8 de octubre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (X) 3º parte. Bosquejo ontológico

Conceptos (como elogio de la lectura)
2. Sobre economía y relaciones de producción


La relación que existe entre la economía y la historia es inmanente. La cohabitación entre ambas ciencias sociales no fue lineal ni armónica y puede definirse como compleja y cambiante, pero su interdisciplinariedad es ineludible. Así como el estudio de la economía se beneficia con el estudio de la historia, lo mismo ocurre a la inversa: el estudio de los acontecimientos históricos no puede ser abordado sin tener en cuenta las investigaciones realizadas en el campo económico. La historia ha aportado a la economía elementos de juicio que le permitieron a ésta explicar el marco político, social, jurídico y cultural en que se desarrollaron las actividades económicas en las distintas épocas; o participar significativamente en la formación de conceptos y categorías analíticas claves como régimen, sistema, estructura, etc. y las consecuencias que éstos tuvieron en el desarrollo de los pueblos. Por su parte, la economía suministró a la historia teorías, conceptos, categorías analíticas, registros estadísticos adecuadamente dispuestos y criterios de sistematización de los diversos modelos económicos, elementos todos ellos de innegable influencia en los procesos políticos, sociales y culturales.
Algunas de las dificultades que presenta el estudio de la economía se deben a los cambios institucionales, políticos y sociales ocurridos a lo largo de la historia, pero estas mutaciones siempre se debieron a la variabilidad de los fenómenos económicos. Fue recurriendo a la historia como Adam Smith (1723-1790), al estudiar la obra de los economistas británicos William Petty (1623-1687) y Richard Cantillon (1680-1734) por ejemplo, dio forma a sus teorías económicas, las que luego serían debatidas y ampliadas por Thomas Malthus (1766-1834), David Ricardo (1772-1823) y tantos otros que le siguieron después. Y fue a partir de la lectura de la obra de estos economistas como Marx conformó la suya. Pero mientras los primeros -conscientes de las desigualdades sociales que los sistemas por ellos propuestos generaban- se ampararon en los valores de la libertad, del honor o de la religión para justificar las sociedades de clases, Marx abandonó todo idealismo y planteó que dichos contrastes ocasionaban un enfrentamiento inevitable y hasta independiente de las voluntades y conciencias de los individuos dado que, según el lugar que ocupasen en el proceso de producción de la riqueza, involucraban el mantenimiento de sus privilegios y la perpetuación de su dominio (para los poseedores de los medios de producción) y la mera supervivencia (para los que sólo están en condiciones de vender su fuerza de trabajo para poder subsistir). Este antagonismo de clases irreconciliables genera una hostilidad que, en definitiva, ha sido la base sobre la que se produjeron los hechos que dan forma a las sociedades. En otras palabras, la Economía es el factor determinante de la historia.


El historiador francés Pierre Vilar (1906-2003) observaba en “Histoire marxiste, histoire en construction” (Historia marxista, historia en construcción) que la producción es importante puesto que “al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material”, y aclaraba que el término producción no debía considerarse como una clave mágica, pues debía ser concebido “en función de la población y de las relaciones de los hombre entre ellos”. Complementariamente, el historiador alemán Helmut Fleischer (1927-2012) formulaba en su “Marxismus und Geschichte” (Marxismo e Historia) que el hecho que para Marx la producción fuese el fundamento del orden social y condicionase a la totalidad de los procesos vitales, sociales, políticos y espirituales, se sustentaba en que los hombres “primeramente comen antes de que puedan dedicarse a la política, la ciencia o el arte. Esto implica que una parte considerable de las energías que se invierten en las luchas políticas y religiosas, provienen de la aspiración de lograr bienes materiales”. Y añadía: “La interpretación marxista de la historia fue delineando como conceptos básicos del análisis las nociones de fuerzas productivas y relaciones de producción. Pese a las diversas interpretaciones que se presenten sobre este tópico, lo determinante en el análisis original de Marx son las relaciones de producción”. Es decir que lo que define una época histórica es la naturaleza de las relaciones que se establecen entre los hombres. Por eso las relaciones de producción no implican únicamente la producción de bienes sino que, en un sentido global, son relaciones “que integran su actividad vital y en cuyo logro formulan múltiples exigencias relativas al tiempo de trabajo, a las condiciones de trabajo, a las formas de cooperación y subordinación sociales; no interesa solamente el producto bruto, sino también la manera cómo se obtiene y se lo distribuye socialmente”.
