas, listas, cuerpos desnudos, vecinos, jardines, ropa y angustia. Lo que más me impresionó fue encontrarme, casi con sorpresa, con un libro tanto más realista que los anteriores, tanto más cercano y hasta por momentos autobiográfico. Y aún así descubrir también que esta sensación constante de que algo terrible y fuera del registro de lo real podría suceder de un momento a otro -que es algo aparentemente muy presente en lo que escribo-, podía mantenerse intacto en un registro tanto más cercano al realismo. Quizá sea esa grieta, esa zona oscura, lo que siempre estoy buscando, escriba el género que escriba.

Todos los textos cabalgan sobre la pregunta “¿qué es lo importante?”, y uno piensa en qué es lo que juzga importante la autora.

Hay dos búsquedas: una es la del texto, que si bien es un texto con mucha acción y en el que suceden muchas cosas, es un texto muy reflexivo. Como si fuese una sesión de psicoanálisis en donde uno se pregunta y se re pregunta muchas veces lo mismo y no se contenta con cualquier respuesta. Pero también fue una especie de leitmotiv para escribir, es una pregunta que me hago todo el tiempo cuando escribo, pero sobre todo con este texto. Es una pregunta que tiene que ver con como construyo mis mundos literarios, es una pregunta tonal en mi cabeza.

¿Un llamador?

Un llamador, un concentrador y un limpiador.

¿En el sentido de la corrección?

Exactamente. Es como respetar al lector. Soy una lectora muy exigente y muy abandónica. Abandono muchos libros en cuanto siento que el narrador no está controlando todo y no sabe perfectamente lo que está haciendo, siento que ya no puedo confiar en él y ya no me interesa. Es algo que practico mucho y siento que es una responsabilidad como narradora cuidar ese tiempo.

Debe ser muy difícil sentarse a escribir porque debés tener miedo a que alguien haga lo que vos hacés.

Sí, es terrible, es un gran abortivo. Pero son momentos distintos. En los momentos creativos uno funciona como una esponja, cuando uno absorbe e intenta generar ideas nuevas, y hay momentos que son de corrección, limpieza e higiene de un texto.

Imagino un nivel de autoexigencia muy alto.

Sí, y en verdad es un problema porque pareciera que cualquier texto que puede fallar o que no vaya a ser grandioso no vale la pena que sea escrito. Por suerte cuando uno escribe realmente cree que lo que uno hace es maravilloso, grandioso y que jamás alguien escribió algo parecido pero después cuando al día siguiente uno lo lee se da cuenta que es una porquería. Por suerte el momento creativo tiene una sobredosis de endorfinas que ayuda a avanzar sin criticar tanto.

2 de abril de 2016

Samanta Schweblin: "Un cuento exige un buen narrador pero también un muy buen lector. Es un trabajo a dos partes" (1)

Ernest Hemingway (1899-1961) comparaba a las buenas narraciones con un iceberg. Para él, todo relato debía reflejar tan sólo una parte pequeña de la historia, dejando el resto a la lectura e interpretación del lector. Su “teoría del iceberg” consistía en que el escritor concibiese su obra conociendo mucho más de la historia de lo que finalmente contaba en lo que escribía. Tenía que conocer la totalidad del iceberg, pero lo que debía sobresalir del agua era sólo una pequeña porción de este. Es decir, todo lo que se cuenta no debe ser más que una pequeña parte visible de algo mucho más enorme y profundo. Así, al lector no sólo le queda adentrarse en la historia contada sino también construir una parte de ella, lo que, en definitiva, lo convierte en protagonista. Esta idea, sin dudas, es aplicable a la literatura de la escritora argentina Samanta Schweblin (1978). "Un relato no se escribe del todo en el papel, se completa en la cabeza del lector", dice la autora que, tras egresar de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires, se radicó en Berlín, donde dicta talleres literarios para la comunidad hispanohablante. Autora hasta el momento de tres libros de cuentos y una novela, Schweblin mereció la aceptación de la crítica y el público desde el comienzo de su carrera literaria, siendo sus obras varias veces premiadas y traducidas a una docena de idiomas. Lo que sigue es la primera parte de una síntesis de las entrevistas que la escritora concediese a Matías Méndez  (diario digital “Infobae”, 30 de agosto de 2015), Martín Lojo (diario “La Nación”, 6 de septiembre de 2015), Verónica Abdala (revista digital “Cabal”, marzo 2016) y Letizia Valeiras (revista “Ideas de Izquierda” nº 27, marzo 2016). En ellas Samanta Schweblin habla de la literatura con el saber minucioso del artesano y la pasión exigente del lector.


