28 de agosto de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (II) 1º parte. Preludio aproximativo

Apostillas (como respaldo de la cuestión)
2. Acotación posiblemente innecesaria


Parece imprescindible cuando se escribe un prólogo, hacer de cuenta y dar a entender que hay una conclusión o idea final a la que el autor ha llegado y a la que llegarán también los lectores que lean los artículos. Tal idea, que debería acaso legitimar esta larga sucesión de artículos (con su extensa serie de apuntes de referencia), brilla por su ausencia aquí. Resulta indiferente que el que los escribió, seleccionó, compiló y prologó todos sea la misma persona, y que ha­ya tomado algunas decisiones tales como la elección de las fuentes, el orden cronológico de aparición de las notas o el descarte de algunas otras para aparentar que el conjunto posee una estructura de la que seguramente carece. Señalaba Umberto Eco (1932-2016) en “Come si fa una tesi di laurea” (Como se hace una tesis) que el objetivo de una buena intro­ducción “es que el lector se contente con ella, lo entienda todo y no lea el resto”, ya que, paradojalmente, “mu­chas veces en un libro impreso una buena introducción proporciona al que hace la reseña las ideas adecuadas y hace hablar del libro tal como el autor deseaba”. No será este prólogo el artilugio capaz de lograr semejante paradoja. El trabajo presente es una colección de discontinuidades, de caprichos indefendibles, de ocurrencias a veces oportunas y otras no, de presunciones alentadas por la idea de contribuir en algo a la cultura. Nada, ni siquiera nuestra soberbia humana, nos asegura que la apre­hensión de la vida de un sujeto tenga que ver con la capacidad de acu­mular datos sobre él. La creencia contraria nos llevaría a afirmar que somos algo así como dioses y no es esa la pretensión de estos indicios y conjeturas que, tal como estas palabras lo expresan, no son más que eso: atisbos, aproximaciones.
Muchas veces, al considerar la experiencia humana se descuida evidentemen­te al individuo. Se examinan las relaciones y las normas sociales, las creencias compartidas y los valores comunes, separándolos de los individuos que participan en esas relaciones y, en alguna medida, se comportan de acuerdo a normas y comparten las creencias y valores que prevalecen en el grupo. La justificación de este modo de proceder re­side en parte en el hecho de que la sociedad y la cul­tura no dependen de un individuo determinado en cu­yas acciones y actitudes hallen expresión; ambas se ha­llan presentes cuando el individuo nace y lo sobreviven después de su muerte. Por más desagradable que pueda ser esta comprobación para los egotistas, muy pocos individuos pueden ser considerados como algo más que incidentes en la historia de las sociedades a las que pertenecieron. Y sin embargo la sociedad y la cultura no actúan, responden, se adaptan o ajustan, a no ser en un sentido metafórico. Sólo los individuos actúan. La sociedad se compone de individuos que se relacio­nan unos con otros y como miembros de grupos. La abstracción cultura se vuelve concreta sólo en la mente y las acciones de los individuos. Es por eso que las interconexiones entre el individuo y el mundo social y cultural del que forma parte, han sido un problema fundamental de la ciencia social desde sus comienzos.


El respeto por la historia acaso involucre una fervorosa intimidad con el azar, pero no por eso deja ser loable la labor productiva del trabajo inmaterial, una realización productiva que no cede ante el tiempo de la venalidad universal y que valora, no un episodio o dos de la biografía intelectual de una persona sino la totalidad de un trabajo al que consagró su vida entera. Es en este punto cuando aparece Lev Davidovich Bronstein, una figura que ha gozado de una notable atención historiográfica motivada por la singularidad de su trayectoria de dirigente de la Revolución de Octubre, su intervención en el Tratado de Brest-Litovsk, su participación decisiva en la guerra civil al frente del Ejército Rojo y la formación de la Tercera Internacional, sólo algunos ejemplos, claro, de su breve permanencia en el Partido Bolchevique. Bronstein, tras cursar con notables aptitudes intelectuales sus estudios en Odesa y Mykolayiv, tuvo sus inicios en la política en el año 1896 integrándose en los círculos del populismo de esta ciudad a orillas del Mar Negro y participando en la oposición clandestina contra el régimen autocrático de los zares. En 1897, ya habiendo adherido a las concepciones de la teoría marxista, comenzó a reunir a los obreros de la región en una organización político-sindical ligada a la socialdemocracia de la época, fundando para ello la denominada Unión Obrera del Sur de Rusia.
Esto le valió numerosas detenciones y, finalmente, el encarcelamiento y la condena al destierro en Siberia. De allí logró escapar en 1902 y se trasladó a Londres. Para entonces ya se había convertido en León Trotsky, al adoptar como seudónimo el nombre de uno de los carceleros que le había custodiado en la prisión de Odesa. En la capital inglesa se relacionó con Gueórgui Plejánov (1856-1918), Yuli Tsederbaum (1873-1923) -conocido como L. Mártov- y, decisivamente, con Vladimir Ilyich Ulyanov (1870-1924), quien había adoptado el nombre de Lenin en diciembre de 1901. Con ellos se integró al Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) y editó el periódico “Iskra” (La Chispa). Y allí, puede decirse, comenzó la trayectoria del Trotsky que, además de dirigente revolucionario, de opositor al estalinismo y de notable escritor, pasó a la historia como un sorprendente y original analista político. Su obra, en ese sentido, es un punto de referencia insustituible para una reflexión sobre los nuevos modos de dominación política que aparecieron en su época y sobre sus consecuencias, históricamente condicionadas para la lucha política de los socialistas: “en nuestra época, cada nuevo acontecimiento prueba forzosamente la más importante ley de la dialéctica: la verdad siempre es concreta".

