22 de junio de 2018

Federico Finchelstein: “El populismo es una forma autoritaria de pensar y reconstituir la democracia”


El historiador argentino Federico Finchelstein (1975) estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires y obtuvo su doctorado en la Cornell University de Nueva York. En la actualidad reside en Estados Unidos, donde se desempeña como profesor de Historia en la New School for Social Research y en el Eugene Lang College of Liberal Arts. Ha publicado numerosos artículos en diversas revistas especializadas así como ensayos en volúmenes colectivos acerca del fascismo, el Holocausto, la historia de los judíos en América Latina y Europa, el populismo en América Latina y el antisemitismo. Entre sus libros se cuentan: “Los alemanes, el Holocausto y la culpa colectiva. El debate Goldhagen”, “La Argentina fascista. Los orígenes ideológicos de la dictadura”, “El canon del Holocausto”, “Fascismo, liturgia e imaginario. El mito del general Uriburu y la Argentina nacionalista” y “Fascismo trasatlántico”. En “Del fascismo al populismo en la historia”, su más reciente obra, Finchelstein, sostiene que aunque el fascismo y el populismo ocupen el centro de las discusiones políticas y aparezcan mezclados, en realidad representan trayectorias políticas e históricas diferentes. Con mucha frecuencia los términos fascismo y populismo aparecen repetidos en el discurso de académicos, políticos y periodistas (o de la gente común y corriente que opina con soltura sobre cualquier cuestión) como representaciones del mal absoluto encarnado en general en liderazgos demagógicos y autoritarios. Sin demasiadas precisiones, y aparentemente definidos en cada caso a gusto o conveniencia del expositor, nunca termina de quedar claro de qué se habla cuando se habla de fascismo y de populismo, en qué se asemejan y en qué se diferencian, o cuáles son sus conexiones en términos teóricos y cuáles en su itinerario histórico. Sin dudas, los conceptos de líder y pueblo son esenciales para comprender el porqué de la aparición histórica del fascismo y su desaparición para retornar luego convertido en lo que se denomina populismo. El revolucionario ruso Leon Trotsky (1877-1940) decía ochenta años atrás que el fascismo era “el movimiento de la desesperanza contrarrevolucionaria”. Hoy, el capitalismo -gracias a sus agentes principalmente encarnados en los medios de comunicación- moviliza a la pequeña burguesía irritada, al lumpenproletariado desclasado o desmoralizado y a cualquiera que el capital financiero haya empujado a la desesperación. Así, el fascismo usa el nacionalismo para persuadir a los grupos que padecen la estructural desigualdad que necesita el capitalismo para reproducirse. No es difícil encontrar culpables, enemigos de la patria, parias que oculten las verdaderas causas de los problemas. Es entonces cuando los líderes populistas se reconocen en la identidad del pueblo, en esa única voz que los enaltece mientras coloca a sus opositores en la denominada anti patria. Dicen interpretar a aquellos que son excluidos, que viven alejados de los beneficios sociales, de los que, como ellos, sólo entienden a la democracia como una forma legítima de gestión y gobierno. En América, el populismo del general Juan D. Perón (1895-1974) fue un claro ejemplo de ese caudillismo populista; en Europa, la derrota del fascismo se cinceló en los pilares del así llamado Estado de Bienestar. Cuando en la década de los ‘80 éste entró en la etapa de su definitivo declive, comenzó un proceso en el que el populismo resurgió de la mano de un neofascismo que ya no lleva uniforme. Esta lenta muerte del coyuntural pacto entre capital y trabajo implicó que el capitalismo regresase a su lógica sustancialmente acumulativa y excluyente, lo que invariablemente se traduce en la esfera política en erosión y deslegitimación de las instituciones. El capitalismo siempre ha resuelto estas crisis con el fascismo; el siglo XXI no es diferente. El auge populista en Europa y Estados Unidos así lo atestigua. Para Finchelstein, fascismo y populismo son categorías que se contraponen al liberalismo, ambos implican una “condena moral del orden de cosas de la democracia liberal y ambos representan una reacción masiva que líderes fuertes promueven en nombre del pueblo contra élites y políticos tradicionales”. En cuanto al fascismo, enfatiza que éste intentó dominar el mundo creando una ideología a su medida y semejanza (que varía de país a país) en la cual lo irracional, lo inconsciente y lo mítico son una misma cosa y esa cosa sólo produce una violencia política que elimina la capacidad de pensar. Por lo tanto, el autor no pone en un plano igualitario al fascismo y al populismo. El populismo nace del fascismo como resultado de la derrota de éste último y en la necesidad de convertirse en una opción válida dentro de los cánones que se imponían en el nuevo mundo y que tenían que estar dentro de un ámbito democrático. El populismo, de tal modo, viene a representar la imagen civilizada del fascismo. La siguiente es una entrevista que el historiador concedió a Inés Hayes y publicada en la revista “Ñ” nº 773 el 21 de julio de 2018.


