12 de octubre de 2017

Edgar Allan Poe por Julio Cortázar. El bostoniano maldito según el cronopio trujamán (II)

En 1817, el poeta y filósofo inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) publicó “Biographia literaria” (Biografía literaria), un libro inclasificable en el que reunió memorias, semblanzas, crítica literaria, recomendaciones y sugerencias para jóvenes escritores, apuntes sobre las características de la imaginación y la fantasía, reflexiones estilísticas e indagaciones filosóficas. Entre las copiosas cavilaciones que proliferan en el libro, figura aquella que habla sobre la fascinación que ejercen los márgenes de cada página sobre los lectores. Para definirla, el poeta iniciador del romanticismo en Inglaterra acuñó el concepto de “marginalia”, bautizando así al ejercicio de comentar, apostillar, anotar e incluso traducir un libro en esos espacios.
Treinta años más tarde, Edgar Allan Poe titularía “Marginalia” al libro en el que reunió breves apreciaciones personales publicadas previamente en revistas como “Southern Literary Messenger”, “US Magazine and Democratic Review” y “Graham’s Magazine”. En una de ellas reflexionaba así sobre la traducción: “La fraseología de cada nación tiene un tinte de rareza para los oídos de las naciones que hablan diferentes lenguas. Para transmitir el verdadero espíritu de un autor, dicho tinte debería ser corregido en la traducción. Sería bueno enorgullecernos menos de la literalidad y más de la destreza en la paráfrasis. ¿No está claro que, mediante esta destreza, se puede traducir de manera de proporcionar a un extranjero una concepción más justa de un original de lo que el original mismo podría darle?”. Cuando escribió estas palabras, el autor de “The pit and the pendulum” (El pozo y el péndulo) seguramente no imaginaba que, algo más de un siglo después, el genial Julio Cortázar se ocuparía de verter su obra al español haciendo uso, justamente, de aquella destreza de la que hablara en su artículo.
Cortázar cursó sus estudios secundarios en la Escuela Normal Dr. Mariano Acosta, graduándose con honores como Maestro Normal en diciembre de 1935. Muchos años después recordaría aquella época con desencanto: “Me fui dando cuenta, a lo largo de siete años de estudio, de que esa escuela normal tan celebrada, tan famosa, tan respetada en la Argentina, era en el fondo un inmenso camelo. Debo haber tenido cien profesores y sólo me acuerdo de dos. Yo me tuve que aguantar una educación en la que muchos de mis profesores eran vejigas infladas, pomposas y pedantes”. El país vivía por entonces en lo que pasaría a la historia como “Década infame”, una época de gobiernos fraudulentos instalados en el poder tras un golpe militar, el primero de la nefasta serie que asolaría a la Argentina durante el siglo XX. Ingresó luego en la Facultad de Filosofía y Letras donde permaneció sólo un año ya que en su casa “había muy poco dinero y yo quería ayudar a mi madre”. Las dificultades económicas de su familia lo llevan a buscar un empleo, algo que conseguiría en Bolívar, un pueblo que le hará decir en una carta a su amigo Eduardo Hugo Castagnino: “Los microbios, dentro de los tubos de ensayo, deben tener mayor número de inquietudes que los habitantes de Bolívar”.
Cortázar arribó en tren -junto a otros cinco docentes- en la madrugada del 12 de junio de 1937. Al día siguiente de la llegada de los nuevos profesores se llevó a cabo la primera reunión en el colegio San Carlos. Allí se resolvió, por sorteo, la distribución de las cátedras entre ellos. El rector puso papelitos en un sombrero y, a un atónito Cortázar -que acaso hubiese preferido otro método-, le tocó Geografía.