También el periodista y filósofo italiano Antonio Gramsci se refirió a la importancia que para el análisis histórico significó el estudio en términos de relaciones de producción. En un escrito de 1918, “Il nostro Marx” (Nuestro Marx), decía que “para conocer con exactitud cuáles son los objetivos históricos de un país, de una sociedad, de un grupo, lo que importa ante todo es conocer cuáles son los sistemas y las relaciones de producción y cambio de aquel país, de aquella sociedad. Sin ese conocimiento es perfectamente posible redactar monografías parciales, disertaciones útiles para la historia de la cultura y se captarán reflejos secundarios, consecuencias lejanas; pero no se hará historia, la actividad práctica no quedará explícita con toda su sólida compacidad”. Así, puede atribuírsele a Marx el mérito de haber introducido el uso de conceptos y categorías para el análisis histórico: fuerzas productivas, clase social, lucha de clases, modo y relaciones de producción, ideología, conciencia, etc., nociones todas ellas que permitieron superar el predominio de la Historia descriptiva sin teoría que la sustente para sustituirla por la Historia razonada, esto es, tal como la definió el ya citado Vilar, una Historia que “ni separa ni mezcla el momento económico, el social, el político y el puro acontecer sino que los combina todos. Más aún: esta Historia razonada, por el brotar espontáneo de los razonamientos, por la viveza y la ironía del relato, es una historia viva”. Fue Marx, en definitiva, el primer economista que vio y enseñó, sistemáticamente, cómo la teoría económica puede convertirse en análisis histórico y cómo la narración histórica puede convertirse en historia razonada.


León Trotsky escribió en abril de 1939 un artículo destinado a servir de prólogo a la edición de “Das kapital” (El capital), la trascendental obra de Marx que el periodista y escritor alemán Otto Rühle (1874-1943) estaba preparando por entonces. Decía allí el revolucionario ruso que “nadie ha sido capaz de exponer la teoría del valor del trabajo mejor que el propio Marx. Todas y cada una de las categorías de la economía de mercado -explicaba- parecen ser aceptadas sin análisis, como evidentes por sí mismas y como si fueran las bases naturales de las relaciones humanas. Sin embargo, mientras las realidades del proceso económico son el trabajo humano, las materias primas, las herramientas, las máquinas, la división del trabajo, la necesidad de distribuir los productos terminados entre los participantes en el proceso del trabajo, etc., las categorías como mercancía, dinero, jornales, capital, beneficio, impuesto, etc., son únicamente reflejos subjetivos en las cabezas de los hombres de los diversos aspectos de un proceso económico que no comprenden y que no pueden dominar. Para descifrarlos es indispensable un análisis científico completo”. Y agregaba: “Quienquiera que no haya dominado la costumbre de aceptar sin un examen riguroso las reflexiones ideológicas hechas a la ligera sobre el progreso económico, quienquiera que no haya razonado, siguiendo los pasos de Marx, la naturaleza esencial de la mercancía como célula básica del organismo capitalista, estará incapacitado para comprender científicamente las manifestaciones más importantes de nuestra época”.
