7 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XVI) 3º parte. Bosquejo ontológico

Rudimentos (como intento de comprensión)
3. Sobre los criterios historiográficos

Mucho se ha escrito sobre la Revolución Rusa y el rol que en ella desempeñaron sus dirigentes, entre ellos Leon Trotsky. Están los libros ya clásicos “Ten days that shook the world” (Diez días que conmovieron al mundo) de John Reed, “Bolshevik revolution” (La revolución bolchevique) y “1917. Before and after” (1917. Antes y después) de Edward H. Carr, “Le Parti Bolchévique” (El Partido Bolchevique) y “Trotsky” de Pierre Broué, o la monumental trilogía de Isaac Deutscher compuesta por “The prophet armed. Trotsky, 1879-1921” (El profeta armado), “The prophet unarmed. Trotsky, 1921-1929” (El profeta desarmado) y “The prophet outcast. Trotsky, 1929-1940” (El profeta exiliado). Todas estas obras -sumamente documentadas- son, en general, laudatorias aunque no acríticas. Distinto enfoque tienen los estudios “La révolution de 1917” (La revolución de 1917) de Marc Ferro, “Forging revolution” (Forjando la revolución) de Heather Hogan, “Civilization on trial” (La civilización puesta a prueba) de Arnold Toynbee y “Trotsky. The eternal revolutionary” (Trotsky. El eterno revolucionario) de Dmitri Volkogonov. En estos últimos, el ansia de una interpretación de la historia está tan arraigada que suelen caer en el misticismo o el cinismo. Toynbee, por ejemplo, preocupado por la Revolución Rusa a la que veía como una amenaza a la sociedad occidental, se esmeró en demostrar que el significado de la historia radica en algún lugar fuera de ella, más específicamente en el ámbito de la teología, lo que lo llevó a afirmar triunfalmente: "La historia rebosa en la teología". No le va en saga el policía político estalinista y ex director del Instituto de Historia Militar soviético devenido en converso historiador, el general Volkogónov, para quien la historia carece de significado, o lleva implícitos múltiples significados igualmente válidos o parejamente inválidos, o tiene el sentido que arbitrariamente se nos antoje darle.
A lo largo de la historia ha habido, sin dudas, múltiples transmutaciones y destrucciones de antiguas tablas de valores, y se han establecido muchas veces otras nuevas. Pero, como suele decirse, así se escribe la historia. La idea empírica de que los datos traducen hechos históricos y de que éstos están ahí esperando que un historiador los desentierre del archivo es al menos discutible. Esos datos, que son los mismos para todos los historiadores, más bien suelen pertenecer a la categoría de materias primas del historiador que a la historia misma. En otras palabras, la categoría de “hecho histórico” no está dada de por sí. Es el historiador, el sujeto que investiga, quien decide, merced a la ordenación y selección, qué hechos poseen relevancia histórica. O, si se quiere, los hechos de la historia no existen para ningún historiador hasta que él los crea. Decía el historiador inglés Robin Collingwood (1889-1943) en “The idea of history” (La idea de historia) que la filosofía de la historia no se ocupa “del pasado en sí ni de la opinión que de él se forma el historiador, sino de ambas cosas relacionabas entre sí”. Con lo cual, podría afirmarse que la historia es la reproducción en la mente del historiador del pensamiento cuya historia estudia. Por otra parte, el historiador italiano Benedetto Croce (1866-1952) consideraba que toda la historia es historia contemporánea, queriendo decir con ello que la historia consiste esencialmente en ver el pasado con los ojos del presente y a la luz de los problemas actuales, y que la tarea primordial del historiador no es recoger datos sino valorarlos: “La historia se refiere en realidad a las necesidades presentes y a las situaciones presentes en que vibran dichos acontecimientos”, decía en “La storia come pensiero e come azione” (La historia como hazaña de la libertad).



