14 de abril de 2018

Testimonios subjetivos de un don nadie (1). Confusas cavilaciones

El hombre está solo en su casa, sentado frente a la ventana que da al frondoso parque. A lo lejos se oye el murmullo del tránsito y, a sus espaldas, la melodía suave de una canción de Dave Matthews que nunca se cansa de escuchar. “You think of things impossible and the sun refuse to shine”. Sí, así es, piensa en cosas imposibles y el sol se niega a brillar. Sus pensamientos son como criaturas espectrales, como seres malignos aposentados en la trastienda de su realidad cotidiana. Piensa. Como siempre, piensa. Demasiado, dicen sus amigos, pero él piensa. Piensa sobre todo lo que hizo y lo que no hizo en el corredor del tiempo por el que transitó su vida. Un camino a veces estrecho, a veces holgado; en ocasiones lóbrego, en ocasiones luminoso; por momentos sórdido, por momentos digno; de a ratos modesto, de a ratos espléndido. En fin, nada del otro mundo. Todos -piensa-, quien más quien menos, han recorrido una senda similar. “Excuse me, please, one more drink. Could make it strong? Cause I don't need to think”, canta ahora Dave Matthews. ¿Debería él también beber un trago fuerte para dejar de pensar?
No está seguro de si son los años que ya carga sobre sus hombros, las experiencias acumuladas a lo largo de su vida, los innumerables libros que lleva leídos, las vivencias originadas en su trabajo cotidiano en una organización social u otra cosa, pero de lo que sí cree estar seguro es de que el mundo -tal vez como nunca antes- está desquiciado, a punto de resquebrajarse, de hacerse polvo. Una mezcla de tristeza e indignación inundan su alma cada vez que piensa en la gente, no sólo la que habita en cualquier confín del planeta, sino también en la que lo rodea habitualmente. La mayoría de ellos, tanto unos como otros -piensa- parecieran aceptar el predominante estado calamitoso de las sociedades como una inevitable fatalidad; parecieran considerar como algo natural la inconmensurable injusticia que prevalece hasta en la más sencilla de las acciones que realizan los seres humanos. Esto no ha hecho más que conformar un entorno cada vez más sombrío y despiadado. La desolación es de tal magnitud que, incluso, ha derrumbado en esas gentes su confianza, su orgullo y hasta su voluntad y capacidad de comprender, de sublevarse y de intentar modificar ese estado de las cosas.



Pareciera que ya no hay futuro, que toda la cultura transitase tortuosamente en medio de una tensión constante, que crece año tras año y abruma como un cataclismo, inmersa en una incertidumbre inquietante, violenta, atropellada, como una corriente que todo lo arrasa y desea llegar a su fin. Sobre los hechos cotidianos -piensa- es como si las personas no reflexionasen seriamente, acaso porque temen hacerlo. Es como si prevaleciera en ellos cierta convicción de afrontar individualmente el desencanto en vez de hacerlo en forma comunitaria. Él, por el contrario, no hace otra cosa más que reflexionar, y tal vez eso sea lo que le concede la certeza de estar a la intemperie, de sólo poder observar con escepticismo desde los medios audiovisuales hasta las artes plásticas y la música de la modernidad. Programaciones televisivas colmadas de chismes y cotilleos, chácharas ambiguas y desinformación; performances artísticas en las que muchas veces predomina el culto de imágenes insólitas o extravagantes y la exposición de objetos sin sentido y faltos de valor estético; composiciones musicales de una chabacanería y futilidad que cuesta trabajo soportar, de un facilismo y una banalidad exasperantes, de una falta de creatividad y originalidad supinas, como si todas hubieran sido creadas bajo el mismo molde de una fábrica. ¿Quién puede resistir tanta vulgaridad?
Estos pensamientos lo retrotraen a lecturas de su juventud, a Guy Debord específicamente, cuando afirmaba que las formas y los contenidos de los espectáculos son los modos de justificación de las condiciones y los fines del sistema existente. Sí -piensa-, el sopor mediático es la droga más poderosa del capitalismo. Y fue en ese momento que recordó otras lecturas; inevitablemente una cosa trae a la otra. Fue necesario rebuscar en su abarrotada biblioteca hasta dar con aquel libro de William Morris heredado de su abuela en el que el artista inglés incorporaba los conceptos de alienación y de fetichismo, claves en su análisis de lo que dio en llamar “sucedáneos”, esto es, aquellos productos que les eran ofrecidos a la gente como formas acabadas de la felicidad y que no hacían más que llevarla a despreciar los placeres sencillos.