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No hay dos indi­viduos que experimenten la cultura en términos idénti­cos. Y ningún individuo aislado incorpora en su per­sonalidad la totalidad de su cultura, ni mucho menos todos los sectores con los que está en contacto. El individuo no es meramente una reproducción de su cultura ni su personalidad es un racimo de atributos derivados de la experiencia social, sino una peculiar estructura de hábitos, valores, actitudes, motivos e impulsos con su propia organización y dinámica características. El individuo debe ser visto como un ser activo que probablemente se comporte en forma más o menos estandarizada, pero que también posee capacidad de innovación y desviación, y que puede influir y cambiar en forma significativa la naturaleza de la cultura y de la sociedad a través de sus acciones. Es lo que ocurre con Trotsky quien, como señala el sociólogo argentino Eduardo Grüner (1946) en “Trotsky, un hombre de estilo”, era dueño de una “pasmosa personalidad”, alguien que “mientras dirige el Ejército Rojo en medio del fragor de la batalla revolucionaria, escribe ‘Literatura y revolución’. Es decir: con una mano, apunta los cañones o diseña las cargas de infantería al mismo tiempo que debate la lógica política de las decisiones militares (porque no es un militarista sino alguien a quien la política y la historia han obligado a tomar las armas); con la otra -caso único de apertura intelectual entre los grandes dirigentes revolucionarios- teje palabras para hablar de Tolstoi, Mayakovski, Gorki o Gogol, pero también de Céline, de Silone, de Jack London o de Malraux, y para defender -con las reservas y matices que correspondan, pero defender al fin- cosas como el surrealismo, la literatura de vanguardia o el psicoanálisis, y en general la libertad más absoluta en el arte, la literatura, la filosofía o la ciencia”.
El ensayista argentino Noé Jitrik (1928) por su parte, resalta el valor que Trotsky le atribuía a la práctica de la escritura y hace hincapié en un artículo que salió publicado en “Pravda” en 1924. “Hay que señalar, ante todo -acota Jitrik- que en ese año, en pleno ascenso de la influencia -o más bien apropiación- de Stalin en todos los organismos de Partido Comunista y él en la llamada Oposición de Izquierda, hablaba desde lo que podríamos llamar, al menos considerando este artículo, las finalidades de un cambio revolucionario en el proletariado urbano y campesino, como objetivo y consecuencia del sistema que la Revolución de Octubre había iniciado y que no le resultaba fácil implementar ni consolidar. Le preocupaban las formidables carencias culturales de un proletariado que, si bien había por eso mismo sido lo que había posibilitado la revolución, ahora, en vías de la construcción comunista, eran impedimentos, casi irreductibles zonas de alienación: llevar a ese proletariado tan particular a una conciencia política debía estar en el programa, pero, al mismo tiempo, exigía una respuesta que no podía ser mecánica ni ritual ni menos aún forzada”. “Trotsky -continúa Jitrik- tenía una mirada que podemos llamar ‘moderna’, sabía que pasaban cosas en el mundo cuyo valor no podía ser ignorado y que lo más inteligente era acercarse a ellas y apropiarse de lo que proporcionaban, imaginación, cambio, suspensión, distracción, fantasía. En esa idea de detener el saber de la experiencia concreta y cotidiana, sea cual fuere, proponiendo un pensar que se infiltre en las cabezas y las lleve a dejar entrar imágenes, dimensiones desconocidas de la realidad, posibilidades imaginarias, saltos al vacío conceptuales, residiría una esencial virtud, un poderoso agente de cambio que actúa en las sombras del inconsciente y que hace que los seres humanos comprendan más de lo que son y de lo que los rodea”.


“El arte y la literatura, en suma, serían de acuerdo con esta lectura las puertas de entrada a un reino de libertad que operando en el sujeto y su experiencia estética momentánea se transmitiría a la sociedad en la que vive y le daría solidez a una voluntad consciente sin la cual ningún cambio podría tener fundamento. Está fuera de mi alcance saber si Trotsky conocía, y estimaba, lo que estaban haciendo los llamados ‘formalistas’, espontáneos descubridores de, al menos, las propiedades básicas de la materia literaria, o los ‘suprematistas’, que acarreaban la revolución a una idea de la pintura que cuestionaba seriamente el realismo transcriptivo; ambos intentos, así como la música que, como se sabe, introdujeron una mirada moderna, fueron en la era staliniana borrados y algunos de sus promotores terminaron en Siberia. Quizás algo de eso, así sea como resto, se puede ver en las discusiones de Trotsky en México con André Breton y Diego Rivera. En todo caso, creo que no se puede desconectar la idea de 1924 de una problemática mayor que atañe a la difícil cuestión de la función del arte, ese grano duro para toda reflexión sobre una cultura, sus necesidades y su forma en todo momento de su existencia. Y, por añadidura, que una reflexión como ésa pueda reconocerse en Trotsky lo saca del encierro en el que se lo pone en un exclusivo coto de caza de una acción política que no termina de comprenderse muy bien”, concluye Jitrik.
Durante décadas, la controversia acerca de las tesis políticas de Trotsky ha impedido que se reconociera la singular importancia de sus estudios históricos y se valorasen sus cualidades de escritor. No obstante, pocos hombres han sido capaces de legar una obra literaria en la que se analicen y comprendan con tal hondura los hechos sociales, políticos e ideológicos de un tiempo crucial. La monumental “Istoria ruscoi revolutsii” (Historia de la Revolución Rusa) de Trotsky se ha convertido, por su impresionante destreza narrativa, su amplísima documentación y su exhaustivo análisis de los hechos, en una obra cumbre de la historiografía de todos los tiempos. Así lo entiende el historiador francés Marc Ferro (1924) cuando asevera: “Sea cual sea el desfase que se observa entre las realidades que genera la Revolución de Octubre, por un lado, y, por el otro, el ideal del proyecto socialista tal como lo imaginaban los bolcheviques, la obra de Trotsky constituye sin duda la única que, en la historia, nos lleva a una rotunda inteligibilidad de los acontecimientos que transformaron el curso de la revolución. Quizá, en el pasado, sólo Tucídides e Ibn Jaldún alcanzaron la misma profundidad. Pero no hicieron escuela”.
Al igual que la mayoría de los demás conceptos sociológicos, el de función social de la historia ha sufrido considerables revisiones desde su primera aparición sistemática en "Les règles de la méthode sociologique" (Las reglas del método sociológico) del sociólogo francés Émile Durkheim (1858-1917). Trotsky, por ejemplo, estimaba que la función social de la historia consistía en que las enseñanzas del pasado reportaran pautas de acción en la realidad histórica inmediata. En otras palabras, el historiador debe destilar de la experiencia del pasado, o de tanta experiencia pasada como pueda llegar a conocer, aquella parte que le pa­rece reducible a una explicación y una interpreta­ción racionales, y de ello deducir las conclusiones que podrán servir de guía para la acción. Ya se dijo anteriormente que la historia empieza con la selección y el encaminamiento de los hechos, por parte del historiador, hacia su conversión en he­chos históricos. No todos los hechos son históricos. Pero la distinción entre hechos históricos y hechos ahistóricos no es ni rígida ni constante y, por así decirlo, cualquier hecho puede ser ascendido a la catego­ría de hecho histórico después de comprobadas su relevancia y su importancia.