Lo concreto es que el historiador comienza por una selección provisional de los hechos y por una interpretación provisional a la luz de la cual se ha llevado a cabo dicha selección, sea ésta obra suya o de otros. Dice el antes citado historiador Edward Carr que, “conforme el historiador va trabajando, tanto la interpretación como la selección y ordenación de los datos van sufriendo cambios sutiles y acaso parcialmente inconscientes, consecuencia de la acción recíproca entre ambas. Y esta misma acción recíproca entraña reciprocidad entre el pasado y el presente, porque el historiador es parte del presente en tanto que sus hechos pertenecen al pasado. El historiador y los hechos de la historia se son mutuamente necesarios”. O, como precisó el historiador francés Henri Marrou (1904-1977): “la historia es inseparable del historiador”. Entonces, ¿qué es la historia? Una respuesta podría ser: un vasto y complejo proceso entre el historiador y los hechos, entre el pasado y el presente, entre la sociedad de ayer y la de hoy.
La palabra “historia” proviene del griego y significa “conocimiento adquirido mediante investigación”. “Como la investigación o búsqueda aludidas suelen expresarse mediante la narración o descripción de los datos obtenidos -dice el ya nombrado José Ferrater Mora en su ‘Diccionario de filosofía’-, ‘historia’ ha venido a significar ‘relato de hechos’ en una forma ordenada, y específicamente en orden cronológico. Siendo la historia un conocimiento de hechos o de acontecimientos y, en cierta medida, un conocimiento de ‘cosas singulares’, el vocablo 'historia' ha sido usado en diversos contextos”. Heródoto de Halicarnaso (484-425 a.C.), por ejemplo, en sus “Historíai” (Historias) se propuso conservar el recuerdo de las hazañas de griegos y bárbaros y se limitó a la narración de los hechos sin poder evitar la influencia del mito. Tucídides de Atenas (460-396 a.C.), en cambio, en su “Perì tu Peloponnēsìu polèmu” (Historia de la guerra del Peloponeso), contó lo que pasaba en su tiempo y lo interpretó a la luz de lo que había sucedido en el pasado –guiado por las convenciones de la tragedia griega de su época-, buscando una causalidad en los hechos históricos y señalando el comienzo de la noción de causación en el relato de la historia. De todas maneras, era de la opinión de que nada importante había ocurrido en el tiempo anterior a los acontecimientos que él describía, y que era probable que nada importante ocurriese después. Un par de siglos más tarde, el historiador grecorromano Polibio de Megalópolis, (200-118 a.C.) creó la teoría de los grandes ciclos históricos y le asignó a la historia una utilidad práctica: deben extraerse de ella las enseñanzas para proceder tanto en el presente como en el futuro, ya que, más importantes que los hechos son las causas y sus consecuencias.



Fueron los judíos, y los cristianos tras ellos, los que introdujeron un elemento del todo nuevo postulando una meta hacia la que se dirige el proceso histórico: la noción teleológica de la historia, es decir, que ésta no el resultado de sucesos o procesos aleatorios sino que existe una meta, fin o propósito, inmanente o trascendente al propio suceso, que constituye su razón, explicación o sentido. La historiografía cambió así radicalmente, pasando a ser la historia una sucesión de hechos que inevitablemente conducían a Dios. En ese sentido, son decisivos los aportes de Eusebio de Cesarea (265-339) y Agustín de Hipona (354-430), cuya influencia llegaría hasta el siglo XVIII. De esta forma la historia adquirió sentido y propósito, pero en desmedro de su carácter secular. El alcance de la meta de la historia implicaría automáticamente el final de la historia al tornarla teodicea. Tal fue la noción medieval de la historia hasta que el Renacimiento restableció la concepción clásica de un mundo antropocéntrico y de la primacía de la razón, aunque mantuvo ciertas formas de la tradición judeo-cristiana. En ese sentido, en 1566 el filósofo francés Jean Bodin (1530-1596) planteó un nuevo concepto en su “Methodus ad facilem historiarum cognitionem” (Método para una fácil comprensión de la historia): la historia depende de la voluntad humana.
El descubrimiento por los europeos de América, una tierra de la que la Biblia no dice una palabra, así lo vendría a demostrar. El ya aludido formidable historiador británico Eric Hobsbawm diría mucho después en su “The age of extremes. The short twentieth century, 1914-1991” (Historia del Siglo XX) que la historia “es el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad, pero no ayuda a hacer profecías”. Sería recién en el Siglo de las Luces cuando la historiografía comenzó a cambiar de la mano de los ideales racionalistas y científicos de intelectuales como Denis Diderot (1713-1784) o Edward Gibbon (1737-1794), entre otros, quienes sentaron las bases de la historiografía contemporánea que nació en el siglo siguiente.
El siglo XIX, fuertemente influido por la Revolución Francesa, la creación de los Estados Nación, la Revolución Industrial, el ascenso de la burguesía y la aparición del proletariado, se caracterizó por la aplicación de métodos científicos para el descubrimiento de los hechos y el desarrollo de la filosofía de la historia. Así surgieron varias corrientes en la historiografía: la liberal, representada por François Guizot (1787-1874), Agustín Thierry (1795-1856), Adolphe Thiers (1797-1877) y Alexis de Tocqueville (1805-1859); la positivista, cuyos máximos exponentes fueron Berthold Niebuhr (1776-1831), Leopold von Ranke (1795-1886), Jules Michelet (1798-1874) e Hippolyte Taine (1828-1893); la idealista, formulada por Johann von Herder (1744-1803), Immanuel Kant (1724-1804), Johann Gottlieb Fichte (1726-1814) y Georg W.F. Hegel (1770-1831); y la materialista histórica, desarrollada por Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895). Pero, cualquiera sea la forma en que los historiadores han intentado estudiar la historia, el objetivo de todos ellos ha consistido en recopilar, registrar e intentar analizar todos los hechos del pasado del hombre y, en ocasiones, descubrir nuevos acontecimientos, siempre dentro de “un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado”, tal como lo refiere Edward H. Carr en su “What is history?” (¿Qué es la historia?).