Hospedado en el Hotel La Vizcaína, pasa sus horas libres escuchando por la radio de su habitación las noticias sobre la guerra que llegaban desde Europa, preparando las clases, corrigiendo las tareas de sus estudiantes y leyendo incansablemente frente a la ventana que daba a una plaza de viejos árboles. Se quedó allí dos años, y sólo regresaba a Buenos Aires en los meses de vacaciones. Fue una época de gran inactividad social ya que nunca logró adaptarse a las costumbres pueblerinas, algo que se trasluce en otro párrafo de la carta antes mencionada: “La manera de divertirse es inefable. Consta de dos partes: a) Ir al cine. b) No ir al cine. La sección b) se subdivide a su vez: a) Ir a bailar al Club Social. b) Recorrer los ranchos de las cercanías con fines etnográficos. Esta última sección admite, a su vez, ser dividida en: a) Concurrir, pasado un cierto tiempo, a un dispensario. b) Convencerse de que lo mejor es acostarse a las nueve de la noche”.
Luego se traslada a Chivilcoy, ciudad ubicada a unos 200 km. al noreste de Bolívar. Allí, en la Escuela Normal Domingo Faustino Sarmiento, el 8 de agosto de 1939 se hizo cargo de las cátedras de Instrucción Cívica, Geografía e Historia. Una rutina de dieciséis horas semanales de clase que le permitía viajar los miércoles por la tarde a Buenos Aires para regresar los domingos por la noche. Alojado en una pensión familiar, Cortázar aprovechaba su tiempo libre para leer y escribir. Recibe las periódicas visitas de su madre y de su hermana menor y, a diferencia de lo ocurrido en Bolívar, se vinculó a la actividad cultural de la ciudad. Asistió con periodicidad a la Peña Literaria de la Agrupación Artística donde ofreció conferencias y participó como jurado en varios certámenes pictóricos. El 22 de octubre de 1941 publicó en un suplemento especial del diario socialista “El Despertar” su relato “Llama el teléfono, Delia” y, poco después, adaptó la obra teatral “El puñal de los Troveros” del dramaturgo y periodista Belisario Roldán (1873-1922). También redactó con el fotógrafo y realizador cinematográfico Ignacio Tankel (1912-1984) el argumento, el guión y los diálogos de la película “La sombra del pasado” que se rodaría entre los meses de agosto y diciembre de 1946 para estrenarse en la sala del cine teatro “Metropol” el 25 de mayo de 1947. Para entonces, Cortázar ya no estaba en Chivilcoy: el 5 de julio de 1944 había partido rumbo a Mendoza tras su designación como profesor de Literatura Francesa y de Literatura de la Europa Septentrional en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Todavía faltaba una década para que emprendiera la gigantesca tarea de traducir a Poe.


Hacia 1823 ó 1824, Edgar pone todas las fuerzas de sus quince años en esos versos.
Algunas jovencitas de Richmond habrán de recibirlos, especialmente las alumnas de cierta elegante escuela; su hermana Rosalie -adoptada por otra familia de Richmond- se encarga de hacer llegar los mensajes a las agraciadas. Pero el precoz enamorado tiene tiempo para otras proezas. La enorme influencia de Byron, modelo de todo poeta joven en esta década, lo inducía a emularlo en todos los terrenos. Ante la estupefacción de camaradas y profesores, Edgar nadó seis millas contra la corriente del río James y se convirtió en el efímero héroe de un día. Su salud era entonces excelente, después de una infancia algo enfermiza; y su cargada herencia sólo se manifiesta en detalles de precocidad, de talento anormalmente desarrollado, en un carácter donde el orgullo, la excitabilidad, la violencia que nace de una debilidad fundamental, lo estimulaban a adelantarse en todos los caminos y a no tolerar competidores.
