23 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (VII) 2º parte. Crónica coyuntural

Circunstancias (como germen de la identidad)
2. Composición de lugar


La Argentina de los años ’60 y ’70, al igual que el resto de los países latinoamericanos -con sus diferencias y similitudes-, vivía un proceso de inestabilidad y desaceleración del crecimiento económico. La crisis se manifestó, visiblemente, en los profundos desajustes financieros con flotación de los tipos de cambio, severas devaluaciones y alzas desmesuradas de las tasas de interés, en el crecimiento de los niveles inflacionarios con la consecuente reducción del poder adquisitivo de los salarios, en el estancamiento de la producción de alimentos y la escasez en la distribución del mercado interno, en un fuerte proceso de transnacionalización de empresas, especialmente las relacionadas con la agroindustria, y en el sempiterno envío de dinero al exterior por parte de las oligarquías locales. A la par, el crecimiento acelerado de la deuda externa -cuyo pago sustraía anualmente enormes cantidades que podían utilizarse en actividades productivas o en la satisfacción de necesidades sociales- ofreció el marco apropiado para la desestabilización política e institucional. Tampoco habría que dejar de mencionar la periódica y reiterada intervención de las Fuerzas Armadas en la escena política argentina que, con su retahíla de golpes de estado, más allá de ejercer su tarea específica de defender la soberanía de la Nación, en la práctica estuvieron al servicio de los intereses de los sectores dominantes que constituían el núcleo del poder y actuaron abiertamente como árbitros de la política nacional. En ese contexto, entre los intelectuales, los estudiantes y también en una parte de los sectores medios, se fue conformando una corriente de pensamiento crítico de la tradición liberal, tradición a la que se planteaba como alternativa un pensamiento antiimperialista que debía buscar sus raíces e identidad en la cultura latinoamericana. El resultado de esta reorientación ideológica fue la formación de una corriente de pensamiento que se conoció como “izquierda nacional”.
Simultáneamente, la crisis de dirección política de las clases dominantes y aquel crecimiento de la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida política produjeron un conflicto de legitimidades entre los actores políticos con el ulterior descreimiento en la democracia formal-electoral en amplios sectores de la población, el aumento del descontento y una creciente certidumbre en cuanto a la necesidad de un cambio generalizado de sus condiciones de vida. La magnitud de estos acontecimientos y procesos dictaron la dinámica del importante activismo de masas como forma de protesta social que se manifestó en diversas “puebladas”, grandes movilizaciones populares y el surgimiento del clasismo en el movimiento obrero como respuesta a la burocracia sindical nacida en los años ’50 y aliada al poder dictatorial de turno. En este contexto, para amplios sectores de la sociedad argentina, en los años ‘60 y ‘70 la violencia política se convirtió en un fenómeno cotidiano al que se aceptaba como lógico e inevitable. Así, se hizo frecuente el uso de la expresión “la violencia de arriba engendra la violencia de abajo” para justificar el derecho del oprimido a liberarse del opresor. La violencia popular fue considerada por muchos como sinónimo de equidad y un camino legítimo para transformar un orden social considerado injusto: “en manos del pueblo, la violencia no es violencia, es justicia”.


“Para entender el significado del concepto de movilización social -escribió el filósofo y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) en “Wirtschaft und gesellschaft” (Economía y sociedad)- debe empezarse por considerar el estado en que a menudo se encuentra una gran parte de la población, sobre todo si es predominantemente rural o marginal y de escaso nivel tecnológico y educacional, con tendencia a aceptar en forma pasiva las convenciones y fuentes tradicionales de autoridad. Este estado de desprevención va acompañado de muy limitadas comunicaciones entre grupos sociales y de muy lentos cambios en sus actitudes. A partir de esta con­dición de máxima pasividad se produce, bajo determinadas circunstancias, un primer proceso de salida de la matriz de la indiferencia político-social. A ese proceso se lo denomina movilización social. Implica estar más preocupado por lo que ocurre en el campo político, poniendo en duda la validez de las normas y prestigios sociales pasivamente antes aceptados. Se buscan nuevas salidas, nuevos liderazgos, pero todavía con poca claridad acerca del campo de la política y de la ideología y escasa capacidad organizativa propia. Se está en un estado de disponibilidad justamente porque se ha re­chazado, básicamente, el sistema de liderazgos, normas y prestigios tradicionales sin haber aún optado en forma deliberada por otro”.