Y sus objeciones no se limitaban sólo a los artículos de consumo masivo sino también a las actividades de esparcimiento. “La mayor parte de los ciudadanos llevan unas vidas tan tristes, desempeñan labores tan mecánicas y aburridas, y sus momentos de reposo son tan vacuos y casi siempre tan agotadores por culpa del exceso de trabajo, que cualquier cosa que le presenten como entretenimiento servirá para atraer su atención”, escribía Morris hace un siglo y medio atrás. “La pasión rectora de mi vida ha sido y sigue siendo la aversión a la civilización moderna”.
Sin mucho esfuerzo se podría cambiar la época victoriana por la actual -piensa- y el texto de Morris parecería escrito ayer. Igual se podría hacer con la época jacobina, cuando el filósofo inglés Thomas Hobbes mostraba en su “Leviatán” la angustia que sentía ante una sociedad compuesta por hombres rapaces, egoístas y competitivos embarcados en una guerra constante de todos contra todos. Ese texto también suena contemporáneo -sigue pensando-. Lo mismo que el del escritor sueco Hjalmar Söderberg, quién a comienzos del siglo XX escribía apesadumbrado: “¿Pero qué especie de peste se ha apoderado de la humanidad? ¿Qué flagelo azota a los hombres, los ahuyenta a latigazos del círculo de sus semejantes en la tierra? ¿Adónde vamos, dónde parará esto?”. ¿Es que siempre ha sido así? El desarrollo de la humanidad durante tantos siglos, ¿no ha producido nada excepto esta mísera confusión sin sentido en la que vive? ¿Existieron alguna vez días en que la sordidez sombría de la civilización no se esparciera sobre el mundo? Preguntas y más preguntas. Dudas y más dudas. Y más recuerdos de viejas lecturas, ahora el Marcuse que hace medio siglo nomás perfilaba al “hombre unidimensional”, aquel que era controlado por la productividad integradora del sistema capitalista y por el poder absoluto de su máquina de propaganda, de publicidad y de administración. Un mecanismo que no hacía más que nutrir a los órganos de control del poder político-económico, los que acababan convirtiendo a los sujetos en un engranaje más del sistema dominante, en simples corderos encerrados en un redil e incapaces de ver más allá de los barrotes impuestos por dicho sistema. ¿Serán realmente éstas las razones profundas del actual sistema político y económico? ¿El pasado actúa inevitablemente en el presente?



Es entonces cuando el hombre cavila también, fastidioso, sobre la corrupción de la política y la mezquindad de la economía, dominadas ambas por un usurario e inmoral capital financiero, y aceptadas -e incluso justificadas- por muchos con irritante despreocupación en medio de una serie de malentendidos asociados con la idea demagógica, pregonada y repetida cual eslogan hasta el hartazgo, de que en el futuro las cosas van a mejorar. Una monserga mal disfrazada de sincera esperanza que encubre y aspira a justificar un presente desolador, catastrófico en términos de equidad y justicia social, desastroso en materia educativa, siniestro en la cuestión del respeto a los derechos humanos, apocalíptico para la salud ecológica del planeta, cínico con los menos favorecidos por el fundamentalismo neoliberal de un libre mercado ávido e inescrupuloso. Esta tesitura no ha hecho más que sumergir a una generación tras otra en el desencanto, el hedonismo, el egocentrismo -piensa-; generaciones a las que sus países han criado a base de grandes dosis de promesas incumplidas, una mayor que la otra, como una broma que no tiene fin. Todo esto en un escenario en el cual la probidad y la honestidad que debieran mostrar los dirigentes políticos sencillamente apesta y la ética ha huido espantada ante tanto cretinismo. ¿Existe mayor necedad?
Directa o sesgadamente -piensa-, el cinismo, la indiferencia y el egoísmo están presentes en las clases dominantes hasta el punto de conformar una unidad particularmente perversa, lo que no hace más que contrariar tanto las relaciones interpersonales como el ya de por sí espinoso proceso de convivencia cultural, social y política entre las naciones en general y sus ciudadanos en particular. La cada vez mayor desigualdad genera diferentes manifestaciones de violencia, las que conforman o complementan el nudo general de los conflictos. Una violencia cotidiana, rutinaria y generalizada que lo impregna y lo degrada todo.