En aquellos días conoció a “Helen”, su primer amor imposible, su primera aceptación del destino que habría de signar toda su vida. Decimos aceptación, y será mejor explicarse desde ahora. “Helen” es la primera mujer -en una larga galería- de quien Edgar Poe habría de enamorarse sabiendo que era un ideal, sólo un ideal, y enamorándose porque era ese ideal y no meramente una mujer conquistable. Mrs. Stanard, joven madre de uno de sus condiscípulos, se le apareció como la personificación de todos los sueños indecisos de la infancia y las ansiosas vislumbres de la adolescencia. Era hermosa, delicada, de maneras finísimas. “Helen, tu belleza es para mí como esas remotas barcas niceas que, dulcemente, sobre un mar perfumado, traían al cansado viajero errabundo de retorno a sus playas nativas”, escribiría de ella un día en uno de sus poemas más misteriosos y admirables. Su encuentro fue para Edgar el arribo a la madurez. El adolescente que acudía a casa de su condiscípulo sin otro propósito que el de jugar, fue recibido por la Musa. Esto no es una exageración. Edgar retrocedió enceguecido frente a una mujer que le daba su mano a besar, sin comprender lo que ese gesto valía para él. Ignorándolo, “Helen” le exigió que ingresara definitivamente en la dimensión de los hombres. Edgar aceptó, enamorándose. Su amor fue secreto, perfecto y duró lo que su vida, por debajo o por encima de muchos otros.
Exteriormente, las diferencias de edad y de estado social condicionaron el diálogo, hicieron de esa relación un coloquio amistoso que continuó hasta el día en que Edgar no pudo visitar más la casa de los Stanard. “Helen” enfermó, y la locura -ese otro signo siempre latente en el mundo del poeta- la alejó de sus amigos. Al morir en 1824 tenía treinta y un años.
Hay una “historia inmortal” que muestra a Edgar visitando de noche la tumba de “Helen”. Hay testimonios igualmente inmortales aunque menos románticos, que prueban el desconcierto, el dolor contenido, la angustia sin expansión posible. Edgar callaba en la escuela, rehuía los juegos, las escapatorias; todos sus camaradas lo notaron sin sospechar la causa, y muchos años más tarde, cuando el mundo supo quién era él, lo recordaron en memorias y cartas.


Refugiado en casa de los Allan (que para Edgar, despierto ya a la realidad social, no era su casa), poco consuelo le esperaba. Su madre adoptiva lo quiso siempre tiernamente, pero empezaba a ceder a un enigmático mal. John Allan se mostraba cada día más severo y Edgar cada día más rebelde. Quizá entonces se enteró el niño de que su protector tenía hijos naturales y sospechó que jamás sería adoptado legalmente. Parece seguro que su primera reacción contra Allan nació de su cólera por la ofensa que ese descubrimiento infería a Frances. También ésta lo supo y debió de confiarse a Edgar, que tomó resueltamente su partido. A esta crisis se agrega el que en aquellos días John Allan se convirtiera en millonario al heredar la fortuna de su tío. Paradójicamente, Edgar debió comprender que sus posibilidades de ser adoptado, y por tanto de heredar, habían disminuido todavía más. Y su especial inadaptación empezó a manifestarse tempranamente. Incapaz de suavizar asperezas o de conciliarse el afecto de su protector mediante una conducta adaptada a sus gustos, emprendía ya un camino anárquico al que su temperamento y sus gustos lo predisponían naturalmente. John Allan empezó a saber lo que es tener un poeta -o alguien que quiere llegar a serlo- en casa. Su intención era hacer de Edgar un abogado o un buen comerciante como él. No hay necesidad de abundar más sobre la razón fundamental de todos los choques futuros.
La crisis había madurado lentamente. Edgar era todavía el niño mimado de su “madre” y su bondadosa “tía”, y el brillante alumno que daba satisfacción a John Allan. Por aquellos días el marqués de La Fayette andaba recorriendo los campos de sus antiguas hazañas.