“Este libro contradice la idea de que las experiencias fascistas y populistas del pasado y el presente pueden reducirse a condiciones nacionales o regionales particulares”, ¿cómo se puede explicar esta afirmación con la que se inicia tu texto?

La idea es que todo fenómeno histórico tiene tanto dimensiones nacionales como globales. Por ejemplo, no se puede explicar a Juan Domingo Perón sin la así llamada “Década Infame” de los ’30, pero tampoco sin pensar en el ejemplo de Benito Mussolini. Para Perón, Mussolini era un héroe y también un ejemplo problemático para el nuevo momento mundial que se conforma tras la derrota fascista y el nacimiento de la primera Guerra Fría. Mientras que en Estados Unidos muchos piensan que su historia nada tiene que ver con la de otros países, en países como el nuestro se postula la idea de que nuestra historia es tan especial, tan única, que no es necesario entender procesos convergentes que se dieron y se dan en otros lugares. La historia argentina sólo se explicaría a través de la historia argentina. Por ejemplo, por mucho tiempo se creyó la imposible idea de que el peronismo era absolutamente diferente a otros casos similares en América Latina que, sin embargo, presentan similitudes e incluso influencias muy marcadas entre ellos. Detrás de estos argumentos a favor de la originalidad local se esconde un nacionalismo metodológico o incluso muchas veces un nacionalismo a secas que es pura ideología. Es decir, presenta una forma narcisista de pensar la historia que es igual a la de las fuentes y se arrodilla ante ellas. Estos historiadores nacionalistas rinden un gran servicio a sus patrones políticos, pero no promueven una comprensión compleja y global del pasado. En Argentina, esto se vio claramente todas las veces que los historiadores, u otros profesionales de las ciencias sociales, se pusieron a sueldo del gobierno (en la televisión, en otros medios, manejando presupuestos y secretarías) para promover el nacionalismo y vincularlo con el liderazgo de turno. Esto pasa siempre que los intelectuales (de izquierda y de derecha) se acercan y se ponen al servicio del poder. Lejos del poder es fácil reconocer que no somos ni tan buenos ni tan originales. En suma, que no somos tan diferentes al resto del mundo.

¿Cómo se explica desde la teoría que el “populismo intentaba reformar y modular el legado fascista en clave democrática”?

El fascismo había aparecido a nivel nacional pero también global (con influencias y vasos comunicantes) como una alternativa al liberalismo y al socialismo. Era una tercera vía, una tercera posición que planteaba la dictadura con apoyo popular como una mejor opción que la democracia liberal o la dictadura comunista. Proponía la violencia política y la guerra como la mejor forma de engrandecer naciones y pueblos. Era un nacionalismo extremo que hacía del racismo un caballito de batalla y eventualmente una política de exterminio. Este modelo es derrotado y luego del ‘45 se abren pocas perspectivas para aquellos fascistas y derechistas que renegaban de los modelos norteamericano y ruso victoriosos. En este marco surge el populismo como una tercera posición que retoma el antiliberalismo y el antisocialismo del fascismo pero en clave democrática y no dictatorial. El peronismo es el primer populismo en la historia que llega al poder.

¿Qué diferencias radicales hay entre el populismo de izquierda y el de derecha?