Por un lado, la del enfrentamiento entre clases, la del odio racial y de la segregación comunitaria en todas sus feroces vertientes generada por la pobreza y el deterioro social. Por otro lado, la encarnizada violencia institucional en manos de los esbirros uniformados al servicio del sistema gobernante. ¿Puede llamarse a esto democracia? El hombre recuerda entonces al Marcuse que hablaba del disfraz seudodemocrático utilizado por las clases dominantes para esconder una estructura totalitaria basada en la explotación del hombre por el hombre.
Ante este sombrío panorama, con naciones enteras sumergidas hasta el cuello en un marasmo de descomunales proporciones, los pueblos asisten impávidos a su desmoronamiento como países soberanos al compás de dirigencias cipayas, miserables e indiferentes. La decadencia, al parecer irrefrenable, gana terreno día a día en desmedro de la gente común y silvestre, la que ve como, día tras día, año tras año, son usurpadas sus riquezas, sus culturas, sus ilusiones, sus esperanzas. Y lo hace con resignación, como si tal cosa fuese razonable, eterna e inevitable. Al parecer, cada individuo se encuentra solo en la sociedad y hasta enfrentado a ella. A veces, pareciera que el único recurso que tiene a su alcance para hacerle frente a la violencia cotidiana que la oprime es oponerle su propia violencia, aquella que es capaz de ejercer, y esto la conduce invariablemente a un epílogo signado por la destrucción. La corrupción por el poder genera a cada instante más fastidio y rencor en las personas, y los pequeños logros individuales sólo calman momentáneamente el dolor que sienten, ya que las jerarquías económicas y sociales no se modifican y el sometimiento y la humillación permanecen incólumes, patrocinados por la dictadura de los tecnócratas que las avasalla desde el poder y la conjura de los necios que las distrae desde los medios. Está claro -piensa- que los artífices de la globalización, que todo lo someten al espíritu mercantil y monetarista, están profundamente interesados en mantenerlas en ese estado de miserable postración del que sacan jugoso provecho. Pero, esa gente común y silvestre, ¿no piensa hacer nada al respecto?



Meditando sobre el ingreso masivo de las personas en la era digital, con su desdén tecnológico por la letra escrita, su obstinada negación del pasado y del dolor, y su insulsa exaltación de las relaciones líquidas y superficiales, le resulta paradójico que en un mundo que lo registra todo instantáneamente, todo se olvide con tan extrema facilidad. ¿Por qué será que personas inteligentes, educadas, sinceras, a veces toman una decisión absolutamente tonta e insensata? ¿Tendrá esto que ver con una errónea interpretación de la idea de pensamiento colectivo de la que hablaba Spinoza? ¿O será porque ninguna tragedia es ajena sino que, cada una de ellas, comprende a todos los hombres? La tragedia, evidentemente, posee motivos enormes, razones infinitas para imponerse. Es omnipresente -piensa-, algo que le resulta incomprensible, oprobioso y aniquilante. “I've got one hand in my pocket and the other one is flicking a cigarette. What it all comes down to is that I haven't got it all figured out just yet”, canta mientras tanto Alanis Morissette. Sí, él tampoco tiene todo resuelto. Fuma y mientras tanto piensa, piensa, continúa pensando. Lo que está ocurriendo no es más que una tragedia que ha degenerado en parodia para luego despeñarse hacia la farsa. Todo un inventario de pesadillas -piensa- que prospera ante nuestros ojos con naturalidad en un espacio convulsionado donde fuerzas tenebrosas se agigantan a su antojo.