Los movimien­tos sociales surgen entonces cuando gran parte de la comunidad se ve estimulada por con­mociones o tensiones del orden social a buscar cambios en forma intencionada. Para la consideración de los hechos de esos cambios sociales es útil representarse a la sociedad como un sistema cuyo equilibrio se halla constantemente pertur­bado y, en alguna medida, restablecido. Como ninguna sociedad es absolutamente estática, es necesario describir este equilibrio como dinámico o en movimiento, y en consecuencia, siempre parcial. En el análisis de esos cambios se deben incluir las influen­cias de otras culturas que se convierten en parte de una nueva, las fuentes institucionalizadas del cambio que son aprobadas y aceptadas, las funciones latentes de las instituciones y estructuras sociales existentes, las ten­siones que surgen en aquellas zonas donde la sociedad no se halla completa o efectivamente integrada, y los intentos organizados para producir cambios. Como esos cambios son continuos y pueden ser iniciados en muchos puntos de la sociedad, es necesario examinar los procesos mediante los cuales las innovaciones se difunden hacia toda la sociedad y se resuelven las tensiones y conflictos. La evaluación de la importancia relativa de las variables que operan en los cambios sociales y culturales es importante tanto por razones pragmáticas como teóricas. Si una parte de la sociedad pretende introducir cambios sociales, debe al menos ser capaz de distinguir las variables de menor significación de aquellas que desempeñan un papel central. Debe comprender qué varia­bles se hallan sujetas a control y manejo y cuáles no. Algo que la izquierda argentina más intransigente de los años ’70, es posible, no justipreció adecuadamente.


En aquellos años, la Argentina -y Latinoamérica toda- vivía un momento de transición y de crisis de los valores de la cultura dominante; la producción cultural y el campo intelectual se hallaban en un notable proceso de transformación. La Revolución Cubana, el Mayo francés, la Primavera de Praga, el Movimiento Estudiantil mexicano de Tlatelolco, el triunfo de la Unidad Popular en Chile, la derrota militar de Estados Unidos en Vietnam y el auge del tercermundismo crearon un marco internacional que parecía extremadamente favorable a los movimientos de liberación nacional. La noción guevarista del surgimiento del “hombre nuevo” hizo pensar a muchos intelectuales que el país atravesaba una situación pre-revolucionaria, previa a la lucha definitiva por el resquebrajamiento de la hegemonía burguesa y la construcción del socialismo. La convicción de que un nuevo modelo de sociedad produciría hombres diferentes y mejores y nuevas sensibilidades, llevó a una parte de la sociedad a una acentuada radicalización política que se puso de manifiesto con la emergencia de organizaciones armadas como alternativa a la crisis orgánica que vivía el país. Esto, naturalmente, generó infinidad de controversias, debates y polémicas. Desde quienes, dentro de las distintas vertientes del socialismo, proponían la búsqueda de una articulación entre el trabajo y la militancia, entre la cultura y la revolución, entre las armas y las palabras, con la convicción de que ello contenía las respuestas al momento de crisis social, política y cultural, hasta quienes eran cuestionados en tanto sus críticas eran llevadas adelante dentro de los límites de tolerancia instituidos por la cultura hegemónica. Pero, por encima de esas diferencias, había un sentido de pertenencia a la izquierda revolucionaria.