Las diferencias son muy importantes. El populismo de izquierda propone una idea de pueblo que es, sobre todo, política. Es decir, los que están en contra son ilegítimos por pensar distinto; se oponen al líder mesiánico que piensa representar exclusivamente los intereses del pueblo. El líder personifica al pueblo y toma todas las decisiones por este. Pero si se está de acuerdo con esta premisa autoritaria siempre se puede pertenecer a esta nación mayoritaria del pueblo y la nación. Si se piensa distinto, es presentada como traidora o idiota pero esta exclusión es política y no racial o religiosa. Esta es una diferencia esencial con el populismo de derecha y extrema derecha que piensa al pueblo no sólo en términos políticos (como un demos) sino también en términos étnicos (el pueblo como etnos). Así el nuevo populismo de derecha de Trump a Salvini en Italia, y en países como Alemania, Austria, Holanda y tantos otros lugares que incluyen a Brasil, concibe enemigos del pueblo con una polarización mayor y muchas veces racista que es difícil observar en los populismos de izquierda. El populismo de izquierda, sobre todo, excluye políticamente; en el populismo de derecha la exclusión es política, social, económica y muchas veces xenófoba.

¿En qué tipo de democracias es más factible que tengan lugar los proyectos populistas?

En todas. El populismo surge de una crisis de representación que se da en todos lados y en las diferentes historias de la democracia. Los ciudadanos perciben una distancia entre representantes y representados. En este marco, los candidatos populistas proponen acortar esta distancia a partir de una curiosa idea. Sostienen que si la democracia no funciona realmente, pues los representantes tienen diferencias de intereses económicos y sociales con la mayoría de los ciudadanos, el líder populista sí entiende al pueblo y lo entiende absolutamente.

Usted dice en el libro que cuando el populismo “pasa de esa enemistad retórica a poner en práctica la identificación y persecución de enemigos, podríamos decir que se transforma en fascismo”, ¿qué ejemplos de la realidad sustentan esta afirmación?

La mayor parte de los ejemplos históricos luego de 1945 van del fascismo al populismo y no al revés. El populismo es una forma de democracia autoritaria que renuncia a la esencia dictatorial del fascismo, que es la violencia absoluta contra los enemigos del pueblo. Como sostengo en el libro, en el fascismo, la homogeneización total del pueblo sólo sobreviene una vez que la democracia electoral ha sido destruida. Al igual que los fascistas, los populistas modernos de posguerra como Perón querían arrebatar la representación política a los políticos profesionales. Los líderes populistas sostenían que sólo ellos podían hablar en nombre del pueblo y protegerlo de sus enemigos, concretamente, del antipueblo. Sin embargo, Perón no quería reemplazar por completo la representación electoral, ni tampoco eliminar el sistema multipartidario. A diferencia de lo que ocurre en el fascismo, en los procesos populistas el enemigo sólo es retórico al igual que el pueblo. Los populistas históricamente han renunciado a las prácticas de violencia extremas que definen el modo en que el fascismo avanza de la teoría del pueblo y sus enemigos a su persecución e incluso a su eliminación. De todas formas, no existen leyes históricas y por lo tanto no podemos descartar una situación en la cual un líder populista decide eliminar la legitimidad electoral y avanzar hacia la dictadura y la persecución concreta del enemigo político o étnico. En este caso se da paso del populismo al fascismo o a otras formas de dictaduras. En la época del peronismo de los ‘70, con la organización paramilitar Triple A, se dio un paso semejante en el cual una formación neofascista e incluso racista eliminaba enemigos amparada por el poder estatal.

¿Qué diferencia hay entre populismo y fascismo en relación con la tríada líder, nación y pueblo?

En ambos el líder representa, e incluso personifica, tiene y siente en su propio cuerpo al pueblo y a la nación en su conjunto. Pero en el fascismo no se necesitan votos para confirmar esta trinidad líder-pueblo-nación. Esta tríada es entonces eterna y a los que no están de acuerdo se los encarcela, son exiliados o se los mata. El populismo retoma históricamente, luego de 1945, esta tríada pero la reformula en clave democrática. Presenta esta forma autoritaria y religiosa, de pensar y hacer política pero la ratifica constantemente a través de elecciones. El fascismo es dictadura pero el populismo no. El populismo es una forma autoritaria de pensar y reconstituir la democracia.

¿El populismo vive hoy en la Casa Blanca?

Sin ninguna duda. Trump es un populista extremo. Representa, resume, toda la historia anterior del populismo y también la cambia. Es el caso más notorio y más influyente del nuevo populismo de derecha con dimensiones globales, racistas y autoritarias.