El arte de la biografía tiene modales y modelos. Acaso los primeros en otorgárselos y representarlos hayan sido dos escritores no muy leídos en la actualidad: John Aubrey (1626-1697), un anticuario británico educado en Oxford y autor de numerosas piezas biográficas, y Sa­muel Johnson (1646-1704), un polígrafo también británico, hijo de un humilde librero y considerado el más notable ejemplo de arte biográfico en las letras inglesas. Aubrey descubrió de una vez y para siempre el detalle arbitrario y la brevedad; Johnson, la hacendosa reducción de una vida a un esquema conceptual. A ellos puede sumarse Lytton Strachey (1880-1932), educado en la Universidad de Liverpool y en Cambridge, quien manejó el arte de la biografía con un estilo inconfundible y una maestría en la administración de sus recursos que no tiene parangón ni agudeza superlati­va concomitante. Con respecto a los biógrafos de Trotsky, no son muchos los que en el siglo XX han sido capaces de hacer algo así, regalándonos una gran escritura ante la cual es imposible no conmocionarse cualquiera sea la opinión sobre sus posiciones políticas particulares. Tal vez como un síntoma que expresa la salvaje crisis mundial que está atravesando el capitalismo, muchos biógrafos contemporáneos oscilan entre un estúpido odio reaccionario que lleva hasta la más delincuencial falsificación, y las tonterías apenas epidérmicas que insultan la inteligencia de cualquier lector mínimamente sensible.
La elección de las fuentes bibliográficas para esta serie de artículos tuvo algunos límites. Estos tienen que ver con las preferencias personales y con la intención de no caer en procedimientos literarios capaces de tolerar todo tipo de intrusiones, omisiones y elipsis. La tarea de selección no ha sido sencilla. Tratando de mantener cierta objetividad, se ha optado por elegir a biógrafos, historiadores, economistas, sociólogos, filósofos y diversos pensadores, tanto clásicos como contemporáneos. La lectura de sus textos nos aportó los conceptos esenciales, y sus observaciones, sus críticas y sus precisiones contribuyeron en gran manera a corregir y enriquecer las premisas expuestas en este trabajo. Naturalmente, las opiniones vertidas en él son exclusiva responsabilidad del autor, así como los puntos débiles que pudiera tener.
Hay tres métodos diferentes de contemplar y presentar los objetos de nuestro pensamiento y, entre ellos, los fenómenos de la vida humana. El primero es la indagación y registro de hechos; el segundo es la elucida­ción, mediante un estudio comparativo de los hechos establecidos, de le­yes generales; el tercero es la recreación artística de los hechos en forma de ficción. Se acepta generalmente que la indagación y el registro de he­chos constituyen la técnica de la historia, y que los fenómenos en el ámbito de esta técnica son los fenómenos sociales de las civilizaciones; que la obtención y formulación de leyes generales es la técnica de la ciencia, y que los fenómenos en el ámbito de esta técnica son los fenómenos sociales de la humanidad; y, finalmente, que la ficción es la técnica del drama y la novela, y que los fenómenos en el ámbito de esta técnica son las relaciones personales de los seres humanos. Una rica amalgama de todos estos métodos puede encontrarse en los textos de los autores citados.


Como los estudiosos de la semántica han señalado frecuentemente, muchas palabras, particularmente las “grandes”, son a menudo usadas más por su valor emocional que por cualquier significado concreto que puedan tener. Esto es, se refieren a tipos o clases de acontecimientos como por ejemplo, en el caso que mayormente nos ocupa, las revoluciones. También asiduamente, al enfrentar intelectualmente alguna situación concreta, específica, no prestamos atención a todas las infinitas relaciones complejas que posee o a todas sus cualidades. Por el contrario, dejamos de lado casi todas esas cualidades y relaciones y destacamos sólo aquellos rasgos que nos permiten verla como instancia o ejemplo de pautas o tipos de situaciones repetibles indefinidamente. De esta manera nuestro conocimiento de ella implica una abstracción de las propiedades infinitamente complejas y acaso únicas que poseen dichas situaciones. En estos días de grandiosos estudios científicos ya no hay mucho que sea novedoso o pueda sorprendernos. La sorpresa, a lo mejor, se produce por el objeto de estudio cuando, como en este caso, se trata de alguien como Trotsky. En él hemos pensado no sólo como protagonista de la historia, sino también como filósofo, historiador y crítico de la revolución. Y sin grandes palabras, ya que la realidad siempre es más elocuente.
Hoy, cuando términos como “proletariado”, “capitalismo”, “explotación”, “clases sociales” o “lucha” han caído en el encanto del desuso y emplearlos suena a acto heroico, la figura de Trotsky con su visión mundial, planetaria, de la lucha de clases y de la construcción del socialismo que, como él sostenía, es imposible en un solo país, es fundamental. Buena parte de los errores y desastres sufridos por el así llamado “socialismo real”, se deben a la visión estrecha y nacionalista de los dirigentes de los respectivos Estados y demuestran una vez más su importancia como teórico político de nuestro tiempo. Sólo con Trotsky, por supuesto, no alcanza hoy para responder a todos los desafíos que se enfrentan, pero sin él y sin sus concepciones sobre el desarrollo desigual y combinado que muestra cómo en un solo proceso se interrelacionan y se influencian distintas revoluciones y luchas culturales, o sobre las diferencias entre el mundo urbano y el mundo rural, o sin su internacionalismo, careceríamos de instrumentos para intentar comprender nuestra realidad para transformarla.
Muchas veces se tiene la impresión de que la indagación sobre alguna figura de la historia implica adentrarse en una espesa bruma. Resulta difícil encajonarla en las pautas de la investigación clásica porque involucra al investigador al cruzarlo con el objeto de estudio, lo compromete con su ideología política, con su biografía personal. En esta serie de artículos, lo que se trata es de razonar circunstancias, acontecimientos, situaciones desde distintas perspectivas y visiones, ni encomiásticas ni descalificatorias (aunque no siempre se lo logre). Someter a un proceso de retroalimentación positiva no sólo a la cultura sino también, y fundamentalmente, a la teo­ría o a la concepción de lo político, de lo social. Porque, en definitiva, se trata de razonamientos, fuera de la falaz dicotomía individual-social que siempre intenta manipularnos, sobre eventos históricos, específicos y concretos. ¿Se trata de reflexiones pasionales, sórdidas, triviales, trágicas? ¿Debe tratarse al autor con indulgencia, con devoción, con rechazo? La respuesta queda a cargo de cada lector.

21 de agosto de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (I) 1º parte. Preludio aproximativo

Apostillas (como respaldo de la cuestión)
1. Introito personal

Allá por 1689, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) decía en su “An essay concerning human understanding” (Ensayo sobre el entendimiento humano), que “cada paso que dé la mente en su marcha hacia el conocimiento, descubre algo que no sólo es nuevo sino lo mejor, al menos hasta ese momento. Porque el entendimiento, como el ojo que juzga los objetos sólo con mirarlos, no puede menos que alegrarse con las cosas que descubre”. Para intentar llegar a ese conocimiento y disfrutar de su adquisición, se debe investigar a partir de las ideas que surgen tanto de las experiencias individuales como colectivas, de las lecturas, de la observación de sucesos circunstanciales, de las reflexiones y creencias propias y ajenas, y aún de los problemas que surgen en la vida cotidiana. El objetivo debería ser, en definitiva, enriquecer la lógica del pensamiento haciendo análisis que permitan facilitar las herramientas necesarias para despertar una cultura no desde una visión individualista sino desde una óptica social, dado que, por más que el sistema imperante promueve descaradamente el egocentrismo, los seres humanos  conviven y se relacionan dentro de un mismo espacio y ámbito cultural: la sociedad.
“Qué clase de filosofía se elige depende de qué clase de hombre se es”, aseguraba el filósofo alemán Johann Fichte (1762-1814) en su “Wissenschaftslehre” (Doctrina de la ciencia), y el hombre es, por naturaleza, un ser social. De allí la importancia de la filosofía social, aquella que estudia las relaciones humanas y las condiciones necesarias para constituir una sociedad, para buscar la integración entre los individuos y esa sociedad y, también, la trascendencia de dejar de lado el intento de explicar por la vida personal lo que sólo encuentra explicación en la vida social. Esa búsqueda no implica que se priorice lo social sobre lo individual, sino que trata de introducir una concepción del hombre radicalmente diferente a la que rige en la filosofía individualista que sólo busca que los seres humanos actúen según su propio criterio y no de acuerdo con el de la colectividad, algo que contradice la realidad efectiva de los hombres. Porque es indudable que, si bien el contexto en el que se actúa, el entorno en el que se vive no determina necesariamente el pensamiento, sí lo condiciona. Un individuo sólo podrá elaborar pensamientos fecundos en la medida en que responda efectivamente a los problemas reales que provienen de ese contexto, de ese entorno.
La historia nos demuestra que ninguna idea de ningún pensador ha sido realmente fecunda si no surgió como respuesta a los problemas que les eran planteados por su propio contexto socio cultural. Filósofos como Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Rousseau, Hegel, Marx, Weber -por citar sólo algunos clásicos- desbordaron continuamente los marcos ideológicos de las sociedades en las que vivían. Ninguno de ellos fue un mero ideólogo; fueron pensadores preocupados por el ser humano como tal y todos ellos bregaron por la realización de mejores sociedades que las que les tocó vivir. Todos, cada cual a su manera y entendimiento, intentaron ayudar al ser humano a conocerse mejor, a tomar conciencia de las estructuras de organización social en las que se encontraban subsistiendo, a advertir cómo el contexto histórico, el entorno corriente, influían en su vida cotidiana, en sus costumbres, en su cultura. De allí que resulte tan veraz la afirmación del médico psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung (1875-1961): “La libertad se extiende sólo hasta los límites de nuestra conciencia”.