¿Cómo comenzó todo esto? ¿De dónde proviene tu vocación? 

Creo que es algo que siempre estuvo ahí. No hubo un momento mágico de revelación, es algo que hice desde que tengo memoria. Cuando no sabía escribir le dictaba las historias a mi mamá. Lo que si tuve fue una infancia muy estimulante. Mis papás me leían muchísimo. Y mis abuelos maternos, los dos artistas plásticos, tuvieron una presencia muy fuerte también en mi formación. A los ocho años, por ejemplo, yo ya asistía al taller de grabado de mi abuelo Alfredo de Vincenzo, que era en ese momento uno de los talleres de aguafuertes más importantes de Latinoamérica. Ahí escuchaba a los adultos discutir por horas sobre tintas, chapas y proporciones áureas. No sé si tenía verdadera consciencia del tipo de cosas que se discutían a mí alrededor, pero sí recuerdo envidiar la pasión, la energía que esas discusiones despertaban en los adultos.

¿Cómo fue el recorrido que hiciste has­ta convertirte en escritora?

Empecé a escribir para desaparecer; si escribía, o leía, todo se me perdonaba. En la primaria, al que se distraía en matemáticas le ponían un cero, pero si yo escribía la profesora Elvira -que hoy en día sigue felicitándome y mandándome "besotes" por Faccbook- me perdonaba cualquier ti­po de distracción. En la secundaria estaba muy mal visto eludir los recreos y no sociabilizar, pe­ro si te quedabas leyendo o escribiendo, un au­ra de misterio perdonaba las desapariciones sin grandes castigos. Después vinieron algunos talleres literarios, los primeros grandes maestros, y fui enamorándome de ese mundo, entendiéndolo de a poco. La carrera de cine también ayudó.

¿Cuándo decidiste que querías dedicarte a escribir?

En el último año del secundario empecé a ir a talleres literarios. Para mí era una gran aventura porque, como vivía en Hurlingham, los talleres representaban viajar hasta la ciudad de Buenos Aires, recorrer las librerías de Corrientes y conocer gente de mi edad a la que le gustaba lo mismo. Erré por varios talleres hasta que llegué, ya con El núcleo del disturbio publicado, al de Liliana Heker. Ella fue mi gran maestra. Su enseñanza tuvo tal impacto que sigue condicionando mi escritura en el mejor de los sentidos.

¿Hubo algún momento preciso en que asumiste o sentiste que eras escritora?

Según la teoría de un escritor amigo, uno empieza a ser escritor después del quinto libro. Así que a mí todavía me faltaría uno para entrar al club. Pero sí empecé a asumirme como escritora cuando pude empezar realmente a vivir de eso. Y acá hay que hacer una aclaración. Y es que todavía no vivo específicamente de los libros, pero sí, al menos, de todo lo que rodea la escritura: lecturas, talleres, charlas, invitaciones a festivales, ferias, residencias... Finalmente la figura del escritor siempre tiene que ver con estas cosas, con los otros, que es además la parte de "ser escritor" que más me cuesta. Si se tratara solo de escribir sería mucho más fácil.

¿Qué es lo que más te divierte, en lo personal, del proceso de planificación y armado de un libro?

La escritura. El momento en el que al fin sé más o menos qué es lo que quiero contar, y empiezo a trabajar en una historia. Antes podía hacer una distinción entre la etapa de escritura y la de reescritura, o corrección. Ahora prácticamente se dan juntas, hace tiempo que reescribir y corregir dejó de ser un ejercicio de recorte para convertirse en uno de amplitud, en parte de la propia escritura.

¿Cómo corregís?

El ritmo sostiene lo argumental y viceversa. Son cuestiones de elegir dónde ponés la luz, qué iluminás. Hay cosas que son muy importantes y que tienen que tener su espacio, narrarse de manera escénica: "ahora está pasando esto, y sigue así". Tienen que ser mostradas con mucha conciencia y atención. Otras no son importantes y hay que contarlas de la manera más veloz y eficaz posible. También me esfuerzo mucho por tratar de desaparecer como narrador. Que el lector esté solo con la historia y el personaje, sin una voz externa. Sobre todo en un cuento como éste, en el que yo quería que el lector tuviera que seguirla todo el tiempo, padeciendo su muerte y padeciéndola a ella.