Distinto es el caso de la militancia peronista. Proscripto desde el golpe militar de 1955, el movimiento que expresaba -guste o no- la identi­dad política del proletariado estaba excluido de toda participación políti­ca y el nombre de Perón ni siquiera estaba autorizado a pronunciarse. Se lo nombraba como el “tirano prófugo” o el “dictador depuesto”. A partir de 1969, una generación de jó­venes eligió al peronismo como bande­ra de lucha alentada por el propio Perón desde el exilio: “La hora de los pueblos ha llegado y las revoluciones nacionales en Latinoamérica son un hecho irreversible. El actual equilibrio será roto porque es infantil pensar que se pueden superar sin revolución las resistencias de las oligarquías y de los monopolios inversionistas del imperialismo”. Para muchos de ellos, sobre todo para los que provenían del marxismo y buscaban identificarse con la clase obrera, no había militancia posible al margen de la identidad política de dicha clase; toda militancia, por consiguiente, debía darse dentro del peronismo. Nació así, a contramano de los postulados de la izquierda tradicional, el híbrido fascistoide conocido como “izquierda pe­ronista”, una enrevesada amalgama de nacionalismo, catolicismo y socialismo que pretendió, mediante la táctica del entrismo, insertarse en el peronismo (arquetipo paradigmático del fascismo criollo) y revolucionarlo desde aden­tro con la aventurera intención de crearle condiciones revolucionarias que no tendría otra posi­bilidad sino aceptar.
Dice el antes mentado historiador argentino Pablo Pozzi en un artículo: “No se puede entender la historia argentina contemporánea si prescindimos de la clase obrera, y no se puede comprender a esta última si no tomamos en cuenta el papel desarrollado por la izquierda en su seno, con sus virtudes y defectos”. Pero Perón, claro, tenía otros planes. Dejó de hablar de la muerte violenta de la sociedad de consumo, de la necesidad de hacer desaparecer a la sociedad enajenada y de llamar patraña a la opción electoral. Respaldó y utilizó a la militancia juvenil -a la que denominaba “juventud maravillosa”- para llegar por tercera vez al poder por la vía electoral y, una vez logrado el gobierno, se dedicó a encaramar políticamente a la derecha del mo­vimiento, la de siempre, la original, la histórica, con la idea siniestra de "barrer a la izquierda con la derecha". Se inició así una caza de brujas contra militantes de izquierda, periodistas, abogados, gente de la cultura y líderes sindicales y barriales no encuadrados en el peronismo ortodoxo.


La diferencia con la izquierda radicalizada y no peronista no pasaba tanto por el pronóstico histórico general de que el triunfo de la liberación nacional llevaría al socialismo, sino sobre que ese proceso pudiera ocurrir desde el peronismo. La izquierda radicalizada pensaba, con acierto, que el peronismo tenía límites de clase precisos. La izquierda peronista -las “formaciones especiales”, tal como las llamaba Perón- en cambio, veía el desenlace socialista como muy probable pensando, erróneamente, que existía una profunda división entre el peronismo burgués -burocrático, acomodaticio, institucional- y el peronismo revolucionario que reivindicaba a la clase obrera. Perón, por entonces, se sinceraba: “Nadie puede hacerme responsable de una sola idea que no cuente con su apropiado reverso. Con la Iglesia, el Ejército, el petróleo, la reforma agraria, las formaciones especiales, la libertad de prensa, he mantenido siempre dos actitudes, dos o más planes, dos o más líneas doctrinarias, por mi naturaleza adversa a todo sectarismo y porque soy un conductor. No puedo andar midiendo las cosas con la vara de un solo dogma”. Mientras tanto, esa entidad abstracta llamada "pueblo pe­ronista" no quería ni la revolu­ción ni el accionar guerri­llero. Sencillamente se dedicó a mirar hacia otro lado cuando la matanza de Ezeiza o ante los asesinatos de la Triple A respaldados por el propio Perón: “O dejan de perturbar la vida del país o los obligaremos a hacerlo con los medios disponibles, los cuales, créame, no son pocos”. La vía libre a la impunidad del terrorismo de Estado no comenzó el 24 de marzo de 1976 como neciamente suele afirmarse. Comenzó bastante antes, estando Perón en el gobierno. Así lo atestiguan documentos de la época: “En todos los distritos se organizará un sistema de inteligencia que estará vinculado con el organismo central que se creará. Se aconseja emplear todos los elementos de que dispone el Estado para impedir los planes del enemigo y para reprimirlo con todo su rigor”.