Evidentemente, si la conciencia de un individuo es reducida, también lo será su libertad. La realidad histórica es singular e irreversible, y el hombre, al no comprender, actúa a destiempo y resulta víctima del desacuerdo objetivo que existe entre esa realidad y la imagen que de ella se forma. Por eso la importancia de pensar, de reflexionar, de interpretar la sociedad que nos rodea, la situación y el propósito que nos llevó a una situación particular en un momento particular, para poder evaluar y aceptar o rechazar los significados que construye esa sociedad. Resulta indispensable entonces, para existir como ser humano, tener conciencia de sí mismo y ser capaz de tomar decisiones. El filósofo alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831), desde su idealismo, en su obra “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu) definía tres etapas en la adquisición de conciencia. La primera de ellas, la sensibilidad, si bien es indispensable no por ello deja de ser abstracta, ya que genera una multitud de perspectivas que hacen imposible la unificación de la experiencia; la segunda, la percepción, en la que, dado que el objeto de análisis posee múltiples propiedades, éste sólo es lo que se aprecia a simple vista sin distinguir sus aspectos objetivos de los subjetivos. Recién en la tercera etapa, la del entendimiento, la conciencia se percatará de que el objeto cobra entera objetividad al hacerse plenamente inteligible y racional pues la estructura del objeto y la del sujeto coinciden.
La conciencia es uno de los conceptos básicos fundamentales de la vida social, de los cuales se hacen usos frecuentes y diversos. Una definición usual de la conciencia es aquella que habla del conocimiento que el ser humano posee sobre sí mismo, sobre su existencia y su relación con el mundo. Pero esto no es habitualmente así, nada se gana con conocer la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto si no se actúa en consecuencia, esto es, con discernimiento. Y para llegar a ese raciocinio es necesario tomar conciencia. La toma de conciencia es, por encima de todo, un despertar. Es abrir los ojos desde el interior para hacer consciente lo inconsciente y así poder entender por qué algo es correcto y algo no lo es; es analizar de forma más compleja la realidad social, es advertir cómo funciona el entorno para evaluarlo e idear resoluciones. Jean Paul Sartre (1905-1980), filósofo, novelista, dramaturgo y crítico literario francés, decía en “L'existentialisme est un humanisme” (El existencialismo es un humanismo) que la conciencia sin contenido no es nada, que necesita como referente al mundo. Es libertad indeterminada frente a una realidad que no tiene transparencia, que es opacidad, es oscuridad. Sólo al develar la realidad, la conciencia alcanza su propia entidad, se revela como existente. Entonces, la conciencia es existencia y la conciencia como existencia es acción. El movimiento por el cual la conciencia se vincula con el universo para iluminarlo es un acto de libertad. De esta manera, para la filosofía existencialista, es el conocimiento humano el que ha ido develando y construyendo la estructura de la realidad.



Indudablemente, una forma de imbuirse en el conocimiento es la lectura. La palabra escrita ocupa un papel central como fuente primaria de información, como instrumento fundamental para la adquisición de cultura y como herramienta indispensable para participar socialmente o construir subjetividades. El historiador Roger Chartier (1945) dice en “Pratiques de la lecture” (Prácticas de la lectura) que “la lectura no es solamente una operación intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción en un espacio, la relación consigo mismo o con los demás”. El acto de leer es mucho más que simplemente recorrer con los ojos las palabras de un texto. Es establecer un vínculo con dicho texto que involucra al lector intelectual y emocionalmente. Es una práctica activa, dinámica; es sumergirse en un mundo de desarrollo de la imaginación, de despertar la capacidad de fantasía para trasladarse a otros tiempos y a otros lugares, de envolverse en tramas que transforman y permiten vivir otras vidas. La lectura es, en definitiva, un camino hacia la comprensión e interpretación del conocimiento.
Pero no sólo se leen libros, también puede hacérselo con revistas, con diarios y con todos los medios de comunicación y de información digitales que abundan en la actualidad. Cualquiera que sea la modalidad, la idea es que tanto unos como otros nos permitan cimentar el conocimiento y desarrollar experiencias que mejoren nuestra comprensión del entorno, para lo cual es necesario no leer exclusivamente como pasatiempo o por el mero placer de hacerlo, sino también realizar una lectura crítica y analítica de los mensajes que se reciben de ellos. Sobre todo con los medios periodísticos, en los que hoy incuestionablemente abundan de manera descarada el tratamiento poco riguroso de temas que no son de interés público y las notas tendenciosas que tergiversan la verdad en concordancia con determinados intereses privados. Obviamente esto no es casual; el hecho de no mostrar hechos esclarecedores de la contingencia apunta a hacer de los lectores parte de una puesta en escena conveniente para el poder dominante de turno, a sabiendas de que las opiniones o afirmaciones vertidas serán aceptadas por los lectores como verdaderas en el contexto de la vida cotidiana. De allí la imperiosa necesidad de cultivar un pensamiento crítico, esto es, asumir una actitud intelectual en la que impere el razonamiento. No sólo informarse, también formarse o, dicho en otras palabras, tomar conciencia.
Este recurso es uno de los que llevó a quien esto escribe a exponer una serie de apuntes sobre diversos temas vinculados con las ciencias sociales, ciencias que siempre han promovido polémicas y cuya cientificidad, tal vez hoy más que nunca, genera profusos debates. El otro motivo que generó tal emprendimiento está emparentado con el ejercicio de la memoria. Son los recuerdos, remembranzas, rememoraciones o como quiera que se prefiera llamar a la evocación de experiencias vividas en el pasado que se hicieron presentes en una actualidad signada por la barbarie globalizada de un sistema económico social sumergido en una crisis inusualmente prolongada. Hoy, en distintos puntos del mundo (y sobre todo en los países menos desarrollados) son perceptibles las políticas de explotación aplicadas por los gobiernos -sea cual sea su coloración política- que evidencian los diseños impuestos por el gran capital, principal beneficiario de la financiarización de la economía y la desarticulación de los aparatos productivos. Al intentar analizar y caracterizar al capitalismo del siglo XXI con el fin de precisar sus rasgos, sus tendencias, sus contradicciones y su impacto sobre el conjunto de la sociedad, resultó inevitable caer en las reminiscencias de un pasado no tan lejano.