Ese borrado del narrador es habitual en tus relatos.

Sí. Incluso cuando querés que esté, es mejor que falte antes para que su aparición sea mucho más monumental. Es una elección estética general en lo que escribo. Es como cuando ves un paisaje detrás de un mosquitero: cuanto más te acercás menos ves la malla, hasta que desaparece y ves el paisaje mismo, sin obstáculos. Me interesan los personajes y las acciones, no el narrador. Salvo cuando es un personaje. En esos casos se vuelve un recurso muy bueno, porque aparece la posibilidad de sembrar la desconfianza en la lectura.

¿Por qué elegís el cuento?

Es un movimiento intuitivo y natural. Aún la novela “Distancia de rescate” nació como cuento. Trato de narrar mi historia de la forma más efectiva posible. Cuando me recomiendan a un autor, primero averiguo si escribe cuentos antes de pasar a una novela. Me interesan por su intensidad y por lo que me exigen como lectora. La novela también, pero en un libro de cuentos tengo muchas más oportunidades de recorrer mundos distintos de diversos modos.

Tus relatos se caracterizan por una arquitectura milimétrica que busca el efecto justo. ¿Cómo trabajás esa escritura?

En principio tengo una fuerte conciencia de cierta animosidad que quiero transmitir. Un estado emocional y de incomodidad física despojado de lo argumental, suena un poco cursi pero es así. La historia que encuentro es una especie de puente entre mi emoción y la del lector, por eso no me siento a escribir hasta que no tengo el argumento. Eso me da mucha libertad, porque sé que el centro del cuento está en ese efecto emocional, así que no me molesta corregir, cambiar escenarios, personajes, probar voces... Tengo un trabajo muy consciente de la escritura que creo que fui construyendo como lectora. Temo que mis lectores sean tan exigentes como lo soy yo con mis autores preferidos. Me importa mucho cómo se cuenta una historia, por una cuestión sobre todo de seducción. Más allá de los géneros, me interesa la tensión que se crea palabra a palabra. Un relato no se escribe del todo en el papel, sino que se completa en la cabeza del lector, con sus recorridos, cortes y palabras, y me gusta trabajar con eso. Buscar esa lectura activa del otro implica una vigilancia palabra a palabra. En su decálogo de escritura, Kurt Vonnegut dice que no hay que hacer perder el tiempo al lector. Es un pacto de las primeras líneas. Dicen que cuando montás un caballo, en los primeros segundos en que acomodás el peso, él determina si podés dominarlo o no; si ve que no, nunca lo vas a lograr. Ese juego se da entre el escritor y el lector. Hay que demostrar que uno está controlando lo que dice. El taller me enseñó a leer lo que escribo de verdad, no lo que yo creo que dice mi texto.

En tus cuentos, sean fantásticos o no, siempre hay un clima siniestro o extraño. ¿Por qué buscás esos efectos?

Es el mundo que me interesa, no sé si podría escribir de otra cosa. En Siete casas vacías, un libro en el que no aparece lo fantástico, ese clima extraño persiste. Es el mundo de lo literario, me parece, más allá de los géneros: para que la literatura empiece, algo nuevo y distinto tiene que pasar, y eso vale tanto para Lovecraft como para Carver. Siete casas... es un libro que habla de este recorte que hacemos como "lo aceptable". Qué comportamientos sociales son buenos o malos, posibles o imposibles. Las convenciones sociales son como las anteojeras de los caballos, evitan que se distraigan y se asusten pero sólo los dejan ver para adelante. Concentrarse en lo inmediato implica ignorar una realidad que sucede a tu lado. Siempre me pareció curioso que hay mucha literatura de lo extraordinario y anormal que insistimos en llamar fantástica, pero una cosa es lo imposible y otra es lo que difícilmente sucede. Las narraciones más interesantes son los sucesos improbables pero posibles. En este libro enfoqué esa extrañeza desde la interioridad, los comportamientos y pensamientos de los personajes: es la zona en que somos más sinceros y auténticos. Te conectás con el otro, te enamorás o te haces amigo cuando te muestra su locura. Aunque sea lo que siempre tratamos de ocultar.