Habiendo definido a la ciencia como el conocimiento de los recursos objetivos de la naturaleza, el hombre ha tratado persistentemente de excluirse a sí mismo de ella, reservándose privilegios especiales en la forma de un pretendido intercambio con fuerzas espirituales como la religión o con preceptos morales como los del idealismo. Para Trotsky, Marx privó al hombre definitivamente de esos odiosos privilegios, considerándole como un eslabón natural en el proceso evolutivo de la naturaleza material, a la sociedad como la organización para la producción y la distribución, y al capitalismo como una etapa en el desarrollo de la sociedad humana. “La finalidad de Marx -añadió Trotsky- no era descubrir las leyes eternas de la economía. Negó la existencia de semejantes leyes. La historia del desarrollo de la sociedad humana es la historia de la sucesión de diversos sistemas económicos, cada uno de los cuales actúa de acuerdo con sus propias leyes. La transición de un sistema a otro ha sido determinada siempre por el aumento de las fuerzas de producción, por ejemplo, de la técnica y de la organización del trabajo. Hasta cierto punto, los cambios sociales son de carácter cuantitativo y no alteran las bases de la sociedad, entre ellas, las formas prevalecientes de la propiedad. Pero se alcanza un nuevo punto cuando las fuerzas productoras maduras ya no pueden contenerse más tiempo dentro de las viejas formas de la propiedad; entonces se produce un cambio radical en el orden social, acompañado de conmociones. La comuna primitiva fue reemplazada o complementada por la esclavitud; la esclavitud fue sucedida por la servidumbre con su superestructura feudal; el desarrollo comercial de las ciudades llevó a Europa, en el siglo XVI, al orden capitalista, el que pasó inmediatamente a través de diversas etapas”.


La economía de la familia de agricultores primitiva, que se bastaba a sí misma, no tenía necesidad de la “economía política”, pues estaba dominada, por un lado, por las fuerzas de la naturaleza y, por el otro, por las fuerzas de la tradición. La economía natural de los griegos y romanos, completa en sí misma, fundada en el trabajo de los esclavos, dependía de la voluntad del propietario de los esclavos, cuyo objetivo estaba determinado directamente por las leyes de la naturaleza y de la rutina. Lo mismo puede decirse también del Estado medieval con sus siervos campesinos. En todos estos casos las relaciones económicas eran claras y transparentes en su crudeza primitiva. Pero el caso de la sociedad contemporánea es completamente diferente. Ha destruido esas viejas conexiones completas en sí mismas y esos modos de trabajo heredados. Las nuevas relaciones económicas han relacionado entre sí a las ciudades y las villas, a las provincias y las naciones. La división del trabajo ha abarcado a todo el planeta. Habiendo destrozado la tradición y la rutina, esos lazos no se han compuesto de acuerdo con algún plan definido, sino más bien al margen de la conciencia y la previsión humanas. La interdependencia de los hombres, los grupos, las clases, las naciones, consecuencia de la división del trabajo, no está dirigida por nadie. Los hombres trabajan los unos para los otros sin conocerse entre sí, sin conocer las necesidades de los demás, con la esperanza, e inclusive con la seguridad, de que sus relaciones se regularizarán de algún modo por sí mismas. Y lo hacen así o, más bien, quisieran hacerlo. Es completamente imposible buscar las causas de los fenómenos de la sociedad capitalista en la conciencia subjetiva -en las intenciones o proyectos- de sus miembros. Los fenómenos objetivos del capitalismo fueron formulados antes de que la ciencia comenzara a pensar seriamente sobre ellos. Hasta hoy día la mayoría preponderante de los hombres nada saben acerca de las leyes que rigen a la economía capitalista. Toda la fuerza del método de Marx reside en su acercamiento a los fenómenos económicos, no desde el punto de vista subjetivo de ciertas personas, sino desde el punto de vista objetivo del desarrollo de la sociedad en su conjunto, del mismo modo que un hombre de ciencia que estudia la naturaleza se acerca a una colmena o a un hormiguero.