Vale la pena recordar que la teoría de la reminiscencia -una teoría del conocimiento según la cual conocer es recordar- tiene sus orígenes en “Phâidros” (Fedro), la obra que el filósofo griego Platón de Atenas (427-347 a.C.) escribiese en el año 370 a.C., aunque fue a partir de la publicación en 1748 de “A treatise of human nature” (Tratado de la naturaleza humana) por el filósofo escocés David Hume (1711-1776) que dicha teoría cobró mayor notoriedad. Un siglo y medio más tarde, el filósofo inglés Bertrand Russell (1872-1970) diría en “The problems of philosophy” (Los problemas de la filosofía) que si nuestra memoria no funcionara simplemente no sabríamos que hay un pasado que recordar. “Este conocimiento inmediato por la memoria es la fuente de todo nuestro conocimiento concerniente al pasado. Sin él, no podría haber conocimiento del pasado por inferencia, puesto que nunca sabríamos que hay algo pasado que inferir”. Y para quien esto escribe, había muchísimo pasado por inferir. En los años ’70, la dependencia económica ya era un gran problema de los países del Tercer Mundo, y la llamada “liberación nacional” se había convertido para muchos en un imperativo político fundamental. La Argentina vivía un período en el que la inestabilidad institucional y el agudo enfrentamiento social se combinaron con procesos de modernización cultural y una fuerte radicalización política. La creciente ilegitimidad del Estado y de las instituciones democráticas creció a la par del desprestigio de los partidos políticos, las fuerzas armadas, los sindicatos y otras organizaciones tradicionales, lo que favoreció la emergencia de ideales, actores, discursos y prácticas de corte revolucionario. En el centro de los debates de aquellos años lo que circulaba era la política y la idea de una revolución.
En los barrios, en las escuelas, en las fábricas, en las universidades, en los espacios públicos, se dio un proceso de formación de identidad política. Los sucesos de Francia, de México, de Vietnam, de Cuba, de Chile, pasaron a ser motivo de charlas, de discusiones, de controversias, de polémicas en la vida cotidiana de muchos argentinos. Desde la sociología suele definirse a las actividades cotidianas de una sociedad como aquellas que definen los criterios de normalidad, a partir de los cuales los individuos perciben y evalúan lo anormal, lo nuevo y lo problemático. Y justamente por ser el espacio donde se organiza esa percepción, es que lo cotidiano se torna campo de lucha política. El filósofo y sociólogo francés Henri Lefebvre (1901-1991) publicó por entonces “La vie quotidienne dans le monde moderne” (La vida cotidiana en el mundo moderno), ensayo en el cual sostenía que la vida cotidiana era más que el elemento humilde y sórdido de la vida en general; era también el lugar y el tiempo donde lo humano se realiza. “Es en la vida cotidiana y a partir de ella donde se realizan las verdaderas creaciones, las producidas por los hombres en el curso de su humanización”. Fue precisamente en la cotidianeidad de muchos jóvenes de entonces que prosperó un clima de ideas de orígenes múltiples pero con rasgos comunes y movilizadores: la proyección de una sociedad mejor, la percepción de la liberación como un camino superador. Y para ello era necesaria la militancia revolucionaria.
En esa coyuntura, el compromiso político y la radicalización ideológica fueron comunes a muchos jóvenes. En efecto, las expectativas de transformar una sociedad capitalista en otra en la que prevaleciesen los criterios de justicia e igualdad social llevaron a muchos jóvenes a interesarse por la acción política. Y fue mayoritariamente este sector de la población el que se manifestó fuertemente como un relevante actor social, sobre todo con intereses vinculados a los sectores más vulnerables de la sociedad. Naturalmente, existían muchas variantes en torno a esas ideas. Al igual que en muchos otros lugares del mundo, surgieron organizaciones trotskistas, maoístas, guevaristas, nacionalistas de izquierda, anarquistas y otras. Podían ser distintas las concepciones estratégicas o la apreciación sobre los diversos procesos históricos pero, en general, había consenso en la convicción de que era posible y necesaria una ruptura profunda con el estado de situación imperante. Todo ello dentro de un contexto latinoamericano en el que proliferaban gobiernos conservadores o dictaduras cívico-militares (amparados tanto unos como otras por los Estados Unidos) que buscaban legitimarse frente al incierto avance socialista. De modo que la idea de transformar la realidad de acuerdo a los criterios e ideas de los militantes implicaba ir mucho más allá de los regímenes políticos existentes en América Latina, incluida la democracia burguesa.



En Argentina, el menor indicio de cambiar hacia un sistema de organización social y económico basado en la propiedad y administración colectiva o estatal de los medios de producción era visto por los sectores que ostentaban el poder, tanto político como empresarial, como una amenaza a la cultura “occidental y cristiana”, una inmoralidad, algo totalmente ajeno a las buenas costumbres y los valores tradicionales de la nación. Para esos sectores, los militantes de izquierda tenían como fin alterar el orden imperante y modificar las costumbres y el modo de vida habituales. Pero, ¿acaso no es esto uno de los propósitos de la política? Dice Jacques Rancière (1940), en “Aux bords du politique” (Política, policía, democracia), que “la política sólo existe por la acción suplementaria de sujetos que constantemente reconfiguran el espacio común, los objetos que lo pueblan y los posibles que pueden ponerse en acto”. Así, para el filósofo francés, estar politizado “es pasar a algún tipo de acción que incida en el espacio común”. Observaba a su vez el filósofo francés Louis Althusser (1918-1990) en “Idéologie et appareils idéologiques d’État” (Ideología y aparatos ideológicos del Estado) que “es vital para las formas de agrupamiento y de acción de las fuerzas populares reconocer que toda posible vía de escape de la dominación burguesa requiere dar la palabra a las masas que hacen la historia, ponerse no sólo a su servicio sino escucharlas, estudiar y comprender sus aspiraciones y sus contradicciones, saber estar atentos a la imaginación y a la inventiva de las masas”. Y, efectivamente, aquellos militantes querían escapar del dominio burgués y estaban sumamente politizados.
Algunos de forma pasiva (ayuda a los habitantes de las villas de emergencias y de los barrios pobres, como por ejemplo los promovidos por la iglesia, los sacerdotes tercermundistas y las agrupaciones de jóvenes comprometidos en diferentes ámbitos de la vida social), aquello que el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas (1929) define en “Theorie des kommunikativen handelns” (Teoría de la acción comunicativa) como “la cooperación entre dos actores que coordinan sus acciones instrumentales para la ejecución de un plan de acción común”. Otros de forma activa (homogeneización de ciertos sectores sociales con el objetivo de conquistar el poder político con una intención emancipadora para beneficio de sus intereses de clase, como por ejemplo los grupos revolucionarios que promovían la insurrección por vía de las armas), aquella que el político espartaquista alemán Hans Kippenberger (1898-1937) precisara en “Der bewaffnete aufstand” (La insurrección armada) como “la forma más alta de la lucha política del proletariado cuya condición esencial para su victoria es que los elementos decisivos del proletariado estén dispuestos a sostener una lucha armada e implacable para derrotar el poder político de las clases dominantes”.
Tal como lo cuenta la politóloga argentina Pilar Calveiro (1953) en “Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los 70”, “a partir de la Revolución Cubana y la Guerra de Vietnam, muchos sectores de izquierda propusieron la idea que la lucha revolucionaria podría generar conciencia por sí misma sin necesidad de aguardar a que las condiciones objetivas, materiales, económicas maduraran. Esto permitía a una generación impaciente por producir cambios sociales acelerar las ‘condiciones revolucionarias’ para acabar con la injusticia social. Así nació la teoría del foco. El foquismo cobró gran importancia principalmente en los países del llamado Tercer Mundo. Estos veían en la lucha antiimperialista una vía para alcanzar la justicia social en los países dependientes”. Indudablemente la sociedad transitaba durante esos años por revoluciones sociales y culturales, una rebelión en la cual los jóvenes tenían una activa participación. Como bien lo señalara en “The age of extremes” (Historia del siglo XX) el historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012), “la cultura juvenil se convirtió en la matriz de la revolución cultural en el sentido más amplio de una revolución”.



