2 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (IX) 3º parte. Bosquejo ontológico

Conceptos (como elogio de la lectura)
1. Sobre sociología y cultura

La cultura no es algo que deba ser definido sino construido a través de un real flujo e intercambio de información entre las diversas formas con que la gente opera ante los retos de la historia, elabora modelos de vida o de desarrollo, construye o intenta construir su autonomía. Sobre esta diversidad, sobre la presencia participativa y equilibrada de esta diversidad, se deberían elaborar los criterios de la autonomía cultural, concepto central en las estrategias de supervivencia. Tal como afirma el sociólogo holandés Cees Hamelink (1940) en su ensayo “Cultural autonomy in global communications” (Hacia una autonomía cultural de las comunicaciones mundiales), “quienes mejor pueden decidir sobre la adecuación del sistema cultural son los miembros de la sociedad, que enfrentan directamente los problemas de supervivencia y adaptación. Son ellos quienes se hallan en la mejor posición para encontrar el balance entre el ambiente natural y los recursos materiales e inmateriales que se poseen. De modo que la capacidad interna y la libertad exterior para desarrollar autónomamente el propio sistema cultural resultan indispensables para lograr las posibilidades de supervivencia de una sociedad. La autonomía cultural es así fundamental para el desarrollo social pleno e independiente de toda sociedad”.
El reconocimiento de la ubicuidad y significado de la cultura, destacó el antropólogo estadounidense Ralph Linton (1893-1953) en “The cultural background of personality” (Cultura y personalidad), es "uno de los avances científicos más importantes de la época moderna. Se ha dicho que lo último que descubriría un habitante de las profundidades del mar fuera, tal vez, precisamente el agua. Sólo llegaría a tener conciencia de ésta si algún accidente lo llevara a la superficie y lo pusiera en contacto con la atmósfera. El hombre ha tenido durante casi toda su historia una conciencia muy vaga de la existencia de la cultura, e incluso dicha conciencia ha dependido de los contrastes que presentaban las costumbres de su propia sociedad en relación a las de alguna otra con la que accidentalmente llegó a ponerse en contacto”. En razón de que nuestra cultura es en tan gran medida parte de nosotros, suele dársela por establecida, suponiendo frecuentemente que es una característica normal, inevitable e inherente a toda la humanidad. Pero, en su acepción sociológica, cultura se refiere a la totalidad de lo que aprenden los individuos como miembros de una sociedad; es un modo de vida, de pensamiento, acción y sentimiento.
Frente a los conflictos y contradicciones que vive el hombre a la luz de las dinámicas de globalización cultural, neoliberalismo económico e imperio de la democracia formal como forma de gobierno es, entonces, imperioso adoptar una actitud pensativa frente a las múltiples realidades que dominan la época actual. En “Misères du présent, richesse du posible” (Miseria del presente, riqueza de lo posible), el filósofo y periodista austríaco Andre Gorz (1923-2007), refiriéndose a la necesidad de cambios de mentalidad, señalaba: “Lo que cruelmente falta es la traducción pública del sentido y de la radicalidad colectiva de los cambios. Esta traducción no puede ser obra espontánea de una inteligencia colectiva. Supone ‘técnicos de saber práctico’ (intelectuales orgánicos) capaces de descifrar el sentido de una mutación cultural y discernir los temas de una manera tal que los sujetos puedan reconocer sus aspiraciones comunes. Para tener éxito en este trabajo de interpretación, el observador-interprete debe ser capaz de romper con los estereotipos interpretativos y culturales y elevarse a un nivel de consciencia por lo menos igual a la de los sujetos más conscientes cuya experiencia interpreta”.