Una característica de tu literatura es que tus relatos no son historias cerradas en la que se le revela todo al lector en el final y que incluso en algunos casos es un espacio abierto sin resolución. ¿Eso te lo planteás como escritora?

Sí, me lo planteo porque es lo que me gusta encontrar como lectora, entonces le presto mucha atención a eso. Hay un doble juego: por un lado, soy muy controladora porque tengo una idea clara de lo que quiero contar y me gustaría que la travesía del lector por lo que cuento fuera muy cercana a lo que yo siento, entonces controlo mucho. Pero, por otro lado, un cuento exige un buen narrador pero también un muy buen lector. Es un trabajo a dos partes. Un buen lector lee el libro pero también lee al autor. Siempre hay algo de personaje ahí. Un autor no tiene toda la verdad, incluso no la tiene acerca de lo que está pasando en su propio texto y es increíble las cosas que descubro en los cuentos que escribo a través de la lectura de los lectores. Los cuentos tienen que tener cierta apertura. Para mí es bastante importante que no todo lo que escribo esté puesto en el texto, dejar que parte de lo que escribo se produzca en la cabeza del lector, intentar controlar eso, es casi un imposible pero me gusta jugar con esa idea. Que algo no esté dicho no significa que no esté en el texto.

El lector deberá encontrarlo.

Exactamente.

¿Qué tipo de lecturas son las que a vos más te movilizan o conmueven?

Las que me ayudan a descubrir o entender algo nuevo, aunque solo se trate de un detalle en el que no había pensado antes.

¿A quiénes considerás tus maestros? ¿Qué escritores te influenciaron? Hay en tus primeros cuentos varios puntos de contacto con los cuentos de Salinger, ¿fue una decisión?

Siempre digo que tuve dos grandes influen­cias. Primero los latinoamericanos, con los que me enamoré de la literatura: Adolfo Bioy Casa­res, Antonio di Benedetto, María Luisa Bombal, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Felisberto Hernández. Y luego los norteamericanos, con los que aprendí a escribir: Flannery O'Connor, Eudora Welty, Hemingway, Cheever, Salinger, J.P. Donleavy, Yates, Paley... Luego, algunos ra­ros que me marcaron muy fuerte, como Kafka. Dostoievski, Beckett, Pinter... Y muchos descu­brimientos nuevos que siguen influenciándo­me, como Agota Kristof,  Elizabeth Strout, Amy Hempel, Colm Tóibín...

¿Las ficciones revelan de manera inevitable algo de la psicología de su autor, o es posible escribir sobre lo que no se es o no se comprende?

Un lector atento puede deducir mucho de un escritor, más de lo que al escritor le gustaría. Cuando uno lee, lee la historia pero lee también al autor. Es incómodo, pero finalmente el lector sigue las huellas de un recorrido que siempre es personal, incluso cuando no es autobiográfico.

¿Trabajas los cuentos en función del final o podés partir de una idea sin tener claro dónde te lleva? ¿Qué podes contar acerca de tu método de trabajo?

Puedo jugar un rato con algo que no sé qué forma tendrá, a modo de prueba o de ejercicio. Pero para meterme más en la historia y ponerme realmente a trabajar necesito entender un poco más el final, hacia dónde voy. A veces esto puede ser descubrir la imagen final con mucha nitidez, otras, apenas tener una idea de clima, o una sensación, pero avanzar a ciegas me trae muchos problemas. Si no sé hacia dónde voy prefiero leer, caminar, pensar, rondar la idea sin las fatalidades de tener un lápiz a mano, que fija y concreta las palabras más rápido de lo que puedo elegirlas.

¿Le das más importancia a la trama, a la atmósfera, a la construcción de los personajes, o el relato es una unidad en la que cada uno de esos elementos debe tener peso propio?

Es una unidad. A veces tengo claras las ideas pero no puedo avanzar hasta no encontrar al personaje, a veces veo con claridad el personaje, pero sin una idea que lo empuje a moverse es imposible ponerlo en acción. A veces tengo ambas cosas pero ni el clima ni el tono parecen acompañarlos. Pero con el tiempo también fui descubriendo que hay que prestarle mucha atención a la primera impresión que uno tiene de una idea. Todo está ahí, la extensión, el género, el personaje, la cadencia del narrador. El germen más auténtico de una idea tiene a veces todas las pistas que se necesitan para avanzar.