Para algunos sociólogos, aquello fue un movimiento contracultural ya que, fuese activa o pasiva la actividad que aquellos jóvenes desarrollasen, implícita o explícitamente rechazaban la vieja ordenación histórica de las relaciones humanas dentro de la sociedad, expresadas, sancionadas y simbolizadas por las convenciones sociales. A éstas enfrentaban sus propios criterios y valores opuestos a los establecidos por los sectores de poder. Es innegable entonces que lo que se vivía por entonces era una batalla cultural. Para la dictadura instaurada en 1976 la cultura fue una preocupación clave, y para controlarla se pusieron en marcha prácticas funcionales y necesarias para el cumplimiento integral del terrorismo de Estado como estrategia de control y disciplinamiento de la sociedad argentina. El sólo hecho de poseer libros considerados “subversivos” e “inmorales” pasó a ser peligroso; tener una biblioteca ya colocaba a la persona dueña de esos libros en una posición de “enemiga” y, en su construcción del enemigo, los censores apuntaban no sólo a autores del campo marxista/socialista sino también perseguían a aquellos que podrían mostrar pautas distintas a las propuestas por la Iglesia Católica. Así, entre otros cientos de títulos, fueron censurados “Las venas abiertas de América Latina” de Galeano, “Gracias por el fuego” de Benedetti, “Alguien que anda por ahí” y “Queremos tanto a Glenda” de Cortázar, “El beso de la mujer araña” de Puig, “Cuarteles de invierno” y “No habrá más penas ni olvido” de Soriano, “Rebelión en la granja” de Orwell, “Crimen y castigo” de Dostoievski, y hasta “El principito” de Saint Exupéry.
A lo mejor es innecesario decir que todos estos libros (y muchísimos otros más) quien escribe estas líneas atesoraba celosamente en su biblioteca. Y tal vez fue por eso que al leer que “la historia deber ser tomada tal cual es, y cuando ella se permite tan extraordinarios y repugnantes escándalos, debemos combatirla a puñetazos”, aquella frase que escribiera León Trotsky (1879-1940) en los albores de la entronización del fascismo en buena parte de Europa, decidiera qué quería hacer con su vida de allí en más. El Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas fue el espacio elegido para actuar mientras se pudo. Naturalmente algunas cosas logró consumarlas, muchas otras no pero, después de tantos años, envuelto en la nostalgia, entre la vigilia y el sueño -con todos los riesgos concomitantes- sintió la necesidad de rememorar un poco la historia argentina del último siglo y, a la vez, abrir espacios de reflexión crítica con el afán de posibilitar el encuentro de nuevos caminos y nuevas maneras de encarar la compleja relación de las ciencias sociales con la vida cotidiana de las personas. Por eso la escritura de los breves ensayos que siguen a continuación.

18 de agosto de 2018

Entremeses literarios (CXCIII)

EL RECOGEDOR DE CULPAS
Emilio del Carril
Puerto Rico (1959)

El recogedor de culpas caminaba por villas y poblados en la búsqueda de personas para extraerles el sentimiento que tanto les afectaba. A su paso dejaba un ambiente de alegría. Acomodaba las culpas en una cajita hecha por los dioses. Un día no pudo más con el peso de las culpas ajenas y renunció a su puesto. Como no consiguió sustituto, decidió deshacerse del envase. Después de muchas vacilaciones, le regaló la cajita a una muchacha llamada Pandora.


REVOLUCIÓN
Slawomir Mrozek
Polonia (1930-2013)

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese "cierto tiempo". Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez "cierto tiempo" también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.


PATERNIDAD RESPONSABLE
Carlos Alfaro Gutiérrez
España (1947)

Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo los ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte.


EL PUÑAL
Jorge Luis Borges
Argentina (1899-1986)

En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano. Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina. Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre. En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres. A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.


LA TACITA
José María Merino
España (1941)

He vertido café en la tacita, he añadido la sacarina, remuevo con la cucharilla y, cuando la saco, observo en la superficie del líquido caliente un pequeño remolino en el que se dispersa en forma elíptica la espuma del edulcorante mientras se disuelve. Me recuerda de tal modo una galaxia que, en los cuatro o cinco segundos que tarda en desaparecer, imagino que lo ha sido de verdad, con sus estrellas y sus planetas. ¿Quién podría saberlo? Me llevo ahora a los labios la tacita y pienso que me voy a beber un agujero negro. Seguro que la duración de nuestros segundos tiene otra escala, pero acaso este universo en el que habitamos esté constituido por diversas gotas de una sustancia en el trance de disolverse en algún fluido antes de que unas gigantescas fauces se lo beban.


EL DRAMA DEL DESENCANTADO
Gabriel García Márquez
Colombia (1927-2014)

El drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.


LA TRISTEZA
Rosario Barros Peña
España (1935)

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.


LAS LÍNEAS DE LA MANO
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)

De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.


DIEZ MILLONES DE AUTOMÓVILES
Ramón Gómez de la Serna
España (1888-1963)

El orgullo de la gran ciudad se había cumplido por fin. Ya tenía diez millones de automóviles. Casi nadie pasaba por las calles y las aceras se habían suprimido. A lo más en algunas vías de la ciudad habían dejado una especie de alero para peatones desgraciados. Pero aquella tarde de un domingo estival, caracterizado por una atmósfera pesada, los gases de los diez millones de automóviles intoxicaron toda la ciudad y los turistas que llegaron en la madrugada se encontraron con el triste espectáculo de todos los habitantes raseros de las calzadas, caídos en los sofás de sus coches, catalepsiados para siempre por la asfixia.