En síntesis, uno de los aspectos que quedan más claros de la historia de aquellos años es que existió una militancia fuertemente ligada a las luchas sociales de la época con un cierto nivel de influencia de masas mucho mayor de lo que pueden indicar su cantidad de militantes. A diferencia del bochornoso espectáculo que ofrecen día a día los venales prosélitos (es difícil llamarlos militantes) de cualquiera de las versiones de los últimos gobiernos peronistas, por aquellos años a nadie de la izquierda se le cruzaba por la mente justificar el enriquecimiento sin límites de la lumpen burguesía estatista. Es verdad que hubo -muchas, demasiadas- disputas, crisis y rupturas, producto de errores, malas evaluaciones y autocríticas poco profundas, pero todas se dieron en el contexto del debate sobre las vías revolucionarias para la toma del poder. No fueron producto de una discusión partidaria entre estudiantes en un café cercano a la facultad ni de dirigentes políticos reunidos en alguna lujosa mansión de un barrio cerrado. Más bien reproducían las virtudes y los defectos de las discusiones en el seno de las vanguardias populares.


La mayoría de las agrupaciones de izquierda que surgió en este período se constituyó en oposición a la “vieja izquierda”, aquella representada por el Partido Socialista tradicional -dirigido por Américo Ghioldi (1899-1984)- y, fundamentalmente, por el Partido Comunista -presidido durante casi una década por Victorio Codovilla (1894-1970)-, cuyo dogmatismo, propuestas y discursos políticos resultaban cada vez más ajenos a la realidad local y a la urgencia de los tiempos. Lo que discutía el conjunto de la militancia política era como lograr un cambio social orientado hacia la construcción de una sociedad más igualitaria que garantizara para todos el acceso a la salud, a la educación, al trabajo, a la vivienda y a un salario digno. Para toda ella, resultaba claro que una condición necesaria era que la Argentina pusiera fin a su dependencia económica del capital extranjero. Para lograrlo, los peronistas de izquierda proponían el capitalismo nacional, esto es, un capitalismo independiente del capital extranjero dirigido por un Estado propietario de los principales medios de producción y comercialización, dando por sentado que existía en el país una burguesía nacional cuyos intereses económicos y políticos eran compatibles con los de los trabajadores y el pueblo. Fuera del peronismo, las agrupaciones marxistas adherían a la idea del socialismo tomando como referencia los modelos ensayados en Cuba, Europa del Este, China o Vietnam, y pensaban que la burguesía nacional era tan sólo un aliado circunstancial dado que sus intereses económicos entrarían en conflicto con los intereses de la clase obrera a la hora de construir un nuevo orden.