En este diálogo, el historiador aparece como un producto de la sociedad en que vive y, en último término, de la historia. Esta no es un producto subjetivo de su mente porque el historiador no es un individuo abstracto sino concreto, producto de las circunstancias históricas y sociales, lo que equivale también a sostener que la historia no está hecha por individuos, sino por la sociedad entera. Las multitudes anónimas que desfilan por la historia constituyen una fuerza social cuya acción es, para Carr, el objeto de la investigación histórica. “La historia -afirma- es el proceso de la investigación en el pasado del hombre en sociedad y no debería ser considerada como la biografía de grandes hombres” como quería el historiador antes citado Thomas Carlyle. De todas maneras, esto no implica desestimar el papel del individuo en la historia, solo que los grandes personajes de la historia –como por ejemplo quien nos ocupa, Trotsky- constituyen otros tantos factores que intervienen en el proceso histórico. Agrega Carr: “La norma de comparación o el valor abstracto, divorciados de la sociedad y dirimidos de la historia, son una entelequia, lo mismo que el individuo abstracto. El historiador serio es aquel que reconoce el carácter históricamente condicionado de todos los valores, y no quien reclama para sus propios valores una objetividad más allá del alcance de la historia”. Las teorías de la historia, en consecuencia, han venido tradicionalmente de la mano de los filósofos, Hegel y Marx fundamentalmente, aunque esa tendencia ha ido cambiando a medida que el estudio de la historia se ha ido afianzando como una más de las ciencias sociales junto la sociología, la economía y la antropología.
En la actualidad, la tarea de investigación y la consecuente reflexión sobre el objeto de esta tarea, sobre los métodos y las finalidades de la misma, es llevada a cabo por el historiador. Ahora bien, las características del complejo campo del mismo determinan -entre otros resultados- diversos modos narrativos: el acontecimiento narrado puede presentarse como la transcripción de documentos, como crónicas, como una conversación, como memorias, como simple relato objetivo o como biografía. La biografía, justamente, tiene entre sus objetivos el ofrecernos un cuadro general de la vida de un personaje tomando, como materia narrativa, sólo un instante de la misma, o su vocación, o su función, o su sentido, o su valor, o su destino, o su trascendencia, u otro aspecto parcial pero con una significación plena y sustantiva dentro de todo el contexto vital del personaje. En ese sentido, los historiadores a menudo se sienten tentados a ofrecer descripciones y explicaciones sin pruebas. Esta actitud a veces es inevitable en vista de la falta de evidencias, y cabe formular argumentos válidos en defensa de las conjeturas planteadas siempre que no se las presente como hechos y certezas. Así, al escribir la biografía de un personaje, el historiador puede realizar afirmaciones movido por su ideología, porque le guste o simplemente porque le resulte conveniente. Pero, ¿es esa la verdad? ¿Será una, y muchas las inexactitudes, como en ocasiones se reclama? ¿No será una falacia pretender orientarse en los procesos históricos mediante la garantía de unos valores supremos no sujetos a variación ninguna? Libertad, justicia, igualdad, ¿no serían como los salvoconductos siempre válidos a la hora de interpretar tal o cual hecho histórico?