DE LA TORRE
Eliseo Diego
Cuba (1920-1994)

El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. Irritado comprueba en el sueño que su bestia apenas tiene forma. En un esfuerzo que estremece su cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las cerdas de la melena, el color de la piel, las garras. De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.
El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distinguirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos llevan una fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola. El cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme. Los huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta torre que no cesa de crecer nunca.

13 de agosto de 2018

Juan José Saer: "La ficción mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario"

Juan José Saer (1937-2005) nació en Serodino, Santa Fe, y falleció en París, ciudad en la que se había radicado en 1968 para ocupar una cátedra en la Universidad de Rennes. Hijo de inmigrantes árabes, a los diecisiete años comenzó su labor publicando poemas, cuentos y artículos teóricos en la página literaria del diario “El Litoral” de la ciudad de Santa Fe, donde también trabajó como periodista. Casi todas sus novelas transcurren en períodos muy reconocibles y emblemáticos de la historia argentina: la conquista de América en “El entenado”, la Revolución de Mayo en “Las nubes”, la llegada de los inmigrantes europeos entre 1870 y 1880 en “La ocasión”, los años de proscripción del peronismo en “Responso” y “Cicatrices”, la última dictadura militar en “Nadie nada nunca”, “Glosa” y “Lo imborrable”. La gran paradoja es que todo ese material se desentendió de su lugar de producción, París, para refundar una y otra vez el tiempo y el espacio al situar la mayor parte de su obra en el paisaje santafecino. “La patria de un escritor no es sino la infancia y la lengua”, señaló en una oportunidad. Así, el proyecto unitario de su obra se basó en la búsqueda de un discurso que expresase la complejidad de la representación, la importancia del recuerdo, la percepción que nunca puede ser unívoca, la ilusión de realidad. “La ficción no es una reivindicación de lo falso -decía en “El concepto de ficción”, un ensayo publicado en 1997-. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario… La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad… Narrar no consiste en copiar lo real, sino en inventarlo, en construir imágenes históricamente verosímiles de ese material privado de signo que, gracias a su transformación por medio de la construcción narrativa, podrá al fin -incorporado en una coherencia nueva- coloridamente significar”. La obra de Saer está considerada entre las más trascendentes de las últimas décadas en la literatura argentina. Fue un autor complejo y original, creador de una poética personal con fuertes marcas de identidad y dueño de un estilo narrativo difícil de encasillar y catalogar. Silvina Friera (1974), profesora de Literatura y periodista argentina, diría al cumplirse el décimo aniversario de la muerte del escritor santafecino: “La fuerza de lo diferente, la respiración de las frases y el virtuosismo. El deslumbramiento de una puerta que se abre para siempre: la puerta de la escritura. Lo invariable del estado del tiempo dentro y fuera de la novela. La potencia poética de la obra de Juan José Saer, desobediente y pertinaz, resiste cualquier tentativa de condensación”. Su obra, compuesta -entre otros títulos además de los ya mencionados- por “En la zona”, “Palo y hueso”, “La vuelta completa”, “Unidad de lugar”, “El limonero real”, “La mayor”, “El río sin orillas”, “La pesquisa” y “Lugar”, ha sido objeto de estudio por parte de la crítica académica, a la vez que adquirió un creciente grado de popularidad. En noviembre de 2003, Saer viajó a la Argentina: un viaje periódico en el que hacía escala en Buenos Aires para visitar las oficinas de editorial “Planeta”, y seguía luego a Santa Fe para visitar a su hermana y recorrer el escenario de toda su narrativa. La siguiente entrevista, a cargo de Fernando García, fue realizada en aquellos días, durante el que sería el último viaje que el escritor hizo por su tierra natal. Apareció publicada en el nº 609 de la revista “Ñ” el 30 de mayo de 2015, cuando se cumplían diez años de su fallecimiento.



¿Cuál es su reflexión sobre la narración?

Una narración podría estructurarse mediante una simple yuxtaposición de recuerdos. Harían falta para eso lectores sin ilusión. Lectores que, de tanto leer narraciones realistas que les cuentan una historia de principio a fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia, aspirasen a un poco más de realidad. La nueva narración, hecha a base de puros recuerdos, no tendría ni principio ni fin. Se trataría más bien de una narración circular y la posición del narrador sería semejante a la del niño que, sobre el caballo de la calesita, trata de agarrar a cada vuelta los aros de acero de la sortija. Hacen falta suerte, pericia, continuas posiciones de corrección, y todo eso no asegura, sin embargo, que no se vuelva la mayor parte de las veces con las manos vacías.

¿Qué es la soledad, uno de los temas abordados en su obra?

Yo creo que ese inmenso vacío, esa imposibilidad de fijar la vista en algo, hace que si de pronto un pájaro levanta vuelo desde los pastos, ese pájaro cobra una presencia tan nítida y compacta a fuerza de existir que crea en nosotros un sentimiento de extrañeza. Sentía eso cuando era chico. Yo vivía en Santa Fe, en un pueblecito de la llanura que se llamaba Serodino y, a menudo, dos o tres chicos salíamos al campo con las gomeras a cazar. O a nada. Y de pronto nos separábamos, cada uno se quedaba solo, perdido entre los pastos a menudo más altos que uno, en aquella planicie y... no sé, pero recuerdo que me invadía un sentimiento muy extraño. De despersonalización, de desrealización.

Cuando hablamos en Buenos Aires la vez pasada usted citaba a Fourier, “la civilización es la última etapa de la barbarie”. Ahora usted es un producto de la cultura. ¿Dónde se manifiesta la barbarie en su literatura?

Bueno, lo arcaico está siempre evocado en mis escritos. Lo arcaico puede aparecer en dos o tres líneas que se cruzan en mi literatura. Una es lo cósmico. Lo más arcaico es el cosmos. Lo otro, es lo pulsional, lo subconsciente. Y lo biológico, que se expresa a través de la sexualidad, mucho. A través de la repetición. Las especies. Eso aparece mucho en mis libros, la repetición demente de lo mismo. Ese es el “background” de lo arcaico en mis libros. Luego aparece lo arcaico en lo biográfico. En este sentido: nuestra infancia, nuestra vida empírica y consciente, tienen fases arcaicas a las cuales a veces no tenemos acceso porque el olvido nos las quitó. Y de pronto aparecen. Esos son los vectores de lo arcaico en mis libros.

¿Y lo cósmico?

Hay una presencia constante. Cuando se habla de lo ígneo, lo gaseoso. La referencia a la materia dispersa del universo que dio lugar al sistema solar.

Y está Rosario, recién en el desayuno me decía que es la ciudad más linda del mundo. ¿Por qué?