Liliana Heker fue tu maestra, ¿cuál dirías que fue la lección más valiosa que supo transmitirte o que aprendiste en sus clases?

Fueron tantas... Liliana es una gran maestra. Quizá la más importante haya sido asumir la fatalidad de que la primera versión de un cuento es solo un mal necesario. A no enamorarse del material. También me enseñó a leer de otra manera. Creo que una de las cosas más importantes que puede darte un taller es aprender a leer lo que realmente dice tu texto, y no lo que uno quiso decir. Parece una tontería, pero es una de las herramientas principales de un autor, y requiere una distancia de uno mismo muy extraña.

1 de abril de 2016

Saskia Sassen: "Necesitamos nuevos conceptos para capturar la amplitud y la profundidad de los desplazamientos sociales y medioambientales actuales"

En "Expulsions. Brutality and complexity in the global economy" (Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global) se pregunta su autora, la socióloga holandesa Saskia Sassen (1949), si es posible que gran parte de la sociedad contemporánea esté tendiendo a una condición de simplicidad brutal empujada por la globalización del capital y el brusco ascenso de las capacidades técnicas, las que, dada su complejidad, han producido efectos de escala enormes. Esa complejidad, dice Sassen, "no conduce inevitablemente a la brutalidad pero puede hacerlo, y hoy a menudo lo hace. En realidad, con frecuencia lleva a la brutalidad simple, ni siquiera a una brutalidad grandiosa de un tipo que podría ser un equivalente, aunque fuese en negativo, de esa complejidad, como ocurre con la escala actual de nuestra destrucción ambiental". La economía global no se expande sin consecuencias: creciente desigualdad y desempleo, cada vez más poblaciones desplazadas o encarceladas, destrucción de la tierra y del agua. Se trata de dislocaciones socioeconómicas que no pueden ser explicadas con las herramientas tradicionales de la sociología, en los habituales términos de "pobreza" e "injusticia". De acuerdo con Saskia Sassen, esas dislocaciones se comprenden con mayor precisión si se conceptualizan como tipos de expulsiones: "En las últimas dos décadas -dice la autora- se ha presenciado un fuerte crecimiento de la cantidad de personas y empresas expulsadas de los órdenes sociales y económicos centrales de nuestro tiempo". Expulsiones que no son espontáneas sino producidas con instrumentos que incluyen "desde políticas elementales hasta instituciones, técnicas y complejos sistemas que requieren mucho conocimiento especializado y formatos institucionales intrincados". Es que en esta época (o nueva fase del capitalismo) "el despliegue de conocimiento y creatividad con demasiada frecuencia trae brutalidades elementales". Los estudios sobre las cuestiones del poder y la desigualdad derivados de los procesos de globalización son un aspecto fundamental de la obra de Sassen. Para ella es necesario, para entender esta época en toda su complejidad, pensar conceptos nuevos, medir con otras herramientas y nombrar de otras maneras. De todo esto habla, precisamente, en las entrevistas que concediera a Raquel San Martín (diario "La Nación", 19 de julio de 2015) y a Delfina Torres Cabreros (diario "Página/12", 1 de abril de 2016), un compendio de las cuales se ofrece a continuación.


Usted señala que no tenemos categorías conceptuales para explicar algunos fenómenos acuciantes. Por ejemplo, se siguen explicando en términos de "inmigración" desplazamientos que tienen características muy distintas a las migraciones de los siglos pasados. ¿Por qué cree que los conceptos nos van quedando desfasados?

Lo que estamos viendo en la así llamada crisis migratoria en el Mediterráneo se capta sólo parcialmente con las categorías de migrante, refugiado. Creo que estamos viviendo el inicio de toda una nueva era que viene marcada por una masiva pérdida de hábitat, que tiene muchos factores. En este momento la guerra domina: tenemos cuarenta países que tienen guerra, pero también están la desertificación, el cambio climático, tierras que van a estar inundadas; la expansión enorme de plantaciones que expulsan a los pequeños agricultores; la expansión extraordinaria de la minería que quita también terreno para vida; la compra de tierra simplemente para extraer agua; el uso en cantidades enormes de agua para el "fracking", que va eliminando agua para poblaciones... La guerra es sólo uno de todos estos elementos. Es el más inmediato, el que ahora domina nuestros imaginarios y nuestras explicaciones, pero es una cosa mucho más amplia, relacionada con la pérdida masiva de hábitat. Usar estas palabras "son inmigrantes, son refugiados" también es una invitación a no pensar. Nos tenemos que plantar ahí y preguntarnos qué estamos viendo. Hay una historia más profunda que requiere otros lenguajes.