Marx, ya se ha dicho, tuvo predecesores. La economía política clásica floreció antes de que el capitalismo se hubiese desarrollado. El autor de “Lohnarbeit und capital” (Trabajo asalariado y capital) rindió a los grandes clásicos su gratitud. Sin embargo, el error básico de los economistas clásicos era que consideraban al capitalismo como la existencia normal de la humanidad en todas las épocas en vez de considerarlo simplemente como una etapa histórica en el desarrollo de las sociedades. Marx inició la crítica de esa economía política, expuso sus errores así como las contradicciones del mismo capitalismo, y demostró que era inevitable su colapso. “La ciencia -afirmó Trotsky- no alcanza su meta en el estudio herméticamente sellado del erudito, sino en la sociedad de carne y hueso. Todos los intereses y pasiones que despedazan a la sociedad ejercen su influencia en el desarrollo de la riqueza y de la pobreza. La lucha de los trabajadores contra los capitalistas obligó a los teóricos de la burguesía a volver la espalda al análisis científico del sistema de explotación y a ocuparse en una descripción vacía de los hechos económicos, el estudio del pasado económico y, lo que es inmensamente peor, una falsificación absoluta de las cosas tales como son, con el propósito de justificar el régimen capitalista. La doctrina económica que se ha enseñado hasta el día de hoy en las instituciones oficiales de enseñanza y se ha predicado en la prensa burguesa no está desprovista de materiales importantes relacionados con el trabajo, pero no obstante es completamente incapaz de abarcar el proceso económico en su conjunto y descubrir sus leyes y perspectivas, ni tiene deseo alguno de hacerlo”.
Escribió Marx: “La acumulación de riqueza en un polo es, al mismo tiempo, acumulación de miseria, sufrimiento en el trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo opuesto, es decir en el lado de la clase que produce su producto en la forma de capital”. Esa tesis de Marx, bajo el nombre de “Theorie der wachsenden verarmung” (Teoría de la miseria creciente), fue sometida a ataques constantes por parte de los reformadores socialdemócratas, especialmente durante el período que va desde la última década del siglo XIX hasta los primeros años del siglo XX, cuando el capitalismo se desarrolló rápidamente e hizo ciertas concesiones a los trabajadores, especialmente a su estrato superior. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando la burguesía, atemorizada por la Revolución de Octubre, concedió algunas reformas sociales cuyo valor fue neutralizado simultáneamente por la inflación y la desocupación, la teoría de la evolución progresiva de la sociedad capitalista de deshizo en pedazos. La historia se encargaría de demostrar que la contradicción económica entre el proletariado y la burguesía se vería agravada durante los períodos más prósperos del desarrollo capitalista, cuando el ascenso del nivel de vida de cierta capa de trabajadores ocultó la disminución de su participación en la riqueza nacional y la ilusión del progreso ininterrumpido de todas las clases se desvaneció sin dejar rastro.


Con la centralización del capital, decía Marx, se altera la naturaleza de la competencia. La cantidad se transforma en calidad. Según las leyes de la producción capitalista, que él formuló, un poder económico cada vez mayor sería dirigido por un número de empresas cada vez menor. El capital, explicaba Marx, puede “acumularse en grandes cantidades en una mano, porque en ella es sustraído a muchos individuos. En una determinada rama de los negocios, la centralización habrá alcanzado su límite máximo cuando todos los capitales depositados en ella se hayan fundido en un solo capital. En una sociedad determinada, este límite sólo se alcanzará en el momento en que todo el capital social esté reunido en la mano o bien de un solo capitalista, o bien de una sola comunidad de capitalistas”.
 Siguiendo ese razonamiento premonitorio, se podría decir que la centralización, la aglomeración del capital, ha llegado hasta el punto en que los empresarios individuales ya no resultan representativos para las decisivas ramas del comercio y de la industria. Las sociedades anónimas, por mucho que haya rivalidad entre ellas, están orientadas por directrices que resultan de múltiples intereses y tendencias internos y externos. Hoy en día, las grandes empresas multinacionales abarcan, dominan y duplican vertiginosamente sus ganancias en todas las direcciones que pueden sin preocuparse por las leyes y los límites que el contexto de la globalización les permite esquivar fácilmente. Sin preocuparse demasiado por los Estados -empantanados, acusados, puestos en tela de juicio y frecuentemente más pobres que ellas-, las potencias económicas pueden lanzarse a la acción, más libres, más motivadas, más ágiles, infinitamente más influyentes que aquéllos, sin preocupaciones electorales, responsabilidades políticas, controles ni, desde luego, la menor solidaridad con aquellos a quienes aplastan. Se colocan por encima de todas las instancias políticas sin necesidad de tener en cuenta ninguna ética asfixiante, ningún sentimiento. En el límite, en la más alta de sus esferas, donde el juego se vuelve imponderable, no tienen que responder por éxitos o fracasos ni jugarse por otra cosa que ellas mismas y sus transacciones, esas especulaciones sin término, ni otro fin que su propia rentabilidad. Los únicos obstáculos que conocen son aquellos que les oponen ferozmente sus propios pares. Pero éstos siguen el mismo camino que ellas, van hacia los mismos objetivos, y si algunos tratan de alcanzarlos antes que otros o en su lugar, eso no altera en absoluto el sistema general. En verdad, la competencia desenfrenada en el seno de redes tan complejas los une, afila sus energías orientadas hacia los mismos fines, dentro de una ideología común, jamás formulada ni confesada, sólo aplicada.