Edgar y sus camaradas organizaron una milicia uniformada y armada para rendir honores al viejo soldado francés. Entre ejercicio y ejercicio, Edgar leía vorazmente lo que caía a su alcance; pero no parecía feliz, y ni siquiera el traslado a una nueva y magnífica casa que la flamante fortuna de su protector requería, y la comodidad de una excelente habitación, bastaban para alegrarlo. Es harto probable que sus altaneras declaraciones a John Allan sobre sus propósitos de llegar a ser un poeta encontraran una fría, irónica respuesta en los ojos y las palabras del comerciante. Edgar había crecido, y sus actividades “militares” lo habían aguerrido e independizado aún más. La anómala situación del hogar de los Allan apresuró el proceso. Su guardián veía ya un mozo en Edgar y sus diálogos eran de hombre a hombre. Si Edgar le reprochó alguna vez, en nombre de su “madre” Frances, las infidelidades conyugales, Allan debió a su turno replicar con algo capaz de herir al joven en lo más vivo. Sabemos hoy cuál fue esa réplica: una velada referencia, deshonrosa para Mrs. Poe, acerca de la verdadera paternidad de Rosalie, la hermana menor de Edgar. Bien puede imaginarse la reacción de éste. Pero los lazos con los Allan eran todavía demasiado fuertes, y hubo otro intervalo de paz. Intervalo dulce, porque Edgar acababa de enamorarse de una jovencita de bellos rizos, Sarah Elmira Royster, que habría de representar un extraño papel en su vida, desapareciendo tempranamente para surgir en los últimos tiempos. Pero ahora el amor era matinal, y Elmira lo correspondía con toda la efusión compatible entonces con una señorita virginiana. A John Allan no le gustó la idea de que Edgar llegara a casarse con Elmira, y además había que pensar en su ingreso en la Universidad de Virginia. Sin duda habló con Mr. Royster, y de esa conversación en beneficio de los hijos nació una torpe traición: las cartas de Edgar a Elmira fueron interceptadas, y más tarde se obligó a la niña a que aceptara el presunto olvido de su novio como prueba de desamor y se casara con un tal Mr. Shelton, que correspondía mucho mejor que Edgar a la idea que los Allan y los Royster se hacen siempre de los esposos adecuados. Ignorante de lo que iba a ocurrir, Edgar se despidió de Frances y John Allan en febrero de 1826. En el camino confió una carta para Elmira al cochero que lo llevaba a Charlottesville; fue probablemente el último mensaje que aquélla alcanzó a recibir de él.


De la vida estudiantil de Poe hay numerosos documentos que prueban el clima de libertinaje y anarquía de la flamante Universidad fundada con tantas esperanzas por Thomas Jefferson, y su influencia catalizadora de las tendencias hasta entonces latentes en el poeta. Los estudiantes, hijos de familias adineradas, jugaban por dinero, bebían, disputaban y se batían en duelo, endeudándose con la mayor extravagancia, seguros de que sus padres pagarían al final de cada período escolar. A Edgar le ocurrió algo previsible: John Allan se negó desde el primer momento a enviarle más dinero del estrictamente necesario para sus gastos escolares. Edgar se empecinó en mantener el nivel de vida de sus camaradas, por razones bien comprensibles entonces y en Virginia. Hasta cierto punto, tenía razón: su protector lo había criado y educado en un nivel social que entrañaba determinadas exigencias económicas. Proporcionarle con una mano la mejor educación de la época y negarle con la otra el dinero necesario para no tener que avergonzarse ante los camaradas sureños, revelaba no sólo falta de bondad, sino de sentido común e inteligencia. Poe comenzó a escribir a “casa” pidiendo pequeñas sumas, haciendo minuciosos estados de cuenta para mostrar a Allan que las cantidades recibidas no bastaban para subvenir a sus gastos elementales. Si Allan maduraba ya el proyecto de buscar motivos de querella y desentenderse finalmente de Edgar, aprovechando la enfermedad cada vez más grave de Frances para librarse de ese molesto obstáculo en sus futuros proyectos, no hay duda de que la conducta de Poe en la Universidad le dio amplio motivo para resolverse.
Exaltado e incapaz de reflexionar con calma en nada que no fueran materias intelectuales, Edgar lo ayudó insensatamente. Se sumaba a ello su desesperación por no recibir respuesta de Elmira y sospechar que ésta lo había olvidado, o que una intriga de los Royster y los Allan lo apartaba de su novia -pues como tal la consideraba entonces-.