En principio, el centro del debate pasaba por los severos cuestionamientos al modelo soviético, cuya particularidad más ostensible era el carácter de su burocracia, una burocracia que no era una herencia del zarismo legada al nuevo Estado surgido de la Revolución de Octubre sino una degeneración del propio Partido Comunista de la Unión Soviética. Esa descomposición reconoce múltiples causas, entre ellas el abandono de toda perspectiva revolucionaria internacional para acogerse a la engañosa teoría del socialismo en un sólo país y la subsiguiente conversión de la Unión Soviética en un “Estado obrero degenerado”, según algunos analistas, o en un “capitalismo de Estado”, según otros. La naturaleza de clase del Estado ruso fue, durante el correr de los años, la piedra de toque en las discusiones tanto teóricas como ideológicas de las organizaciones revolucionarias. Las condiciones en que se produjo el proceso de degeneración de la Revolución Rusa adquiriendo una fisonomía estática, burocrática y totalitaria se emparentan con el hecho de que, aunque la propiedad fuese estatal, ello no implicaba que los medios de producción fuesen controlados por la clase trabajadora. Por lo tanto, las relaciones de producción no se diferenciaban en lo sustancial de las relaciones capitalistas. Esta tesitura fue considerada por el escritor y revolucionario ruso Victor Serge (1890-1947) quien en 1937 definió a la Unión Soviética como “un Estado dirigido por la policía secreta” y advirtió sobre la posibilidad de una tendencia general al capitalismo de Estado, por las nacionalizaciones que “permitirán responder durante un periodo a las necesidades de reconstrucción pero que no tienen nada que ver con la real socialización de los medios de producción”. Otro tanto haría en 1955 el escritor y activista político palestino-británico Tony Cliff (1917-2000): “En la URSS no existía propiedad privada y la economía estaba planificada, pero existía una nueva clase creada alrededor de la burocracia estalinista que controlaba los medios de producción y que explotaba a la clase trabajadora. No había control obrero y el Estado estaba en manos de la clase dirigente que lo usaba para explotar a la clase trabajadora con un totalitarismo férreo, también en los centros de trabajo y con la misma lógica de acumulación de las potencias capitalistas”. El sociólogo francés Pierre Naville (1904-1993) pensaba algo similar en 1970 cuando escribió: “Stalin y su escuela hicieron lo mismo que la burguesía: a latigazos apartaron a los obreros soviéticos de la crítica de las relaciones sociales en las que viven. Mistificaron al trabajo así como la burguesía había mistificado el capital, y por las mismas razones: porque el trabajo vivo es la fuente real del valor (de cambio y de uso) y el trabajador no debía aprender a criticar el modo de producción en el cual produce y sigue siendo explotado”.



Otros temas de controversia dentro de la izquierda revolucionaria argentina eran la Revolución China y su desarrollo desde la Larga Marcha hasta la Revolución Cultural y, naturalmente, la Revolución Cubana y su evolución desde la campaña de Sierra Maestra y la entrada triunfal en La Habana hasta su alineamiento con la burocrática Unión Soviética. De la primera se discutía la congruencia de su identificación del campesinado y no el proletariado como la verdadera clase revolucionaria; de la segunda, la oportunidad de la teoría del foquismo como concepción revolucionaria. En la triunfante Revolución Cubana se produjo, en cierto sentido, una amalgama de las posturas en discusión: el carácter continental de la revolución, su naturaleza socialista, el triunfo asegurado por la vía armada, la dirección en manos de la pequeña burguesía aliada a su vez con las masas campesinas, y la esterilidad de los partidos comunistas locales. Todo dentro del ámbito existente caracterizado por el “estatuto neocolonial de América Latina, el carácter disfuncional del capitalismo en la región, la inexistencia de canales democráticos de expresión y reforma, y la inviabilidad de cualquier forma de desarrollo no socialista” que el ensayista mexicano Jorge Castañeda (1953) sintetizó en “La utopía desarmada”.
El éxito de la “teoría del foco” guerrillero en Cuba, en definitiva, sirvió como efecto demostración. Su triunfo en la isla caribeña lo revistió de enorme prestigio como teoría y praxis de la revolución en América Latina. Fue así que algunas de las organizaciones de izquierda, tanto peronistas como no peronistas, incluyeron la actividad armada como parte de su accionar político, aunque para algunas no estaban aún dadas las condiciones y para otras lo que se debatía eran las modalidades específicas que debía asumir la lucha armada: si debía concentrarse en las ciudades o en las áreas rurales, si implicaba la formación de milicias populares o ejércitos regulares y en qué momentos de la movilización de masas debía intensificarse su accionar. Como quiera que fuese, para los militantes de entonces parecía tener plena vigencia aquella frase anotada el 24 de septiembre de 1904 por el escritor francés Jules Renard (1864-1910) en su “Journal” (Diario): "No puedo dejar de pensar en el socialismo. Hay en él un mundo nuevo, no para labrarse una posición, sino para sacrificarse por él". Y en la vertiginosa Argentina de entonces todo esto era real, era inminente. Todo parecía estar al alcance de la mano. Y se corrieron todos los riesgos y se jugó con todos los fuegos.