Estas redes económicas privadas transnacionales dominan cada vez más los poderes estatales; lejos de ser controladas por ellos, los controlan y, en suma, conforman una suerte de Nación sin territorio ni instituciones de gobierno que rige las instituciones y las políticas de diversos países, con frecuencia  por intermedio de importantes organizaciones como el Barco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Club de París o la Organización Mundial del Comercio. En muchos casos, las potencias económicas privadas suelen dominar las deudas de los Estados que, por eso mismo, dependen de ellas y están sometidos a su arbitrio. Dichos Estados (como sucedió en la Argentina) no vacilan en convertir las deudas de sus protectores en deuda pública y tomarla a su cargo. A partir de entonces esas deudas serán pagadas, sin compensación alguna, por el conjunto de la ciudadanía. Todo esto tiene lugar en un mercado floreciente, con tal de que crezca sin cesar, bajo el eufemismo de que la prosperidad es indispensable para que haya más trabajo y bienestar general. Detentar el poder económico, es ostensible, produce un ácido que corroe la sensibilidad. Sin una sensibilidad devastada sería imposible hacer nada con el poder. Y un poder que no se ejerce, no se tiene. Por lo tanto, hay que ejercerlo, aunque sólo sea para comprobar si todavía se lo tiene.
En los años ‘70, el citado anteriormente economista belga Ernest Mandel gozaba de un curioso privilegio: tenía prohibido el ingreso tanto a los Estados Unidos como a la Unión Soviética. El dirigente del Secretariado Unificado de la IV Internacional, que denunciaba con igual fervor tanto al criminal imperialismo estadounidense como a la nauseabunda burocracia soviética, publicó por entonces “Les ondes longues du développement capitaliste” (Las ondas largas del desarrollo capitalista) en el cual auguraba lo siguiente: “Si los largos períodos de prosperidad crean las condiciones más favorables para el compromiso y el consenso, los largos períodos de recesión son propicios a los conflictos en los cuales todas las partes se niegan a hacer concesiones importantes. Lo que tiende a prevalecer, no es una regulación exitosa, sino contradicciones y conflictos crecientes”. Efectivamente, en la década de 1970 comenzaron a manifestarse una serie de cambios profundos en la dinámica global de acumulación de capital y en las formas políticas, culturales y estéticas que se habían erigido en dominantes desde la posguerra. A partir de entonces, y con el correr de los años, tal crisis conduciría, como bien define el teórico social británico David Harvey (1935) en “The enigma of capital and the crises of capitalism” (El enigma del capital y las crisis del capitalismo) a “una profunda reestructuración de la sociedad capitalista a escala global, un proceso de profunda reconfiguración territorial, económica y política que se ha llamado globalización neoliberal y que posee como aspectos más salientes los elevados niveles de transnacionalización de las empresas capitalistas, la mundialización de las relaciones capitalistas de producción, la reducción de costos de transporte y comunicaciones y el desarrollo y tecnificación del capital ficticio (financiero), entre otros aspectos relevantes”. No en vano Mandel -revisionista para algunos, ortodoxo para otros- entendía que el así llamado Tercer Mundo (Latinoamérica incluida) tenía la prioridad en el avance revolucionario.