La cuestión, obviamente, no es tan simple. “La verdad de la historia está en función de la verdad de la filosofía que el historiador pone en juego”, decía el filósofo francés antes mencionado Henri Marrou. Al historiador no le es dado manejar el material histórico con la abrumadora sencillez que consiste en proclamar el carácter absoluto de la verdad, dado que hasta la más sencilla afirmación histórica puede considerarse absolutamente cierta o absolutamente falsa. No hay ni verdades absolutas ni leyes inmutables que puedan dar cuenta del curso de la historia. El nacimiento de un valor o ideal determinado, en un momento o en un lugar determinado, queda explicado por las condiciones históricas del momento y del lugar. Dice al respecto el antes referido filósofo argentino Mario Bunge en “La ciencia, su método y su filosofía” que ninguno de los presuntos criterios de verdad garantiza la objetividad, y el conocimiento objetivo es la finalidad de la investigación científica. “Lo que se acepta sólo por gusto o por autoridad, o por parecer evidente (habitual) o por conveniencia, no es sino creencia u opinión, pero no es conocimiento científico. El conocimiento científico es a veces desagradable, a menudo contradice a los clásicos (sobre todo si es nuevo), en ocasiones tortura al sentido común y humilla a la intuición; por último, puede ser conveniente para algunos y no para otros. En cambio aquello que caracteriza al conocimiento científico es su verificabilidad: siempre es susceptible de ser verificado”.
El escritor italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375) terminó en 1373 su “Trattatello in laude di Dante” (Breve tratado en alabanza de Dante), una obra que había comenzado a escribir veinte años antes y que se constituyó en una de las primeras biografías de Dante Alighieri (1265-1321). En ella, el autor del celebérrimo “Decamerone” (El Decamerón) daba su propia versión sobre el origen de la palabra “poesía” y admitía que bien podía no ser la correcta al afirmar: “otros lo atribuyen a razones diferentes acaso aceptables, pero -concluía- ésta me gusta más”. Es decir, utilizó el criterio de su propio gusto para cimentar una verdad subjetiva, su verdad. Esto es, priorizó la valoración estética, perteneciente a la esfera de la sensibilidad, por sobre la razón como método del conocimiento científico. Algo parecido a lo que sucedió con el mencionado anteriormente filósofo e historiador escocés David Hume cuando en su “Treatise of human nature” (Tratado sobre la naturaleza humana) escribió: “Cuando prefiero un conjunto de argumentos por sobre otros, no hago sino decidir, sobre la base de mi sentimiento, acerca de la superioridad de su influencia”, desembarcando así en el empirismo histórico.
Otro recurso muy utilizado a lo largo de la historia para fundamentar la verdad ha sido el argumento de autoridad, una premisa harto empleada por la Iglesia Católica, por ejemplo, al hablar de la infalibilidad pontificia y que se ve muy bien graficada en la definición de Giovanni Mastai Ferretti (1792-1878) -el papa Pío IX-durante el Concilio Ecuménico Vaticano I: “Las definiciones del Obispo de Roma son irreformables por sí mismas y no por razón del consentimiento de la Iglesia. De esta manera, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de contradecir ésta, nuestra definición, será anatemizado”. O en la del antes citado Agustín de Hipona, uno de sus acólitos más exaltados, que reza: “Roma ha hablado, la cuestión está terminada”. Esto es, ni más ni menos, que la pretensión de convalidar creencias que simplemente no pueden ser comprobadas tanto empírica como racionalmente. Así lo veía León Tolstoi (1828-1910) en un párrafo del capítulo 1 del libro IX de “Voyná i mir” (Guerra y paz), su obra cumbre: "Nos vemos compelidos a recaer en el fatalismo como explicación de acontecimientos irracionales, es decir, de acontecimientos cuya racionalidad no alcanzamos a comprender".



El de la evidencia basada en la intuición es otro criterio de verdad igualmente muy difundido. Utilizado por el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) en su "filosofía de la intuición" y por el filósofo alemán Edmund Husserl (1859-1938) en su “fenomenología”, ya Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) en su “Analytica posteriora” (Analíticos posteriores) afirmaba que la intuición “aprehende las premisas primarias” de todo discurso, y es por ello “la fuente que origina el conocimiento científico”. Según esta opinión, verdadero es todo aquello que parece aceptable a primera vista, sin examen ulterior, aquello que se intuye. Y otra pauta empleada es el argumento del vitalismo, el de las así llamadas “verdades vitales”, utilizado por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) y el francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), por citar los más renombrados. En él, las afirmaciones se creen o no por conveniencia, independientemente de su fundamento racional o empírico, por lo que lo “verdadero” es sinónimo de “útil”.
“El mundo -decía hace unos dos mil quinientos años el filósofo griego Heráclito de Éfeso (530-470 a.C.) en “Physeos peri” (Sobre la naturaleza)-, unidad de todo, no ha sido creado por ningún Dios, ni por ningún hombre, sino que ha sido, es y será un fuego eternamente vivo que se enciende y se apaga según ciertas leyes”. A lo largo de la historia, tanto historiadores como filósofos de la historia estuvieron muy atareados buscando organizar la experiencia pasada de la humanidad con el descubrimiento de las causas de los acontecimientos históricos y de esas leyes que los rigen e intentando asignarles un grado de verosimilitud y consistencia de veracidad. Dichas leyes y causas se concibieron algunas veces como algo mecánico y otras en términos biológicos; ya como algo metafísico, ya como algo económico o como algo psicológico. Lo aconsejable sería, tal vez, seguir las palabras del filósofo francés Georges Sorel (1847-1922) quien destacaba la necesidad de aislar determinados elementos en una situación dada, aun a riesgo de caer en un exceso de simplificación: “Hay que proceder a tientas; deben ponerse a prueba hipótesis parciales y probables, y hay que contentarse con aproximaciones provisionales de modo que siempre queden abiertas las puertas a una corrección progresiva”.