Exageraba… Rosario es la primera ciudad que conocí de niño, cuando vivía en el pueblo. Imagínese que ahí vi mi primer kiosco de caramelos, era como la cueva de Alí Babá para mí. Y ahí estudié, viví, pasé muchos momentos de mi juventud, en la facultad de Filosofía. Tengo muy buenos recuerdos pero de ahí a que sea la mejor ciudad del mundo... Muchos amigos que tengo dicen que es la más fea del mundo. Entonces quiero ir en contra de eso.

¿En “Lo imborrable” se refiere a Santa Fe o a Rosario?

A Santa Fe. Ahí aparece el hotel “Conquistador”. Y también el “Iguazú”. El “Conquistador” aparece por la impresión que le causa a Tomatis esa figura de neón, un monstruo plano sin espalda y es lo primero que ve luego de estar encerrado mucho tiempo…

Todo esto usted lo escribió en Francia. ¿Por qué se le aparecía la imagen de ese hotel?

Se me apareció cuando estuve acá en el ‘76, ya era la dictadura y ese cartel era una figura siniestra.

Y el encierro de Tomatis se lee como una metáfora de la dictadura…

Bueno, el encierro es para mí una clave de la dictadura. La gente vivía encerrada. Tenía miedo de salir a la calle. De todos modos, la mayoría de mis libros transcurren fuera de la calle. También es una metáfora de la depresión. Lo imborrable está comunicado con “Glosa”, con el final, donde ya se vislumbra lo que viene. Todos mis libros están comunicados; la comunicación viene más por los contrastes formales que por las intrigas. Mis novelas no constituyen una saga sino un ciclo. Una serie de cambios de situaciones sobre un fondo en el que hay cierta inmovilidad. Por ejemplo, hace algunos años tuve que releer un cuento de “En la zona”, “Tango del viudo”. Lo increíble es que esa relectura me inspiró toda la novela que estoy escribiendo ahora. Entonces vuelve a aparecer ese personaje Gutiérrez que había quedado perdido.

En estos días ha regresado a Serodino, un pueblo que no ha vuelto a ver desde 1968.

El campo en primavera es maravilloso. Esta planitud es genial; yo me sentí muy orgulloso cuando leí que Charles Darwin decía que a 40 kilómetros de Rosario es la tierra más chata que encontró en su vida. Ahora donde también es chato es entre Santa Fe y Córdoba. Ahí también, la llanura se manifiesta en toda su magnificencia. O sea, en toda su chatura.

¿Y Colastiné?

Colastiné era un paraje. Había apenas unas casitas en aquella época.

¿Y usted se fue de allí a París, directamente?

Sí. De allí a París...

Llegó a Francia en 1968. ¿Cómo encontró la Universidad francesa en ese año tan particular?

Cuando yo llegué, encontré mucha efervescencia de lo que había pasado dos meses antes. Los años que siguieron marcaron el retroceso de ese espíritu. Una involución muy tensa y mortífera, ¿no?, que yo veía continuamente. Una retirada constante, día tras día, año tras año. Yo lo veía en la Universidad, donde todas las medidas que se disponían iban contradiciendo el espíritu de mayo del ‘68 y, más, iban trayendo de regreso el régimen anterior. Dándole nombres rimbombantes y modernosos a las cosas, pero volviendo todo para atrás. Una vez tuve una discusión con unos estudiantes, hará siete años. Ellos pedían más exámenes. Yo les dije: “Ustedes saben que cuando yo entré acá, en 1969, la consigna era no más exámenes”. Quiere decir que hoy en París los estudiantes están pidiendo exactamente lo contrario de lo que se pidió en el ‘68. Y la enseñanza pragmática que se les da a los alumnos en un clima de desempleo ha hecho bajar el nivel de los estudios. Por lo tanto, los nuevos profesores que salgan de ahí tendrán muy poco nivel. Yo le aseguro que un estudiante de Letras de la UBA es mucho más culto que uno de La Sorbona, aún con las dificultades.

¿Qué le pasa con los fenómenos masivos? ¿Trata de aprehenderlos o los niega sólo porque se hacen visibles desde el mercado? ¿Qué le sugiere este retorno de la saga en el cine, por ejemplo?

Usted habla de “La guerra de las galaxias”, “Matrix”, esas cosas. Bueno eso es una lógica comercial; los procedimientos de “La guerra de las galaxias” son procedimientos anacrónicos y previsibles, están estudiados de acuerdo a los cuentos medievales. No hay ningún tipo de sorpresa. Es distinto lo que hizo Andrej Tarkovsky al tomar la ciencia ficción con “Solaris”, del polaco Stanislaw Lem. Desmonta el género y no fetichiza sus formas cristalizadas. La cultura se revela cuando es capaz de transformar la época, el estilo de vida, por su propia pertinencia. Por su propio peso. Por ejemplo, Macedonio Fernández. O el tango, cuando aparece es una verdadera creación original. Después evoluciona hacia una fetichización que a mí no me gusta nada. Le quieren dar al tango funciones totalizantes. El principal de ellos es Piazzolla. Quiere hacer del tango música barroca, romántica. Así llegamos a un efecto seudototalizador. Ya en los años ’30 Macedonio hablaba de esto cuando decía: “Mis argumentos no han de ser verdaderos porque no figuran en ninguna letra de tango”. Con la novela pasa lo mismo, se ha transformado en una mercancía. Por eso creo que el trabajo del novelista hoy es no escribir novelas. La novela está fetichizada, yo trato de que mis libros no parezcan novelas. “La invención de Morel”, por ejemplo, trabaja la novela sin fetichizar el procedimiento. Es una creación cultural pura, los otros siguen en ese proceso fetichizador sobre la forma de la novela.

¿Cuál es su relación vital y política con el peronismo?

El problema con el peronismo para mí, es que es una bolsa de gatos donde entran muchas cosas muy diferentes y ha producido grandes desgarramientos en la sociedad argentina. Declararse peronista para mí es imposible, yo por supuesto no lo soy. Pero tengo simpatía por ciertos sectores del peronismo que han tenido o no la posibilidad de tener poder.

Hay toda una tendencia a trabajar la tensión entre Borges y Perón como un espejo de la sociedad argentina del siglo XX. ¿Lo ve así?

Ah, bueno. Eso es absurdo, me hace pensar en el ranking de notoriedad, el “aplausómetro” del Colón. Es una confrontación de personalidades. Porque no ponemos a Gardel y Maradona, también.

Hablemos de “best-séllers” y modas.

Hace treinta años, los críticos elogiaban a Puig, que a mí mucho no me gusta. Reconozco que hay una cosa novedosa ahí, pero no muy disciplinada ni rigurosa.

En Puig tal vez haya una captación de la cultura de masas, de la que usted reniega largamente…

Sí, pero sin una vuelta de tuerca o mirada interesante. Entonces es para más de lo mismo. “El beso de la mujer araña” es un libro demagógico, absolutamente. Ese encuentro entre un homosexual y un guerrillero es pura demagogia.

¿Escribir lo hace feliz?

Yo nunca quise ser ninguna otra cosa que escritor. Fue mi única vocación. ¿Feliz dice usted? No sé. Por momentos sí. Soy lo que quise ser.