¿El mundo académico tiene responsabilidad en esta falta de comprensión de las particularidades del nuevo momento?

Claro que tiene responsabilidad. Yo siempre tuve una relación muy problematizada con las categorías de análisis que son dominantes, porque en un cierto punto sí son muy útiles, pero por otro lado son invitaciones a no pensar: contienen la explicación. A mí lo que más me interesa de la inmigración es cuando empieza un flujo nuevo. Ya cuando es un flujo establecido me importa mucho menos. Muchos estudios de la migración son simplemente documentaciones de las características de esos migrantes o sus comunidades: tienen más de veinte años, tienen buena salud, comen tal cosa... Es muy fácil hacer eso. Yo creo que la universidad buena tiene también que empujar, abrir nuevas fronteras. Siempre va haber individuos que están dispuestos a tomar el desafío.

Según señala en sus estudios, la economía global impone sus propias lógicas territoriales y de valorización de los productos del trabajo. ¿Cómo impacta esto en el mundo del trabajo y en la profesionalización?

Lo que vemos es una transformación bastante importante de la distribución del trabajo. Hay un privilegio de los trabajos altamente profesionales y emerge una clase profesional muy grande, el 20% de cualquier economía desarrollada. Pero eso viene con un precio y es que destruye a esa clase media más modesta, que son los supervisores, las secretarias... eso se transforma en un elemento técnico. Todo lo que se puede estandarizar, se estandariza. Además -y esto ya como un fenómeno más parcial-, esa nueva lógica tecnológica también tiene sus preferencias y sus privilegiados, orienta cuáles son los buenos puestos de trabajo. En este momento las finanzas han perdido mucho terreno. Hubo un momento en que era la gran opción para muchos estudiantes, pero ha habido tanta criminalidad en el sistema financiero que ya los hijos de las élites eligen otras cosas.

¿Cómo se compara el concepto de expulsión con el de desigualdad, que es la idea hoy más difundida para aludir a las patologías del capitalismo contemporáneo?

El lenguaje de la desigualdad registra una condición importante, pero no suficiente para capturar la especificidad de nuestra época. Siempre ha existido la desigualdad, cualquier diferenciación puede ser pensada como una forma de desigualdad. Más aún, y esto es muy importante en mi perspectiva, necesitamos nuevos conceptos para capturar la amplitud y la profundidad de los desplazamientos sociales y medioambientales actuales: brechas de ingresos escandalosas entre los ricos y las clases medias modestas, poblaciones desplazadas en todo el mundo, y una escalada global de la destrucción de los recursos naturales.

¿En qué medida los expulsados son también invisibilizados?

El punto crucial es que cuando una condición se vuelve extrema no logramos capturarla con nuestras estadísticas y conceptos, y en ese sentido puede volverse invisible. En el libro, hablo del "filo del sistema", una región conceptual, por decirlo así, que no tiene nada que ver con fronteras geográficas. La dinámica clave en ese margen es la expulsión de diversos sistemas: económico, social, biosférico. En este sentido, ese margen también se vuelve invisible para los modos corrientes de mirar y construir significado de los Estados y de los expertos, y por eso se vuelve conceptual y analíticamente invisible, imperceptible. Estamos viendo una proliferación de estos márgenes del sistema originados en parte en la economía política occidental en decadencia del siglo XX, la escalada de la destrucción medioambiental y el crecimiento de formas complejas de conocimiento que con demasiada frecuencia producen brutalidades elementales. Es en estos espacios de los expulsados donde encontramos la versión más aguda de lo que podría estar pasando dentro del sistema de maneras más suaves y por eso muchas veces desapercibidas como señales de una decadencia sistémica. En este sentido, creo que este "filo del sistema" señala la existencia conceptual de tendencias subterráneas porque no podemos hacerlas fácilmente visibles a través de nuestras categorías de significado actuales.

Justamente usted menciona en "Expulsiones" que estas distintas formas de expulsión (económica, social, biosférica) atraviesan territorios y sistemas políticos pero, ¿no se expresan de forma distinta en el Norte global que en el Sur global? ¿No tienen impactos diferentes?