Hay una cierta figura de intelectual que está en crisis desde hace bastante tiempo. Eso no significa que la tarea del intelectual haya terminado, por el contrario, es cada vez más importante aunque menos espectacular que en la época de un Herbert Marcuse (1898-1979), un Jean Paul Sartre (1905-1980) o un Frantz Fanon (1925-1961). La gran tarea del intelectual sigue siendo describir la realidad, sin metáforas, mitos o términos ambivalentes que disfracen la realidad. “La función intelectual se ejerce siempre con adelanto (sobre lo que podría suceder) o con retraso (sobre lo que ya ha sucedido); raramente sobre lo que está sucediendo, por razones de ritmo, porque los acontecimientos son siempre más rápidos y acuciantes que la reflexión sobre los acontecimientos. Por eso no es extraño que un autor viviera encaramado a los árboles: no para sustraerse al deber intelectual de entender el propio tiempo y participar en él, sino para entenderlo y participar mejor”, decía el antes aludido escritor y filósofo italiano Umberto Eco en “Cinque scritti morali” (Cinco escritos morales). Sin embargo pareciera que hoy, frente a la competición destructiva del neoliberalismo actual (del que no escapa, mal que le pese, el aciago populismo argentino), muchos de ellos malgastan su tiempo intentando corroborar un modelo o vender un sistema, olvidando que la motivación más noble de la tarea intelectual debe ser el deseo de resolver problemas vigentes y la voluntad de construir un mundo más justo, con el concurso de la razón y la inteligencia.
Karl Kautsky (1854-1938), destacado teórico y activista socialdemócrata checo, a quien el revolucionario e intelectual ruso León Trotsky consideraba el “legislador teórico del marxismo internacional”, planteaba en un artículo escrito en la revista “Neue Zeit” a mediados de 1902 que “la conciencia de clase emerge como producto de la interacción de dos elementos: las luchas obreras, por un lado, y las ideas de los intelectuales, generalmente de origen burgués, por el otro”. Un siglo más tarde, el escritor portugués José Saramago (1922-2010) decía en una entrevista que “una sociedad que no se compromete no puede generar en ella misma pensadores comprometidos, porque entonces llegaríamos a una conclusión un poco absurda. Tenemos una sociedad determinada, inerme, apática e indiferente, preocupada solo en ganarse la vida lo mejor que puede y a veces sin mirar en medios. ¿Y de esta sociedad van a salir intelectuales para decir que el camino que sigue está equivocado? A veces ocurre, pero lo que no podemos es sorprendernos que los intelectuales no se manifiesten, o no salgan a la calle, o no digan lo que piensan, o no nos orienten. ¿Cómo va a ocurrir eso si la propia sociedad de donde salen los intelectuales es apática e indiferente?”.


Haciendo referencia a un intelectual francés que, al hablar de la Revolución Francesa, decía a mediados de la década del ‘30 que la mejor manera de analizarla era “colocándose en lo alto de las murallas de la ciudad sitiada y abrazar con la mirada a sitiados y sitiadores” ya que, según él, era la única manera de conseguir una “justicia conmutativa”, Trotsky opinó: “Si él se subió a lo alto de las murallas que separan a los dos bandos fue, pura y simplemente, para servir de espía a la reacción. Y menos mal que en este caso se trata de batallas pasadas, pues en épocas de revolución es un poco peligroso asomar la cabeza sobre las murallas. Claro está que, en los momentos peligrosos, estos sacerdotes de la ‘justicia conmutativa’ suelen quedarse sentados en casa esperando a ver de qué parte se inclina la victoria”. Esta consideración contradice de alguna manera a la opinión de Eco y se acerca más a la de Saramago pero, en todo caso, tiene mucho que ver con la situación de buena parte de la intelectualidad argentina contemporánea que parece desconocer la primordial obra “Representations of the intelectual”
(Representaciones del intelectual) del ensayista palestino Edward Said (1935-2003) en la que reflexionaba sobre el equilibrio que debe mantener el intelectual que quiere influir en lo público, incluso aquel comprometido con causas conflictivas. Este equilibrio, según Said, "no es una tarea fácil: el intelectual siempre se encuentra parado entre la soledad y la alineación. Debe balancear, por un lado, la honestidad intelectual de no mentirse a sí mismo y a la sociedad; y, por otro, el intento de cambiar la sociedad en alianza con movimientos políticos que se basan, inexorablemente, sobre simplificaciones y medias verdades”. Está claro que, ante la dicotomía entre honestidad- soledad y militancia-alineamiento, el verdadero intelectual siempre debe optar por lo primero.
Trotsky, que era un intelectual honesto y solitario, consideraba que la creación consciente y reflexiva ocupa un lugar insignificante en la vida diaria, dado que es el resultado de la acumulación de las experiencias espontáneas de los hombres, y por eso está vinculada directamente con las costumbres y las tradiciones, es decir, con los factores más estables de la sociedad. “La política es móvil, la vida diaria es estable y recalcitrante. Esto es lo que provoca tantos conflictos en los medios obreros, donde la toma de conciencia choca con la tradición”, escribía en el verano de 1923 en el periódico “Pravda”. Así, desde un punto de vista sociológico, Trotsky reconocía como de fundamental relevancia el estudio de la vida cotidiana y sus problemas, hecho que la convierten en un objeto de estudio válido y necesario de indagación. Afirmaba la necesidad de comprender lo que sucede en la fábrica, en los medios obreros, en las cooperativas, en la escuela, la calle, la familia, las formas de vida privada en general y las relaciones de la vida doméstica dado que “en la historia nunca se hacen grandes cosas sin pequeñas cosas. Con más precisión: las pequeñas cosas, en una gran época, integradas en una gran obra, dejan de ser pequeñas. Los detalles de la vida cotidiana, esas nimiedades son las que terminan por constituir un todo”. En este sentido, entendía que para poder transformar la vida diaria era necesario efectuar un análisis crítico de ella, dado que no se puede cambiar aquello que no se hace consciente. Reflexionando sobre este punto, Trotsky relacionó el modo de vida y las costumbres con la economía y, a partir de esto, entendía que las posibilidades de avanzar hacia la transformación de la vida cotidiana estaban dadas no sólo por el cambio de las relaciones económicas sino también por la dirección consciente que ella desarrollase. Consideraba que existe una interdependencia dialéctica entre la economía y la cultura vinculada con aspectos como las relaciones al interior de la familia, la educación, la recreación y distracción, los medios de comunicación y de prensa, la religión, el trabajo, etc.