Sí, así es. Uno de los argumentos centrales del libro es la necesidad de volver al "nivel del suelo" como una manera de des-teorizar, o de desestabilizar las categorías centrales y las explicaciones poderosas, para re-teorizar. Entonces argumento, por ejemplo, que las destrucciones ambientales masivas que causa la explotación de las minas de oro en Montana, en Estados Unidos, y la misma destrucción provocada por la producción de níquel en Norilsk, en Rusia, no deberían verse simplemente como un fenómeno capitalista y otro comunista, sino ambos como fenómenos que señalan la capacidad masiva de destrucción del medio ambiente. Al poner en primer plano la cuestión medioambiental elimino el peso de esas profundas historias políticas de capitalismo o comunismo, que constituyen todavía hoy el prisma a través del cual la mayoría de la gente parece mirar el mundo. Yo digo que no: es hora de volver al "nivel del suelo", para des-teorizar y luego re-teorizar según nuevos vectores. De manera más general, las explicaciones poderosas muchas veces son invitaciones a no pensar. Eso está bien la mayor parte del tiempo.

¿Cómo funcionan actualmente?

Cuando las condiciones se vuelven inestables -digamos, en la actual dominación del neoliberalismo después de las décadas keynesianas de la posguerra marcadas por la industrialización masiva y la construcción masiva de viviendas para las clases medias-, entonces hay que cuestionar esas explicaciones poderosas. Hoy veo significados inestables que nos obligan a acomodarnos colectivamente a estas condiciones emergentes. Sobre esto último, por ejemplo, el capítulo "Tierra muerta, agua muerta" del libro argumenta que necesitamos reconocer, dar testimonio, del hecho de que colectivamente hemos destruido vastas áreas de tierra y reservas de agua. Necesitamos hacer presentes esas tierras y aguas muertas.

Usted detecta en el libro un cambio en la lógica económica que subyace a las distintas formas de expulsión que describe. ¿En qué se diferencia esa lógica de la del capitalismo como lo conocimos hasta 1980?

Brevemente, el llamado período keynesiano se caracterizó por la producción en masa, el consumo masivo y la construcción masiva de vivienda y, en algunos países, de barrios en los suburbios y autopistas. Se centró en el hecho de que cada consumidor y comprador importaba. Ésa fue la lógica dominante y permitió el crecimiento de clases medias modestas y clases obreras prósperas. Hoy ya no es la lógica principal. Todavía está allí, pero el sector consumidor no es el que da forma a las lógicas económicas clave en las economías avanzadas. Desde los últimos años de la década del ‘80, se instaló un conjunto de nuevas lógicas dominantes, que se manifiesta de muchas maneras diferentes. Un aspecto clave de los años posteriores a los ‘80 es la construcción de geografías distintivas de poder, privilegio y extracción que atraviesan las divisiones tradicionales del sistema interestatal moderno (Norte y Sur, Este y Oeste). Estas geografías transversales de privilegio y poder pueden coexistir confortablemente con muchas de las divisiones tradicionales que continúan operando, como la falta de servicios de salud y acceso a alimentos y agua en el Sur global y la existencia continuada de estructuras fuertes de gobierno comunista en partes del Este. Las élites de Nigeria se sienten más cómodas y cercanas a las élites de Londres y Bombay que a los pobres y explotados en su propio país. En este sentido, también, estas nuevas geografías tienen el efecto de desmembrar sociedades y culturas, tanto como sus territorios y Estados nacionales. Estas geografías incorporan sectores particulares (ciudades de vanguardia, élites corporativas, la rama ejecutiva de los Estados, incluyendo sus bancos centrales, las corporaciones de propiedad estatal más importantes, y otras) y expulsan al resto. Así, un país con vastos territorios empobrecidos que carecen de todo lo básico puede, sin embargo, destinar sus recursos limitados a desarrollar su ciudad más importante para convertirla en un nodo de una de estas geografías globales de centralidad. Hay muchos ejemplos, algunos conocidos, como Abuja en Nigeria, y otros que recién están emergiendo, como Luanda en Angola, que fue invadida por empresas extranjeras que la están reconstruyendo para convertirla en una buena plataforma para acceder a las ricas minas de ese país. Es decir, tenemos elites predatorias, como en Nigeria, Congo y tantos otros países, que se enriquecen, y un empobrecimiento creciente del resto de los países. Los llamados países ricos hicieron más o menos lo mismo en los años ‘80, finalmente recortando los servicios sociales y el mejoramiento de la infraestructura en todo su territorio, mientras promovían una transformación glamorosa de sus ciudades principales.