De esto se desprende que, además de considerar a la sociedad como relaciones sociales y a una sociedad como un gran grupo inclusivo en el que tienen lugar relaciones entre individuos y grupos, se puede concebir la sociedad como un conjunto de instituciones que forman la trama de la vida social. El análisis de la sociedad consiste en consecuencia en el examen de las diversas instituciones (económicas, políticas, religiosas, familiares, educacionales, recreativas) y sus interrelaciones. La relación entre este concepto de sociedad y el de cultura es evidentemente estrecha. Cultura es el término más amplio pues incluye el de instituciones, pero la sociedad no es meramente una subdivisión de la cultura ni tampoco es un conjunto de instituciones; es la completa estructura de instituciones relacionadas e influyentes entre sí que distinguen a un grupo de otro y facilita los medios por los cuales los individuos organizan sus actividades comunes para enfrentar al mundo que los rodea. Este punto de vista, por lo tanto, representa un modo de considerar ciertos elementos de la cultura; da lugar a problemas significativos y centra nuestra atención en los métodos de que se valen los hombres para sobrevivir físicamente y gracias a los cuales combinan una vida colectiva ordenada. La sociedad, desde cualquier perspectiva que se la considere, es una totalidad formada por partes interrelacionadas e interdependientes. Los distintos componentes de la sociedad deben ser vistos en relación con el todo; separados de él pierden significación. Se hallan en constante acción y reacción unos sobre otros, y en relación entre sí, adaptándose o siendo adaptados de muchas maneras a los cambios que tienen lugar en otros segmentos de la sociedad.
La explicación de la persistencia de las instituciones, creencias y estructuras sociales constituye uno de los problemas centrales del análisis sociológico. Un análisis funcional dirige su atención al modo en que las pautas sociales contribuyeron a la estabilidad de otras pautas y de la sociedad como un todo. Pero igual importancia tiene el problema del cambio social y cultural, vale decir, el intento de explicar los desplazamientos en la naturaleza de las pautas institucionales, las relaciones sociales y las estructuras sociales. Es necesario distinguir, sin embargo, entre cambio social y cultural y sucesión histórica, o entre  lo que interesa al sociólogo y lo que interesa al historiador. Este se dedica sobre todo al desarrollo de los acontecimientos, aquél a la transformación de las costumbres, creencias, relaciones y estructuras sociales. El historiador puede estudiar, por ejemplo, individuos que desempeñaron importantes roles sociales como presidentes, papas, dictadores y reyes. El interés sociológico radica en la naturaleza cambiante de esos roles y su relación con otros. El historiador puede examinar en detalle el desarrollo de cualquier revolución, mientras que el sociólogo examina la forma y naturaleza de las revoluciones como pautas recurrentes del cambio institucional. No hay una clara división entre estos dos enfoques alternos: ambos se entretejen, se entrecruzan. Las diferencias radican en el punto de vista y distinto énfasis; cada una de estas disciplinas formula preguntas algo diferentes y utiliza distintos conceptos, aunque la teoría del historiador sobre el cambio se halla típicamente implícita, y el sociólogo trata de formularla explícitamente. Así, para explicar el cambio en una sociedad tendríamos que considerar las principales variables que constituyen el equilibrio social. Pero se puede dar razón de los cambios específicos sin considerar necesariamente la estructura y organización de toda la sociedad. Aun cuando una explicación total de cualquier cambio pueda abarcar eventualmente una amplia gama de variables, es necesario evaluar la importancia relativa de cada una.


Explicaba el sociólogo e historiador estadounidense George Novack (1905-1992) en su "Uneven and combined development in history" (La ley del desarrollo desigual y combinado de la sociedad) que el factor más importante del progreso humano es el dominio del hombre sobre las fuerzas de producción. “Todo avance histórico se produce por un crecimiento más rápido o más lento de las fuerzas productivas en los distintos segmentos de una sociedad, debido a las diferencias en las condiciones naturales y en las conexiones históricas. Estas disparidades dan un carácter de expansión o compresión a toda una época histórica e imparte distintas proporciones de crecimiento a los diferentes pueblos, a las diferentes ramas de la economía, a las diferentes clases, instituciones sociales y campos de cultura, lo que constituye la esencia de la ley del desarrollo desigual. Estas variaciones entre los múltiples factores de la historia, a su vez, coadyuvan al surgimiento de un fenómeno por el cual las características de una etapa más baja del desarrollo social se mezclan con las de otra superior. Estas formaciones combinadas tienen un carácter altamente contradictorio y exhiben marcadas peculiaridades. Ellas pueden desviarse mucho de las reglas y efectuar tal oscilación como para producir un salto cualitativo en la evolución social y capacitar a pueblos antiguamente atrasados para superar por un cierto tiempo a los más avanzados. Esta es la esencia de la ley del desarrollo combinado”.
Un ejemplo claro sobre la aplicación de estas leyes de dio cuando los habitantes aborígenes de América se enfrentaron por primera vez con los conquistadores que llegaban de Europa. Se encontraron allí dos procesos de evolución social completamente distintos producto de miles de años de desarrollo independiente de ambos continentes. En ese momento confrontaron el arco y la flecha con el mosquete y el cañón (en la caza y la guerra), la azada y el bastón con el arado y los animales de tiro (en la agricultura), la canoa con el buque (en el transporte acuático), las piernas humanas con el caballo y el pie descalzo con la rueda (en la locomoción terrestre), el colectivismo tribal con las instituciones y costumbres feudal burguesas (en la organización social), la producción para el consumo inmediato de la comunidad con las finanzas y el comercio internacional (en la organización de la economía). Estas desigualdades no terminaron con la adopción por parte de los americanos de los métodos de los europeos y su asimilación gradual y pacífica a la sociedad de clases. Por el contrario, en los siglos siguientes se llegó a la desposesión y la aniquilación de las tribus autóctonas. En su “Recherches sur quelques problèmes d'histoire” (Investigaciones sobre algunos problemas de la historia), el historiador francés Fustel de Coulanges (1830-1889) recomendaba a quien quisiera revivir una época “que se quite de la cabeza todo lo que sepa del decurso posterior de la historia”. Lo cierto es que la ley del desarrollo desigual y combinado se manifestó aquí en toda su crudeza y es harto difícil que los pueblos originarios de América puedan quitárselo de sus cabezas.


El esfuerzo de explicar la revolución socialista en un país atrasado como Rusia fue lo que llevó a León Trotsky a elaborar la ley del desarrollo desigual y combinado. Hacia 1930, el formulador de la teoría de la revolución permanente presentó los fundamentos de su análisis social y para ello se sirvió de dicha ley. La Revolución Rusa fue un ejemplo muy claro del desarrollo desigual y combinado en la historia moderna. En su análisis de este acontecimiento, Trotsky dio al movimiento marxista la primera formulación explícita de la ley: “Las leyes de la historia no tienen nada en común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y complejidad con que lo patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados se ven obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual se deriva otra que a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo desigual y combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la combinación de distintas fases; a la amalgama de formas arcaicas y modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada naturalmente en la integridad de su contenido material, sería imposible comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera sea su grado”. Trotsky, el sociólogo, es más celebrado tal vez por la formulación de la teoría de la Revolución Permanente. Sin embargo, su exposición de la ley del desarrollo desigual y combinado podría ser aparejada a aquella en cuanto a su valor y están, de hecho, íntimamente ligadas.
“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido”, escribió el ya citado filósofo y crítico literario alemán Walter Benjamin en “Geschichtsphilosophische thesen” (Tesis de filosofía de la historia). “Significa adueñarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer”. Esa es la humilde intención de estos artículos: encender una chispa de esperanza narrando acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños para dar cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Y sobre todo, en el mapa de la discusión teórico-política actual, impregnada de “fines de la historia”, “caídas de la tasa de ganancia”, “problemas de subconsumo”, “burbuja inmobiliaria”, "reestructuraciones", “salvataje de bancos”, etc., etc., la idea es rescatar los hilos de continuidad con las luchas del pasado que puedan contribuir a detener la catástrofe a la que nos somete el capitalismo financiero de la actualidad.