Usted señala que "la máquina de vapor" de la modernidad global no son las tecnologías digitales sino las finanzas. ¿Cómo es que esta "máquina", en apariencia tan abstracta e inasible, moldea el pulso del mundo contemporáneo?

Es la lógica misma de lo financiero. Lo financiero es radicalmente distinto de la banca tradicional. La banca tradicional vende algo que tiene: dinero. La finanza vende algo que no tiene y, por ende, debe invadir otros sectores, y para eso desarrolla instrumentos realmente admirables en su complejidad. Puede invadir desde los sectores más lujosos a las cosas más simples, como los préstamos para autos usados. No depende estrictamente de esos otros sectores; todo lo que necesita es desarrollar un instrumento que le permita extraer algo en base a lo cual pueda construir un instrumento que tenga la capacidad de multiplicar el valor. Entonces, es invasivo y destructivo y el hecho de que destruye lo que necesita también implica que no le importa. Extrae y listo; deja detrás espacios completamente destruidos y así va empobreciendo los Estados nacionales.

¿Puede entenderse la compra masiva de tierras y la explotación de recursos naturales de unos países en otros como una nueva forma de colonialismo? ¿O tiene otros elementos nuevos?

Sí y no. Sí, en el sentido de que ciertos países tienen, o construyen, la opción de adquirir vastas tierras en el territorio soberano de una serie de otras naciones. No, en el sentido de que, en el viejo imperialismo, Gran Bretaña quería toda África, por así decirlo; España, toda América Latina. Hoy veo una modalidad muy distinta. A ninguno de estos países compradores de tierras extranjeras les interesa conquistar todo el país. Al contrario, practican un minimalismo agudo: quieren sólo la tierra que les interesa usar, y cuando esa tierra se agota, se muere por el maltrato que implica ese mismo uso, se van a buscar otras. En síntesis, ésta es una modalidad colonial exclusivamente centrada en la extracción. Recordemos que los ingleses querían reeducar a las clases profesionales en la India, los españoles querían implantar la arquitectura de estilo español, Francia tenía su propia "misión civilizadora".

El capitalismo parece ser el régimen global triunfante más allá de los sistemas políticos, porque hoy existen democracias, autocracias y regímenes totalitarios, todos igualmente capitalistas. ¿Cree que la política ha terminado subordinándose a la economía, hablando globalmente?

Es un poco así: los poderes ejecutivos, sean presidenciales o parlamentarios, de derecha o de izquierda, empiezan a mirar con los ojos de las grandes corporaciones. Hay una lógica económica muy particular que se implanta también en el sistema político.

Las expulsiones que usted describe, las consecuencias de la lógica del poder financiero en las vidas de las personas o de la explotación salvaje de recursos naturales implican un grado de desprecio por la vida de las personas. ¿Cómo se combina el capitalismo y la ética?

Hay ciertas ironías en esta evolución: por un lado, hay más y más reconocimiento y sensibilidad hacia las diversidades. Vemos toda una serie de movimientos étnicos, de género, sexuales, incluyendo los derechos de los animales. Todo esto me parece excelente. Pero también vemos la expansión de violencias de todo tipo: tráfico de personas, explotación y esclavitud de cada vez más trabajadores pobres a través del mundo, la voluntad de matar o engañar para obtener órganos que se demandan cada vez más, abuso agudo del medioambiente con efectos tóxicos que envenenan lentamente a gran número de niños. En resumen, toda una serie de extracciones extremas que van en aumento, no en disminución como se esperaba hace veinte años. Esto va mucho más allá del capitalismo como lo hemos entendido, o como se desarrolló bajo el keynesianismo en Occidente. Se trata más bien una lógica de extracción predatoria para la cual el capitalismo puede ser un puente, pero va mucho más allá de lo que hemos entendido que son las explotaciones capitalistas. Es más extremo, y por ende quiero darle un nombre, un nombre simple, directo, no un "ismo". De ahí "expulsiones". Lo que veo, en síntesis, es un dualismo extremo.